Capítulo 17

– Habitación de Miranda Priestly -contesté desde mi nuevo despacho parisino.

Las gloriosas cuatro horas que debían conformar una noche entera de sueño habían quedado bruscamente interrumpidas por una llamada frenética de una ayudante de Karl Lagerfeld a las seis de la madrugada, momento en que descubrí que todas las llamadas de Miranda estaban siendo desviadas a mi habitación. Era como si toda la ciudad y alrededores supieran que Miranda se alojaba en ese hotel durante los desfiles, de modo que mi teléfono había sonado incesantemente desde el momento en que entré en él, por no mencionar las dos docenas de mensajes que me esperaban en el buzón de voz.

– Hola, soy yo. ¿Cómo está Miranda? ¿Va todo bien? ¿Ha ocurrido algo? ¿Dónde está y por qué no estás con ella?

– ¡Hola, Em! Gracias por tu interés. ¿Cómo te encuentras?

– ¿Qué? Oh, estoy bien. Un poco débil, pero voy mejorando. ¿Cómo está ella?

– Bueno, yo también estoy bien, gracias por preguntar. Sí, fue un vuelo largo y no he dormido más de veinte minutos seguidos porque el teléfono no ha parado de sonar y estoy segura de que nunca dejará de hacerlo. Ah, y pronuncié un discurso improvisado, después de haberlo escrito improvisadamente, ante un grupo de gente que deseaba la compañía de Miranda pero que, por lo visto, no era lo bastante interesante para merecerla. En realidad hice un ridículo espantoso y casi me dio un infarto pero, aparte de eso, todo bien.

– ¡Andrea, por favor! He estado muy preocupada. No tuvimos mucho tiempo para prepararte, y sabes que si algo va mal Miranda me echará la culpa a mí.

– Emily, no te lo tomes a mal, pero ahora mismo no puedo hablar contigo.

– ¿Por qué? ¿Ocurre algo? ¿Cómo le fue la reunión de ayer? ¿Llegó a tiempo? ¿Tienes todo lo que necesitas? ¿Te aseguras de ponerte la ropa adecuada? Recuerda que estás representando a Runway y que has de estar siempre a la altura.

– Emily, tengo que colgar.

– ¡Andrea, estoy preocupada! Cuéntame qué has estado haciendo.

– Veamos, en todo el tiempo libre que he tenido me han hecho media docena de masajes, dos limpiezas de cutis y algunas manicuras. Miranda y yo nos hemos unido mucho en el balneario, es genial. Se está esforzando por no ser demasiado exigente, quiere que disfrute de París porque es una ciudad maravillosa y tengo la suerte de estar aquí. Por lo tanto, básicamente salimos juntas, nos divertimos, bebemos buen vino, vamos de compras, ya sabes, lo de siempre.

– ¡Andrea, no tiene gracia! Ahora cuéntame qué demonios está pasando.

Mi humor mejoraba a medida que la irritación de Emily aumentaba.

– Emily, no sé muy bien qué contarte. ¿Qué quieres oír? ¿Cómo ha ido todo hasta ahora? Verás, me paso el rato buscando la forma de dormir en compañía de un teléfono que no para de sonar y al tiempo que engullo suficiente comida entre las dos de la noche y las seis de la madrugada para poder aguantar las siguientes veinte horas. Joder, esto parece el Ramadán, Em, nadie come durante el día. Yo en tu lugar estaría muy triste por estar perdiéndote todo esto.

La luz de la otra línea empezó a parpadear y puse a Emily en espera. Cada vez que sonaba el teléfono, pensaba automáticamente en Alex y me preguntaba si llamaría para decirme que todo iba a salir bien. Le había telefoneado dos veces desde mi llegada a París y él había contestado en ambas ocasiones, pero yo había colgado nada más oír su voz. Era la primera vez que pasábamos tanto tiempo seguido sin hablar y quería saber cómo estaba, si bien sentía que la vida era mucho más sencilla, en cuanto a discusiones y sentimientos de culpa, desde que habíamos decidido darnos un descanso. Aun así, contuve la respiración hasta que oí la voz de Miranda.

– An-dre-aaa, ¿cuándo está previsto que llegue Lucía?

– Hola, Miranda. Deja que consulte su horario. Veamos, aquí dice que hoy vuela directamente a París desde el reportaje de Estocolmo. En principio debería estar en el hotel.

– Pásamela.

– Sí, Miranda, un momento.

La puse en espera y volví a Emily.

– Era ella, tengo que colgar. Espero que te mejores. ¿Miranda? Ya tengo el teléfono de Lucía, ahora mismo te la paso.

– Espera, An-dre-aaa. Saldré del hotel dentro de veinte minutos y no volveré en todo el día. Necesitaré algunos pañuelos antes de mi regreso y un cocinero nuevo. Ha de tener una experiencia mínima de diez años en restaurantes principalmente franceses y estar disponible para cenas familiares cuatro noches a la semana y para fiestas sociales dos veces al mes. Ahora, pásame con Lucía.

Sabía que hubiera debido quedarme sin habla ante el hecho de que Miranda quisiera que le contratara un cocinero para Nueva York desde París, pero solo podía pensar en que iba a marcharse del hotel sin mí y que estaría fuera todo el día. Llamé a Emily y le conté que Miranda necesitaba un nuevo cocinero.

– Déjamelo a mí, Andy -dijo mientras tosía-. Haré una selección preliminar y luego tú hablarás con los finalistas. Pregunta a Miranda si quiere esperar a regresar a casa para conocerlos o si prefiere que le envíe un par de ellos a París.

– No hablas en serio.

– Por supuesto que sí. Miranda contrató a Erika el año pasado cuando se encontraba en Marbella. Su última niñera acababa de despedirse y me ordenó que le enviara a tres finalistas en avión para que pudiera escoger a una. Pregúntaselo, ¿de acuerdo?

– Sí, sí-murmuré-. Y gracias.

Después de telefonear a la oficina de Briget para solicitar que uno de sus empleados fuera a Hermés a recoger los pañuelos de Miranda, me quedé sola. Hablar de los masajes me había proporcionado tanto placer que decidí reservarme uno. No pudieron darme hora hasta la tarde, de modo que llamé al servicio de habitaciones y pedí un desayuno completo. Cuando el camarero llegó, yo ya lucía uno de los lujosos albornoces con zapatillas a juego, lista para disfrutar de la tortilla, los cruasanes, las madalenas, las patatas, los cereales y las crepés que desprendían un delicioso aroma. Tras devorarlo todo junto con dos tazas de expreso, volví a la cama, en la que todavía no había dormido debidamente, y me dormí con tal rapidez que me pregunté si alguien había puesto algo en el zumo de naranja.

El masaje fue la guinda de un día maravillosamente relajado. El resto de la gente estaba haciendo el trabajo por mí y Miranda solo me había despertado una vez -¡una vez!- para pedirme que le reservara una mesa para la comida del día siguiente. Esto no está tan mal, pensé mientras las fuertes y hábiles manos de la mujer amasaban los tensos y desdichados músculos de mi cuello. Justo cuando volvía a adormecerme, el móvil que de mala gana llevaba conmigo empezó a sonar.

– ¿Diga? -Mi voz sonó enérgica, como si no estuviera tumbada en cueros sobre una mesa, cubierta de aceite y amodorrada.

– An-dre-aaa, cambia la cita con el peluquero y el maquillador, y comunica a la gente de Ungaro que esta noche no podré ir. Asistiré a una fiesta y espero que me acompañes. Te quiero lista dentro de una hora.

– Claro… claro -tartamudeé, y colgué mientras intentaba asimilar el hecho de que iba a salir con Miranda.

Recordé el día anterior -cuando me dijo en el último momento que debía acompañarla- y temí que me diera un soponcio. Di las gracias a la mujer, cargué el masaje a la habitación aunque solo había durado diez minutos y subí a toda prisa para decidir la manera de sortear ese nuevo obstáculo. Empezaba a estar harta.

Apenas tardé unos minutos en dar con el peluquero y el maquillador de Miranda (dicho sea de paso, no eran los míos. A mí me había tocado una mujer gruñona cuya mirada de desesperación la primera vez que me vio todavía me perseguía. Miranda, en cambio, tenía un par de gays que parecían recién salidos de las páginas de Maxim) y cambiarles la hora.

– Muy bien -aulló Julien con un fuerte acento francés-. Estaremos allí… ¿cómo decís?, en menos que canta un gallo. Hemos despejado nuestras agendas para esta semana por si madame Priestly nos necesita a horas diferentes.

Localicé de nuevo a Briget y le pedí que hablara con la gente de Ungaro. Había llegado el momento de atacar el ropero. La libreta con los diferentes «estilos» descansaba en un lugar destacado sobre la mesita de noche, a la espera de que una ignorante de la moda como yo la abriera en busca de orientación espiritual. Leí el título de los apartados y subapartados con la esperanza de entenderlos.


Desfiles

1. Día

2. Noche

Comidas

1. Desayuno

2. Comida

a. Informal (hotel o cafetería)

b. Formal (The Espadón, en el Ritz)

3. Cena

a. Informal (cafetería, servicio de habitaciones)

b. Intermedio (restaurante, cena informal)

c. Formal (restaurante Le Grand Vefour, cena formal)

Fiestas

1. Informal (desayunos con champán, té por la tarde)

2. Semielegante (cócteles de gente poco importante, fiestas literarias, copas)

3. Elegante (cócteles de gente importante, fiestas en museos o galerías, fiestas posdesfile del equipo del diseñador)

Miscelánea

1. Hasta y desde el aeropuerto

2. Acontecimientos deportivos (lecciones, torneos, etc.)

3. Compras

4. Recados

a. A salones de alta costura

b. A tiendas y boutiques de diseño

c. A supermercado y/o gimnasio y salón de belleza locales.


No había consejo alguno sobre qué ponerse cuando desconocías el grado de importancia de los anfitriones. Corría el riesgo de cometer un gran error. Podía catalogar el acto en el apartado de Fiestas, lo cual ya era algo, pero a partir de ahí la cosa se complicaba. ¿Era esa fiesta una «b», con lo que elegiría algo simplemente chic, o una «c», en cuyo caso debía decantarme por algo más elegante? No había instrucciones para los casos ambiguos, si bien alguien había escrito una nota de última hora debajo del índice que rezaba: «Cuando no estés segura (aunque siempre deberías estarlo), mejor vestir informal con algo fabuloso que elegante con algo fabuloso». Eso significaba que mi caso pertenecía a la categoría Fiesta y la subcategoría Semielegante. Consulté los seis conjuntos que Jocelyn me había dibujado en ese apartado y traté de imaginar con cuál me vería menos ridicula.

Tras una pelea especialmente vergonzosa con un cuerpo de plumas y unas botas de charol hasta el muslo, elegí el conjunto de la página 33, una falda vaporosa confeccionada con retales de Roberto Cavalli, un camiseta minúscula de Chloe y unas botas negras de ciclista de D &G. Un conjunto sexy y moderno -pero no demasiado elegante- que no me hacía parecer una avestruz, una carroza de los ochenta o una fulana. ¿Qué más podía pedir? Estaba buscando un bolso adecuado cuando la peluquera-maquilladora llegó para iniciar sus esfuerzos destinados a darme un aspecto la mitad de espantoso del que claramente me atribuía.

– ¿Podría aligerarme la parte baja de los ojos? -pregunté con tiento para no ofenderla.

Habría preferido maquillarme sola, sobre todo porque disponía de más material e instrucciones que un constructor de naves espaciales, pero la Gestapo del Maquillaje había llegado con una puntualidad de reloj.

– ¡No! -ladró, muy lejos de mostrar el mismo tiento que yo-. Así está mucho mejor.

Terminó de aplicar la espesa pintura en mis pestañas inferiores y desapareció con la misma rapidez con que había llegado. Cogí mi bolso Gucci de piel de cocodrilo y me dirigí al vestíbulo quince minutos antes de la hora prevista para comprobar que el conductor estaba preparado. Estaba consultando con Renuad si mi jefa preferiría que viajáramos en coches diferentes, para no tener que hablarme ni arriesgarse a pillar algo por compartir el asiento con su ayudante, cuando Miranda llegó. Me miró de arriba abajo, con suma lentitud, el semblante pasivo e indiferente. ¡Había aprobado! Por primera vez desde mi incorporación a Runway no había recibido una mirada de disgusto ni un comentario afilado, y para eso solo había necesitado un equipo completo de redactores de moda de Nueva York, un equipo de estilistas parisinos y una imponente selección de la ropa más cara y delicada del mundo.

– ¿Ha llegado el coche, An-dre-aaa? -Estaba impresionante con su vestido corto de terciopelo fruncido.

– Sí, señora Priestly, por aquí -intervino monsieur Renuad.

En el vestíbulo había lo que parecía otro grupo de supermodernas superayudantes de moda estadounidenses que estaban allí para los desfiles. Guardaron un silencio reverente cuando pasamos por su lado, Miranda dos pasos por delante de mí, muy delgada, impresionante y con aspecto muy, muy infeliz. Casi me vi obligada a correr para seguir su ritmo a pesar de que era quince centímetros más baja que yo. Una vez fuera aguardé hasta que me clavó una mirada que significaba: «¿Y bien? ¿Qué demonios estás esperando?», y entré en la limusina después de ella.

Por fortuna el conductor sabía adonde íbamos, porque me había pasado la última hora temiendo que Miranda se volviera hacia mí y me preguntara dónde era la fiesta. Se volvió hacia mí, pero no dijo nada y optó por charlar desde su móvil con MUSYC, a quien repitió varias veces que esperaba que el sábado llegara con mucho tiempo de antelación para cambiarse y tomar una copa antes de la gran fiesta. MUSYC tenía previsto viajar en el avión privado de su empresa, y ahora discutían sobre si debía llevar consigo a Caroline y Cassidy, pues él no pensaba regresar antes del lunes y Miranda no quería que las niñas se perdieran un día de colegio. No fue hasta que nos detuvimos frente a una casa de cinco pisos de una calle arbolada del Marais cuando me pregunté qué se suponía que debía hacer durante toda la noche. Miranda siempre procuraba no humillarnos en público a mí, a Emily y al resto del personal, lo cual indicaba -al menos hasta cierto punto- que sabía que la mayor parte del tiempo lo hacía. Por lo tanto, si no podía ordenarme que fuera a buscarle el café, le localizara a alguien por teléfono o llamara a la tintorería, ¿qué debía hacer?

– An-dre-aaa, esta fiesta la organiza una pareja de la que era amiga cuando vivía en París. Me pidieron que trajera conmigo a una ayudante para entretener a su hijo, que suele encontrar bastante tediosas estas reuniones. Estoy segura de que os llevaréis bien.

Aguardó a que el conductor le abriera la portezuela y se apeó grácilmente con sus perfectos Jimmy Choo de charol. Antes de que yo abriera la mía, ella ya había subido los tres escalones y tendía su abrigo al mayordomo, quien era evidente que había estado al tanto de su llegada. Me derrumbé sobre el suave cuero del asiento para intentar digerir el nuevo dato que con tanta frialdad me había transmitido Miranda. El pelo, el maquillaje, el cambio de programa, la consulta estresante de los dibujos, las botas de ciciclista, todo para poder pasar la noche atendiendo al niño mimado de un matrimonio rico. Y para colmo, francés.

Me pasé tres minutos enteros recordándome que el New Yorker se hallaba a solo un par de meses, que mi año de servidumbre estaba a punto de terminar, que seguro que podía soportar otra noche tediosa para conseguir el trabajo de mis sueños. No funcionó. De repente sentí un deseo desesperado de ovillarme en el sofá de mis padres y pedir a mi madre que me hiciera un té en el microondas mientras papá sacaba el tablero de Scrabble. Jill e incluso Kyle vendría de visita con el pequeño Isaac, que balbucearía y sonreiría al verme, y Alex llamaría para decirme que me quería. A nadie le importaría que mis pantalones de chándal tuvieran manchas, que los dedos de mis pies no lucieran unas uñas perfectas o que me comiera un enorme y calórico bizcocho de chocolate. Ninguno de ellos sabría que al otro lado del Atlántico se estaban celebrando desfiles de moda y no tendrían el más mínimo interés en saberlo. Sin embargo, todo eso parecía increíblemente lejano, de hecho toda una vida, y ahora mismo tenía que vérmelas con una pandilla de gente que vivía y moría en las pasarelas. Por no mencionar al niño, mimado y gritón, que solo diría tonterías en francés.

Cuando por fin bajé de la limusina, el mayordomo ya no estaba. Se oía música de una orquesta en directo, y el olor a piñas se filtraba por una ventana situada sobre el pequeño jardín. Respiré hondo, y justo cuando tendía la mano hacia el pomo de la puerta esta se abrió. No me equivoco si digo que jamás, jamás en mi joven vida, me he llevado una sorpresa tan grande como la de esa noche: delante tenía a Christian, sonriente.

– Andy, cariño, cómo me alegro de que hayas venido -dijo antes de inclinarse y besarme en la boca, acto algo íntimo teniendo en cuenta que estaba abierta por la sorpresa.

– ¿Qué haces aquí?

Sonrió y se apartó el eterno rizo de la frente.

– ¿No debería preguntarte yo lo mismo? Tengo la sensación de que me sigues a todas partes. Empiezo a sospechar que quieres acostarte conmigo.

Me sonrojé y, como era una dama, solté un bufido.

– Más o menos. En realidad no he venido como invitada, solo soy una canguro muy bien vestida. Miranda me pidió que la acompañara y no me dijo hasta el último segundo que tenía que vigilar al hijo mocoso de los anfitriones. De modo que, si me disculpas, voy a asegurarme de que tiene toda la leche y los lápices que necesita.

– Oh, el hijo está perfectamente y tengo la certeza de que lo único que necesita esta noche es otro beso de su canguro.

Tomó mi cara entre sus manos y volvió a besarme. Abrí la boca para protestar, para preguntarle qué demonios estaba pasando, pero él lo interpretó como entusiasmo y deslizó la lengua en ella.

– ¡Christian! -susurré, preguntándome cuánto tardaría Miranda en despedirme si me pillaba morreándome con un invitado a la fiesta-. ¿Qué coño haces? ¡Suéltame!

Me retorcí hasta liberarme, pero él siguió esbozando esa sonrisa tan irritantemente adorable.

– Andy, como veo que te cuesta pillarlo, te daré una pista. Esta es mi casa. Mis padres son los anfitriones de la fiesta y yo fui lo bastante astuto para hacer que pidieran a tu jefa que te trajera. ¿Te dijo ella que yo era un crío o simplemente lo supusiste?

– Bromeas. Dime que estás bromeando, por favor.

– No. ¿No te parece gracioso? En vista de que nunca consigo cazarte, pensé que este método funcionaría. Mi madrastra y Miranda eran amigas cuando tu jefa trabajaba para el Runway francés. Es fotógrafa y siempre hace reportajes para ellos. Por lo tanto, solo tuve que pedirle que dijera a Miranda que a su solitario hijo le gustaría un poco de compañía en forma de una ayudante atractiva. Me ha salido redondo. Vamos a pedirte una copa.

Me puso una mano en la cintura y me condujo hasta una enorme barra de caoba que había en el salón, atendida por tres camareros uniformados que distribuían martinis, whiskies y elegantes copas de champán.

– A ver si lo he entendido bien: ¿no tengo que cuidar de nadie esta noche? ¿No tienes un hermano pequeño ni nada que se le parezca?

No me cabía en la cabeza que hubiese acudido a una fiesta con Miranda Priestly y no tuviera otra responsabilidad en toda la noche que entretenerme con un Escritor Inteligente y Guapísimo. Tal vez me hubieran invitado porque querían que distrajera a los presentes bailando o cantando, o porque les faltaban camareras y pensaron que yo era una buena solución de última hora. O tal vez acabaría en el guardarropía, sustituyendo a la chica que lo atendía con cara de cansancio y aburrimiento. Mi mente se negaba a tragarse la historia de Christian.

– Yo no he dicho que no tengas que cuidar de nadie en toda la noche, porque presiento que voy a necesitar muchos cuidados. De todos modos, creo que esta noche te lo pasarás mejor de lo que habías previsto. Espera aquí.

Me besó en la mejilla y desapareció entre la multitud de mujeres y hombres distinguidos, de entre cuarenta y cincuenta y cinco años; parecía una mezcla de banqueros y gente del mundo editorial con algunos diseñadores, fotógrafos y modelos añadidos para dar el equilibrio justo. Al fondo había un elegante patio de piedra, iluminado con velas blancas, donde un violinista tocaba música suave. Me asomé y enseguida reconocí a Anna Wintour, que estaba absolutamente radiante con un vestido de seda de color crema y unas sandalias Manolo de cuentas. Charlaba animadamente con un hombre que supuse era su novio, aunque las enormes gafas de sol Chanel de Anna me impedían adivinar si estaba contenta, aburrida o triste. A la prensa le encantaba comparar los comportamientos y actitudes de Anna y Miranda, pero a mí me era imposible creer que pudiera haber alguien tan insoportable como mi jefa.

Detrás de ella había un grupo de mujeres que supuse eran redactoras de Vogue, las cuales la miraban con cautela y cansancio, como nuestras ayudantes de moda miraban a Miranda, y al lado había una chillona Donatella Versace. Llevaba tanto maquillaje en la cara y la ropa tan sorprendentemente ceñida que parecía una caricatura de sí misma. Como la primera vez que visité Suiza y no pude evitar pensar lo mucho que se parecía a la maqueta de EPCOT, Donatella se parecía más al personaje que la imita en Saturday nightlive que a ella misma.

Bebí champán (¡y pensaba que no iba a probarlo!) y charlé con un italiano -el primer italiano feo que veía en mi vida- que me habló en prosa florida sobre lo mucho que apreciaba el cuerpo femenino, hasta que Christian reapareció.

– Oye, ven un momento conmigo -dijo, y de nuevo me condujo entre los invitados con suma habilidad.

Vestía su uniforme: unos Diesel perfectamente gastados, camiseta blanca, chaqueta informal oscura y mocasines Gucci.

– ¿Adonde vamos? -pregunté manteniendo la mirada apartada de Miranda, quien, por mucho que dijera Christian, probablemente todavía esperaba que estuviera desterrada en un rincón, enviando faxes o poniendo al día el horario.

– En primer lugar, vamos a pedirte otra copa y puede que otra para mí. Luego te enseñaré a bailar.

– ¿Qué te hace pensar que no sé? De hecho soy una bailarina muy dotada.

Me tendió una copa de champán que me pareció caída del cielo y me llevó hasta el salón de sus padres, decorado en preciosos tonos castaños. Una orquesta de seis músicos tocaba música hip y las dos docenas de invitados menores de treinta y cinco años se habían congregado allí. De pronto, la banda empezó a tocar «Let's get it on», de Marvin Gaye, y Christian me atrajo hacia sí. Olía a colonia masculina pija, algo de la vieja escuela como Polo Sport. Sus caderas se movían con naturalidad al son de la música. Nos deslizábamos por la pista de baile mientras él me cantaba al oído. El resto de la sala se tornó borrosa, apenas era consciente de la presencia de otros bailarines y alguien estaba proponiendo un brindis por algo, pero en ese momento lo único nítido era Christian. En algún lugar remoto de mi mente algo me recordaba con insistencia que ese cuerpo pegado a mí no era el de Alex, pero no me importaba. Ahora no, esta noche no.

Era más de la una cuando recordé que había ido allí con Miranda. Hacía horas que no la veía y tuve el convencimiento de que se había olvidado de mí y había regresado al hotel. Sin embargo, cuando finalmente me arranqué del sofá del estudio, la vi hablar animadamente con Karl Lagerfeld y Gwyneth Paltrow, los tres aparentemente ajenos al hecho de que en pocas horas tendrían que asistir al desfile de Christian Dior. Dudaba entre acercarme o no cuando ella me vio.

– ¡An-dre-aaa, ven aquí! -indicó con una voz casi alegre por encima del bullicio de la fiesta, que se había animado considerablemente en las últimas horas.

Alguien había atenuado la iluminación y era obvio que los sonrientes camareros habían cuidado bien de los invitados. En mi estado de aturdimiento producido por el champán, la irritante pronunciación de mi nombre ni siquiera me molestó. Aunque pensaba que la noche no podía ser mejor, era evidente que me había llamado para presentarme a sus célebres amigos.

– ¿Sí, Miranda? -triné con mi tono más zalamero de gracias-por-haberme-traído-a-esta-fabulosa-fiesta.

No se dignó mirarme.

– Pídeme un Pellegrino y ve a ver si el chófer está fuera. Estoy lista para irme.

Dos mujeres y un hombre que había al lado rieron con disimulo, y noté que me ruborizaba.

– Muy bien. Volveré enseguida.

Pedí el agua, que Miranda aceptó sin un gracias, y me abrí paso entre la gente hasta el coche. Pensé en buscar a los padres de Christian para darles las gracias, pero descarté la idea y fui directa a la puerta, donde encontré a Christian apoyado contra el marco, con cara de satisfacción.

– Y bien, mi pequeña Andy, ¿te lo he hecho pasar bien esta noche? -preguntó arrastrando ligeramente las palabras, y me pareció increíblemente adorable.

– No ha estado mal.

– ¿No ha estado mal? Yo diría que te habría gustado que te llevara a la habitación de arriba, ¿no? Todo a su debido tiempo, amiga mía, todo a su debido tiempo.

Le golpeé juguetonamente el brazo.

– No estés tan seguro, Christian. Da las gracias a tus padres de mi parte. -Y por una vez me adelanté y le besé en la mejilla-. Buenas noches.

– ¡Una provocadora! -exclamó, arrastrando las palabras un poco más-. Eres una pequeña provocadora. Seguro que a tu novio le encanta, ¿verdad?

Sonrió, y no de forma cruel. Para él todo eso formaba parte del juego de la seducción, pero la referencia a Alex me serenó un instante, el tiempo suficiente para caer en la cuenta de que esa noche me había divertido como no lo hacía en muchos años. El champán, el baile, sus manos sobre mi espalda cuando me apretaba contra su cuerpo me habían hecho sentir más viva que todos los meses que llevaba trabajando en Runway, meses llenos únicamente de frustración, humillación y un cansancio paralizador. Tal vez por eso lo hacía Lily, pensé. Los tíos, las fiestas, el puro gozo de sentirse joven y viva. Estaba impaciente por llamarla y contárselo.

Miranda subió a la limusina cinco minutos más tarde y hasta parecía contenta. Me pregunté si estaba algo achispada, pero enseguida descarté esa posibilidad: lo máximo que le había visto beber era un sorbo de esto o aquello, y solo porque la situación lo exigía. Ella prefería Perrier o Pellegrino al champán y desde luego un batido o un café con leche a un Cosmo, de modo que las probabilidades de que estuviera borracha eran nulas.

Después de interrogarme sobre el horario del día siguiente durante los primeros cinco minutos de trayecto (por fortuna yo había guardado una copia en el bolso), se volvió y me miró por primera vez en toda la noche.

– Emily, esto… An-dre-aaa, ¿cuánto tiempo llevas trabajando para mí?

Lo dijo así, sin más, y mi mente no fue lo bastante rápida para dilucidar el motivo de tan inesperada pregunta. Se me hacía raro ser el objeto de una pregunta de Miranda que no tuviera como propósito averiguar por qué era tan idiota por no encontrar, recoger o enviar algo con la suficiente diligencia. Jamás me había preguntado nada sobre mi vida. A menos que Miranda recordara los detalles de nuestra entrevista de trabajo -algo improbable teniendo en cuenta que me había mirado con pasmo la primera vez que me vio en la oficina-, ignoraba en qué college había estudiado, dónde vivía -si es que vivía- en Manhattan y qué hacía -si es que hacía algo- durante las pocas horas del día que no estaba dando vueltas alrededor de ella. Aunque la pregunta también incluía a Miranda, intuía que quizá, solo quizá, la conversación podría versar sobre mí.

– El mes que viene hará un año, Miranda.

– ¿Y crees que has aprendido cosas que podrían ayudarte en el futuro?

Me miró atentamente y suprimí la tentación de bombardearla con todas las cosas que había «aprendido»: cómo encontrar una tienda en una ciudad o la crítica de un restaurante en una docena de periódicos sin apenas pistas sobre su origen; cómo complacer a chicas apenas adolescentes que ya habían tenido más experiencias en la vida que mis padres juntos; cómo rogar, gritar, persuadir, presionar, seducir o engatusar a la gente, desde el inmigrante repartidor de comida hasta el director de una editorial de renombre, para conseguir lo que necesitaba cuando lo necesitaba y, naturalmente, cómo superar casi cualquier reto en menos de una hora porque las expresiones «no sé cómo» y «no es posible» no eran opciones. Había sido un año muy enriquecedor.

– Oh, por supuesto -farfullé-. He aprendido más en un año trabajando para ti de lo que habría aprendido en cualquier otro empleo. Ha sido fascinante ver cómo funciona una revista importante, la más importante, su proceso de producción y el cometido de cada departamento. Y, naturalmente, he tenido la oportunidad de ver cómo lo diriges todo y las decisiones que tomas. Ha sido un año asombroso. Te estoy muy agradecida, Miranda.

Agradecida también de que, desde hacía varios meses, me dolieran dos muelas pero no tuviera tiempo para ir al dentista. Mis profundos conocimientos sobre el arte de Jimmy Choo merecían tanto dolor.

¿Podía sonar eso creíble? La miré de reojo y vi que asentía gravemente con la cabeza.

– El caso, An-dre-aaa, es que si después de un año mis chicas han hecho bien su trabajo las considero listas para un ascenso.

El corazón me dio un vuelco. ¿Estaba ocurriendo al fin? ¿Iba a decirme ahora que se había adelantado y me había asegurado un puesto en el New Yorker? Qué importaba que ella no supiera que yo mataría por trabajar allí, tal vez lo había supuesto porque se preocupaba por mí.

– Tengo mis dudas sobre ti, como es lógico. No creas que no he notado tu falta de entusiasmo o esos suspiros y muecas que haces cuando te ordeno algo que no te apetece hacer. Solo espero que sea un síntoma de tu inmadurez, puesto que pareces bastante competente en otras áreas. ¿Qué te interesa hacer exactamente?

¡Bastante competente! Me sentía como si hubiera declarado que yo era la mujer más inteligente, sofisticada, encantadora y capaz que había conocido en su vida. ¡Miranda Priestly acababa de decirme que era bastante competente!

– Bueno, no es que no me guste la moda, porque claro que me gusta. ¿A quién no? -me apresuré a decir evaluando detenidamente la expresión de su cara, que, como siempre, permanecía impasible-. Pero siempre he soñado con ser escritora y esperaba poder explorar ese campo.

Cruzó las manos sobre el regazo y miró por la ventanilla. Era evidente que esa conversación de cuarenta y cinco segundos empezaba a aburrirla, de modo que tenía que actuar con rapidez.

– No tengo la menor idea de si sabes escribir, pero no me opongo a que escribas algunos artículos cortos para la revista a fin de descubrirlo. Quizá una crítica de teatro o una pequeña crónica en la sección de sociedad, siempre y cuando no interfiera en tus responsabilidades y lo hagas únicamente en tu tiempo libre, claro.

– Claro, claro. Eso sería maravilloso. -Estábamos hablando, comunicándonos, y aún no habíamos mencionado las palabras «desayuno» ni «tintorería». La cosa iba demasiado bien para no sacarle partido, así que dije-: Mi sueño es trabajar algún día en el New Yorker.

Eso pareció llamarle la atención y volvió a mirarme con detenimiento.

– ¿Cómo es posible que quieras eso? Es un mundo sin glamour donde solo hay chiflados.

Ignoraba si la pregunta requería una respuesta, así que fui a lo seguro y mantuve la boca cerrada.

Me quedaban como mucho veinte segundos, en primer lugar porque nos acercábamos al hotel, y en segundo lugar porque el interés de Miranda por mí empezaba a desvanecerse. Estaba consultando las llamadas hechas a su móvil, a pesar de lo cual comentó de forma despreocupada:

– Mmm, el New Yorker. Conde Nast. -Yo asentía enérgicamente, pero ella no me miraba-. Como es lógico, conozco a mucha gente allí. Según cómo transcurra el resto del viaje, podría hacerles una llamada cuando volvamos.

El coche se detuvo en la entrada y monsieur Renuad, que parecía agotado, se adelantó al portero que se había inclinado abrir la portezuela.

– ¡Damas, espero que hayan tenido una velada agradable! -trinó esforzándose por sonreír pese al cansancio.

– Necesitaremos el coche mañana a las nueve para ir al desfile de Christian Dior. Tengo una reunión con desayuno a las ocho y media. Asegúrese de que no me molesten hasta entonces -ladró Miranda.

La humanidad que había mostrado en el coche se evaporó como el agua en una acera caliente. Antes de que pudiera pensar en la forma de terminar la conversación o, al menos, agradecerle un poco más el haberla tenido siquiera, Miranda caminó hasta los ascensores y desapareció en uno de ellos. Dirigí una mirada de solidaridad a monsieur Renuad y entré en otro.

Los bombones dispuestos elegantemente en una bandeja de plata sobre mi mesita de noche fueron la guinda de una velada perfecta. En una noche inesperada me había sentido como una modelo, había estado acompañada de uno de los tíos más impresionantes que había visto en persona, y Miranda Priestly me había dicho que era bastante competente. Parecía que todo empezaba a cuajar, que el año de sacrificio mostraba los primeros signos de haber merecido la pena. Me derrumbé sobre la colcha, todavía vestida, y contemplé el techo, incapaz de creer que había dicho a Miranda Priestly que quería trabajar en el New Yorker y que ella no había prorrumpido en carcajadas. O gritado. O alucinado. Ni siquiera se había burlado ni me había dicho que estaba loca por no querer un ascenso dentro de Runway. Era como si -y tal vez no sean más que meras suposiciones, pero no lo creo- me hubiera escuchado y comprendido. Comprendido y aceptado. Era tan sorprendente que me costaba entenderlo.

Me desvestí lentamente, decidida a saborear cada minuto de esa noche, recordando una y otra vez la forma en que Christian me había llevado de habitación en habitación y guiado por la pista de baile, la forma en que me había mirado a través de esos párpados entrecerrados con el insistente rizo, la forma en que Miranda había asentido imperceptiblemente cuando le dije que lo que de verdad quería era escribir. Una noche realmente gloriosa, pensé, una de las mejores en los últimos tiempos. Eran las tres y media en París, o sea, las nueve y media de la noche en Nueva York, una hora perfecta para pillar a Lily antes de que saliera. Aunque hubiera debido marcar el número antes de tener en cuenta la lucecita intermitente que me anunciaba -sorpresa, sorpresa- que tenía mensajes, cogí un bloc del Ritz y me dispuse a transcribirlos. Seguro que serían largas listas de peticiones irritantes de gente irritante, pero nada podía robarme mi noche de Cenicienta.

Los tres primeros eran de monsieur Renuad y sus ayudantes para confirmar los chóferes y las citas del día siguiente. Siempre se acordaban de desearme buenas noches, como si yo fuera una persona en lugar de una esclava, lo cual era de agradecer. Entre el tercer y el cuarto mensaje me descubrí deseando y no deseando que uno de ellos fuera de Alex, así que me alegré y me inquieté cuando oí su voz.

«Hola, Andy, soy yo, Alex. Oye, lamento molestarte porque imagino que estás muy ocupada, pero tengo que hablar contigo, así que, por favor, llámame al móvil en cuanto recibas este mensaje. No importa la hora, llámame sin falta, ¿de acuerdo? Adiós.»

Qué extraño que no hubiera dicho que me quería, añoraba o estaba deseando que volviera, aunque supongo que esas cosas pertenecen a la categoría de «inadecuadas» cuando dos personas deciden «darse un descanso». Borré el mensaje y decidí, arbitrariamente, que la falta de urgencia en su voz significaba que mi respuesta podía esperar hasta el día siguiente. No podía afrontar una larga conversación sobre «el estado de nuestra relación» a las tres de la madrugada después de la maravillosa velada que había tenido.

El último mensaje era de mi madre, y también me pareció extraño y ambiguo. «Hola, cariño, soy mamá. Aquí son las ocho, ignoro qué hora es para ti. Oye, no te inquietes, todo va bien, pero me gustaría que nos llamaras en cuanto oigas esto. Papá y yo todavía estaremos levantados un buen rato, así que puedes llamarnos cuando quieras, pero mucho mejor esta noche que mañana. Ambos esperamos que lo estés pasando de maravilla. Hablaremos más tarde. ¡Te queremos!»

Qué extraño. Alex y mi madre me habían telefoneado a París antes de que yo hubiera tenido la oportunidad de llamarles, y ambos me pedían que me pusiera en contacto con ellos a la hora que fuera. Teniendo en cuenta que para mis padres trasnochar significaba estar despiertos para el monólogo inicial de Letterman, supe que había ocurrido algo. Por otro lado, no parecían nerviosos ni preocupados. Lo mejor sería que me diera un baño de burbujas con algunos de los productos del Ritz y reuniera energías para telefonearlos. La noche había sido demasiado agradable para estropearla hablando con mi madre de alguna nimiedad o con Alex de «nuestra situación».

El baño fue tan caliente y lujoso como cabía esperar de la suite menor contigua a la suite Coco Chanel del Ritz de París, y dediqué unos minutos más a untarme la aromática crema hidratante del tocador por todo el cuerpo. Finalmente, envuelta en el albornoz más suave que había tocado en mi vida, me senté junto al teléfono. De manera instintiva llamé primero a mi madre, lo cual fue probablemente un error: hasta su «diga» sonó preocupado.

– Hola, soy yo. ¿Va todo bien? Pensaba llamaros mañana porque no he tenido ni un minuto libre, ¡pero espera a que te cuente la noche de hoy!

Tenía previsto omitir todo comentario romántico referido a Christian porque aún no les había hablado de mi situación con Alex, pero sabía que les encantaría oír que Miranda había reaccionado bien cuando saqué el tema del New Yorker.

– Cariño, lamento interrumpirte, pero ha ocurrido algo. Nos han llamado del hospital Lenox Hill, que está en la calle Setenta y siete, creo. Por lo visto Lily ha tenido un accidente.

Aunque sea una expresión estereotipada, el corazón se me paró.

– ¿Qué? ¿De qué estás hablando? ¿Qué clase de accidente?

Mamá procuraba emplear un tono tranquilo y un discurso lógico, siguiendo sin duda el consejo de mi padre de que me transmitiera una sensación de calma y control.

– Un accidente de coche, cariño, me temo que bastante grave. Lily iba al volante y le acompañaba un compañero de universidad. Por lo visto giró por una calle de dirección contraría y chocó contra un taxi a casi ochenta kilómetros por hora. El agente de policía con el que hablé dijo que era un milagro que estuviera viva.

– ¿Cuándo ocurrió? ¿Se pondrá bien? -Había empezado a llorar, pues, por mucha serenidad que intentara transmitirme mi madre, percibía la gravedad de la situación en la cuidada selección de sus palabras-. Mamá, ¿dónde está ahora mismo Lily? ¿Se pondrá bien?

Fue en ese momento cuando me percaté de que ella también estaba llorando.

– Andy, te paso a papá. Habló hace poco con los médicos. Te quiero, cariño. -Esto último sonó como un aullido.

– Hola, cariño, ¿cómo estás? Lamento tener que llamarte con una noticia como esta.

La voz de mi padre era profunda y tranquilizadora, y tuve la fugaz impresión de que todo saldría bien. Seguro que iba a decirme que Lily se había roto una pierna, quizá un par de costillas, y que habían avisado a un buen cirujano plástico para que le tratara algunos arañazos en la cara. Seguro que se pondría bien.

– Papá, cuéntame qué ha ocurrido exactamente, por favor. Mamá dice que Lily estaba conduciendo a mucha velocidad y chocó contra un taxi. No entiendo nada. Lily no tiene coche y no le gusta conducir, jamás se pasearía por Manhattan al volante. ¿Cómo os enterasteis? ¿Quién os llamó? ¿Y cómo se encuentra?

Estaba al borde de la histeria. En cambio, la voz de papá volvió a sonar firme y serena.

– Respira hondo y te contaré todo lo que sé. El accidente ocurrió ayer, pero no nos hemos enterado hasta hoy.

– ¡Ayer! ¿Cómo es posible que ocurriera ayer y nadie me llamara? ¿Ayer?

– Cariño, te llamaron. El médico me contó que Lily te había puesto en su agenda como contacto en casos de urgencia, dado que su abuela está delicada. Supongo que los del hospital te llamaron a casa y al móvil pero, lógicamente, no te encontraron y dejaron un mensaje. En vista de que habían pasado veinticuatro horas sin que nadie se pusiera en contacto con ellos, consultaron la agenda de Lily y se dieron cuenta de que nosotros teníamos el mismo apellido que tú, de modo que nos llamaron para ver si sabíamos cómo dar contigo. Mamá y yo no recordábamos el nombre de tu hotel y telefoneamos a Alex para que nos lo dijera.

– Dios mío, ha pasado un día entero. ¿Ha estado sola todo este tiempo? ¿Sigue en el hospital?

No paraba de hacer preguntas, pero tenía la sensación de que no recibía ninguna respuesta. Lo único que sabía era que Lily me había elegido como la persona primordial en su vida, el contacto para casos de urgencia que anotas en la agenda pero nunca te tomas en serio. Y justo cuando me había necesitado -de hecho, no tenía a nadie más- yo no había estado localizable. El llanto había amainado, pero las lágrimas continuaban rodando con rabia por mis mejillas y sentía la garganta como si la hubieran raspado con una piedra pómez.

– Sí, sigue en el hospital. Seré muy sincero contigo, Andy. No estoy seguro de que vaya a salir de esta.

– ¿Qué? ¿Qué estás diciendo? ¿Puede alguien ser más específico?

– Cariño, he hablado media docena de veces con el médico y tengo la certeza de que Lily está muy bien atendida, pero se halla en coma. El médico me ha asegurado que…

– ¿En coma? ¿Lily está en coma? -No entendía nada, las palabras se negaban a cobrar sentido.

– Cariño, tranquilízate. Sé que es un fuerte golpe y lamento que hayas tenido que enterarte por teléfono. Consideramos la posibilidad de no contártelo hasta que regresaras pero, como todavía falta una semana y media, pensamos que tenías derecho a saberlo. También has de saber que mamá y yo hacemos todo lo posible para que Lily reciba la mejor atención. Sabes que siempre ha sido como una hija para nosotros, así que no estará sola.

– Dios mío, tengo que volver a casa, papá. ¡Tengo que volver a casa! Lily solo me tiene a mí y estoy al otro lado del Atlántico. Pero, joder, la fiesta es pasado mañana; es la única razón por la que Miranda me trajo y me despedirá si no asisto. ¡Piensa! ¡Necesito pensar!

– Andy, es muy tarde. Creo que lo mejor es que duermas un poco y reflexiones antes de tomar una decisión. Sabía que querrías volver a casa enseguida, porque tú eres así, pero ten en cuenta que ahora Lily está inconsciente. El médico me aseguró que existen muchas probabilidades de que salga del coma entre las próximas cuarenta y ocho y setenta y dos horas, que su cuerpo está aprovechando este largo sueño para recuperarse, pero no hay nada seguro.

– Y si sale del coma, ¿qué probabilidades hay de que sufra alguna parálisis o lesión cerebral? Dios, no lo soporto.

– Todavía no lo saben. Dicen que responde a los estímulos en los pies y las piernas, lo cual es un buen indicio de que no hay parálisis, pero tiene la cabeza muy hinchada y no podrán saber nada con certeza hasta que despierte. Solo nos queda esperar.

Hablamos unos minutos más antes de que yo colgara bruscamente para llamar al móvil de Alex.

– Soy yo. ¿La has visto? -pregunté sin siquiera un hola. Me había convertido en una mini-Miranda.

– Hola, Andy, así que ya lo sabes.

– Sí, acabo de hablar con mis padres. ¿La has visto?

– Sí, ahora mismo me encuentro en el hospital. No me dejan entrar en su habitación porque ya ha acabado el horario de visitas y no soy pariente, pero quería estar aquí por si despierta. -Alex parecía muy distante, totalmente absorto en sus pensamientos.

– ¿Qué ocurrió? Mamá dice que estaba conduciendo y chocó contra un taxi, pero eso no tiene sentido.

– Buf, es una pesadilla. -Suspiró, evidentemente molesto porque nadie me hubiera contado aún la historia-. No estoy seguro de saberlo con exactitud, pero hablé con el tío que iba con Lily en el coche. ¿Te acuerdas de Benjamín, el tipo con el que salía cuando estudiábamos segundo en el college y al que pilló haciendo un trío con aquellas chicas?

– Claro, ahora trabaja en mi edificio y a veces me lo encuentro. ¿Qué demonios hacía Lily con él? Siempre le ha odiado.

– Eso pensaba yo, pero por lo visto últimamente quedaban de vez en cuando y anoche salieron juntos. Benjamin me contó que tenían entradas para ver a Phish en el Nassau Coliseum y fueron en coche. Supongo que fumó demasiado, decidió que no podía conducir de vuelta a casa y Lily se ofreció. Regresaron a la ciudad sin problemas hasta que Lily se saltó un semáforo en rojo y giró por Madison en contra dirección. Chocaron contra un taxi por el lado del conductor y, bueno… ya te imaginas.

Alex había empezado a sollozar y sospeché que la situación era más grave de lo que me habían hecho creer.

Llevaba media hora haciendo preguntas -a mamá, a papá y ahora a Alex-, pero todavía no había osado hacer la más importante: ¿por qué Lily se había saltado un semáforo en rojo e intentado conducir en dirección sur por una avenida por la que solo se circulaba en dirección norte? No obstante, no me hizo falta, pues Alex, como siempre, sabía exactamente qué estaba pensando.

– Andy, su concentración etílica en la sangre era casi el doble del límite permitido. -Pronunció las palabras con fuerza, procurando no tartamudear para que no le pidiera que las repitiera.

– Dios.

– Si… cuando despierte, tendrá que hacer frente a algo más que su salud. Está metida en un buen lío. Por suerte, el taxista solo se hizo algunos rasguños, y Benjamin tiene la pierna izquierda destrozada pero se pondrá bien. Solo nos queda tener noticias de Lily ¿Cuándo vienes?

– ¿Qué?

Todavía intentaba digerir el hecho de que Lily hubiera estado saliendo con un tío que yo siempre había creído que odiaba, de que se hallara en coma porque había estado totalmente borracha cuando se encontraba con él.

– Te he preguntado que cuándo vienes. -Como no respondía, Alex prosiguió-. Vas a venir, ¿no? No estarás pensando en quedarte ahí mientras tu mejor amiga yace en una cama de hospital, ¿verdad?

– ¿Qué insinúas, Alex? ¿Insinúas que es culpa mía porque no lo vi venir? ¿Que Lily está en el hospital porque me encuentro en París? ¿Que si hubiera sabido que volvía a salir con Benjamín nada de esto habría sucedido? ¿Qué? ¿Qué estás insinuando exactamente? -vociferé.

Las confusas emociones de la noche hervían en mi interior y me hacían gritar.

– Yo no he dicho nada de eso; lo dices tú. Simplemente daba por hecho que vendrías lo antes posible para estar a su lado. No te estoy juzgando, Andy, lo sabes. Ahora es muy tarde para ti y no hay nada que puedas hacer en las próximas dos horas. ¿Por qué no duermes un poco y me llamas cuando tengas la información de tu vuelo? Te iré a recoger al aeropuerto y podremos ir directos al hospital.

– De acuerdo. Gracias por estar a su lado, te lo agradezco de veras y sé que Lily también. Te llamaré cuando sepa qué voy a hacer.

– Muy bien, Andy. Te echo de menos. Y sé que harás lo que debes.

La comunicación se cortó antes de que pudiera protestar por la última frase.

¿Hacer lo que debía? ¿Lo que debía? ¿Qué demonios significaba eso? Me molestaba que Alex hubiera dado por hecho que subiría a un avión y regresaría a casa solo porque él me lo dijera. Me molestaba ese tono condescendiente y sermoneador que enseguida me hizo sentir como uno de sus alumnos de segundo al que habían pillado hablando en clase. Me molestaba que fuera él quien estuviera con Lily cuando ella era mi mejor amiga, que fuera él quien hiciera de enlace entre mis padres y yo, que estuviera nuevamente sentado sobre su moral elevada llevando la batuta. Lejos quedaban los tiempos en que podría haber colgado el teléfono reconfortada por sus palabras, por saber que estábamos juntos en una situación difícil e íbamos a superarla juntos en lugar de ser facciones beligerantes. ¿En qué momento habían cambiado las cosas?

No tenía energía para hacerle ver que si volvía a casa me despedirían de inmediato y mi año de servidumbre habría sido en vano. Un pensamiento atroz que hasta ese momento había conseguido reprimir brotó al fin en mi mente: mi presencia o mi ausencia no significarían absolutamente nada para Lily porque estaba inconsciente en una cama de hospital. Las opciones giraban velozmente en mi cabeza. Quizá debería quedarme el tiempo necesario para ayudar a organizar la fiesta y luego explicar a Miranda lo ocurrido y pedir clemencia. O, si Lily despertaba, alguien podría explicarle que volvería lo antes posible, probablemente en un par de días. Aunque todo eso me sonaba razonable a esas horas de la madrugada, después de una noche bailando, de muchas copas con burbujas y de una llamada de mis padres para decirme que mi mejor amiga estaba en coma por conducir borracha, en el fondo sabía que no lo era.


– An-dre-aaa, comunica a Horace Mann que las niñas no irán a clase el lunes porque estarán en París conmigo, y asegúrate de conseguir una lista con todas las tareas que tendrán que recuperar. Retrasa la cena de esta noche a las ocho y media y, si ponen alguna pega, cancélala. ¿Has encontrado ese libro que te pedí ayer? Necesito cuatro ejemplares, dos en francés y dos en inglés, antes de reunirme con ellos en el restaurante. Ah, y quiero una copia final del menú de la fiesta de mañana para meditar sobre los cambios que hice. Asegúrate de que no haya sushi, ¿me oyes?

– Sí, Miranda -contesté mientras lo anotaba todo tan deprisa como podía en la libreta Smythson que el departamento de complementos había añadido a mi colección de bolsos, zapatos, cinturones y joyas.

Estábamos en el coche, camino del desfile de Dior -mi primer desfile-, y Miranda escupía instrucciones sin tener en cuenta que yo había dormido menos de dos horas.

Uno de los conserjes de monsieur Renuad había llamado a mi puerta a las 6.45 a fin de asegurarse de que me vestía a tiempo para asistir al desfile con Miranda, que había decidido seis minutos antes que deseaba mi presencia. El joven tuvo el detalle de pasar por alto el hecho de que había dormido sobre la colcha de mi cama y no había apagado las luces. Disponía de veinticinco minutos para ducharme, consultar el cuaderno de dibujos, vestirme y maquillarme yo sola, pues la mujer encargada de acicalarme no tenía programado presentarse tan pronto.

Desperté con una ligera jaqueca producida por el champán, pero la verdadera punzada de dolor se produjo cuando recordé las llamadas de teléfono. ¡Lily! Debía hablar con Alex o mis padres para saber si había sucedido algo durante las dos últimas horas -caray, tenía la sensación de que había transcurrido una semana-, pero no tenía tiempo.

Cuando el ascensor llegó a la planta baja, había decidido que me quedaría dos días más, dos días atroces, para asistir a la fiesta, y luego regresaría a casa, junto a Lily. Quizá pidiera incluso unos días de permiso tras la vuelta de Emily para estar a su lado, ayudarla a recuperarse y hacer frente a las inevitables consecuencias del accidente. Mis padres y Alex se mantendrían al frente de la situación hasta que yo llegara. Lily no estaba sola, me dije. Y se trataba de mi vida. Mi carrera profesional, todo mi futuro, pendía de un hilo, y no creía que dos días significaran algo para alguien que seguía inconsciente. Sin embargo, para mí -y para Miranda- significaban mucho.

No sé cómo, pero había conseguido llegar al asiento trasero de la limusina antes que Miranda, y aunque esta tenía la mirada clavada en mis pantalones de cuero, todavía no había hecho ningún comentario sobre mi atuendo. Acababa de introducir mi libreta Smythson en el bolso Bottega Venetta cuando me sonó el móvil internacional. Caí en la cuenta de que nunca había sonado en presencia de Miranda e hice ademán de apagarlo, pero ella me ordenó que contestara.

– ¿Diga? -pregunté mientras miraba de reojo a Miranda, que hojeaba el horario del día para hacer ver que no escuchaba.

– Hola, cariño. -Papá-. Solo quería ponerte al día.

– Muy bien. -Procuré decir lo mínimo, pues me resultaba muy extraño hablar por teléfono en presencia de Miranda.

– El médico acaba de llamar para decirme que Lily está dando muestras de que podría salir del coma muy pronto. ¿No es estupendo? He pensado que te gustaría saberlo.

– Es estupendo.

– ¿Has decidido ya si vienes?

– No, todavía no. Miranda ofrece una fiesta mañana por la noche y necesitará mi ayuda, así que… Oye, papá, lo siento mucho, pero ahora no es un buen momento para hablar. ¿Puedo llamarte más tarde?

– Claro, cuando quieras. -Trató de adoptar un tono alegre, pero percibí la decepción en su voz.

– Gracias por llamar. Adiós.

– ¿Quién era? -preguntó Miranda sin levantar la vista del horario.

Había empezado a llover y el martilleo de las gotas contra la limusina casi ahogaba su voz.

– ¿Eh? Oh, mi padre, desde Estados Unidos.

¿Por qué había dicho eso? ¿Desde Estados Unidos?

– ¿Y qué es eso que quería que hicieras y que es incompatible con la preparación de la fiesta de mañana?

En dos segundos se me ocurrieron un millón de mentiras, pero no tenía tiempo de elaborar los detalles, sobre todo ahora que Miranda había concentrado toda su atención en mí. No me quedó más remedio que decir la verdad.

– Oh, nada. Una amiga mía ha tenido un accidente. Está en el hospital. De hecho, en coma. Mi padre ha llamado para contarme cómo está y preguntarme si pienso volver.

Miranda pareció reflexionar, asintió lentamente con la cabeza y luego cogió el ejemplar del International Herald Tribune que el chófer le había proporcionado.

– Ya.

Ni un «Lo siento» o «¿Cómo está tu amiga?», únicamente una fría sílaba y una mirada de sumo descontento.

– Pero no pienso volver a casa. Sé lo importante que es que esté presente en la fiesta de mañana y allí estaré. He pensado mucho en ello y quiero que sepas que cumpliré con las obligaciones que he contraído contigo y con mi trabajo.

Miranda guardó silencio. Luego esbozó una tenue sonrisa y dijo:

– An-dre-aaa, me complace mucho tu decisión. Es justamente lo que debes hacer y aprecio que lo hayas comprendido. An-dre-aaa, debo decir que desde el principio he tenido mis dudas sobre ti. Es evidente que no sabes nada sobre moda y, peor aún, que no parece importarte. No creas que no he advertido las variadas y elaboradas formas en que me transmites tu descontento cuando te pido que hagas algo que no quieres hacer. Tu competencia en el trabajo ha sido adecuada, pero tu actitud ha dejado mucho que desear.

– Oh, Miranda, deja que te…

– ¡Estoy hablando! Iba a decir que estaré mucho más dispuesta a ayudarte a llegar donde quieres ahora que me has demostrado tu entrega. Deberías estar orgullosa de ti misma, An-dre-aaa. -Justo cuando pensaba que iba a desmayarme por la duración, la profundidad y el contenido de su soliloquio, no sé si de alegría o de dolor, Miranda fue más allá. En un gesto totalmente impropio de ella, posó una mano sobre la mía y añadió-: Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad.

Antes de que pudiera pensar en una sola sílaba adecuada que pronunciar, el chófer se detuvo delante del Carrusel del Louvre y se apeó para abrir las portezuelas. Cogí mi bolso y el de Miranda y me pregunté si este era el momento más satisfactorio o más humillante de mi vida.


El recuerdo de mi primer desfile parisino es borroso. Nos hallábamos a oscuras, de eso sí me acuerdo, y la música estaba demasiado alta para tanta elegancia, pero lo único que puedo subrayar de aquellas dos extrañas horas era mi profundo malestar. Las botas Chanel que Jocelyn había seleccionado para hacer juego con el elástico y, por lo tanto, ceñidísimo jersey de cachemir Malo y la falda de gasa trataban a mis pies como si fueran documentos secretos en una trituradora de papel. La cabeza me dolía debido a la resaca y la angustia, y mi estómago protestaba con amenazadoras oleadas de náuseas. Me hallaba de pie, al fondo de la sala, en compañía de periodistas de tercera y otras personas sin categoría suficiente para merecer un asiento, con un ojo puesto en Miranda y el otro buscando los lugares menos humillantes donde vomitar si sentía la necesidad. «Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad. Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad. Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad.» Las palabras resonaban en mi cabeza al ritmo de un martilleo insistente.

Miranda consiguió no dirigirse a mí en toda una hora, pero después se puso las pilas. Aunque estaba en la misma sala que ella, me llamó al móvil para pedirme un Pellegrino. A partir de ese momento el teléfono sonó a intervalos de diez o doce minutos, y cada exigencia enviaba otra descarga de martillazos a mi cabeza. Riiing. «Llama al señor Tomlinson al teléfono de su avión.» (MUSYC no respondió las dieciséis veces que le llamé.) Riiing. «Recuerda a todos nuestros redactores de Runway en París que el hecho de que estén aquí no significa que puedan abandonar sus responsabilidades. ¡Lo quiero todo en el plazo previsto!» (Las dos redactoras de Runway que había encontrado en sus respectivos hoteles de París se habían echado a reír y me habían colgado.) Riiing. «Tráeme inmediatamente un emparedado de pavo americano, estoy harta de tanto jamón.» (Caminé más de tres kilómetros con las botas que me destrozaban los pies y el estómago revuelto, pero no encontré pavo por ningún lado. Estoy convencida de que Miranda lo sabía, pues jamás pedía emparedados de pavo en Estados Unidos a pesar de que los vendían en cada esquina.) Riiing. «Espero que los expedientes de los tres mejores cocineros que has encontrado hasta ahora estén en mi suite cuando regrese del desfile.» (Emily tosió, gimió y protestó, pero prometió que enviaría por fax toda la información que tuviera sobre los aspirantes para que yo la convirtiera en expedientes.) ¡Riiing! ¡Riiing! ¡Riiing! «Me recuerdas a mí misma cuando tenía tu edad.»

Demasiado mareada y molida para prestar atención al desfile de anoréxicas, salí a fumarme un cigarrillo. Cómo no, el móvil volvió a sonar en cuanto encendí el mechero.

– ¡An-dre-aaa! ¡An-dre-aaa! ¿Dónde estás? ¿Dónde demonios estás en estos momentos?

Arrojé el cigarrillo sin encender y volví rápidamente a la sala. El estómago me ardía tanto que sabía que iba a vomitar. Solo tenía que encontrar el momento y el lugar.

– Estoy en el fondo de la sala, Miranda -respondí mientras me deslizaba por la puerta y apoyaba la espalda contra la pared-. Justo a la izquierda de la puerta. ¿Puedes verme?

La vi volver la cabeza de un lado a otro hasta que su mirada se clavó en la mía. Me disponía a colgar el teléfono cuando susurró desde el suyo:

– No te muevas, ¿me oyes? ¡No te muevas! Se supone que mi ayudante sabe que está aquí para ayudarme, no para corretear por ahí fuera cuando la necesito. ¡Es inaceptable, An-dre-aaa!

Cuando hubo llegado al fondo de la sala y se hubo colocado delante de mí, una mujer con un vestido plateado hasta los pies de vuelo ligero y cintura imperio se pavoneaba entre el reverente público, y el canto gregoriano había dado paso al heavy metal. La cabeza empezó a palpitarme al ritmo de la música. Miranda seguía susurrando cuando me alcanzó, pero por fin cerró el móvil. Yo hice otro tanto.

– An-dre-aaa, tenemos un grave problema. Mejor dicho, tú tienes un grave problema. Acabo de recibir una llamada del señor Tomlinson. Por lo visto Annabelle le ha hecho percatarse de que los pasaportes de las gemelas expiraron la semana pasada.

Me miró fijamente, pero yo solo podía concentrarme en no vomitar.

– ¿De veras? -fue cuanto alcancé a decir, si bien, claro está, no era la respuesta adecuada.

Miranda tensó la mano que sostenía el bolso y sus ojos empezaron a hincharse de furia.

– ¿De veras? -me imitó con un grito de hiena. La gente empezó a mirarnos-. ¿De veras? ¿Es todo lo que tienes que decir?

– No, claro que no, Miranda. No quería decir eso. ¿Puedo hacer algo para ayudar?

– ¿Puedo hacer algo para ayudar? -me imitó de nuevo, esta vez con voz de niña llorona. Si hubiera sido cualquier otra persona de la tierra, la habría abofeteado-. Por supuesto que sí, An-dre-aaa. Puesto que eres incapaz de estar al tanto de estas cosas, tendrás que buscar la forma de renovar los pasaportes a tiempo para el vuelo de esta noche. No permitiré que mis hijas se pierdan la fiesta de mañana, ¿me entiendes?

¿La entendía? Mmm. Buena pregunta. No acertaba a comprender por qué era culpa mía que sus dos hijas de ocho años tuvieran el pasaporte caducado cuando, en principio, tenían un padre, una madre, un padrastro y una niñera permanente para encargarse de asuntos como ese, pero sí comprendía que eso no importaba. Si Miranda pensaba que era culpa mía, lo era. Sabía que ella no me comprendería cuando le dijera que las niñas no iban a embarcar en el avión de esa noche. Prácticamente no había nada que yo no pudiera encontrar, arreglar u organizar, pero conseguir documentos federales desde otro país en menos de tres horas era imposible. Punto. Miranda había hecho, por primera vez en el año que llevaba trabajando para ella, una petición que yo no podía satisfacer por mucho que me ladrara o intimidara. «Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad.»

A la mierda. A la mierda París, los desfiles de moda y las maratones de «Estoy muy gorda». A la mierda toda la gente que creía que la conducta de Miranda estaba justificada porque sabía combinar un fotógrafo de talento con una ropa cara y obtener bonitos reportajes.

A la mierda Miranda por pensar que yo me parecía en algo a ella. Y, sobre todo, a la mierda Miranda por tener razón. ¿Qué demonios hacía allí, permitiendo que ese diablo insatisfecho me insultara y humillara? Tal vez fuera cierto, tal vez yo pudiera estar sentada en ese mismo desfile al cabo de treinta años acompañada de una ayudante que me detestara, rodeada de ejércitos de personas que fingían que yo les caía bien porque no les quedaba más remedio.

Abrí el móvil, marqué un número y observé cómo Miranda empalidecía por segundos.

– An-dre-aaa -susurró, demasiado fina para montar una escena-. ¿Qué crees que estás haciendo? ¿Te digo que mis hijas necesitan un pasaporte de inmediato y tú decides que es un buen momento para charlar por teléfono? ¿Para eso crees que te he traído a París?

Mi madre descolgó el teléfono de su despacho al tercer timbre, pero ni siquiera le dije hola.

– Mamá, cogeré el próximo vuelo disponible. Te llamaré cuando llegue al aeropuerto JFK. Vuelvo a casa.

Cerré el móvil antes de que mi madre pudiera responder y miré a Miranda, que parecía sorprendida de verdad. Al percatarme de que la había dejado sin habla noté que una sonrisa se abría paso entre la jaqueca y las náuseas. Por desgracia, se recuperó pronto. Existía una ligera posibilidad de que no me despidiera si me apresuraba a disculparme y darle una explicación, pero fui incapaz de reunir un ápice de autodominio.

– An-dre-aaa, ¿eres consciente de lo que estás haciendo? Supongo que sabes que si te vas me veré obligada a…

– Vete a la mierda, Miranda. Vete a la mierda.

Presa del estupor, tragó aire mientras su mano volaba hasta su boca, y noté que no pocas ayudantes se habían dado la vuelta para averiguar el motivo del alboroto.

Nos señalaban y cuchicheaban, tan sorprendidas como Miranda de que una vulgar ayudante hubiera hablado así -y en un tono no muy bajo- a una de las grandes leyendas vivientes de la moda.

– ¡An-dre-aaa!

Miranda me agarró del brazo con su mano de fiera, pero me solté y esbocé una sonrisa de oreja a oreja. Me dije que había llegado el momento de dejar los susurros y compartir nuestro pequeño secreto con todo el mundo.

– No sabes cuánto lo siento, Miranda -dije con una voz que, por primera vez desde mi llegada a París, no temblaba descontroladamente-, pero me temo que no podré asistir a la fiesta de mañana. Lo entiendes, ¿verdad? Estoy segura de que será un éxito, así que diviértete. Eso es todo.

Y sin darle tiempo a responder, me colgué el bolso en el hombro, pasé por alto el dolor que me desgarraba los pies y salí a buscar un taxi. No recordaba haberme sentido tan bien en toda mi vida. Volvía a casa.

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