Cuando llegué por fin a casa, los niños ya habían cenado y se habían ido a dormir. Bonnie estaba acurrucada en el sofá, leyendo una novela francesa con unos pantalones ajustados y una camisa de terciopelo azul abrochada sólo a medias por la parte delantera.
Cuando entré, ella vino a recibirme y me besó. No me preguntó por qué llegaba tarde, ni dónde había estado. Ya lo sabía. No tenía que disculparme por ser como soy. Sentí en aquel momento que Bonnie me conocía de toda la vida.
La cena me esperaba en la cocina. Pollo asado y arroz con salsa de melocotón, y coles de Bruselas de acompañamiento. Comimos y hablamos de sus viajes por África y por Europa con Air France. Ella era una azafata negra que trabajaba en tres idiomas en un país al que en tiempos pensé en irme a vivir, porque me parecía mucho mejor que Estados Unidos.
– Es mejor en algunos aspectos -me dijo Bonnie en una ocasión, cuando le sugerí que viviéramos juntos en París-. Pero sí que tienen prejuicios.
– ¿Ahorcan a la gente de color en el campo? -le pregunté.
– No -respondió ella-. Pero es que en Francia no tienen miedo de los negros, porque están convencidos de que nuestra cultura es inferior. Somos interesantes, pero en resumidas cuentas, bastante primitivos. Al menos aquí en Estados Unidos los blancos que yo he conocido sí tienen miedo de los negros.
– ¿Y eso es mejor?
– Así lo creo -dijo ella. Era una expresión que había aprendido hacía poco. Bonnie cogía cosas de la forma de hablar de la gente y luego las usaba a su manera-. Si tienes miedo de alguien, de alguna manera estás obligado a pensar que es tu igual. No te enfrentas a un niño, sino a un hombre.
Tenía unas ideas profundas, y yo era muy afortunado por el tiempo que iba a pasar con ella.
Aquella noche no hicimos el amor, sólo nos abrazamos. Escuché su respiración hasta que se fue haciendo más profunda y supe que se había dormido. Me dormí también junto a ella, y el crimen era sólo como un trueno distante en mi mente.
Yo podía acumular veintisiete días por enfermedad por aquel entonces, y pertenecía a un sindicato bastante bueno, de modo que llamé a la mañana siguiente, dije que seguía enfermo y me dirigí a ver a John a su obra.
Llevaba un mono blanco y unos zapatos viejos de piel de caimán, uno de los cuales estaba roto y dejaba asomar el dedo pequeño de un pie. También llevaba un cinturón de herramientas y un reloj de muñeca con una gruesa pulsera de oro, y estaba clavando un clavo de una forma algo extraña, con una sola mano.
– Eh, John -dije.
– Easy.
– Espero que uses los clavos suficientes en ese chisme -dije.
– He comprado tantos clavos que creo que estas casas se podrían llamar «hogares acorazados».
Ambos nos reímos y nos estrechamos la mano.
Supongo que estaba algo sensible por entonces. John y yo raramente nos dábamos la mano. Éramos amigos de verdad, y no teníamos necesidad alguna de expresar nuestras intenciones pacíficas. Pero aquel día había un obstáculo, o quizá más de uno, entre ambos. Nos sujetamos el uno al otro para asegurarnos de que nada nos separaría.
– Me han dicho que estuviste en casa ayer -dijo.
– Tenía que contarme la verdad, John. Y sabes que no podía hacerlo estando tú delante.
– ¿Y esa verdad te ayudará a encontrar a Brawly? -Su voz tenía un tono agrio.
– Encontrarle no será ni muchísimo menos tan difícil como salvarle.
– ¿Y qué significa eso, si se puede saber?
– Alva tenía razón -afirmé-. Brawly está metido en algo feo.
– Son ésos, los Primeros Hombres -dijo John.
– Algunos de ellos -accedí-. Pero hay más.
– ¿El qué?
– No estoy seguro aún. Pero ¿sabías que ese tal Henry Strong, uno de los mentores de los Primeros Hombres, solía venir por aquí y ver a Brawly?
– No.
– ¿Sabías que Aldridge Brown venía por aquí también a ver a su hijo? Almorzaban juntos muy a menudo.
– No lo creo. Brawly odiaba a Aldridge.
– ¿Te dijo eso él mismo?
– Alva me lo dijo. Es su hijo. Ella debía saberlo.
– Tu madre todavía vive, ¿verdad? -le pregunté.
– Sabes que sí.
– ¿Y le cuentas todo lo que te pasa? ¿Le dices siempre la verdad? Quiero decir que Brawly sabe perfectamente lo que siente su madre por Aldridge. ¿Por qué le iba a contar que habían hecho las paces y volvían a hablarse?
– Sí, quizá tengas razón -dijo-. Pero aunque sea así, ¿cómo lo averiguaste?
– Vine aquí un día que tú no estabas, y hablé con Chapman y Mercury. Me lo dijeron porque yo se lo pregunté.
– Y se suponía que eran mis hombres.
– No me habrían contado nada si no se lo hubiese preguntado, John. Sabes que nos conocemos desde hace tiempo. El Ratón y yo les sacamos las castañas del fuego cuando robaron a aquella gente de los muelles.
– Vale -dijo John-. O sea, que Strong y el padre de Brawly venían por aquí. ¿Y qué?
– ¿Y si fue Brawly el que mató a Aldridge? ¿Y también a Strong? Vi de refilón al hombre que le disparó. Podría ser Brawly, no estoy seguro.
– ¿Cómo? ¿Qué estás diciendo?
– Si Brawly mató a esa gente, esto es mucho más grave que ir diciendo cuatro tonterías por ahí o echar una canita al aire. ¿Qué queréis que haga, si resulta que ha cometido dos crímenes?
John me miró entonces respirando hondo y despacio. Conté hasta seis exhalaciones hasta que me preguntó:
– ¿Cómo murió Strong?
– Una emboscada. Le pillaron como a un perro y le dispararon en la nuca.
A John no le gustó nada aquello.
– ¿Y no podrías dejarlo, simplemente?
– Ya estoy metido en este lío, John. La policía sabe que lo estoy. Y ellos también lo están.
– Ya sabía que no tenía que haberte llamado, Easy. Yo no quería, pero Alva necesitaba tener la sensación de que estaba haciendo algo. Le perdió durante muchos años, y ahora otra vez le estaba perdiendo. -John se mordió los labios y meneó la cabeza lentamente-. Ella me pidió que te llamara, ¿qué podía hacer yo?
– No lo sé.
– Averigua lo que sea, Easy. Averigua lo que pasó.
– ¿Y si ella pierde al chico?
– Todavía le quedaré yo -dijo.
El Ratón era mi mejor amigo desde niño, pero nunca respeté a ningún hombre como a John. Era taciturno, no tenía buen carácter, pero al final siempre se podía contar con que haría lo correcto.
– ¿Mercury y Chapman están por aquí? -le pregunté.
– Chapman sí -dijo John-. Mercury se ha ido.
La fiebre que había notado ocasionalmente aquellos días hizo su aparición en aquel momento. La mitad del rompecabezas empezó a encajar, y me pregunté, como siempre se hace retrospectivamente, cómo era posible que no me hubiera dado cuenta antes.
Chapman estaba aplicando una buena capa de yeso a una pared con tres vigas cuando John y yo llegamos junto a él.
– John -dijo Chapman-. El señor Rawlins.
Tenía una salpicadura de yeso en un lado de su ancha nariz, y más yeso en el pelo. Chapman llevaba el pelo estirado, peinado bien tirante hacia la nuca. Con la piel clara que tenía, sus gruesos rasgos y el pelo liso, los desconocidos tenían problemas para adivinar cuál era su verdadera raza.
John se desplazó y se puso de pie junto a la pared, al otro lado de Chapman. Éste se dio cuenta de que le habíamos cortado cualquier posible vía de escape.
– He sabido que Mercury se ha ido -dije yo.
– Sí -afirmó Chapman-. Sí, es cierto. Hace tiempo que quería trasladarse a Texas, y creo que ha tenido la sensación de que debía hacer algo al respecto.
– ¿Se ha ido de la ciudad?
– Eso es lo que me ha dicho.
– Pero es tu mejor amigo -dijo John-. Un buen amigo seguramente sabe dónde está su colega.
– ¿Has llamado a su casa? -añadí yo.
– Dijo que se iba a Texas, a buscar trabajo. Me pagó una copa y me dijo que se iba al día siguiente. ¿Por qué le voy a llamar, si se supone que se ha ido?
– Se supone -contesté yo-. ¿Eso significa que no le creíste?
– Pero ¿qué es esto? ¿Un interrogatorio policial o algo así?
– Yo estuve en casa de Mercury el otro día -dije.
– ¿Y qué?
– Pues nada, que tiene una casa muy bonita.
– ¿Y?
– ¿Dónde vives, Kenneth? -pregunté al antiguo ladrón.
– En la Ciento Dieciséis. En LaMarr Towers.
– Eso es una urbanización -repuse yo, con fingida sorpresa.
– Bueno, ¿y qué?
– ¿Cómo es posible que tú fueras a parar a una urbanización, y Mercury consiguiese una casa en la parte más bonita del barrio?
– Heredó algo de dinero de un tío que se le murió en Arkansas.
– ¿Conocías a su tío? -preguntó John.
– Sí. Fui con él al funeral.
– ¿Y era rico? -le pregunté.
– Lo suficiente para dejarle a Mercury diez mil dólares, supongo.
– ¿Y se compró la casa a tocateja? -pregunté.
– Eso me dijo -respondió Chapman. Ya veía que una antigua sospecha acababa de tomar cuerpo de nuevo en su mente.
– Me han dicho que han puesto más patrullas de la policía porque hay robos en las obras -dije.
– ¿Y qué?
– A lo mejor vosotros dos no os habéis vuelto tan buenos como decíais.
– Escúcheme, Easy Rawlins -me amonestó Chapman-. Yo dejé mis herramientas de robo cuando usted y el señor Alexander nos quitaron de encima a aquellos tíos. Incluso cogí los quinientos que me dio y los doné a la iglesia de mi madre. Ya le he dicho de dónde dijo Mercury que había sacado su dinero. Y eso es todo lo que sé.
– Cuando fui a su casa, le pregunté por ti y por Henry Strong y por Aldridge Brown -le dije.
– ¿Qué le preguntó?
– ¿No solías ir tú con Brawly y con ellos?
– Sí, tomamos una copa un par de veces, pero era Mercury el que más iba con ellos. ¿Por qué? ¿Qué más le dijo?
– Que erais los tres como uña y carne -dije-. Que venían a buscarte después del trabajo y que salíais juntos.
– No, él sí, pero yo no. No. A mí no me gusta Aldridge, porque es un chulo. Y Strong parece siempre que guarde algún secreto. No me gustan los hombres así. Y por eso nunca voy con usted tampoco, Easy.
– ¿Y eso?
– Nadie sabe qué es lo que está pensando -dijo Chapman-. Aquel día que fuimos a ver a la gente del sindicato, no sabíamos que iba a traer al Ratón también. Y entonces, cuando les hicieron pagar… No me quejo de la ayuda que nos prestaron, pero entonces supe que usted era demasiado para mí.
– ¿Y tenías la misma sensación con Strong? -le pregunté.
– Eso es.
– ¿Por qué?
– Tenía una forma especial de hacerte hablar de las cosas. A Merc y a mí no nos gusta presumir de los viejos tiempos, pero la primera noche que vimos a Strong, Mercury empezó a contar que cuando éramos niños entrábamos en las tiendas de golosinas. Strong empezó a sonsacarle. En cuanto vi eso, siempre estaba demasiado ocupado para ir de copas.
Eché una mirada al trabajo de yesería de Chapman. Era excelente. Usaba un movimiento circular de la llana para que cada aplicación quedase tersa y pulida. Los remolinos eran de idéntico tamaño y profundidad. Cuando llegase el momento de alisar la pared, quedaría perfecta.
– Blesta me dijo que Merc y tú salíais y jugabais al billar después del trabajo unas cuantas veces a la semana -dije.
– Sí, lo hacíamos -dijo Chapman-. Lo hacíamos, pero desde hace meses ya no.
– ¿Y adónde crees que habrá ido él últimamente? -le pregunté.
– A darle una alegría al pajarito -dijo Chapman, y me miró a la cara.
– ¿Con quién?
– Nunca decía ni una palabra de eso -replicó Chapman-. Simplemente, supe por la forma que tenía de comportarse que se estaba viendo con una chica.
Chapman me miró a los ojos por segunda vez, y luego bajó la vista.
– ¿Es todo lo que necesitas, Easy? -me preguntó John.
– Sí.
– Entonces, yo sí que tengo una pregunta -le dijo el camarero a Kenneth Chapman-. ¿Por qué no me decíais nada cuando el padre de Brawly venía por aquí?
– Brawly es un hombre, John -contestó Chapman-. No puedes estar trabajando con él y luego tratarle como a un niño.
– ¿Crees que Merc ha salido de la ciudad? -le pregunté a Chapman.
– No lo sé.
– Todavía sigues sin querer ayudarme, después de lo que te he dicho.
– Lo que ha dicho son sólo palabras, Easy. Y las palabras son baratas.
John me acompañó a mi coche después de nuestra conversación con Chapman.
– ¿Qué opinas de Mercury? -me preguntó.
– El que ha sido ladrón…
– ¿Y qué tiene que ver todo esto con ese grupo con el que está mezclado Brawly?
– Pues no lo sé -dije-. Nada, a lo mejor.
– ¿Qué quieres decir?
– A lo mejor estamos viendo todo este asunto desde la perspectiva equivocada. Quizá tú tenías razón desde el principio. Es posible que Brawly esté liado con un grupo de matones y ladrones.
– ¿Y qué es lo que van a robar?
– Si Mercury está metido en esto, es posible que sea una nómina. ¿Hay alguna importante por aquí?
– La de Manelli -dijo John-. Son peces gordos, y pagan una vez al mes… en efectivo.
– Ah, muy bien -dije-. Esos son los primeros de la lista. ¿Sabes cuál es el próximo día de pago?
John se limitó a menear la cabeza y frunció el ceño.