4

John y Alva vivían en un edificio de apartamentos en forma de caja junto a Santa Bárbara y Crenshaw. Los muros exteriores estaban estucados de blanco con trazos brillantes. Aquí y allá se veían agujeros de bala, pero eso era bastante normal. Aquella zona de Los Angeles estaba llena de texanos. La mayoría de los texanos llevan armas. Y si uno lleva un arma, tarde o temprano la acaba disparando.

La escalera y los vestíbulos eran externos, de forma que el edificio de apartamentos parecía un motel barato. John y yo subimos hasta el tercer piso. Mientras él buscaba sus llaves, miré al otro lado de la calle. Tres pisos era una gran altura en L.A. en 1964. Veía todo el camino que llevaba hasta el centro: una sucesión de edificios de granito parecidos a mil decorados de películas que había visto.

Enfrente se encontraba un edificio de oficinas recién construido y todavía vacío junto a un solar lleno de coches usados. Aquello también me hizo sonreír. Siento debilidad por los coches usados. Son como viejos amigos, como miembros de la familia a los que quieres, aunque siempre acaban causándote problemas.

– Por aquí, Easy. -John había introducido la llave en la cerradura y abrió la hueca puerta de madera. Me hizo el gesto de que pasara y pasé.

La habitación era del tamaño de la cabina de un barco, apenas más ancha que alto era yo. Los muebles eran de bambú barato, con asientos de falso cuero azul, y las paredes, aunque tenían el lustre de la pintura, eran de un color indefinible.

Me senté en un reposapiés en forma de hamaca y observé al camarero convertido en constructor.

Él entró en lo que me pareció un armario y me dijo:

– ¿Qué quieres tomar?

Era la pregunta que más le había oído hacer a John. Mi respuesta más común era «whisky», pero por entonces se habían terminado ya mis días de bebedor.

Me levanté para ver qué tipo de bar podía haber montado John en un armario, pero me encontré con una cocina en miniatura. Un fogón diminuto con dos quemadores encima de una nevera no mayor que una portátil. El fregadero no tenía escurridero ni estantes.

– ¿Y a esto lo llaman cocina? -pregunté.

– Tuvimos que vender la casa y meter nuestras cosas en un guardamuebles -dijo, como si eso contestara de alguna manera a mi pregunta-. Para pagar la mano de obra y los gastos legales de los edificios.

– Mierda. -Estaba asombrado por la diminuta y atestada cocina.

– Hola, señor Rawlins. -No tuve que volverme para reconocer aquella voz.

– Alva…

No quiero dar una impresión equivocada de Alva Torres. Era una buena mujer, por lo que yo sabía. Simplemente, lo que pasaba es que ella no aprobaba mi antigua vida. Lo que algunos podrían llamar una economía de intercambio de favores ella lo veía como una serie de actividades criminales.

Me tendió la mano como bienvenida, y quizá como oferta de paz.

– ¿Qué tal está? -le pregunté.

– ¿Por qué no toma asiento? -replicó ella.

Volví a mi reposapiés.

– Bueno, ¿qué tal va, chicos? -les pregunté, todo lo amistosamente que pude.

La reacción fue incomodidad y silencio. Alva llevaba un traje pantalón gris que no le quedaba bien. Era una mujer que necesitaba colores vivos, líneas fluidas. Me miró como si les hubiera insultado con mi pregunta.

– Es una historia muy larga, Easy -dijo John-. Tiene que ver con Alva y su primer marido…

– John -dijo ella.

– ¿Qué?

– No lo sé. No sé si esto está bien.

– Bueno -dijo John, dejando traslucir un ramalazo de su antigua dureza-. Decídete, pues. Easy ha venido a ofrecerme su ayuda, si le es posible, pero no puede hacer nada si no le cuentas lo que quieres.

Alva apretó sus largos dedos formando unos puños huesudos.

– ¿Puedo confiar en usted, señor Rawlins?

La alarma que sonaba en mi cabeza, el aturdimiento, el viento que entraba por la ventanilla de mi coche… todo aquello volvió a acosarme al oír su pregunta.

– Pues no tengo ni idea -dije-. No sé qué es lo que necesita.

La tensión salió del largo cuerpo de Alva y ella se echó atrás apoyándose en un cojín cilíndrico azul. John la miraba con impotencia.

– Mi ex marido -empezó Alva-. Aldridge A. Brown. Cuidó a Brawly cuando era pequeño. Yo no podía. Un niño necesita un hombre que lo guíe. Bueno, si es que el hombre se queda.

Yo no sabía de qué demonios hablaba ella. Pero estaba haciendo un esfuerzo tan grande sólo para pronunciar aquellas palabras que decidí dejarlo por el momento.

– Aldridge quería ser un buen padre. Podría haber sido un buen marido, para alguna otra mujer, pero era… era… bueno, demasiado para nosotros.

Calló un momento y John fue a sentarse a su lado. Le puso una mano en el hombro y ella se acurrucó en su pecho.

– ¿Está hablando de su hijo? -le pregunté.

– Brawly -dijo ella, afirmando con la cabeza.

– Estaba trabajando conmigo en la obra hasta hace un par de semanas -dijo John.

Alva derramó unas lágrimas silenciosas que rodaron por la camiseta sucia de John, como si ésta fuese de papel encerado.

El dolor de aquella mujer y su hombre compartiéndolo me conmovieron un momento. En aquel instante me vi a mí mismo, febril y ciego, deleitándome con el dolor de aquella buena gente. Pero la visión pasó, y durante largo tiempo olvidé incluso que la había tenido.

– ¿Adónde ha ido?

La dura mirada de Alva era intimidatoria, pero yo no aparté la vista.

– Por eso necesitamos tu ayuda, Easy -dijo John-. Se ha ido y ella teme… bueno, nosotros tememos… que pueda tener problemas.

– ¿Qué edad tiene Brawly? -pregunté.

– Veintitrés, pero es joven para su edad. -La ternura en su voz resultaba rara.

– ¡Veintitrés! Pero ¿qué edad tiene usted?

– Lo tuve con dieciséis años. Aldridge tenía la misma edad que Brawly ahora.

– Perdóneme por preguntarlo, querida, pero no parece en absoluto que tenga treinta y nueve.

A pesar de su perfección dura como una piedra, un asomo de vanidad se abrió paso por una rendija. En los labios de la mujer aleteó una sonrisa que murió enseguida.

– ¿Por qué creen que puede tener problemas? -pregunté-. Quiero decir que con veintitrés años, a lo mejor simplemente se está divirtiendo.

– No, Easy. No es de ese tipo de chicos -dijo John-. Le da muchas vueltas a las cosas. Le iba bien en el instituto, pero se metió en líos y tuvo que dejarlo. Ahora iba con malas compañías, y Alva estaba preocupada.

– Entonces, ¿queréis que lo encuentre?

Alva se incorporó. El dolor de su rostro casi hizo que apartara la vista.

– Sí -dijo-. Y quizá, de alguna forma, que nos ayude a conseguir que vuelva a casa.

– Haré lo que pueda. Desde luego.

– Ah -murmuró ella, y yo aparté la vista.

– ¿A qué tipo de compañías te refieres? -le pregunté a John.

– Se llaman a sí mismos revolucionarios urbanos o algo parecido.

– ¿Cómo?

– El Partido Revolucionario Urbano -dijo Alva. Estaba sentada muy tiesa. Cualquier asomo de debilidad había desaparecido-. También se hacen llamar los Primeros Hombres.

– ¿Y quiénes son?

– Dicen que son luchadores por la libertad, pero lo único que buscan son líos -dijo ella-. Hablan mucho de la iglesia y de los derechos civiles, pero a la hora de la verdad, sólo quieren violencia y venganza.

– Probablemente son comunistas -añadió John.

– Dejó algunos panfletos que hicieron -intervino de nuevo Alva-. Se los traeré.

Desapareció por una puerta situada enfrente de aquélla por la que habíamos entrado John y yo.

– Tienes que hacerlo bien, Easy -me dijo él cuando ella hubo salido.

– ¿Qué quieres decir?

– Brawly tiene que salir sano y salvo de esto.

– ¿Y cómo te voy a prometer eso, si va por ahí con una panda de matones? Tú sabes muy bien que lo mejor es no buscarle siquiera. O consigue superarlo él mismo, o esto acabará con él. Es lo que pasa con todos los chicos negros.

Él sabía que yo tenía razón.

Alva volvió con cuatro o cinco panfletos de impresión barata apretados contra el pecho.

– Aquí están -dijo, sin hacer ademán alguno de tendérmelos.

– ¿Puedo verlos? -le pregunté.

Ella se echó hacia atrás ligeramente. Al final John se los quitó.

– Toma -dijo, tendiéndome los arrugados panfletos.

– ¿Qué quiere que haga, Alva? -le dije, fuerte y claro.

– Quiero que encuentre a Brawly.

– ¿Y nada más? Si está con esa gente, usted o John podrían hacerlo solos.

– No, quiero que hable con él, Easy -dijo ella-. Si nos ve, se enfadará mucho más aún. Quiero saber si está bien, y quizá, si le escuchase a usted, podría…

– Averiguar dónde está es fácil -dije-. Pero lo que está haciendo y cómo lo hace, eso hay que mirarlo más de cerca. Echaré un vistazo, volveré aquí y les contaré lo que pienso. Si él está dispuesto a escucharme, quizá incluso le pueda traer a casa.

– Te pagaremos, Easy. -John levantó la mano como si se estuviera defendiendo de algún ataque.

– Invitadme a mí, a los niños y a Bonnie a comer algún día y me consideraré plenamente pagado.

John se echó a reír.

– El mismo de siempre, ¿eh, Easy?

– Si funciona, ¿por qué cambiarlo? -Me sentía cómodo intercambiando frases con mi amigo-. Alva -dije entonces-. Necesito dos cosas más.

– ¿Qué?

– Primero, necesito una foto de Brawly. Y luego quiero saber qué va a hacer su marido en este asunto.

– Nada -dijo ella-. Aldridge no tiene nada que ver con esto. ¿Por qué?

– No lo sé. Ha sido usted quien le ha mencionado. Usted y John.

– Lo ha dicho él. -Ella parecía una alumna culpable respondiendo a un profesor estricto-. Yo sólo quería hablar de Brawly.

– ¿Cree que puede haber ido a casa de su padre?

– Jamás.

– Pero creo que dijo que era un buen padre… Que él educó a Brawly.

– Brawly huyó de Aldridge a los catorce años. Se fue a vivir con mi prima, que vivía en Riverside por entonces. Ocurrió algo entre él y su padre, y se escapó. No creo que se hayan visto desde entonces.

– ¿Brawly vivía con su prima? ¿Y por qué no se vino a vivir con usted?

– Eso no tiene nada que ver, Easy -dijo John. Se acercó a Alva y la rodeó con sus brazos-. Es una historia muy antigua.

– Ajá. Ya veo. Bueno, si Brawly no se fue con su padre, ¿qué me dice de la prima?

– No -aseguró Alva.

– ¿Qué?

– Que no está con ella.

– Perdóneme, señorita Torres, pero usted no sabe dónde está Brawly. Por eso me han llamado.

– Basta, Easy -me advirtió John-. Ya tienes los panfletos. Ya te hemos dicho dónde ha estado últimamente.

– ¿Y si no está ahí? ¿Y si no le encuentro allí? ¿Y si ha ido a ver a su prima y ha tenido algún problema? No podéis pedirme que haga esto y no contarme nada.

Alva volvió a salir de la habitación. Era posible que se hubiese enfadado, pero no me importaba.

– Easy no tienes por qué saberlo todo -me dijo John-. Alva ha pasado una época muy mala, y esto de Brawly le afecta mucho. Sólo han estado juntos los últimos años.

– No puedo ayudaros si me dejáis las manos atadas desde el principio.

– A lo mejor no tenía que haberte llamado, pues. -Era una despedida.

Alva volvió.

– John -dijo-, él tiene razón. Si quiero que me ayude, tendré que darle lo que necesita.

Y mientras lo decía me tendió un trozo de papel roto y una antigua foto de un niño de seis o siete años. El niño llevaba el pelo muy corto. Era robusto y de rasgos duros, y eso hacía que pareciese pensativo a pesar de su sonrisa.

– ¿Qué es esto?

– Una foto de Brawly y el número de teléfono y la dirección de Isolda Moore.

– ¿Isolda Moore es su prima?

La idea le resultaba a Alva tan desagradable que sólo pudo asentir con la cabeza.

– Pensaba que había dicho que vivía en Riverside…

– Se trasladó a Los Ángeles hace unos años. Envió una postal a Brawly con su número de teléfono, pero él nunca la llamó.

– ¿Y esto de la foto?

– ¿Qué le pasa? -preguntó ella.

– Ha dicho que Brawly tiene veintitrés años.

– Es la única foto que tengo. Pero está igual. Ya lo verá.

– Tiene razón, Easy -dijo John-. Brawly tiene exactamente el mismo aspecto hoy en día. Sólo que mayor.

– ¿Sabéis si hay algún lugar al que le guste ir para divertirse? -pregunté.

– A Brawly le gusta comer -dijo John-. Sólo tienes que buscar el sitio donde den más comida. Le gusta bastante Hambones. Está justo en la manzana de al lado de donde están esos matones.

– Encuéntrele y tráigalo, señor Rawlins -dijo Alva-. Ya sé que no he sido muy amable con usted, y que no tiene ningún motivo para querer ayudarme. Siento no haberle tratado bien antes, pero a partir de ahora mi puerta siempre estará abierta para usted.

Aquella puerta abierta significaba más que cualquier dinero que John pudiera ofrecerme. Como diría la gente del campo, valía su peso en oro. Si ella estaba dispuesta a pagar un precio tan alto, me preguntaba cuál podría ser el coste.

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