Capítulo 7

La fiesta de Fin de Año en casa de Lily fue agradable y discreta, un montón de vasos de papel con champán y un montón de gente del college más los que lograron colarse. A mí nunca me ha entusiasmado la Nochevieja. No recuerdo quién la llamó por primera vez Noche de Aficionados (creo que fue Hugh Hefner), refiriéndose a que él salía los otros 364 días del año, pero estoy de acuerdo. Tanta bebida y tanta juerga forzada no te garantizaban que fueras a pasártelo bien. Así pues, Lily había decidido ofrecer una fiestecita para ahorrarnos a todos los ciento cincuenta dólares que costaba entrar en las discotecas o, peor aún, congelarnos en Times Square. Cada uno llevó una botella de algo no demasiado venenoso, ella repartió matracas y diademas brillantes y nos emborrachamos y brindamos por el Año Nuevo en su azotea con vistas al Harlem hispánico. Aunque todos bebimos más de la cuenta, para cuando la gente se hubo marchado Lily estaba para el arrastre. Ya había vomitado dos veces y me preocupaba dejarla sola en su apartamento, así que Alex y yo le preparamos una bolsa y la subimos a un taxi con nosotros. Dormimos todos en mi casa, Lily en el futón de la sala, y al día siguiente desayunamos en un bufet libre. Me alegraba que se hubieran acabado las fiestas. Había llegado la hora de proseguir con mi vida y ponerme en serio con mi trabajo. Aunque tenía la sensación de que llevaba trabajando una década, de hecho estaba empezando. Abrigaba la esperanza de que las cosas cambiaran cuando comenzara a trabajar con Miranda cara a cara. Por teléfono todo el mundo podía ser un monstruo sin corazón, sobre todo si esa persona se sentía incómoda estando de vacaciones y alejada del trabajo. Yo estaba convencida de que las penalidades de ese primer mes darían paso a una situación totalmente nueva y estaba impaciente por vivir el proceso.

Eran poco más de las diez de la mañana de un frío 5 de enero y estaba, de hecho, contenta de hallarme en el trabajo. ¡Contenta! Emily hablaba efusivamente de un tipo que había conocido en una fiesta de Fin de Año en Los Angeles, un «compositor de canciones con mogollón de futuro», que había prometido ir a verla a Nueva York en las siguientes dos semanas. Yo charlaba con un ayudante de belleza que se sentaba al final del pasillo, un chico encantador que acababa de diplomarse por Vassar y cuyos padres todavía no sabían -pese al college que había elegido y pese a ser ayudante de belleza de una revista de moda- que se acostaba con hombres.

– Por favor, ven conmigo, te prometo que será muy divertido. Te presentaré a tíos buenos, Andy Tengo algunos amigos hetero impresionantes. Además, es la fiesta de Marshall, seguro que será genial -canturreó James, inclinado sobre mi mesa mientras yo consultaba mi correo electrónico.

Emily seguía describiendo por teléfono su encuentro con el cantante melenudo.

– Iría, te aseguro que iría, pero quedé en salir con mi novio esta noche antes de Navidad -expliqué-. Hace semanas que queremos salir solos a cenar y la última vez tuve que anular la cita.

– ¡Pues queda con él después! Venga ya, no todos los días tienes la oportunidad de conocer al especialista en tintes con más talento del mundo civilizado. Y habrá un montón de gente famosa y todos estarán guapísimos y… ¡en fin, solo sé que será la fiesta más glamourosa de la semana! La organización corre a cargo de Harrison y Shriftman, ¿qué más quieres? Di que sí.

Puso ojitos de cachorro y me eché a reír.

– James, me encantaría ir, de veras, ¡si nunca he estado en el Plaza! Pero no puedo cambiar mis planes. Alex ha hecho una reserva en un pequeño restaurante italiano cerca de su casa y es imposible cambiarla.

Sabía que no podía anular la cita y tampoco quería. Deseaba pasar la velada a solas con Alex y enterarme de cómo le iba con su nuevo programa extraescolar, aunque lamentaba que coincidiera con la noche de la fiesta. Llevaba toda la semana leyendo sobre ella en los periódicos; por lo visto todo Manhattan esperaba con impaciencia que Marshall Madden, extraordinario especialista en tintes capilares, celebrara su acostumbrada superfiesta post-Año Nuevo. Aseguraban que ese año sería aún más sonora porque acababa de publicar un nuevo libro, Tíñeme, Marshall. Yo no iba a dejar plantado a mi novio por una fiesta de famosos.

– Muy bien, pero luego no digas que nunca te invito a ningún sitio. Y mañana no me vengas llorando cuando leas en Page Six que me vieron con Mariah o J-Lo.

Se alejó resoplando, fingiendo indignación, aunque siempre parecía estar amoscado.

Hasta el momento, la semana posterior a Año Nuevo había transcurrido con tranquilidad. Seguíamos abriendo y clasificando regalos -esa mañana me había tocado desenvolver unos impresionantes Jimmy Choo de tacón de aguja con incrustaciones de Swarovski-, pero ya no quedaba ninguno por enviar y los teléfonos permanecían silenciosos porque todavía había mucha gente fuera de la ciudad. Miranda tenía previsto regresar de París a finales de semana, pero no aparecería por la oficina hasta el lunes. Emily opinaba que yo ya estaba preparada para tratarla, y yo también. Habíamos repasado hasta el último detalle y yo tenía un bloc entero lleno de notas. Le eché otra ojeada confiando en recordarlo todo. Café: solo Starbucks, grande y con leche, dos terrones de azúcar sin refinar, dos servilletas, un agitador. Desayuno: de Mangia, 555-3948, un brioche con queso cremoso, cuatro lonjas de beicon y dos salchichas. Periódicos: quiosco del vestíbulo, New York Times, Daily News, New York Post, The Financial Times, The Washington Post, USA Today, The Wall Street Journal, Women's Wear Daily y, los miércoles, New York Observer. Semanarios, disponibles los lunes: Time, Newsweek, U.S. News, The New Yorker (!), Time Out New York, New York Magazine, The Economist. Y así todo. Las flores que adoraba y las que detestaba; el nombre, la dirección y el teléfono personal de sus médicos y servicio doméstico; sus tentempiés favoritos; su agua mineral favorita; sus tallas en todas las prendas de vestir, desde la ropa interior hasta las botas de esquiar. Hice una lista de la gente con la que quería hablar siempre, y otra con las personas con quienes no quería hablar nunca. Yo escribía, escribía y escribía mientras Emily desvelaba información a lo largo de nuestras semanas juntas, y cuando terminamos tuve la sensación de que no había nada que no supiera de Miranda Priestly. Salvo, naturalmente, qué era eso que la hacía tan importante como para que yo hubiera llenado un bloc entero con sus gustos y aversiones. ¿Por qué debía importarme todo eso?

– Es un tipo increíble -aseguró Emily con un suspiro retorciendo el cable del teléfono con el dedo índice-. Ha sido el fin de semana más romántico de mi vida.

¡Ping! «Tiene un mensaje de Alexander Fineman. Para abrirlo, haga clic aquí.» Oooh, genial. Elias-Clark había anulado el mensajero instantáneo, pero por alguna razón yo todavía recibía al instante la notificación de que me había llegado un nuevo correo electrónico.


Hola, nena, ¿cómo te va el día? Por aquí, una locura, como siempre. ¿Recuerdas que te conté que Jeremiah había amenazado a todas las niñas con un cúter que trajo de su casa? Pues bien, no bromeaba, porque hoy ha traído otro, y ha hecho un corte en el brazo a una niña y la ha llamado zorra. La herida no era profunda, pero cuando el profesor le preguntó por qué lo había hecho, dijo que había visto al novio de su mamá hacerle lo mismo a esta. Tiene seis años, Andy, ¿puedes creerlo? El caso es que el director ha convocado una reunión extraordinaria esta noche y me temo que no podré cenar contigo. ¡Lo siento muchísimo! De todos modos, debo confesar que me alegro de que estén reaccionando, es más de lo que esperaba. Lo comprendes, ¿verdad? No te enfades, te lo ruego. Te llamaré más tarde y prometo compensarte. Te quiero, A.


¿No te enfades, te lo ruego? ¿Espero que lo comprendas? ¿Uno de sus alumnos de segundo había acuchillado a otro y esperaba que no me enfadara porque anulara la cena? Yo, que una noche le había plantado porque pensaba que todo un día dando vueltas en una limusina y envolviendo regalos era demasiado agotador. Quería echarme a llorar, telefonearle y decirle que no solo no estaba enfadada, sino orgullosa de él por preocuparse por esos chicos, por dar prioridad a su trabajo. Pulsé «responder» y me dispuse a escribir todo eso cuando oí mi nombre.

– ¡Andrea, viene hacia aquí! Llegará dentro de diez minutos -anunció Emily en voz alta, esforzándose por no perder la calma.

– ¿Eh? Lo siento, no he oído lo que…

– Miranda viene hacia aquí. Tenemos que prepararnos.

– ¿Que viene hacia aquí? Pensaba que ni siquiera tenía pensado regresar al país antes del sábado…

– Pues está claro que ha cambiado de parecer. ¡Y ahora muévete! Ve al quiosco, recoge sus periódicos y colócalos exactamente como te he enseñado. Cuando hayas terminado, pasa un trapo por la mesa y deja un vaso de Pellegrino con hielo y lima en el lado izquierdo. Y asegúrate de que no falte nada en el cuarto de baño, ¿entendido? ¡Venga! Ya está en el coche, así que llegará en menos de diez minutos dependiendo del tráfico.

Mientras salía de la oficina oí a Emily marcar extensiones como una posesa y exclamar: «Viene hacia aquí, avisa a todo el mundo». Apenas tardé tres segundos en salvar los pasillos y cruzar el departamento de moda, pero ya oía gritos de pánico: «Emily dice que viene hacia aquí», «¡Miranda está a punto de llegar!», además de un chillido especialmente espeluznante de «¡Ha vueeelto!». Los ayudantes corrían a enderezar la ropa de los percheros que flanqueaban los pasillos y las redactoras entraban a toda prisa en sus despachos. Vi a una cambiarse los zapatos bajos por unos de tacón de aguja de diez centímetros, mientras otra se pintaba los labios, se rizaba las pestañas y se ajustaba la tira del sujetador sin detenerse a respirar. Cuando un editor salió del lavabo de caballeros, divisé detrás de él a James, que comprobaba muy nervioso si su jersey de cachemir negro tenía pelusa mientras se metía un Altoids en la boca. Ignoraba cómo se había enterado de que Miranda estaba en camino, a menos que el lavabo de caballeros contara con altavoces para esa clase de emergencias.

Me habría encantado detenerme a observar el desarrollo de la escena, pero disponía de menos de diez minutos para causar una impresión impecable a esa mujer y no tenía intención de estropearlo. Hasta ese momento había tratado de aparentar sosiego pero, en vista de la falta de dignidad de que hacían gala todos los demás, eché a correr.

– ¡Andrea! Sabes que Miranda viene hacia aquí, ¿verdad? -exclamó Sophy cuando crucé disparada la recepción.

– Sí, pero ¿cómo lo sabes tú?

– Bomboncito, yo lo sé todo. Te aconsejo que te pongas las pilas. Si hay una cosa clara es esta: a Miranda Priestly no le gusta que le hagan esperar.

Me zambullí en el ascensor v le di las gracias.

– ¡Estaré de vuelta con los periódicos en menos de tres minutos!

Las dos mujeres que viajaban en el ascensor me miraron con desdén y me di cuenta de que estaba gritando.

– Lo siento -me disculpé mientras trataba de recuperar el aliento-. Acabamos de enterarnos de que nuestra directora viene hacia aquí y no la esperábamos, así que estamos todos un poco nerviosos.

¿Por qué les estaba dando explicaciones?

– ¡Ostras, tú debes de trabajar para Miranda! Espera, déjame adivinar, eres su nueva ayudante. Andrea, ¿verdad?

La morenita de piernas largas me mostró al menos cuatro docenas de dientes radiantes y se acercó como una piraña. A su amiga se le iluminó la cara.

– Sí, soy Andrea-dije, repitiendo mi nombre como si no estuviera totalmente segura de que fuera mío-. Y sí, soy la nueva ayudante de Miranda.

En ese momento las puertas del ascensor se abrieron al deslumbrante mármol blanco del vestíbulo. Me adelanté y salí antes de que las puertas se hubieran abierto del todo. Mientras me alejaba, una de las mujeres vociferó:

– Eres una chica con suerte, Andrea. ¡Miranda es una mujer increíble y millones de chicas darían un ojo de la cara por tener tu empleo!

Evité chocar con un grupo de abogados de aspecto descontento que seguro que salían de una comida de trabajo y casi llegué volando al quiosco situado en un rincón del vestíbulo, donde un hombrecito kuwaití llamado Ahmed presidía una exposición impecable de revistas y un surtido algo escaso de chucherías y refrescos sin azúcar. Emily nos había presentado antes de Navidad como parte de mi proceso de formación y confié en que ahora pudiera echarme una mano.

– ¡Detente! -exclamó cuando empecé a coger periódicos de los estantes-. Eres la nueva chica de Miranda, ¿verdad? Ven aquí.

Me volví y vi que Ahmed se agachaba y hurgaba debajo de la caja registradora con la cara roja a causa del esfuerzo.

– ¡Aja! -volvió a exclamar al tiempo que se incorporaba con la agilidad de un viejo con las dos piernas rotas-. Toma. Te los aparto cada día para que no me destroces la parada. Bueno, y puede que para asegurarme de que no te quedes sin ellos.

Me guiñó un ojo.

– Gracias, Ahmed. No imaginas lo mucho que me has ayudado. ¿Crees que debería llevarme también las revistas?

– Claro. Ya es miércoles y salieron el lunes. Probablemente a tu jefa no le haga ninguna gracia -dijo sagazmente.

Hurgó de nuevo debajo de la caja registradora y se levantó con una pila de revistas. Eché una rápida ojeada y comprobé que estaban todas las que tenía anotadas en la lista, ni una más ni una menos.

Identificación, identificación, ¿dónde demonios había metido la maldita tarjeta de identificación? Introduje la mano en mi blusa blanca y encontré el acollador de seda que Emily me había fabricado con un pañuelo Hermés blanco de Miranda. «Jamás lleves la tarjeta de identificación a la vista delante de Miranda -me había advenido- pero, en el caso de qué se te olvide quitártela, al menos no la llevarás en una cadena de plástico.» Emily casi había escupido las últimas palabras.

– Toma, Ahmed. Muchísimas gracias por tu ayuda, pero tengo mucha prisa. Miranda viene hacia aquí.

Ahmed deslizó la tarjeta por el lector y devolvió el acollador de seda a mi cuello como si se tratara de una guirnalda de flores.

– ¡Y ahora corre!

Cogí la bolsa de plástico y eché a correr mientras volvía a extraer la tarjeta de identificación para pasarla por los torniquetes de seguridad que me permitirían entrar en la zona de los ascensores de Elias-Clark. Nada. La pasé de nuevo y empujé, esta vez con más fuerza. Nada. Desde el mostrador de seguridad, Eduardo, el vigilante rollizo y sudoroso, cantó con voz aguda los dos primeros versos de «Material Girl».

Mierda. Ya sé, sin necesidad de mirar, que su sonrisa conspiradora y enorme me está exigiendo una vez más -tal como ha hecho durante las últimas semanas- que le siga la corriente. Por lo visto posee un repertorio interminable de melodías irritantes que adora cantar, y no me deja cruzar los torniquetes a menos que las represente. Ayer fue «I'm too sexy». Mientras la entonaba, yo tenía que caminar por la pista imaginaria del vestíbulo. Cuando estoy de buen humor puede resultar divertido, a veces hasta me hace sonreír, pero ese era mi primer día con Miranda y tenía que organizar sus cosas sin demora. Me dieron ganas de acogotarlo por tenerme retenida mientras el resto de la gente cruzaba felizmente los torniquetes situados a ambos lados de mi persona.

Canturreé a mi vez la canción alargando y ahogando las palabras, como hacía Madonna.

Eduardo enarcó las cejas.

– ¡Un poco más de entusiasmo, muchacha!

Sospechando que podría reaccionar con violencia si volvía a oír su voz, dejé la bolsa sobre el mostrador, elevé los brazos y di un golpe de cadera hacia la izquierda mientras hacia morritos con los labios. Canté a voz en grito. Eduardo rió, aplaudió y silbó. Y me dejó pasar.

Nota recordatoria: discutir con Eduardo cuándo y dónde era aceptable obligarme a hacer el ridículo. Me zambullí en el ascensor y pasé a toda velocidad por delante de Sophy, que tuvo el detalle de abrir las puertas de cristal antes de que yo se lo pidiera. Hasta me acordé de detenerme en una de las minicocinas y poner hielo en uno de los vasos Baccarat que guardábamos en un armarito situado sobre el microondas para uso exclusivo de Miranda. Con el vaso en una mano y los periódicos en la otra, doblé la esquina y me di de bruces con Jessica, también conocida como Chica Manicura. Estaba irritada y muerta de miedo.

– Andrea, ¿eres consciente de que Miranda viene hacia aquí? -preguntó mirándome de arriba abajo.

– Claro. Aquí tengo los periódicos y el agua. Ahora solo tengo que llegar a su despacho. Si me disculpas…

– ¡Andrea! -exclamó mientras me alejaba corriendo y un cubito de hielo salía volando hacia la sección artística-. ¡No olvides cambiarte de zapatos!

Me detuve en seco y bajé la vista. Calzaba unas zapatillas de deporte de todo trote, de esas que no estaban diseñadas exclusivamente para darte un aire moderno. Las reglas del vestir -tácitas y no tan tácitas- se relajaban cuando Miranda estaba ausente, y aunque los empleados tenían un aspecto fantástico, todos llevaban algo que ni por asomo se hubieran atrevido ponerse delante de Miranda. Mis zapatillas de deporte de rejilla rojas eran un ejemplo.

Cuando llegué a nuestra oficina estaba sudando.

– Hola, traigo todos los periódicos y también he comprado las revistas por si las moscas. El único problema es que me temo que no puedo llevar este calzado. ¿Tú qué opinas?

Emily se arrancó el auricular de la oreja y lo estampó contra la mesa.

– Por supuesto que no. -Cogió el teléfono, marcó cuatro números y dijo-: Jeffy, tráeme unos Jimmy del número… -Me miró.

– Treinta y nueve. -Saqué una botella de Pellegrino del armario y llené el vaso.

– Treinta y nueve. No, ahora. No, Jeff, hablo en serio. Ahora mismo. Maldita sea, Andrea lleva unas deportivas, unas deportivas rojas, y Ella llegará en cualquier momento. Muy bien, gracias.

Fue entonces cuando observé que, en los cuatro minutos que yo había estado ausente, Emily se había cambiado los tejanos gastados por un pantalón de cuero y sus modernas zapatillas de deporte por unas sandalias con tacón de aguja. También había limpiado la oficina, guardado los objetos que había sobre nuestras mesas en cajones y apilado en el armario los regalos que todavía no habían sido enviados a casa de Miranda. Además, se había aplicado una nueva capa de brillo en los labios y colorete en las mejillas, y ahora me indicaba que espabilara.

Llevé los periódicos al despacho y los coloqué sobre una mesa iluminada por debajo donde Emily decía que Miranda se pasaba horas examinando los negativos de las sesiones fotográficas. También era donde quería que le dejaran la prensa, así que volví a consultar el orden correcto en mi bloc. Primero el New York Times, seguido del Wall Street Journal y el Washington Post. Fui colocando cada ejemplar ligeramente desplazado del anterior hasta formar un abanico que abarcaba toda la mesa. Women's Wear Daily era la única excepción; había que ponerlo en medio del escritorio.

– ¡Ya está aquí! Andrea, sal de ahí, Miranda está subiendo -oí susurrar a Emily desde la oficina-. Uri acaba de llamar para decirme que la ha dejado en la puerta.

Puse WWD encima del escritorio, coloqué el vaso de Pellegrino sobre una servilleta de hilo en una esquina (¿qué lado?, no recordaba en qué lado iba) y salí disparada del despacho, no sin antes echar una última ojeada para asegurarme de que todo estaba en orden. Jeff, uno de los asistentes de moda encargados del ropero, me lanzó una caja de zapatos con una goma elástica alrededor y desapareció. La abrí a toda prisa. Dentro encontré unas sandalias Jimmy Choo con tiras de pelo de camello y sendas hebillas en el centro, probablemente de ochocientos dólares. ¡Mierda! Tenía que ponérmelas al instante. Me quité las zapatillas de deporte y los calcetines, ahora sudados, y lo metí todo debajo de mi mesa. El pie derecho entró con facilidad, pero mi rolliza uña no conseguía abrir la hebilla del izquierdo. ¡Por fin! La abrí y deslicé el pie izquierdo, y de inmediato sentí que las tiras me mordían la carne. Segundos más tarde ya la tenía abrochada y me estaba incorporando cuando entró Miranda.

Paralizada. Quedé paralizada a medio camino mientras mi mente funcionaba con la suficiente agilidad para comprender que mi aspecto debía de ser ridículo, pero no con la suficiente agilidad para hacer que me moviera. Miranda reparó en mí al instante, probablemente porque esperaba ver a Emily sentada frente a su antigua mesa, y se acercó. Se apoyó en el mostrador que había delante de mi escritorio y se asomó poco a poco, hasta que pudo verme al completo mientras yo permanecía inmóvil en mi silla. Sus brillantes ojos azules se desplazaron arriba y abajo, a izquierda y derecha, por mi blusa, mi minifalda roja de pana Gap y mis Jimmy Choo de pelo de camello. Noté que examinaba hasta el último centímetro de mi cuerpo, piel, pelo y ropa, moviendo los ojos con rapidez pero con el semblante inmóvil. Se inclinó un poco más, hasta que tuve su rostro a treinta centímetros del mío y puede aspirar el fabuloso olor a perfume caro y a champú de peluquería. Tan cerca la tenía que advertí las finísimas líneas que le rodeaban la boca y los ojos, inapreciables a una distancia más relajada. No obstante, no fui capaz de mirarle la cara mucho más tiempo porque ella estaba examinando atentamente la mía. No percibí la menor señal de que cayera en la cuenta de que a) ya nos conocíamos; b) yo era su nueva empleada, o c) yo no era Emily.

– Hola, señora Priestly -aullé impulsivamente pese a saber, en algún lugar de mi mente, que ella aún no había abierto la boca. La tensión, no obstante, era insoportable y no pude refrenarme-. Estoy encantada de trabajar para usted. Le agradezco muchísimo la oportunidad que…

¡Calla! ¡Calla, boca estúpida! Hablando de falta de dignidad.

Miranda terminó su repaso y se alejó del mostrador mientras yo seguía tartamudeando. Notaba que el calor me subía por el rostro, un sofoco fruto de la confusión, el dolor y la humillación, y la mirada enfurecida de Emily no me hizo sentir mejor. Levanté con brusquedad mi cara sofocada y comprobé que, efectivamente, Emily me observaba.

– ¿Está el Boletín al día? -preguntó Miranda a nadie en particular mientras entraba en su despacho, y advertí con alegría que iba directa a la mesa donde yo había dispuesto los periódicos.

– Sí, Miranda, aquí está -respondió Emily corriendo tras ella y tendiéndole la tablilla sujetapapeles donde colocábamos por orden de llegada todos los mensajes de Miranda.

A través de las fotos enmarcadas que decoraban las paredes pude observar cómo Miranda deambulaba deliberadamente por su despacho; si me concentraba en el cristal en lugar de las fotos, veía su reflejo. Emily comenzó enseguida a trabajar en su mesa y se hizo el silencio. ¿No podemos hablar entre nosotras ni con otras personas cuando ella está en la oficina?, me pregunté. Envié la pregunta por correo electrónico a Emily y vi cómo la recibía y la leía.

Su respuesta no se hizo esperar: «Exacto -escribió-. Si tú y yo tenemos que hablar, susurramos. Si no, silencio. Y nunca te dirijas a ella a menos que ella se dirija a ti. Y nunca la llames señora Priestly, es Miranda, ¿entendido?».

Una vez más, tuve la impresión de que me daban un azote, pero levanté la vista y asentí con la cabeza. Fue entonces cuando reparé en el abrigo. Allí estaba, una gran masa de fabulosas pieles sobre la esquina de mi mesa, con una manga colgando. Miré a Emily, que puso los ojos en blanco, señaló el armario con una mano y movió los labios para formar la palabra «¡Cuélgalo!». Pesaba tanto como un edredón recién salido de la lavadora y necesité las dos manos para evitar que barriera el suelo. Lo colgué con cuidado en una percha de seda y cerré sigilosamente el armario.

No había vuelto aún a mi silla cuando Miranda apareció a mi lado, y esta vez sus ojos pudieron abarcar mi cuerpo por entero. Por imposible que pareciera, sentí que cada parte de mi cuerpo ardía en cuanto ella la miraba, pero estaba paralizada, incapaz de regresar a mi asiento. Justo cuando estaba a punto de arderme el pelo, sus implacables ojos azules se detuvieron finalmente en los míos.

– Quiero mi abrigo -dijo con calma, mirándome directamente a los ojos, y me pregunté si se estaba preguntando quién era yo o si, por el contrario, no había notado ni le importaba lo más mínimo que una relativa extraña ejerciera las funciones de su ayudante.

No hubo ni un destello de reconocimiento por su parte, a pesar de que mi entrevista con ella había tenido lugar un mes antes.

– Enseguida -logré farfullar, y procedí a alcanzar el abrigo, lo cual no era fácil porque Miranda se hallaba entre el armario y yo.

Coloqué el cuerpo de canto para no rozarla y abrí la puerta que acababa de cerrar. Ella no se desplazó ni un solo centímetro para dejarme pasar y advertí que sus ojos habían reanudado la inspección. Por fin, afortunadamente, mis manos consiguieron cerrarse en torno al pelaje y saqué el abrigo con cuidado. Me dieron ganas de lanzárselo para ver si lo cogía, pero me contuve y lo abrí como haría un caballero. Miranda se deslizó en su interior con un único y grácil movimiento, y recogió su móvil, el único artículo que había llevado al despacho.

– Quiero el Libro esta noche, Emily -dijo al tiempo que salía de la oficina con paso firme, probablemente sin reparar en las tres mujeres apiñadas en el pasillo que se dispersaron nada más verla, con el mentón pegado al pecho.

– Muy bien, Miranda. Me encargaré de que Andrea te lo lleve.

Y desapareció. Eso fue todo. La visita que había generado pánico, preparativos frenéticos y hasta retoques de maquillaje e indumentaria en toda la oficina había durado menos de cuatro minutos y había tenido lugar -según observaron mis inexpertos ojos- sin motivo aparente.

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