Capítulo 9

Tardé doce semanas en rendirme al interminable surtido de prendas de diseño que Runway se empeñaba en proporcionarme. Doce larguísimas semanas de catorce horas diarias de trabajo y nunca más de cinco horas seguidas de sueño. Doce miserables semanas sintiéndome diariamente observada de los pies a la cabeza, sin recibir jamás un cumplido o como mínimo la impresión de que estaba aprobada. Doce semanas horriblemente largas sintiéndome como una estúpida y una incompetente. Así que decidí comenzar mi cuarto mes en Runway (¡solo ocho meses más!) como una mujer nueva y vestirme de acuerdo con mi papel.

Despertarme, vestirme y salir por la puerta durante esas doce reveladoras semanas me habían minado por completo. Hasta yo tenía que reconocer que sería más fácil poseer un armario lleno de ropa «adecuada». Hasta ese momento, vestirme había sido la parte más estresante de una rutina matinal ya de por sí horrible. El despertador sonaba tan temprano que no me atrevía a contárselo a nadie, como si la mera mención de la hora produjera dolor físico. Entrar a trabajar a las siete de la mañana era tan duro que rayaba en lo absurdo. Yo había estado levantada a las siete de la mañana en otras ocasiones de mi vida, por ejemplo aguardando en un aeropuerto a coger un vuelo temprano o terminando de estudiar para un examen programado ese mismo día, pero la mayoría de las veces que había visto esa hora despierta era porque había salido y aún no me había acostado, y nunca me pareció una hora horrible porque tenía todo el día por delante para dormir. Esto, sin embargo, era diferente. Esto era una privación de sueño constante, implacable e inhumana, y por mucho que intentara acostarme antes de la medianoche nunca lo conseguía. Las últimas dos semanas habían sido especialmente duras porque se estaban cerrando los números de primavera, de modo que a veces tenía que esperar el Libro hasta cerca de las once. Para cuando llegaba a casa después de entregarlo, ya era medianoche y todavía tenía que cenar y quitarme la ropa antes de caer desmayada.

Las estruendosas interferencias de mi radio-despertador -el único ruido del que no podía pasar- empezaban exactamente a las cinco y media de la madrugada. Entonces me obligaba a asomar un pie por debajo del edredón, estiraba la pierna en la dirección aproximada del radiodespertador (estratégicamente colocado al otro lado de la habitación para que exigiera cierto movimiento) y la desplazaba hasta que lo tocaba y las interferencias cesaban. Esto sucedía regularmente cada siete minutos, hasta las 6.04. Lily, que apenas sabía de moda, siempre ataviada con su uniforme estudiantil compuesto de tejanos, jerseys L.L. Bean y collares de cáñamo, me comentaba cada vez que nos veíamos: «Todavía no entiendo qué te pones para trabajar. Oye, que estamos hablando de Runway. Tu ropa es tan mona como la de cualquier otra chica, pero nada de lo que tienes es materia Runway».

Yo no le contaba que desde hacía semanas me levantaba antes de la hora con la firme determinación de imitar el estilo Runway a partir de mi ropero de república bananera. Cada mañana, acompañada de una taza de café, me pasaba media hora angustiándome entre botas, cinturones, lanas y microfibras. Me cambiaba de medias cinco veces hasta que por fin daba con el color, para luego acordarme de que las medias, del color y el estilo que fueran, no estaban bien vistas. Los tacones de mis zapatos eran siempre demasiado bajos, demasiado anchos, demasiado gruesos. No podía permitirme el cachemir. Todavía no había oído hablar del tanga (!) y, por consiguiente, me obsesionaba encontrar una forma de disimular la marca de las braguitas, objeto de cuchicheo de muchos descansos. Y por muchas veces que me los probara, no acababa de atreverme a llevar al trabajo un top ceñido o una blusa que dejara al descubierto el ombligo.

Así que al cabo de cuatro meses me rendí. Estaba demasiado agotada. Emocional, física, mentalmente. La prueba del ropero me había chupado toda la energía. Esto es, hasta que el día que cumplía cuatro meses en mi puesto tiré la toalla.

Era un día como otro cualquiera. Estaba con mi taza amarilla «I love Providence» rebuscando entre mis Abercrombie favoritos. ¿Por qué resistirme?, me pregunté. Vestir su ropa no significaba que me estuviera traicionando a mí misma, ¿cierto? Además, los comentarios sobre mi atuendo eran cada vez más frecuentes y perversos, y hasta había empezado a preguntarme si mi trabajo corría, de hecho, peligro. Me miré en el espejo y no tuve más remedio que echarme a reír: ¿la chica con sujetador Maidenform (¡ay!) y bragas de algodón Jockey (otro ¡ay!) quería parecer una Runway? Ja, con esas porquerías seguro que no. Maldita sea, trabajaba en la revista Runway. El simple hecho de ponerme algo que no estuviera deshilachado, raído, manchado o pasado ya no colaba. Aparté mis blusas genéricas y saqué la falda Prada de tweed, el jersey Prada de cuello alto negro y las botas Prada a media pantorrilla que Jeffy me había entregado una noche mientras yo esperaba el Libro.

– ¿Qué es esto? -le había preguntado mientras bajaba la cremallera del guardapolvo.

– Esto, Andy, es lo que deberías vestir si no quieres que te despidan. -Sonrió pero no me miró a los ojos.

– ¿Cómo dices?

– Mira, creo que deberías saber que tu… tu estilo no encaja demasiado con el de la gente de por aquí. Sé que estas cosas son caras, pero eso tiene solución. Tengo tantas prendas en el ropero que nadie notará si tomas algo prestado de vez en cuando. -Acompañó la palabra «prestado» con el gesto de las comillas-. También deberías telefonear a los relaciones públicas de todos los diseñadores y pedir tu tarjeta de descuento. A mí solo me hacen el treinta por ciento pero, como tú trabajas para Miranda, me sorprendería que te cobraran siquiera. No hay razón para que, ejem, esta cosa Gap continúe.

No le expliqué que llevar Nine West en lugar de Manolo, o tejanos que vendían en la sección juvenil de Macy's pero no en el paraíso vaquero de la planta octava de Barney's, había sido mi intento deliberado de mostrar a todo el mundo que el estilo Runway no era santo de mi devoción. Así pues, me limité a asentir con la cabeza, consciente de que a Jeffy le violentaba tener que decirme que me ponía en ridículo cada día. Me pregunté quién le había dado el soplo. ¿Emily? ¿La propia Miranda? En realidad no importaba. Caramba, había sobrevivido cuatro meses enteros. Si vestir un jersey de cuello alto de Prada en lugar de uno de Urban Outfitters iba a ayudarme a sobrevivir los otros ocho, adelante. Así fue como tomé la decisión de empezar a crearme un nuevo vestuario.

Salí de casa a las 6.50 sintiéndome de maravilla con mi aspecto. El tipo del carrito del desayuno próximo a mi apartamento hasta me silbó, y una mujer me detuvo cuando aún no había dado diez pasos para decirme que llevaba tres meses admirando esas botas. Procediendo como ya era mi costumbre, caminé hasta la esquina de la Tercera Avenida, detuve un taxi y me derrumbé en el cálido asiento trasero, demasiado cansada para alegrarme de no tener que compartir el metro con la plebe, y gruñí:

– Madison, 640. Deprisa, por favor.

El taxista me miró por el retrovisor -juro que con cierta compasión- y dijo:

– Ah, sí, el edificio Elias-Clark.

Giramos por la Noventa y cinco y luego por Lex, pasamos a toda pastilla los semáforos hasta la Cincuenta y nueve y doblamos por Madison en dirección oeste. A los seis minutos exactos, pues no había tráfico alguno, nos detuvimos delante del alto y esbelto monolito de Elias-Clark, excelente modelo físico para tantos de sus residentes. La tarifa ascendió, como cada mañana, a seis dólares con cuarenta y, como cada mañana, entregué al taxista un billete de diez dólares.

– Quédese el cambio -triné con la misma dicha que experimentaba cada mañana cuando veía la expresión de sorpresa y felicidad del taxista-. Paga Runway.

Apenas había tardado una semana en percatarme de que la contabilidad no era precisamente el punto fuerte de Elias, y tampoco una prioridad. Cargar cada día diez dólares de taxis no representaba ningún problema. Otra empresa se habría preguntado qué derecho tenía el empleado a ir al trabajo en taxi; Elias-Clark se preguntaba por qué te resignabas a coger un taxi cuando disponías de un servicio de coches privado. El hecho de timar diez dólares diarios a la compañía -aunque dudaba mucho que alguien padeciera directamente mis derroches- me hacía sentir mucho mejor. Algunos llamarían a eso rebelión pasiva agresiva. Yo lo llamaba desquite.

Me apeé del taxi, feliz de haber alegrado el día a alguien, y me dirigí hacia el 640 de Madison. El edificio era elegante y chic, como todos sus residentes. Aunque lo llamaban Elias-Clark, JS Bergman, uno de los bancos más prestigiosos de la ciudad (cómo no), tenía alquilado la mitad del edificio. No compartíamos nada con ellos, ni siquiera los ascensores, pero eso no impedía que sus ricos banqueros y nuestras bellas modelos se echaran el ojo en el vestíbulo.

– ¡Eh, Andy! ¿Qué tal? Cuánto tiempo sin verte.

La voz que oí a mis espaldas sonaba tímida y reticente, y me pregunté por qué esa persona, quienquiera que fuera, no me dejaba en paz.

Me había estado preparando mentalmente para iniciar mi rutina matinal con Eduardo cuando oí mi nombre, y al volverme vi a Benjamín, uno de los muchos ex novios de Lily del college, apoyado contra la pared del edificio, junto a la entrada, aparentemente ajeno al hecho de que estaba sentado sobre la acera. Aunque uno más de muchos, había sido el primer chico que a Lily le había gustado de verdad. Yo no hablaba con el bueno de Benji (detestaba que lo llamaran así) desde que Lily lo había pillado montándoselo con dos chicas de la coral donde ella cantaba. Había entrado sin avisar en su apartamento del campus y lo había encontrado despatarrado en la sala de estar, como una estrella del porno, en compañía de una soprano y una contralto, un par de simplonas que nunca volvieron a mirar a Lily a la cara. Traté de convencerla de que solo era una travesura de estudiantes, pero no lo aceptó. Lloró durante días y me hizo prometer que no le contaría a nadie lo sucedido. Tampoco hizo falta, pues Benji fue fardando por ahí de que se lo había «montado con dos cantantes mientras una tercera miraba». Lo explicaba de manera que parecía que Lily hubiera estado allí todo el rato, observando de buena gana cómo su novio se comportaba como un verdadero hombre. Lily prometió que no volvería a enamorarse y hasta la fecha había mantenido su promesa. Se acostaba con muchos hombres, pero se cuidaba mucho de dejar que la rondaran el tiempo suficiente para descubrir que tenían algo que pudiera gustarle.

Volví a mirarle a la cara y traté de encontrar en ella al viejo Benji. Había sido un chico mono y atlético. Un chico normal. Bergman, no obstante, lo había convertido en la carcasa de un ser humano. Vestía un traje grande y arrugado, y fumaba su Marlboro como si esperara aspirar cocaína. Aunque solo eran las siete de la mañana, parecía agotado, y eso me hizo sentir mejor. Por haberse portado tan mal con Lily y porque eso significaba que yo no era la única persona que se arrastraba hasta el trabajo a una hora tan obscena. Probablemente él cobraba 150.000 dólares al año por ser tan desdichado, pero al menos no estaba sola.

Benji me saludó agitando el cigarrillo, que brillaba siniestramente en esa mañana de invierno todavía sin luz, y me hizo señas para que me acercara. Yo temía retrasarme, pero Eduardo me lanzó su mirada «no te preocupes, todavía no ha llegado» y me acerqué a Benji. Tenía cara de sueño y aspecto desamparado. Probablemente pensaba que tenía un jefe tiránico. ¡Ja! Si conociera a mi jefa. Me entraron ganas de soltar una carcajada.

– He observado que eres la única que llega cada día a estas horas -murmuró mientras yo buscaba en mi bolso la barra de labios antes de poner rumbo a los ascensores-. ¿Por qué?

Era corpulento y rubio, y parecía tan cansado, tan molido, que experimenté un arrebato de compasión. Entonces noté que mis piernas estaban a punto de ceder de puro agotamiento, luego recordé la cara de Lily cuando uno de los estúpidos compañeros de lacrosse de Benji le preguntó si le había gustado mirar o hubiera preferido participar y perdí la templanza.

– ¿Por qué? Pues porque trabajo para una mujer muy exigente y tengo que estar aquí dos horas y media antes que el resto del personal de la maldita revista a fin de estar disponible para mi jefa -dije con un tono impregnado de rabia y sarcasmo.

– Vaya… solo era una pregunta. Pero lo siento, porque suena horrible. ¿Para quién trabajas?

– Para Miranda Priestly -contesté, y recé para que no reaccionara.

El hecho de que un profesional aparentemente culto y triunfador no tuviera ni idea de quién era Miranda me hacía muy, muy feliz. Con un poco de suerte, Benji no me defraudaría. Se encogió de hombros, dio una calada a su cigarrillo y me miró con expectación.

– Es la directora de Runway. -Bajé la voz y añadí con regocijo-: Y la peor hija de puta que he conocido en mi vida. En serio, nunca he conocido a nadie como ella; en realidad no es humana.

Tenía una letanía de quejas que me habría encantado volcar en Benji, pero el Giro Paranoico de Runway irrumpió con toda su fuerza. De repente me puse nerviosa, casi paranoica, convencida de que tenía delante un lacayo de Miranda enviado para espiarme desde el Observer o Page Six. Sabía que eso era ridículo, totalmente absurdo. Después de todo, conocía a Benji desde hacía años y estaba bastante segura de que no trabajaba para Miranda en calidad de nada. Pero no del todo. En realidad, ¿cómo podía estar segura del todo? Y a saber quién podía estar en ese preciso instante detrás de mí, escuchando cada una de mis desagradables palabras. Era preciso corregir el daño.

– Claro que es la mujer más poderosa del mundo editorial y de la moda, y no se puede llegar a la cima de dos importantes industrias de Nueva York repartiendo caramelos todo el día. Es comprensible que sea un poco dura en el trabajo. Yo también lo sería. Sí, en fin, ahora tengo que irme. Me alegro de haberte visto.

Y desaparecí tal como había hecho durante las últimas semanas cada vez que me descubría despotricando contra la bruja delante de alguien que no fuera Lily, Alex o mis padres.

– Bueno, no te desanimes -exclamó Benji mientras me dirigía hacia los ascensores-. Yo llevo aquí desde el jueves por la mañana.

Y dicho eso, aplastó desganadamente la colilla contra el cementó.


– Buenos días, Eduardo -dije mirándole con mis patéticos y exhaustos ojos-. Odio los putos lunes.

– Eh, levanta ese ánimo, al menos esta mañana la has ganado -repuso con una sonrisa.

Se refería, cómo no, a esas horribles mañanas en que Miranda aparecía a las cinco y había que acompañarla hasta arriba porque se negaba a llevar tarjeta de identificación. Acto seguido se paseaba por su despacho telefoneándonos a Emily y a mí hasta que una u otra conseguía despertarse, vestirse y personarse en la oficina como si se tratara de una emergencia nacional.

Empujé el torniquete, rezando para que ese lunes fuera diferente, para que Eduardo me dejara pasar sin necesidad de hacer el numerito. Negativo. Eduardo canturreó «Wanna be» con su enorme, dentuda sonrisa y su fuerte acento español.

El placer de haber hecho feliz al taxista y haber descubierto que había llegado antes que Miranda se evaporó. Como cada mañana, me asaltaron las ganas de abalanzarme sobre el mostrador y arrancarle la piel de la cara. Sin embargo, como era buena perdedora y Eduardo era mi único amigo en ese lugar, acepté la situación.

Respondí cantando mansamente en un tributo penoso al éxito de los noventa de las Spice Girls. Y una vez más Eduardo sonrió y me dejó pasar.

– Oye, y no lo olvides, ¡16 de julio! -exclamó.

– Lo sé, 16 de julio… -dije. Ese era el día de nuestro cumpleaños.

No recuerdo cómo o por qué Eduardo había descubierto la fecha de mi cumpleaños, pero le encantaba que coincidiera con el suyo. Y por alguna razón inexplicable, se convirtió en una parte de nuestro ritual matutino. Cada puñetero día.

En el lado de Elias-Clark había ocho ascensores, la mitad para las primeras diez plantas, la otra mitad para la planta décima en adelante. En realidad solo importaba la primera sección, pues casi todas las grandes firmas se hallaban en las primeras diez plantas. Anunciaban su presencia con paneles luminosos sobre las puertas de los ascensores. En el segundo piso había un gimnasio modernísimo, y gratuito, para los empleados que contaba con un circuito Nautilus completo y unas cien máquinas escaladoras, elípticas y de correr. Los vestuarios tenían saunas, jacuzzis, baños turcos y ayudantes con uniforme de criada. Un salón de belleza ofrecía servicios de manicura, pedicura y limpieza facial de emergencia. También había servicio de toallas, o eso me habían contado, pues no solo no tenía tiempo de ir, sino que el lugar permanecía abarrotado entre las seis de la mañana y las diez de la noche. Escritores, redactores y asistentes de ventas llamaban con tres días de antelación para reservar una plaza en las clases de yoga o de kick-boxing, e incluso entonces, si no llegaban quince minutos antes, perdían la reserva. Como todo lo demás en Elias-Clark destinado a hacer más agradable la vida de sus empleados, me estresaba.

Había oído el rumor de que existía un centro de guardería en el sótano pero, como no conocía a nadie que tuviera hijos, no estaba del todo segura. La verdadera acción empezaba en la tercera planta, en el comedor, en el que Miranda se negaba a comer con los obreros a menos que almorzara con Irv Ravitz, director general de Elias, que acostumbraba comer allí para mostrar cuan unido estaba a los empleados.

Subí dejando atrás las demás firmas famosas. La mayoría tenía que compartir planta con otra. Separadas por el mostrador de recepción, se miraban cara a cara tras unas puertas de cristal. Bajé en la décima planta y observé el reflejo de mi trasero en el cristal. El arquitecto, en un arrebato de genio y compasión, había tenido la delicadeza de no poner espejos en los ascensores. Como de costumbre, había olvidado mi tarjeta de identificación electrónica -la misma que seguía la pista de todos nuestros movimientos, compras y ausencias dentro del edificio- y tuve que forzar la entrada. Como la recepcionista no llegaba hasta las nueve, tenía que meterme debajo de su mesa, buscar el botón que desbloqueaba las puertas de cristal, echar a correr hasta ellas y abrirlas antes de que volvieran a bloquearse. A veces no lo conseguía hasta el tercer o cuarto intento, pero esta vez lo logré al segundo.

La planta siempre estaba a oscuras cuando yo llegaba, y cada mañana hacía el mismo trayecto hasta mi mesa. A mi izquierda, nada más entrar, estaba el departamento de publicidad, las chicas que adoraban vestirse con camisetas Chloe y tacones de aguja Jimmy Choo mientras repartían tarjetas de Runway. Estaban totalmente alejadas de cuanto tenía lugar en la sección editorial, que era la encargada de elegir la ropa para los anuncios de moda, cortejar a los escritores buenos, buscar los complementos para los conjuntos, entrevistar a los modelos, diseñar la composición del número y contratar a los fotógrafos. El departamento editorial viajaba a los lugares de moda del planeta para hacer los reportajes fotográficos, recibía regalos y descuentos de todos los diseñadores, iba a la caza de tendencias y asistía a fiestas en Pastis y Float porque «tenían que comprobar qué llevaba la gente».

El departamento comercial se encargaba de vender espacios publicitarios. A veces celebraban fiestas de promoción pero, como no asistía gente famosa, eran un aburrimiento (o eso me contó desdeñosamente Emily). Los días que el departamento comercial de Runway ofrecía una fiesta, mi teléfono no paraba de sonar con llamadas de personas a quienes apenas conocía que querían una invitación. «He oído que Runway da una fiesta esta noche. ¿Por qué no me han invitado?» Yo siempre me enteraba de que esa noche había una fiesta por alguien de fuera; el departamento editorial nunca estaba invitado porque, de todas formas, no iría. Como si no fuera suficiente que las chicas de Runway se burlaran, aterrorizaran y condenaran al ostracismo a todo aquel que no era una de ellas, también tenían que crear diferencias de clase internas.

Del departamento comercial partía un pasillo largo y angosto que se hacía eterno antes de llegar a la diminuta cocina situada en el lado izquierdo. En ella había un surtido de tés y cafés, así como una nevera con cajas de almuerzos, material superfíuo porque Starbucks tenía el monopolio de las dosis diarias de cafeína de los empleados y todos los almuerzos se seleccionaban cuidadosamente en el comedor o se pedían a uno de los miles de puestos de comida por encargo de los alrededores. Con todo, era un toque agradable, casi simpático; era como decir: «Eh, miradnos, tenemos bolsas Lipton, sacarina y hasta un microondas por si queréis calentaros las sobras de la cena de anoche. Somos como todo el mundo».

Por fin llegué al enclave de Miranda. Eran las 7.05 y estaba tan cansada que apenas podía moverme. Sin embargo, como ocurría con todo lo demás, había una tarea que jamás cuestionaba ni alteraba. Abrí su despacho y entré para encender todas las luces. En la calle todavía era de noche y me encantaba el dramatismo de permanecer en la oscuridad del despacho de la poderosa, contemplando un Nueva York centelleante e incansable, e imaginarme en una película (tú eliges, cualquiera que tenga unos amantes abrazándose en la espaciosa terraza de su apartamento de seis millones de dólares con vistas al río), sintiéndome en la cresta del mundo. Entonces las luces se encendían y mi fantasía se apagaba. La visión de un Nueva York al amanecer, donde todo era posible, se desvanecía y me topaba con las caras idénticas y sonrientes de Caroline y Cassidy.

A continuación abrí el armario de nuestra oficina, el lugar donde colgaba el abrigo de ella (y el mío si ese día Miranda no traía uno de pieles, pues no le gustaba que nuestra vulgar lana, mía y de Emily, se codeara con sus zorros) y guardábamos algunas provisiones: chaquetas y prendas desechadas valoradas en decenas de miles de dólares, la ropa de la tintorería pendiente de ser trasladada a casa de Miranda y unos doscientos pañuelos Hermés de color blanco. Me habían contado que Hermés había decidido acabar con la fabricación de ese modelo, un sencillo y elegante recuadro de seda blanco. Alguien de la compañía pensó que debía una explicación a Miranda y la telefoneó para disculparse. Como era de esperar, ella le comunicó fríamente su decepción y compró todas las existencias que quedaban de ese modelo. Dos años antes de mi incorporación a la empresa llegaron a la oficina quinientos pañuelos, y ahora quedaban menos de la mitad. Miranda se los dejaba por todas partes: restaurantes, cines, desfiles, reuniones, taxis. Se los dejaba en los aviones, en el colegio de sus hijas, en la pista de tenis. Sin embargo, siempre llevaba uno incorporado elegantemente a su atuendo. Todavía no la había visto fuera de casa sin el pañuelo. Pero eso no era razón para que faltaran tantos. Tal vez Miranda pensaba que eran pañuelos de nariz, o gustaba de hacer anotaciones sobre seda en lugar de papel. Sea como fuere, daba la impresión de que realmente creía que eran de usar y tirar, y nadie sabía cómo sacarla de su error. Elias-Clark había pagado doscientos dólares por cada uno de ellos, pero qué importaba eso; nosotras se los pasábamos como si fueran Kleenex. Al ritmo que iba, en dos años ya no quedaría ninguno.

Yo había colocado las cajas naranjas de los pañuelos en el estante del armario destinado a repartos inmediatos, de donde salían con rapidez. Cada tres o cuatro días, Miranda se preparaba para salir a comer y decía con un suspiro: «An-dre-aaa, tráeme un pañuelo».

Me consolaba pensar que me marcharía de allí mucho antes de que se le acabaran. Quienquiera que tuviera la mala suerte de estar ocupando mi lugar ese día estaría obligado a comunicar a Miranda que ya no le quedaban pañuelos Hermés y que no era posible confeccionarlos, importarlos, crearlos, encargarlos o exigirlos. Solo de pensarlo se me erizaba la piel.

Acababa de abrir el armario cuando Uri telefoneó.

– ¿Andrea? Hola, hola, soy Uri. ¿Puedes bajar, por favor? Estoy en la Cincuenta y ocho, junto a Park Avenue, delante del New York Sports Club. Tengo algunas cosas para ti.

La llamada era una forma válida, aunque imperfecta, de decirme que Miranda estaba en camino. Quizá. Casi todas las mañanas Miranda enviaba a Uri por delante con un montón de ropa sucia para la tintorería, los números que se había llevado a casa para leer, zapatos o bolsos que era preciso reparar y el Libro. De ese modo yo podía ir a su encuentro, subir todas esas cosas indeseables y encargarme de ellas antes de que Miranda llegara a la oficina. Esto último ocurría media hora más tarde, cuando Uri, después de descargar las cosas, iba a buscarla allí donde se hubiera escondido.

Miranda podía estar en cualquier parte, pues, según Emily, nunca dormía. No la creí hasta el día que empecé a llegar a la oficina antes que ella y a ser la primera en escuchar el buzón de voz. Todas las noches sin excepción Miranda nos dejaba de ocho a diez mensajes ambiguos entre la una y las seis de la madrugada. Cosas como: «Cassidy quiere una de esas bolsas de nailon que llevan todas las niñas. Encarga una de tamaño mediano y de un color que le guste», o «Necesitaré la dirección y el teléfono de ese anticuario situado en las setenta, donde vi la cómoda antigua». Como si nosotras supiéramos qué bolsas de nailon eran el último grito entre las niñas de ocho años o en cuál de los cuatrocientos anticuarios de las setenta -por cierto, ¿Este u Oeste?- vio algo que le gustaba en un momento dado de los últimos quince años. Con todo, cada mañana yo escuchaba y transcribía fielmente los mensajes, pulsando «rebobinar» una y otra vez y esforzándome por comprender el acento e interpretar las pistas para no tener que pedir más información a Miranda.

En una ocasión que insinué esa posibilidad tropecé con una de esas miradas fulminantes de Emily. Preguntar a Miranda estaba, por lo visto, prohibido. Era preferible salir del paso y que luego te dijeran lo mucho que te habías desviado del blanco. Para localizar la cómoda antigua tuve que pasarme dos días y medio a bordo de una limusina -cortesía de Elias-Clark- recorriendo las setenta de Manhattan a ambos lados del parque. Tras descartar York Avenue (demasiado residencial), subí por la Primera, bajé por la Segunda, subí por la Tercera y bajé por Lex. Me salté Park (también demasiado residencial) y subí por Madison, y repetí el proceso por el lado oeste, bolígrafo en mano, ojo avizor, guía telefónica sobre el regazo y lista para saltar del coche a la primera tienda que atisbara con antigüedades. Honré a cada anticuario -e incluso algunas tiendas de muebles normales- con una visita personal. Cuando entré en la cuarta, ya era toda una experta.

«Hola, ¿venden cómodas antiguas?», casi grité ante la segunda que me abrió la puerta.

A partir de la sexta tienda ya no me molestaba ni en cruzar el umbral. Algún dependiente altivo me miraba de arriba abajo -¡y yo a callar!- para decidir si era alguien con quien merecía la pena esforzarse. La mayoría reparaba entonces en el Town Car y contestaba de mala gana sí o no, aunque algunos me pedían una descripción detallada de la cómoda en cuestión.

Si reconocían tener a la venta algo que encajaba con mis dos palabras, preguntaba de inmediato: «¿Ha estado Miranda Priestly aquí últimamente?». Los que no me habían tomado ya por loca ahora se mostraban dispuestos a llamar a seguridad. Algunos, muy pocos, jamás habían oído ese nombre, lo cual me encantaba, pues resultaba refrescante descubrir que todavía había seres humanos normales cuyas vidas no estaban dominadas por ella, y me marchaba sin más demora. La patética mayoría que reconocía el nombre se volvía súbitamente curiosa. Algunos se preguntaban para qué columna de sociedad escribía yo. Pero, al margen de las historias que me inventara, nadie la había visto en su tienda (con excepción de tres anticuarios que «hacía meses que no veían a la señorita Priestly y ¡oh, cómo la echamos de menos! Por favor, dígale que Franck/Charlotte/Sarabeth le envía recuerdos»).

En vista de que a las doce del tercer día aún no había encontrado la tienda, Emily me dio luz verde para regresar a la oficina y pedir más detalles a Miranda. En cuanto el coche se detuvo delante del edificio, empecé a sudar. Amenacé con saltar el torniquete si Eduardo no me dejaba pasar sin numerito. Cuando llegué a nuestra planta, el sudor ya me había traspasado la blusa. Las manos empezaron a temblarme en cuanto entré en la oficina, y el discurso (Hola, Miranda. Estoy bien, gracias por preguntar. ¿Cómo estás tú? Oye, solo quiero que sepas que he hecho lo posible por dar con el anticuario que me describiste, pero no he tenido demasiada suerte. ¿Crees que podrías decirme si está en el lado este u oeste de Manhattan? ¿O crees que podrías recordar el nombre?) que había ensayado una docena de veces simplemente desapareció en las regiones veleidosas de mi nervioso cerebro. Sin respetar el protocolo, en lugar de introducir la pregunta en el Boletín solicité permiso a Miranda para acercarme a su mesa. Probablemente porque no daba crédito a que hubiera osado hablar sin que ella me hubiera hablado primero, me lo concedió. Resumiendo: Miranda suspiró, condescendió y me insultó de todas sus encantadoras maneras posibles, pero al final abrió su agenda Hermes de cuero negro (cerrada incómoda pero elegantemente con un pañuelo Hermes blanco) y extrajo… la tarjeta de la tienda. «Te dejé esta información en la grabadora, An-dre-aaa. Supongo que hubiera sido demasiado pedir que la anotaras.»

Aunque el deseo de hacerle cortes decorativos por toda la cara con la mencionada tarjeta invadió todo mi cuerpo, asentí con la cabeza. Entonces miré la tarjeta y reparé en la dirección: calle Sesenta y ocho Este, 244. Cómo no. Lo mismo daba este u oeste, Primera Avenida o Madison, pues la tienda que me había dedicado a buscar durante las últimas treinta y tres horas laborales ni siquiera estaba en las setenta.

Pensé en ello mientras anotaba la última petición nocturna de Miranda y corría a encontrarme con Uri en el punto convenido. Cada mañana me describía minuciosamente dónde se hallaba estacionado el coche pero, cada mañana, por mucha prisa que me diera en bajar, Uri lo entraba todo en el edificio para evitarme tener que ir de un lado a otro buscándolo. Y me alegré de que ese día no fuera una excepción: Uri estaba apoyado en un torniquete del vestíbulo con los brazos llenos de bolsas, ropa y libros, como un abuelo benévolo y generoso.

– No corras, ¿me oyes? -dijo con su fuerte acento ruso-. Siempre estás corre que te corre. Ella te hace trabajar mucho, mucho, por eso te traigo las cosas -prosiguió mientras me ayudaba a coger las bolsas-. Pórtate bien, ¿me oyes?, y pasa un buen día.

Le sonreí agradecida. Luego lancé una mirada guasona a Eduardo -mi forma de decirle: «Te mataré si se te ocurre pedirme siquiera que te haga el numerito»- y me ablandé ligeramente cuando abrió el torniquete sin hacer comentarios. Milagrosamente, me acordé de pasar por el quiosco, donde cada día Ahmed, el propietario, apilaba en mis brazos los periódicos matutinos solicitados por Miranda. Aunque el servicio de reparto los enviaba cada mañana a la mesa de Miranda a las nueve, yo tenía que comprar un segundo juego para minimizar el riesgo de que Miranda pasara un solo segundo en el despacho sin sus periódicos. Y lo mismo ocurría con los semanarios. A nadie parecía importarle que anotáramos en la cuenta nueve periódicos al día y siete revistas a la semana para alguien que solo leía las páginas de moda y sociedad.

Dejé las cosas en el suelo, debajo de mi mesa. Había llegado el momento de la primera ronda de encargos. Marqué el número, memorizado mucho tiempo atrás, de Mangia, una charcutería del centro, y, como siempre, contestó Jorge.

– Hola, corazón, soy yo -dije, como de costumbre, colocándome el auricular en el hombro para poder entrar en Hotmail-. Vamos allá.

Jorge y yo éramos amigos. Hablar tres, cuatro y hasta cinco veces cada mañana era un medio curioso de unir rápidamente a dos personas.

– Hola, nena, ahora mismo te envío a uno de los chicos. ¿Ya ha llegado? -preguntó, como de costumbre, refiriéndose a mi jefa. Sabía que era una lunática y que trabajaba para Runway, pero ignoraba quién iba a consumir el desayuno que yo acababa de encargarle.

Jorge era uno de mis hombres de la mañana, tal como me gustaba llamarlos. Eduardo, Uri, Jorge y Ahmed daban un comienzo decente a mi día. Estaban maravillosamente desligados de Runway aun cuando sus respectivas presencias en mi vida tenían como único objetivo hacer que la existencia de su directora fuera lo más perfecta posible. Ninguno era realmente consciente del poder y el prestigio de Miranda.

El primer desayuno llegaría al 640 de Madison en cuestión de segundos y probablemente tendría que tirarlo. Miranda desayunaba cada mañana cuatro lonjas de beicon grasiento, dos salchichas y un brioche con queso cremoso, y lo bajaba todo con un café con leche grande de Starbucks (con dos terrones de azúcar sin refinar, ¡no lo olvides!). En mi opinión, la oficina estaba dividida entre quienes creían que Miranda seguía permanentemente el régimen Atkins y quienes pensaban que poseía un metabolismo sobrehumano resultado de unos genes excepcionales. Sea como fuere, no le parecía en absoluto anormal devorar comida increíblemente grasienta e insana mientras «sus chicas» tenían prohibido ese lujo. Puesto que nada se mantenía caliente más de diez minutos, yo seguía encargando y tirando desayunos hasta que Miranda llegaba. Hubiera podido calentar cada desayuno en el microondas, pero con eso solo ganaba cinco minutos y, además, ella lo notaba («An-dre-aaa, esto es repugnante. Pídeme otro desayuno ahora mismo»). Yo encargaba uno cada veinte minutos hasta que Miranda me llamaba desde su móvil y me ordenaba que le pidiera el desayuno («An-dre-aaa, estoy a punto de llegar a la oficina, pídeme el desayuno»). Lo normal, naturalmente, era que me avisara con solo dos o tres minutos de antelación, por eso los encargos previos eran necesarios, por eso y porque existía la posibilidad de que no se molestara en avisarme siquiera. Si yo había actuado debidamente, cuando Miranda llamaba para pedir su desayuno yo ya tenía dos o tres en camino.

Sonó el teléfono. Tenía que ser ella. Demasiado pronto para que fuera otra persona.

– Despacho de Miranda Priestly -triné preparándome para su frialdad.

– Emily, llegaré dentro de diez minutos y quiero encontrarme el desayuno listo.

Le había dado por llamarnos «Emily» a Emily y a mí, con lo que daba a entender, no sin razón, que éramos indistinguibles y enteramente intercambiables. En algún lugar de mi mente estaba ofendida, pero ya me había acostumbrado a la situación. Además, estaba demasiado cansada para preocuparme por algo tan accesorio como mi nombre.

– Cómo no, Miranda, enseguida.

Pero ella ya había colgado. En ese momento entró en la oficina la Emily auténtica.

– ¿Ha llegado? -susurró mirando furtivamente en dirección al despacho de Miranda, como siempre hacía, sin un hola ni un buenos días, igualita que su mentora.

– No, pero acaba de llamar y estará aquí dentro de diez minutos. Vuelvo enseguida.

Traspasé raudamente mis cigarrillos y mi móvil al bolsillo del abrigo y eché a correr. Solo disponía de unos minutos para bajar, cruzar Madison, saltarme la cola de Starbucks y, por el camino, aspirar mi adorado primer cigarrillo del día. Tras aplastar la colilla entré a trompicones en el Starbucks de la Cincuenta y siete con la Quinta Avenida y examiné la cola. Cuando había menos de ocho personas prefería esperar como un ser normal, pero la mayoría de los días había veinte o más profesionales aguardando su carísima dosis de cafeína y yo no tenía más remedio que colarme. No me hacía ninguna gracia, pero Miranda no comprendía que el capuchino que le ponía delante cada mañana no solo no podía encargarlo por teléfono, sino que podía tardar fácilmente media hora en comprarlo. Después de dos semanas de llamadas iracundas a mi móvil («An-dre-aaa, la verdad es que no lo entiendo, te llamé hace veinticinco minutos para decirte que me hallaba en camino y mi desayuno todavía no está listo. Esto es inaceptable»), decidí hablar con la gerente de la franquicia. «Hola, gracias por dedicarme unos minutos -dije a una mujer negra y menuda-. Sé que le parecerá una locura, pero me estaba preguntando si podríamos llegar a un acuerdo para que yo no tenga que hacer cola.»

Le expliqué como mejor pude que trabajaba para una persona importante y poco razonable que se negaba a tener que esperar su café de la mañana. ¿Existía alguna posibilidad de que se me permitiera saltarme la cola, sutilmente, claro, y alguien me preparara el café sin demora? Por algún golpe de suerte incomprensible Marión, la gerente, asistía por las noches al FIT para obtener un título de comercial de moda.

«¡Dios mío, no puedo creerlo! ¿Trabajas para Miranda Priestly? ¿Y ella toma nuestro café con leche? ¿Grande? ¿Cada mañana? Increíble. ¡Claro, claro, por supuesto! Diré a todo el mundo que te lo sirvan en cuanto te vean. No te preocupes. ¡Miranda es la persona más influyente en el mundo de la moda!», había exclamado Marión mientras yo me obligaba a asentir con entusiasmo.

Así fue como conseguí saltarme una larga cola de neoyorquinos cansados, agresivos y farisaicos que llevaban muchísimos minutos esperando. Eso no me hacía sentir bien ni importante,y siempre temía el día que me tocaba hacerlo. Cuando la cola era tan larga como la de ese día -bordeaba todo el mostrador y llegaba hasta la puerta-, me sentía aún peor y sabía que iba a marcharme entre abucheos. La cabeza me palpitaba y notaba los ojos secos y pesados. Traté de olvidar que así era mi vida, la razón por la que me había pasado cuatro años memorizando poemas y estudiando prosa, el resultado de unas buenas calificaciones y un montón de peloteo. Pedí el café con leche grande de Miranda además de algunas consumiciones personales. Un capuchino amaretto grande, un frapuchino moka y un machiato con caramelo aterrizaron en mi bandeja de cuatro tazas junto con media docena de madalenas y cruasanes. El total ascendió a 28,83 dólares y me aseguré de añadir el recibo a la hinchada sección de facturas de mi billetero que más adelante me reembolsaría el siempre cumplidor Elias-Clark.

Tenía que apresurarme, pues ya habían pasado doce minutos desde la llamada de Miranda y probablemente estaría sentada a su mesa, enfurecida, preguntándose dónde me metía cada mañana; la taza con el logo de Starbucks nunca conseguía despejar sus dudas. En el momento en que me disponía a levantar la bandeja del mostrador sonó el móvil. Como siempre, el corazón me dio un vuelco. Sabía que era ella, lo sabía con certeza, pero nunca dejaba de sobresaltarme. El identificador de llamadas confirmó mis sospechas y me sorprendió oír la voz de Emily por la línea de Miranda.

– Está aquí y está cabreada -susurró-. Ven ahora mismo.

– Hago lo que puedo -gruñí mientras hacía equilibrios para sostener la bandeja y los cruasanes con una mano y el móvil con la otra.

He ahí la razón fundamental del odio que existía entre Emily y yo. Puesto que ella era la «primera» ayudante, yo era más bien la ayudante personal de Miranda, encargada de recoger los cafés y las comidas, ayudar a sus hijas con los deberes y correr por toda la ciudad con el objetivo de encontrar la vajilla perfecta para sus cenas sociales. Emily llevaba la cuenta de sus gastos, le organizaba los viajes y -lo más trabajoso de todo- le hacía el pedido de ropa personal cada determinados meses. Por lo tanto, cuando yo salía cada mañana en busca de golosinas, Emily se quedaba sola atendiendo el teléfono y las exigencias de una Miranda alerta y madrugadora. Yo la odiaba porque, como no tenía que dejar el agradable calor de la oficina seis veces al día para recorrer Nueva York buscando, encargando y recogiendo cosas, podía llevar tops. Ella me odiaba porque carecía de razones para salir de la oficina y sabía que yo siempre me tomaba mi tiempo para hablar por teléfono y fumar.

La vuelta desde Starbucks generalmente duraba más que la ida, pues tenía que repartir los cafés y las pastas. Siempre elegía a los indigentes, una pequeña pandilla que rondaba por los pórticos y dormía en los portales de la Cincuenta y siete burlando los esfuerzos de la ciudad por «acabar con ellos». La policía los echaba a empujones antes de que comenzara la hora punta, pero todavía estaban allí cuando yo hacía la primera ronda de cafés del día. Me encantaba, incluso estimulaba, que esos carísimos cafés pagados por Elias llegaran a manos de la gente más indeseable de la ciudad.

Al hombre empapado de orina que dormía fuera de Banana Republic le tocaba cada mañana el frapuchino moka. Nunca se despertaba para recibirlo, pero yo se lo dejaba (con pajita incluida, naturalmente) junto al codo izquierdo y ya no estaba -tampoco él- horas más tarde, cuando regresaba para mi siguiente ronda cafetera.

La anciana que se subía a su carrito y sacaba un cartón que rezaba «Sin casa/puedo limpiar/necesito comida» se llevaba el machiato con caramelo líquido. Pronto me enteré de que se llamaba Theresa, y al principio solía comprarle un capuchino como el de Miranda. Siempre me daba las gracias, pero nunca hacía ademán de probarlo en mi presencia. Cuando un día le pregunté si quería que no le llevara más café, negó enérgicamente con la cabeza y farfulló que no quería parecer quisquillosa, pero que preferiría algo más dulce, menos fuerte. Al día siguiente hice que al capuchino le pusieran aroma de vainilla y lo cubrieran de nata. ¿Mejor? Oh, sí, mucho, mucho mejor, pero quizá ahora era una pizca demasiado dulce. Pasó otro día y por fin di en el clavo: por lo visto a Theresa le gustaba el café sin aromas y cubierto de nata y caramelo líquido. Esbozó una amplia sonrisa desdentada y a partir de ese día lo engullía en cuanto se lo entregaba.

El tercer café era para Rio, el nigeriano que vendía discos en una manta delante de una torre Trump. No parecía un indigente, pero una mañana se me acercó mientras tendía a Theresa su dosis de cafeína y dijo, o más bien trinó: «¿Eres, eres, eres el hada madrina de Starbucks o qué? ¿Dónde está el mío?».

Al día siguiente le entregué un capuchino amaretto grande y desde entonces somos amigos.

Cada día me gastaba 24 dólares de más en cafés (el capuchino de Miranda solo costaba cuatro) a fin de propinar otro golpe pasivo agresivo a la compañía, mi reprimenda personal por el reinado sin límites de Miranda Priestly. Y se los daba a los locos y malolientes porque sabía que era eso -no el gasto- lo que realmente les cabrearía.

Cuando llegué al vestíbulo, Pedro, el chico de los repartos de Mangia, de acento mexicano, estaba al lado de los ascensores hablando en español con Eduardo.

– Eh, aquí está nuestra chica -dijo mientras algunas ayudantes de moda nos miraban de hito en hito-. Tengo el beicon, las salchichas y una cosa asquerosa de queso. ¡Hoy solo has pedido un desayuno! No entiendo cómo puedes comerte esta porquería y estar tan flaca, chica. -Sonrió.

Reprimí el deseo de decirle que él no tenía ni idea de lo que era una chica flaca. Pedro sabía muy bien que no era yo quien daba cuenta de sus desayunos pero, al igual que la docena restante de personas con las que hablaba cada día antes de las ocho de la mañana, ignoraba los detalles. Le entregué, como siempre, un billete de diez por el desayuno de 3,99 y subí.

Cuando entré en la oficina Miranda estaba al teléfono y su guerrera Gucci de piel de serpiente, desparramada sobre mi mesa. El pulso se me disparó. ¿Tanto le costaba dar los dos pasos que había hasta el armario, abrirlo y colgarse el abrigo? ¿Por qué tenía que arrojarlo sobre mi mesa? Dejé el capuchino, miré a Emily, que estaba demasiado ocupada atendiendo el teléfono para reparar en mí, y colgué la piel de serpiente. Me quité el abrigo y me agaché para guardarlo debajo de mi mesa, pues si lo dejaba en el armario podría infectar al de Miranda.

Cogí dos terrones de azúcar sin refinar y un agitador de las provisiones que guardaba en un cajón de mi mesa y lo envolví todo en una servilleta. Se me ocurrió escupir en el café, pero logré contenerme. Saqué un plato pequeño de porcelana de otro cajón, vertí en él la carne grasienta y el brioche legamoso, y me limpié las manos en la ropa sucia de Miranda que tenía escondida debajo de la mesa para que no descubriera que todavía no había sido recogida. En teoría debía lavar el plato cada día en el fregadero de uno de nuestros simulacros de cocina, pero no me hacía ninguna gracia. La humillación de fregar el plato de Miranda delante de todo el mundo me impulsaba a limpiarlo con pañuelos de papel después de cada comida y rascar los restos de huevo y queso con las uñas. Si estaba muy sucio o llevaba mucho tiempo sin lavar, abría una botella del Pellegrino que guardábamos por cajas y le echaba un chorrito. Tenía la sospecha de que había caído muy bajo, pero lo más preocupante era la naturalidad con que lo había hecho.

– Recuerda que quiero a mis chicas sonrientes -decía Miranda por teléfono. Por el tono supe que hablaba con Lucía, la redactora de moda a cargo de las fotos de Brasil, sobre las modelos-. Chicas felices, limpias, sanas, que enseñen muchos dientes. No quiero caras tristes, ni ceños ni maquillajes oscuros. Las quiero radiantes. Hablo en serio, Lucía, no aceptaré otra cosa.

Coloqué el plato con el desayuno en el borde de su mesa y, al lado, el capuchino y la servilleta con los demás accesorios. Miranda no me miró. Aguardé unos instantes para ver si me entregaba algo, ya fuera una pila de periódicos o cosas que archivar o enviar por fax, pero como no me prestaba atención me marché. Ocho y media. Llevaba tres horas despierta, tenía la sensación de que ya había trabajado doce y al fin conseguía sentarme por primera vez en toda la mañana. Justo cuando me estaba conectando a Hotmail con la esperanza de encontrar mensajes divertidos de gente del exterior, apareció Miranda. El cinturón de la chaqueta de tweed ceñía una cintura ya de por sí diminuta y hacía juego con la impecable falda de tubo. Estaba impresionante.

– An-dre-aaa, el café está helado. ¡No lo entiendo, no has estado fuera tanto tiempo! Tráeme otro.

Respiré hondo y me concentré en mantener la expresión de odio apartada de mi cara. Miranda dejó el ofensivo capuchino sobre mi escritorio y hojeó el nuevo número de Vanity Fair, que un empleado había dejado en la mesa para ella. Noté que Emily me observaba y supe que su mirada era de compasión y rabia; le sabía mal que tuviera que repetir el infernal recado, pero me odiaba por que osara enfadarme. ¿Acaso no había millones de chicas que darían un ojo de la cara por tener mi empleo?

Con un suspiro que había perfeccionado últimamente -lo bastante alto para que Miranda lo oyera pero no lo suficiente para que me lo afeara- me puse el abrigo y obligué a mis piernas a avanzar hacia los ascensores. Me esperaba otro larguísimo día.

La segunda ronda en menos de veinte minutos transcurrió con mucha más suavidad. La cola en Starbucks había disminuido y Marión estaba de servicio. En cuanto me vio entrar por la puerta, procedió a preparar un capuchino grande. Esta vez, no me molesté en hacer un pedido mayor porque estaba deseando volver a la oficina y sentarme, pero sí añadí capuchinos para Emily y para mí. Justo cuando me disponía a pagar, sonó mi móvil. Maldita sea, esta mujer es imposible. Insaciable, impaciente, imposible. Solo llevaba ausente cuatro minutos, no era posible que ya estuviera histérica. Haciendo equilibrios una vez más, sostuve la bandeja con una mano y con la otra saqué el móvil del bolsillo. Ya había decidido que semejante actitud por parte de Miranda justificaba otro cigarrillo -aunque solo fuera para retenerle el café unos minutos más-, cuando vi que era Lily quien telefoneaba, desde casa.

– Hola, ¿llamo en un mal momento? -preguntó con cierto nerviosismo.

Consulté el reloj y me extrañó que no estuviera en clase.

– Un poco. Estoy en mi segunda ronda de cafés y, por si lo dudas, me lo estoy pasando pipa. ¿Qué ocurre? ¿No tienes clase?

– Sí, pero anoche salí otra vez con Chico de la Camisa Rosa bebimos algunos margaritas de más. Unos ocho de más. Todavía lo tengo aquí medio desmayado, así que no puedo irme. Pero no te llamo por eso.

– ¿No?

Apenas le prestaba atención, pues uno de los capuchinos había empezado a derramarse y tenía el teléfono entre el cuello y el hombro mientras con la otra mano sacaba un cigarrillo de la cajetilla y lo encendía.

– Mi casero ha tenido la desfachatez de llamar a mi puerta a las ocho de la mañana para decirme que van a echarme -explicó sin el menor regocijo.

– ¿Echarte? ¿Por qué, Lil? ¿Qué piensas hacer?

– Por lo visto ya se han enterado de que no soy Sandra Gers y que ella hace seis meses que no vive aquí. Como no soy pariente, no puede cederme el apartamento. Yo ya lo sabía y siempre decía que era ella. No sé cómo lo han averiguado. Aunque tampoco me importa, ¡porque ahora tú y yo podremos vivir juntas! Tu contrato con Shanti y Kendra es mensual, ¿verdad? Realquilaste la habitación porque no tenías donde vivir, ¿verdad?

– Sí.

– ¡Pues ahora podremos alquilar un piso donde queramos!

– ¡Es genial! -Pese a la ilusión que me hacía, las palabras sonaron falsas en mis oídos.

– ¿Te apetece? -preguntó Lily con el entusiasmo algo apagado.

– Por supuesto, Lil. De veras, es una idea fabulosa. No quiero parecer negativa, pero es que chispea y estoy en medio de la calle con un café hirviendo cayéndome por el brazo izquierdo…

Bip-bip, sonó la otra línea. Aunque estuve en un tris de quemarme el cuello con la punta del cigarillo al intentar apartarme el teléfono del oído, conseguí ver que era Emily.

– Mierda, Lil, es Miranda. Tengo que darme prisa. Felicidades por la expulsión. Me alegro mucho por nosotras. Te llamaré luego, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. Hablaremos de…

Colgué antes de que acabara la frase y me preparé para el bombardeo.

– Otra vez yo -dijo Emily con voz tirante-. ¿Qué coño está pasando? Joder, que es solo un café. Olvidas que antes yo hacía tu trabajo y sé que no se tarda tanto en…

– ¿Qué? -exclamé tapando el auricular con los dedos-. ¿Qué has dicho? No te oigo. Si puedes oírme, no tardo ni un minuto.

Cerré el móvil y lo enterré en el bolsillo. Aunque todavía me quedaba medio Marlboro, lo arrojé a la acera y puse rumbo a la oficina.

Miranda se dignó aceptar ese capuchino algo más caliente y hasta nos concedió un respiro entre las diez y las once, tiempo que pasó en su despacho con la puerta cerrada, ronroneando con MUSYC como una recién casada. Yo había conocido oficialmente a MUSYC el miércoles de la semana anterior, cuando entré en su casa en torno a las nueve para dejar el Libro. Él estaba descolgando el abrigo del armario del vestíbulo y se pasó diez minutos hablando de sí mismo en tercera persona. Desde aquel encuentro me prestaba especial atención y dedicaba siempre unos minutos a preguntarme cómo me iba el día o a elogiar mi trabajo. Era evidente que su afabilidad no parecía influir en su esposa, pero era agradable tenerlo cerca.

Había decidido empezar a telefonear a algunos relaciones públicas a fin de conseguir ropa decente para mi trabajo cuando la voz de Miranda me sacó bruscamente de mi ensimismamiento.

– Emily, me gustaría tomar el almuerzo -dijo desde su despacho a nadie en particular, pues Emily podía significar cualquiera de nosotras.

La verdadera Emily me miró, asintió con la cabeza y entonces supe que podía moverme. El teléfono de mi mesa tenía memorizado el número de Smith and Wollensky, y enseguida reconocí la voz de la chica nueva al otro lado de la línea.

– Hola, Kim, soy Andrea, del despacho de Miranda Priestly. ¿Está Sebastian?

– Hola, mmm, ¿cómo has dicho que te llamas?

Aunque telefoneaba exactamente a la misma hora dos veces por semana, ella siempre actuaba como si no me conociera.

– Llamo del despacho de Miranda Priestly, de Runway. Oye, no quiero parecer grosera… -Sí, en realidad sí quiero-. Pero tengo un poco de prisa. ¿Puedes pasarme con Sebastian?

Si me hubiese atendido otra persona le habría encargado el almuerzo habitual de Miranda, pero como esa chica era demasiado boba me había acostumbrado a preguntar directamente por el gerente.

– Bueno, espera que compruebe si está disponible.

Créeme, Kim, está disponible. Miranda Priestly es su vida.

– Andy, querida, ¿cómo estás? -dijo Sebastian entre jadeos por el teléfono-. Espero que llames porque nuestra directora de moda predilecta quiere su almuerzo.

Me pregunté cómo reaccionaría si por una vez le dijera que no era Miranda quien quería almorzar, sino yo. El caso es que el restaurante no servía comida para llevar, pero hacía una excepción con la reina.

– Por supuesto. Me acaba de comentar lo mucho que le apetecía un delicioso plato de vuestro restaurante. Además, te envía un abrazo.

Ni bajo amenaza de muerte o mutilación habría sido capaz Miranda de acertar el nombre del restaurante que le preparaba el almuerzo cada día, no digamos el nombre de su gerente. Con todo, Sebastian se ponía muy contento cuando le decía esas cosas. Ese día, se emocionó tanto que soltó una risita ahogada.

– Fantástico, fantástico. Lo tendremos listo para cuando llegues -aseguró con un entusiasmo renovado en la voz-. ¡Estoy impaciente! Y, naturalmente, yo también le envío un abrazo.

– Naturalmente. Hasta luego.

Me resultaba agotador hincharle el ego de ese modo, pero Sebastian me facilitaba tanto el trabajo que valía la pena. Los días que Miranda no comía fuera, yo le servía siempre el mismo menú, que ella engullía relajadamente en su despacho, con las puertas cerradas. Guardaba un surtido de platos en los compartimientos situados detrás de mi mesa para ese fin. La mayoría eran muestras enviadas por diseñadores que acababan de lanzar su nueva línea del «hogar», pero otros los había cogido directamente del comedor. Habría sido un engorro tener que guardar también artículos como salseras, cuchillos y servilletas de tela, de modo que Sebastian los proporcionaba con la comida.

Volví a meterme en mi abrigo negro, me guardé los cigarrillos y el móvil en el bolsillo y salí a un día de marzo cada vez más gris. Aunque el restaurante de la Cuarenta y nueve con la Tercera se hallaba a un paseo de quince minutos, me dispuse a pedir un coche, pero al notar el aire limpio en los pulmones cambié de parecer. Encendí un cigarrillo y aspiré el humo. Al expulsarlo no supe si era humo, vaho o irritación, pero estaba delicioso.

Cada vez se me daba mejor sortear a los boquiabiertos turistas. Antes miraba con desprecio a los peatones que hablaban por el móvil, pero con lo ajetreados que eran mis días me había convertido en una habladora andante. Lo saqué y llamé al colegio de Alex, quien a esas horas, según mi borrosa memoria, estaría comiendo en la sala de profesores.

A los dos tonos oí la voz aguda de una mujer.

– Hola, ha llamado a la escuela pública 277 y le atiende la señora Whitmore. ¿En qué puedo ayudarle?

– ¿Está Alex Fineman?

– ¿Y con quién tengo el gusto de hablar?

– Soy Andrea Sachs, su novia.

– ¡Oh, Andrea, hemos oído hablar tanto de ti! -Hablaba de forma tan entrecortada que parecía que fuera a atragantarse en cualquier momento.

– ¿De veras? Eso… eso es genial. Yo también he oído hablar de usted, claro. Alex cuenta maravillas de toda la gente del colegio.

– Qué encanto. Parece que tienes un empleo estupendo, Andrea. En serio. Qué interesante trabajar para una mujer de tanto talento. Eres una chica afortunada.

Oh, sí, señora Whitmore, soy una chica muy afortunada. No se hace una idea de lo afortunada que soy. No imagina lo afortunada que me sentí ayer por la tarde, cuando me enviaron a comprar tampones para mi jefa, para que luego me dijera que no había comprado los que debía y me preguntara por qué no hacía nada bien. Y afortunada sea probablemente la única palabra para describir el hecho de que cada mañana, antes de las ocho, me toque asegurarme de que la tintorería lave la ropa sudada y manchada de otra persona. ¡Eh, un momento! Creo que lo que en realidad me hace más afortunada es poder hablar con los criadores de perros de todo el estado durante tres semanas seguidas a fin de dar con el cocker perfecto para dos niñas increíblemente mimadas y antipáticas. ¡Sí, eso es!

– Oh, sí, es una oportunidad fantástica -dije mecánicamente-. Un trabajo por el que darían un ojo de la cara millones de chicas.

– ¡Y que lo digas, querida! ¿Adivina qué? Alex acaba de entrar. Te lo pasaré.

– Hola, Andy, ¿qué tal? ¿Cómo te va el día?

– No me preguntes. Voy camino de recogerle el almuerzo. ¿Qué tal tú?

– Por ahora bien. A mi clase le toca música después de comer, así que tengo una hora y media libre. Y luego, más ejercicios de fonética -explicó con cierto tono derrotado-, aunque tengo la sensación de que nunca aprenderán a leer como es debido.

– ¿Algún navajazo hoy?

– No.

– Entonces ¿qué más puedes pedir? Has tenido un día sin sangre. Disfrútalo y deja el concepto de lectura para mañana. Lily me ha llamado esta mañana. Van a echarla de su estudio de Harlem, así que nos iremos a vivir juntas. ¿No es genial?

– ¡Desde luego! El momento no podría haber sido más oportuno. Lo pasaréis muy bien juntas. Ahora que lo pienso, asusta un poco tener que tratar todos los días con Lily… y con sus ligues… ¿Prometes que pasaremos mucho tiempo en mi apartamento?

– Por supuesto. Pero seguro que te sentirás como en casa, será como volver a la universidad.

– Lamento que Lily pierda un piso tan barato, pero por lo demás es una gran noticia.

– Lo sé, estoy muy contenta. Shanti y Kendra me caen bien, pero estoy harta de vivir con desconocidos. -Y el olor a curry, aunque me encanta la comida india, había impregnado todas mis cosas-. Le preguntaré a Lil si quiere tomar una copa esta noche para celebrarlo. ¿Te apuntas? Podríamos vernos en el East Village para que no te quede muy lejos.

– Claro, me encantaría. Esta tarde iré a Larchmont para cuidar de Joey, pero volveré a las ocho. Como todavía no habrás salido del trabajo, quedaré con Max y luego podremos reunimos todos. Oye, ¿Lily está saliendo con alguien? A Max no le iría mal un… bueno…

– ¿Un qué? -Me eché a reír-. Venga, dilo. ¿Crees que mi amiga es una zorra? No es más que un espíritu libre, eso es todo. ¿Está saliendo con alguien? ¿Qué clase de pregunta es esa? Un tal Chico con Camisa Rosa pasó la noche de ayer en su casa, pero ignoro cómo se llama.

– No importa. Bueno, acaba de sonar la campana. Llámame cuando hayas dejado el Libro.

– Lo haré. Adiós.

Me disponía a guardar el móvil cuando volvió a sonar. El número no me era familiar y respondí por el puro placer de que no fuera Miranda ni Emily.

– Desp… mmm, ¿diga?

Me había acostumbrado a responder a mi móvil y al teléfono de casa con la frase «Despacho de Miranda Priestly», lo cual era bochornoso cuando no se trataba de Lily o mis padres. Tenía que cambiar eso.

– ¿Estoy hablando con la encantadora Andrea Sachs a la que asusté sin querer en la fiesta de Marshall? -preguntó una voz algo ronca y muy sensual.

¡Christian! Casi me había alegrado de que no hubiera dado señales de vida después de masajearme la mano con los labios. No obstante, el deseo de impresionarle con mi ingenio y encanto me asaltó de nuevo y decidí actuar con frialdad.

– La misma. ¿Puedo preguntar con quién hablo? Aquella noche me asustaron varios hombres por docenas de razones diferentes.

Por ahora bien. Tranquila, respira hondo.

– No me percaté de que tenía tanta competencia -repuso él con suavidad-. De todos modos no debería sorprenderme. ¿Cómo estás, Andrea?

– Bien. En realidad, muy bien -me apresuré a mentir, recordando un artículo de Cosmo que aconsejaba mostrarse «alegre y frivola» cuando hablabas con un tío nuevo, porque la mayoría de los tíos «normales» no recibían bien el exceso de cinismo-. El trabajo me va estupendamente. De hecho, ¡me encanta! Últimamente ha sido muy interesante. Hay mucho que aprender y pasan un montón de cosas. Sí, es genial. ¿Y tú?

No hables demasiado de ti, no domines la conversación, consigue que esté lo bastante cómodo para charlar del tema que más le gusta y conoce: él.

– Mientes muy bien, Andrea. Para un oído inexperto habría sonado creíble, aunque ya conoces el dicho. No puedes timar a un timador. Pero no te preocupes, por esta vez no lo tendré en cuenta. -Abrí la boca para rechazar la acusación, pero en lugar de hablar me eché a reír. Muy perceptivo-. Y ahora iré al grano porque estoy a punto de tomar un avión con destino a Washington y a los agentes de seguridad no les está haciendo ninguna gracia que pase por el detector de metales mientras hablo por teléfono. ¿Tienes plan para el sábado por la noche?

Detestaba que la gente planteara las preguntas de ese modo, o sea, que te preguntara si tenías plan antes de contarte el suyo. ¿Quería meter a la hija de su vecino en Runway y que yo pasara su curriculum? ¿O quería que alguien le paseara el perro mientras él concedía otra entrevista de ocho horas al New Yorker? Estaba buscando una respuesta evasiva cuando añadió:

– Tengo una reserva en Babbo para este sábado a las nueve. Vendrán algunos amigos, la mayoría redactores y gente bastante interesante. Una mujer del Buzz y un par del New Yorker. ¿Te apetece?

En ese momento pasó una ambulancia con la sirena a todo volumen y las luces centelleando, esforzándose por sortear el denso tráfico. Los conductores, como siempre, ni se inmutaron, y la ambulancia tuvo que esperar como todos los demás a que el semáforo se pusiera verde.

¿Acababa de proponerme una cita? Sí, creo que eso era exactamente lo que había hecho. ¡Me había propuesto una cita! Christian Collinsworth me había pedido que saliera con él, un sábado por la noche para ser precisos, y al Babbo, donde había reservado una mesa para cenar con un grupo de gente inteligente e interesante, gente como él. ¡Lo del New Yorker era lo de menos! Me devané los sesos tratando de recordar si en la fiesta le había mencionado que el Babbo era el restaurante de Nueva York que más ganas tenía de conocer, que me encantaba la comida italiana y sabía que Miranda adoraba ese lugar. En una ocasión hasta decidí pulirme el salario de una semana en una cena y llamé a fin de reservar una mesa para Alex y para mí, pero tenían los siguientes cinco meses completos. Durante los últimos dos años y medio nadie me había invitado a salir salvo Alex.

– Córcholis, Christian, me encantaría -comencé, y al instante traté de olvidar que acababa de decir «córcholis». ¡Córcholis! La escena donde Baby anuncia orgullosamente a Johnny que ha transportado una sandía me vino a la mente, pero enseguida la aparté y me obligué a seguir hablando pese a la vergüenza-. Me encantaría, de veras… -Eso ya lo has dicho, boba, trata de decir algo más-. Pero no puedo. Ya… ya tengo planes para el sábado.

En general, una buena respuesta, pensé. Aunque había hablado a gritos para que se me oyera por encima de la sirena, creo que soné bastante digna. No tenía por qué estar libre para una cita dentro de dos días, ni tenía por qué revelar la existencia de un novio… después de todo, no era asunto suyo. ¿Cierto?

– ¿De veras tienes planes, Andrea, o crees que a tu novio no le gustaría que salieras con otro hombre?

Quería sonsacármelo, lo sabía.

– Sea lo que sea, no es asunto tuyo -respondí remilgadamente, como la telefonista del colegio de Alex, y hasta puse los ojos en blanco.

Crucé la Tercera Avenida sin advertir que el semáforo estaba en rojo y una camioneta casi se me llevó por delante.

– De acuerdo, esta vez te perdono, pero volveré a intentarlo. Y sospecho que la próxima vez aceptarás.

– ¿No me digas? ¿Y qué te hace pensar eso?

La seguridad que al principio me había parecido tan atractiva empezó a resultarme sumamente arrogante. Por desgracia, eso le hacía aún más atractivo.

– Una corazonada, Andrea, solo una corazonada. Y no hace falta que tu preciosa cabecita se preocupe, y tampoco la de tu novio. Solo era una invitación amistosa para una buena comida con una buena compañía. Quizá le gustaría apuntarse, Andrea. Me refiero a tu novio. Debe de ser un gran tipo. Me encantaría conocerle.

¡No!, estuve a punto de gritar, horrorizada ante la idea de tener a los dos sentados a una mesa frente a frente, ambos sorprendentes de formas tan radicalmente distintas. Me daría vergüenza que Christian viera la integridad y el carácter bonachón de Alex. A los ojos de Christian, Alex sería un paleto ingenuo. Y más vergüenza me daría que Alex viera, con sus propios ojos, todas las cosas feas que tanto me atraían de Christian: la elegancia, el descaro y esa seguridad en sí mismo tan firme que parecía imposible poder ofenderle.

– No -dije entre risas o más bien obligándome a reír para tratar de parecer despreocupada-. No creo que sea una buena idea, aunque estoy segura de que a él también le encantaría conocerte.

Christian rió conmigo, pero su risa se había vuelto burlona y condescendiente.

– Lo decía en broma, Andrea. Ignoro si tu novio es un gran tipo o no, pero no tengo especial interés en conocerle.

– No, claro, te había entendido…

– Oye, tengo que colgar. ¿Por qué no me llamas si cambias de opinión… o de planes? La oferta sigue en pie. Ah, y que tengas un buen día. Adiós.

Y colgó sin darme tiempo a contestar.

¿Qué demonios acababa de ocurrir? Rebobiné: Escritor Inteligente e Impresionante había dado con mi número de móvil, había llamado y me había propuesto una cita para el sábado por la noche en un Restaurante Moderno e Impresionante. No estaba segura de si él sabía de antemano que tenía novio, pero el dato no pareció desalentarle. De lo único que estaba segura era de que había pasado demasiado tiempo al teléfono, hecho que constaté cuando eché un vistazo al reloj. Habían transcurrido 22 minutos desde que abandoné la oficina, más de lo que solía tardar en ir y volver.

Guardé el móvil y me di cuenta de que ya estaba en el restaurante. Abrí la puerta de madera y entré en el oscuro y silencioso comedor. Aunque todas las mesas estaban ocupadas por banqueros y abogados que roían sus filetes favoritos, el silencio era casi absoluto, como si cada una hubiera sido hábilmente insonorizada y la lujosa moqueta y la combinación de colores masculinos absorbieran el ruido.

– ¡Andrea! -oí gritar a Sebastian desde el atril de recepción. Vino derecho mí como si yo portara algún medicamento vital-. ¡Estamos tan felices de tenerte aquí!

Dos chicas de traje gris que tenía detrás asintieron con la cabeza.

– ¿De veras? ¿Por qué?

Nunca podía evitar jugar un poco con Sebastian. Era un pelota difícil de creer. Se inclinó hacia mí con actitud conspiradora. Su emoción era palpable.

– En fin, ya sabes lo que siente todo el personal de Smith and Wollensky por la señorita Priestly, ¿verdad? Runway es una revista tan bonita, con esas fotos tan bellas, esos estilos sorprendentes y, naturalmente, esos relatos literarios fascinantes. ¡Todos la adoramos!

– Relatos literarios, ¿eh? -dije reprimiendo una carcajada.

Sebastian asintió y se volvió cuando una de sus ayudantes le dio un golpecito en el hombro para entregarle una bolsa.

– ¡Ajá! -gritó de alegría-. Aquí está, una comida preparada a la perfección para una directora perfecta… y una ayudante perfecta -añadió con un guiño.

– Gracias, Sebastian, las dos te estamos muy agradecidas.

Abrí la mochila de algodón natural, parecida a esas bolsas superchulas de Strand que llevaban colgadas del hombro todos los estudiantes de la Universidad de Nueva York pero sin el logo, y me aseguré de que no faltara nada. Una libra y cuarto de bistec tan crudo que era posible que ni siquiera lo hubieran pasado por la plancha. Correcto. Dos patatas asadas, ambas del tamaño de un gatito, y muy calientes. Correcto. Un pequeño recipiente con puré de patatas reblandecido con mucha nata líquida y mantequilla. Correcto. Ocho espárragos perfectos, con las puntas rollizas y jugosas y la base bien afilada. Correcto. Una salsera de metal con mantequilla blanda, una caja con sal gorda kosber, un cuchillo de carne con mango de madera y una servilleta blanca de hilo que ese día estaba doblada con la forma de una falda plisada. Adorable. Sebastian aguardaba mi reacción.

– Muy bien, Sebastian -dije como si estuviera felicitando a un cachorro-. Hoy te has superado.

Su rostro se iluminó y dirigió la mirada al suelo con experta humildad.

– Gracias. Ya sabes lo que siento por la señorita Priestly, y es un honor, en fin, ya sabes…

– ¿Preparar su almuerzo? -le ayudé.

– Exacto. Tú me entiendes.

– Por supuesto, Sebastian. Estoy segura de que le encantará.

No tuve el coraje de decirle que yo desmontaba toda su creación porque la señorita Priestly, a la que tanto adoraba, sufriría un ataque si tropezara con una servilleta con forma de todo menos de servilleta, tanto si parecía una bolsa de bolos como un tacón de aguja. Me coloqué la mochila bajo el brazo para irme, y en ese momento sonó el teléfono.

Sebastian me miró expectante, deseoso de que la voz al otro lado de la línea fuera la de su amada, su razón de vivir. No le defraudó.

– ¿Eres Emily? ¿Emily, eres tú? Casi no te oigo -dijo la voz de Miranda en un colérico estacato.

– Hola, Miranda. Sí, soy Andrea -repuse con calma mientras Sebastian se desvanecía al oír su nombre.

– ¿Acaso estás preparando tú la comida, Andrea? Porque, según mi reloj, la pedí hace más de veinte minutos. No se me ocurre razón alguna, si estuvieras haciendo tu trabajo como es debido, para que la comida no esté aún sobre mi mesa. ¿Y a ti?

¡Me había llamado por mi nombre! Una pequeña victoria, pero no tenía tiempo de celebrarla.

– Lamento la tardanza, pero ha habido una pequeña confusión con…

– Ya sabes lo poco que me interesan los detalles.

– Sí, lo sé, y no tardaré en…

– Te llamo para decirte que quiero la comida, y ahora mismo. No hay lugar para matices, Emily. Quiero. Mi. Comida. ¡Ya!

Y colgó. Las manos me temblaban tanto que el teléfono, como si estuviera cubierto de arsénico abrasador, se me cayó al suelo. Sebastian, que parecía al borde del desmayo, se agachó para recogerlo y me lo tendió.

– ¿Está enfadada con nosotros, Andrea? ¡Espero que no piense que la hemos defraudado! ¿Lo piensa? ¿Piensa eso?

Su boca formó un óvalo apretado y las venas de la frente, ya marcadas de por sí, le palpitaban con fuerza. Deseé odiarle tanto como la odiaba a ella, pero solo me inspiró pena. ¿Por qué a ese hombre, que parecía extraordinario únicamente por lo poco mediocre que era, le importaba tanto Miranda Priestly? ¿Por qué estaba tan empeñado en complacerla, impresionarla, atenderla? Quizá debería ocupar mi puesto, pensé, porque yo dimitía. Sí, se acabó. Regresaría a la oficina y dimitiría. ¿Por qué tenía que aguantar las gilipolleces de Miranda? ¿Qué le daba derecho a hablarnos a mí y a los demás de ese modo? ¿El cargo? ¿El poder? ¿El prestigio? ¿La maldita Prada? ¿Desde cuándo, en un universo justo, se consideraba eso una conducta aceptable?

El recibo de la comida de 95 dólares que debía cargar a Elias-Clark descansaba sobre el atril, y lo firmé con un garabato ilegible. En esos momentos ya no sabía si la firma era de Miranda, de Emily o de Mahatma Gandhi, pero tampoco me importaba. Cogí la bolsa y me marché, dejando al frágil Sebastian con su angustia. En cuanto alcancé la calle subí a un taxi y a punto estuve de derribar a un anciano en el proceso. No disponía de tiempo para ocuparme de él. Tenía un empleo que dejar. Pese al tráfico del mediodía, recorrimos el puñado de manzanas en cinco minutos y di al taxista un billete de veinte. Le habría dado uno de cincuenta de haberlo tenido y haber concebido la forma de recuperarlo de Elias, pero no llevaba ninguno en la cartera. El hombre se puso a contar el cambio, pero cerré la portezuela y eché a correr. Deja que esos veinte alimenten a una niñita o reparen un calentador de agua, pense. O compren unas cervezas después del trabajo en las cocheras de Queens. Hiciera lo que hiciera el taxista con ellos, sería más noble que comprar otra taza de Starbucks.

Llena de indignación farisaica, entré en tromba en el edificio y no hice caso de las miradas de desaprobación del pequeño grupo de ayudantes de moda que había en un rincón. Vi a Benjamín salir de los ascensores de Bergman, pero me desvié rápidamente para no perder tiempo, deslicé la tarjeta y apreté la cadera contra el torniquete. ¡Mierda! La barra metálica chocó contra el hueso de la pelvis y supe que iba a salirme un moretón. Levanté la vista para ver las dos filas de dientes deslumbrantes y la cara rolliza y sudorosa que los enmarcaba. Eduardo. Quería gastarme una broma. Seguro.

Le lancé mi mirada más malévola, esa que expresaba simplemente «¡Muérete!», pero no funcionó. Sin apartar la vista de él corrí hacia el siguiente torniquete, deslicé la tarjeta a toda velocidad y me abalancé sobre la barra. Eduardo había conseguido bloquearla justo a tiempo, y me quedé allí quieta mientras él dejaba pasar a las ayudantes de moda por el primer torniquete, una a una. Seis en total, y allí seguía yo, tan impotente que pensé que iba a echarme a llorar. Eduardo no tuvo compasión.

– Amiga, no pongas esa cara. Esto no es una tortura, sino un pasatiempo. Ahora, por favor, presta atención, porque… -arrancó con los primeros versos de «I think we are alone now».

– ¡Eduardo! ¿Cómo quieres que represente eso? ¡Ahora mismo no tengo tiempo para esa gilipollez!

– De acuerdo, por esta vez no actúes, solo canta. Yo empiezo y tú acabas.

Supuse que tendría que dimitir si conseguía llegar arriba porque de todos modos iban a despedirme. No perdía nada por alegrar el día a alguien, así que continué cantando sin perder un solo compás.

Me incliné al percatarme de que Mickey, el capullo del primer día, estaba intentando escuchar, y Eduardo terminó por mí. Después soltó una carcajada y lanzó una mano al aire. Choqué con él esos cinco y oí el clic que hacía la barra metálica al desbloquearse.

– ¡Disfruta de tu almuerzo, Andy! -exclamó sin dejar de sonreír.

– Tú también, Eduardo, tú también.

El viaje en ascensor transcurrió, por fortuna, sin incidentes, y hasta que tuve delante las puertas de nuestra oficina no comprendí que no podía dimitir. Aparte de una razón obvia -sería demasiado aterrador hacerlo sin una preparación previa, pues ella probablemente se limitaría a mirarme y decir «No, no te permito que dimitas», y entonces ¿qué diría yo?-, no debía olvidar que era únicamente un año de mi vida. Un solo año a fin de evitar muchos más años de desdicha. Un año, 365 días soportando esta basura para hacer lo que en realidad quería hacer. No era mucho pedir y, además, estaba demasiado cansada para ponerme a buscar otro trabajo. Demasiado cansada.

Emily levantó la vista cuando entré.

– Miranda volverá enseguida. El señor Ravitz acaba de convocarla en su despacho. En serio, Andrea, ¿por qué has tardado tanto? Ya sabes cómo se pone cuando te retrasas. ¿Y qué se supone que debo decirle? ¿Qué estás fumando en lugar de estar comprando su café, o hablando con tu novio en lugar de estar recogiendo su almuerzo? No es justo, no lo es.

Emily devolvió su atención al ordenador con cara de resignación.

Tenía razón, desde luego. No era justo. Ni para mí, ni para ella, ni para ningún ser humano semicivilizado. Me sentí mal por ponerle las cosas aún más difíciles, cosa que hacía cada vez que pasaba unos minutos de más fuera de la oficina para despejarme. Porque cada segundo que yo estaba fuera era otro segundo que la atención implacable de Miranda se concentraba en Emily. Juré que me esforzaría por hacerlo mejor.

– Tienes toda la razón, Em, y lo siento. Me esforzaré más.

Emily pareció asombrada y complacida.

– Te lo agradecería, Andrea. Verás, yo he hecho tu trabajo y sé lo asqueroso que es. Créeme, había días que tenía que salir cinco, seis y hasta siete veces, nevase o tronase, para comprarle el café. Estaba tan cansada que apenas podía andar. ¡Sé lo que es! A veces me llamaba para preguntarme dónde estaba algo, como el capuchino, la comida o una pasta para dientes sensibles que me había enviado a buscar (me tranquilizaba saber que al menos sus dientes tenían algo de sensibilidad) cuando yo todavía seguía en el edificio. ¡Aún no me había dado tiempo de salir a la calle! Ella es así, Andy. Si sigues rebelándote contra eso, no sobrevivirás. Con su actitud no pretende hacer daño, te lo aseguro. Simplemente es así.

Asentí con la cabeza y lo comprendí, pero no podía aceptarlo. No había trabajado en ningún otro lugar, pero me negaba a creer que todos los jefes se comportaran así. ¿Estaba equivocada?

Dejé la bolsa de la comida sobre mi mesa y me dispuse a servirla. Uno a uno, saqué los recipientes térmicos y dispuse los alimentos (con elegancia, esperaba) en un plato de porcelana. Deteniéndome únicamente para limpiarme las manos grasientas en unos pantalones Versace que aún no había enviado a la tintorería, coloqué el plato en la bandeja de teca y azulejos que guardaba debajo de mi mesa. Al lado puse la salsera llena de mantequilla, la sal y los cubiertos envueltos en una servilleta que ya no parecía una falda plisada. Tras un rápido repaso a mi obra de arte me percaté de que faltaba el Pellegrino. ¡Date prisa, volverá dentro de un minuto! Corrí a una de las minicocinas, cogí un puñado de cubitos de hielo y soplé sobre ellos para que no me quemaran las manos. Soplar estaba solo a un paso, un pasito, de chupar. ¿Lo hago? ¡No! Supérate, elévate. No escupas en su comida ni chupes sus cubitos de hielo, eres una persona demasiado educada para hacer eso.

El despacho de Miranda estaba vacío cuando regresé y lo único que me quedaba por hacer era servir el agua y colocar la bandeja sobre su mesa. Luego Miranda volvería, se sentaría ante su gigantesco escritorio y ordenaría que alguien cerrara las puertas de su despacho. Sería una de las pocas ocasiones en que yo me levantaría gustosamente, porque eso significaría no solo que Miranda pasaría media hora detrás de esas puertas ronroneando con MUSYC, sino que había llegado la hora de comer también para nosotras. Una podría bajar corriendo hasta el comedor, coger lo primero que viera y regresar corriendo para que entonces pudiera ir la otra, y esconder la comida debajo de la mesa o detrás de la pantalla del ordenador por si ella salía inesperadamente. Si existía una regla tácita pero irrefutable era que el personal de Runway no comía delante de Miranda. Punto.

Mi reloj decía que eran las dos y cuarto. Mi estómago decía que era casi de noche. Hacía siete horas que había engullido la madalena de chocolate mientras regresaba de Starbucks. Estaba tan hambrienta que hasta pensé en dar un bocado al bistec.

– Em, tengo tanta hambre que podría desmayarme. Creo que voy a bajar a comprar algo. ¿Quieres que te traiga alguna cosa?

– ¿Estás loca? Todavía no le has servido la comida. Volverá en cualquier momento.

– Hablo en serio, no me encuentro bien. No creo que pueda esperar. -Empezaba a sentirme mareada por la falta de sueño y de azúcar en la sangre. Hasta dudaba de mi capacidad para trasladar la bandeja al despacho de Miranda aunque apareciera en ese mismo instante.

– ¡Andrea, ten un poco de sentido común! ¿Qué pasaría si te la encontraras en el ascensor o la recepción? Sabría que habías abandonado la oficina y se pondría furiosa. Es demasiado arriesgado. Ya lo tengo, yo misma iré a buscarte algo.

Emily cogió su monedero y salió de la oficina. Cuatro segundos después vi que Miranda se acercaba por el pasillo. En cuanto divisé su rostro ceñudo se me pasó por completo la sensación de mareo, hambre y fatiga, y salté de mi asiento para llevar la bandeja a su mesa antes de que ella la cogiera personalmente.

Regresé a mi silla, con la cabeza dolorida, la boca seca y totalmente aturdida justo cuando su primera Jimmy Choo cruzaba el umbral. Miranda no se dignó mirarme y, por fortuna, no reparó en la ausencia de Emily. Tuve la impresión de que su reunión con el señor Ravitz no había ido demasiado bien, aunque quizá su cara de palo solo se debiera al resentimiento de haber tenido que dejar su despacho para ir al de otra persona. El señor Ravitz era el único ser de todo el edificio al que Miranda se esforzaba por complacer.

– ¡An-dre-aaa! ¿Qué es esto? Por favor, dime qué demonios es esto.

Entré corriendo en el despacho, me detuve frente a la mesa y me quedé mirando el menú que Miranda siempre consumía cuando no comía fuera. Tras un rápido repaso mental comprobé que no faltaba nada, no había nada fuera de lugar ni nada mal cocinado. ¿Qué ocurría entonces?

– Tu almuerzo -contesté con calma procurando no parecer sarcástica dado que mi afirmación no podía ser más obvia-. ¿Hay algún poblema?

Creo que Miranda, en honor a la verdad, se limitó a separar los labios, pero en mi estado de semidelirio me pareció que enseñaba unos colmillos afilados.

– ¿Hay algún problema? -me imitó con una voz chillona que nada tenía que ver con la mía, una voz que, de hecho, no parecía humana. Entornó los ojos y se inclinó hacia mí, resistiéndose, como siempre, a elevar la voz-. Sí, hay un problema, un problema muy grave. ¿Por qué al regresar a mi despacho tengo que encontrarme esto en mi mesa?

Parecía uno de esos acertijos retorcidos. ¿Por qué al regresar a su despacho tenía que encontrarse eso en su mesa?, me pregunté. Estaba claro que el hecho de que lo hubiera pedido una hora atrás no era la respuesta adecuada, pero no se me ocurría otra. ¿No le gustaba la bandeja? No, eso no era posible, la había visto un millón de veces y jamás se había quejado. ¿Se habían equivocado con la carne? No, tampoco. En una ocasión el restaurante me envió de vuelta con un maravilloso filete pensando que a Miranda le gustaría más eso que el duro bistec, y casi le dio un infarto. Me obligó a telefonear al cocinero y a gritarle mientras ella permanecía a mi lado y me transmitía lo que tenía que decirle. «Lo siento, señorita, lo siento de veras», se disculpó el hombre, que parecía el ser más dulce del mundo. «Pensé que la señora Priestly, como es tan buena clienta, preferiría nuestro mejor plato. No le he cobrado la diferencia, pero no se preocupe, no volverá a ocurrir, se lo prometo.» Me entraron ganas de llorar cuando Miranda me ordenó que le dijera que solo servía para cocinar en asadores de segunda, pero lo dije. Y él se disculpó y me dio la razón, y a partir de ese día Miranda recibía siempre su maldito bistec. Por lo tanto, el problema tampoco era ese. No supe qué decir.

– An-dre-aaa, ¿no te ha informado la ayudante del señor Ravitz de que él y yo hemos almorzado en ese asqueroso comedor? -me preguntó lentamente, como si intentara no perder el control.

¿Que había qué? Después de las prisas y las tonterías de Sebastian, de las llamadas iracundas y los 95 dólares, de la canción de Tiffany y la preparación de la bandeja, del mareo y la espera para comer hasta que ella regresara, ¿ya había comido?

– No, no me ha llamado. ¿Significa eso que no lo quieres? -pregunté acercándome a la mesa.

Me miró como si acabara de sugerirle que se comiera a sus hijas.

– ¿Qué crees que significa, Emily?

¡Mierda, ahora que parecía que había aprendido mi nombre!

– Supongo que… bueno, que no lo quieres.

– Qué perspicaz, Emily, qué suerte tengo de que aprendas tan deprisa. Ahora llévatelo y asegúrate de que no vuelva a repetirse. Eso es todo.

Me asaltó una fantasía. Yo barría la mesa con el brazo, como en las películas, y enviaba la bandeja a la otra punta de la habitación. Ella me miraba y, presa del arrepentimiento, se disculpaba profusamente por haberme hablado así. El martilleo de sus uñas sobre el escritorio me devolvió a la realidad. Recogí apresuradamente la bandeja y me marché.

– ¡An-dre-aaa, cierra la puerta! ¡Necesito tranquilidad! -dijo.

Supongo que encontrarse encima de la mesa una comida de gourmet que en aquel momento no le apetecía había sido un momento muy estresante para ella. Emily acababa de regresar con una Diet Coke y un paquete de pasas para mí. Se suponía que ese era mi almuerzo, que por supuesto no contenía ni una sola caloría, ni solo gramo de grasa, ni un solo grano de azúcar. Al oír a Miranda arrojó las cosas sobre su mesa y corrió a cerrar las puertas del despacho.

– ¿Qué ha ocurrido? -susurró al verme con la bandeja intacta en las manos.

– Oh, por lo visto nuestra encantadora jefa ya ha comido -dije entre dientes-. Y acaba de echarme la bronca por no haberlo previsto, por no haberlo adivinado, por no ser capaz de ver el interior de su estómago y comprender que no tenía más hambre.

– Me estás tomando el pelo -repuso Emily-. ¿Te ha gritado porque fuiste a buscarle el almuerzo, tal como había pedido, y luego no supiste que ya había comido? ¡Qué hija de puta!

Asentí con la cabeza. Era todo un fenómeno que Emily se pusiera, por una vez, de mi parte, que no me sermoneara sobre Lo Mal Que Lo Hacía Todo. ¡Un momento! Demasiado bueno para ser verdad. Como el sol que desaparece del cielo dejando vetas rosadas y azules donde minutos antes irradiaba su luz, su cara pasó de la rabia a la contrición. ¡El Giro Paranoico de Runway!

– Recuerda lo que hablamos, Andrea. -Ya viene, ya viene. GPR, doce en punto-. Miranda no pretende ofenderte, simplemente es demasiado importante para que la molesten con detalles. Así que no te hagas mala sangre. Tira la comida y sigamos con lo nuestro.

Me miró con determinación y se sentó delante de su ordenador. Entonces supe que Emily se estaba preguntando si Miranda tenía micrófonos ocultos en nuestra oficina y lo había oído todo. Estaba roja, nerviosa y visiblemente irritada consigo misma por su falta de autodominio. Yo ignoraba cómo había sobrevivido todo ese tiempo.

Llevé la bandeja a la cocina y la incliné sobre el cubo de la basura para que cada artículo, toda esa comida preparada y sazonada a la perfección, el plato de porcelana, la salsera, la sal, la servilleta, el tenedor, el cuchillo y el vaso Baccarat, cayeran directamente en él. A la basura. Todo a la basura. ¿Qué importaba? Ya conseguiría otro juego al día siguiente o cuando Miranda volviera a tener hambre y pidiera otro almuerzo.


Cuando llegué a Drinkland, Alex parecía molesto y Lily destrozada. Enseguida me pregunté si Alex sabía que ese día me había propuesto una cita un tipo no solo famoso y mayor que él, sino de lo más pedante. ¿Podía intuirlo? ¿Presentirlo? ¿Debía contárselo? No, no tenía sentido contarle algo tan insignificante. No podía decirse que estuviera interesada por otro tío ni que fuera a hacer algo con él. Así pues, de nada serviría mencionarle mi conversación con el escritor.

– Hola, chica moderna -me saludó Lily arrastrando las palabras y alzando su gin-tonic. La bebida le salpicó el jersey pero no pareció notarlo-. ¿O debería decir futura compañera de piso? Pide algo. ¡Tenemos que brindar! -En realidad dijo «ruindá».

Besé a Alex y me senté a su lado.

– ¡Estás impresionante! -exclamó admirando mi conjunto Prada-. ¿Desde cuándo vistes así?

– Oh, desde hoy. Alguien me explicó que si no mejoraba mi aspecto podía perder el empleo. Fue bastante humillante, pero he de reconocer que si tengo que vestirme cada día esta ropa no está tan mal. Por cierto, chicos, siento mucho llegar tarde. Esta noche el Libro se ha retrasado mucho, y cuando fui a dejarlo Miranda me envió a comprar albahaca.

– ¿No decías que tenía cocinero? -preguntó Alex-. ¿Por qué no fue él?

– Es cierto, tiene cocinero. Y criada y niñera y dos hijas, de modo que ignoro por qué me envió a mí. Pero lo que más me molestó fue que la Quinta Avenida no tiene tiendas de ultramarinos, y tampoco Madison y Park, así que tuve que ir hasta Lex. Como era de esperar, no tenían albahaca, por lo que tuve que caminar nueve manzanas hasta dar con un D'Agostino's abierto. Tardé cuarenta y cinco minutos. Debería comprarme un especiero y viajar con él a todas partes, aunque debo deciros que fueron cuarenta y cinco minutos muy valiosos. Pensad en lo mucho que he aprendido buscando esa albahaca, en lo mucho mejor preparada que estoy ahora para mi futuro en el mundo editorial. ¡Voy camino de convertirme en una gran redactora! -Esbocé una sonrisa triunfal.

– ¡Por tu futuro! -exclamó Lily sin detectar el más mínimo sarcasmo en mi diatriba.

– Está muy pasada -me susurró Alex mientras miraba a Lily como quien mira a un pariente enfermo en una cama de hospital-. Llegué a la hora convenida con Max, que ya se ha ido, pero creo que ella llevaba aquí un buen rato. Eso o bebe a una velocidad de vértigo.

Lily siempre había sido una bebedora destacada, lo cual no era de extrañar porque destacaba en todo. Fue la primera que fumó hierba en el bachillerato, la primera que perdió la virginidad en el instituto y la primera que se tiró de un paracaídas en el college. Amaba a todo aquel y todo aquello que no le hacía el menor bien, siempre y cuando la hiciera sentirse viva. «No entiendo cómo puedes acostarte con él si sabes que no va a romper con su novia», le había dicho un día acerca de un tipo con el que se veía a escondidas en nuestro último año de bachiller. «No entiendo cómo puedes portarte siempre bien -me replicó-. ¿Qué tiene de divertido tu vida perfectamente planificada y reglamentada? ¡Vive un poco, Andy! ¡Siente! ¡Es bueno estar viva!»

Tal vez últimamente bebiera un poco más de la cuenta, pero yo sabía lo estresante que estaba siendo para ella su primer año de universidad y sabía que sus profesores de Columbia eran más exigentes y menos comprensivos que los de Brown. Quizá no fuera una mala idea, pensé mientras hacía señas a la camarera. Quizá beber fuera la mejor forma de afrontar las dificultades. Pedí un Sprite con Stolichnaya, le di un largo trago y sentí náuseas, pues aún no había comido nada salvo las pasas y la Diet Coke.

– Estoy segura de que las dos últimas semanas en la universidad han sido muy duras para ella -comenté a Alex como si Lily no estuviera presente.

Lily no se había percatado de que estábamos hablando de ella porque estaba lanzando miradas seductoras a un ejecutivo sentado en la barra. Alex me rodeó con un brazo y me acurruqué con él en el sofá. Me producía un gran placer sentirlo de nuevo cerca. Tenía la impresión de que habían pasado semanas desde la última vez.

– Detesto ser un aguafiestas, pero tengo que irme a casa -anunció mientras me ponía un mechón detrás de la oreja-. ¿Podrás con ella?

– ¿Tienes que irte? ¿Tan pronto?

– ¿Tan pronto? Andy, llevo aquí dos horas viendo beber a tu mejor amiga. Había venido para verte a ti, pero no estabas. Ahora son casi las doce y tengo que corregir unas redacciones.

Lo dijo con calma, pero noté que estaba enfadado.

– Lo sé y lo siento, de veras que lo siento. Sabes que habría venido antes si hubiese dependido de mí. Sabes que…

– Lo sé. No estoy diciendo que hayas hecho algo malo o que podrías haber obrado de otra forma. Te comprendo, pero trata de comprenderme tú a mí, ¿de acuerdo?

Asentí con la cabeza y le di un beso, pero me sentía fatal. Me juré que le compensaría, que elegiría una noche y planearía algo especial para los dos. Lo cierto era que Alex me aguantaba muchas cosas.

– Entonces ¿no vienes a dormir conmigo? -pregunté esperanzada.

– No, a menos que necesites ayuda con Lily. Tengo que irme a casa para corregir esas redacciones. -Me abrazó, besó a Lily en la mejilla y caminó hasta la puerta-. Llámame si me necesitas -añadió antes de salir.

– ¿Por qué se ha ido? -preguntó Lily pese a haber presenciado toda la conversación-. ¿Se ha enfadado contigo?

– Eso creo. -Suspiré. Me apreté la bandolera contra el pecho-. Últimamente no me he portado muy bien con él.

Fui a la barra para pedir algo de comer y a mi regreso encontré al ejecutivo acurrucado con Lily en el sofá. Aparentaba unos veintiocho años, pero sus incipientes entradas me impedían asegurarlo.

Cogí el abrigo de Lily y se lo arrojé al regazo.

– Lily, póntelo, nos vamos -dije mientras miraba al tipo.

Era más bien bajo, y sus pantalones caqui no lograban disimular su figura gordinflona. Y el hecho de tuviera la lengua a un par de centímetros de la oreja de mi mejor amiga hizo que me gustara aún menos.

– ¿A qué viene tanta prisa? -preguntó con voz nasal-. Tu amiga y yo nos estamos conociendo.

Lily sonrió y asintió con la cabeza antes de llevarse a los labios el vaso, sin percatarse de que estaba vacío.

– Eso es estupendo, pero tenemos que irnos. ¿Cómo te llamas?

– Stuart.

– Me alegro de conocerte, Stuart. ¿Por qué no le das a Lily tu número para que pueda llamarte cuando se encuentre un poco mejor? ¿Qué te parece la idea?

Le lancé mi sonrisa más atractiva.

– Bueno… no importa, no te preocupes. Ya nos veremos.

Se levantó del sofá y volvió a la barra con tal rapidez que Lily no reparó en que ya no estaba.

– Stuart y yo nos estamos conociendo, ¿verdad, Stu…? -Se volvió para mirarle y puso cara de pasmo.

– Stuart ha tenido que irse, Lil. Venga, salgamos de aquí.

Le puse el abrigo verde guisante sobre los hombros y la levanté del sofá. Se tambaleó precariamente hasta que al fin recuperó el equilibrio. El aire de la calle era frío y cortante, y pensé que la despejaría.

– No me encuentro muy bien. -Arrastraba de nuevo las palabras.

– Lo sé, cariño, lo sé. Cogeremos un taxi hasta tu casa, ¿te parece bien?

Lily asintió y, acto seguido, se inclinó y vomitó sobre sus botas marrones, salpicando en el proceso los bajos de los pantalones. Ojalá las chicas de Runway pudieran ver ahora a mi mejor amiga, no pude evitar pensar.

La senté sobre el saliente de un escaparate que no parecía tener alarma y le ordené que no se moviera. Al otro lado de la calle había una tienda abierta y mi amiga necesitaba agua. Cuando regresé vi que había vuelto a vomitar -esta vez sobre el pecho-, y los párpados se le cerraban. Había comprado una botella de Poland Spring para que se la bebiera y otra para limpiarle el vómito, pero ahora estaba demasiado sucia. Le vertí una botella entera sobre las botas y la mitad de la otra sobre el abrigo. Mejor empapada de agua que cubierta de vómito. Lily tenía una curda tal que ni se enteró.

Con el aspecto que ofrecía no fue fácil convencer a un taxista de que nos dejara entrar en su vehículo, pero le prometí una propina exorbitante además de lo que a buen seguro sería un precio exorbitante. Teníamos que ir desde la parte baja este hasta la parte alta oeste, y ya estaba pensando en cómo justificaría los veinte dólares que sin duda nos costaría el trayecto. Podría atribuirlos a algún viaje que había tenido que hacer para buscarle algo a Miranda. Sí, eso colaría.

El ascenso a pie hasta la cuarta planta fue aún menos divertido que el trayecto en taxi, si bien en los veinticinco minutos que había durado Lily se había vuelto más colaboradora y hasta fue capaz de ducharse sola después de que yo la desnudara. La coloqué junto a la cama y vi cómo se desplomaba sobre el colchón cuando las rodillas tocaron el somier. Mientras la contemplaba en su estado inconsciente, eché de menos todas las cosas que habíamos hecho juntas en el college. Ahora también nos divertíamos, desde luego, pero nunca volveríamos a actuar con semejante despreocupación.

Me pregunté si Lily no bebía demasiado últimamente. Lo cierto era que se emborrachaba con bastante regularidad. Alex había sacado el tema una semana atrás, y yo le había asegurado que Lily bebía así porque todavía era una estudiante, porque no vivía en el mundo real, con las responsabilidades reales de un adulto (¡como, por ejemplo, servir el perfecto Pellegrino!). El caso es que Lily y yo habíamos pillado muchas curdas en el Señor Frog durante las semanas blancas, y en una ocasión nos habíamos pulido tres botellas de vino tinto para celebrar el día en que nos conocimos. Una vez, tras una juerga de final de curso, Lily tuvo que sujetarme el pelo mientras yo descansaba la cabeza en la taza del retrete, y luego se vio obligada a detener el coche cuatro veces cuando nos dirigíamos a mi dormitorio después de una noche que comprendió ocho cubalibres y una interpretación especialmente terrorífica de «Every rose has its thorn». Yo la había arrastrado hasta mi apartamento la noche que cumplió veintiún años, la había metido en mi cama y había comprobado su respiración cada diez minutos, y solo cuando tuve la seguridad de que sobreviviría me acosté en el suelo, a su lado. Esa noche, se despertó dos veces. La primera para vomitar -aunque se esforzó por acertar en el cubo que le había colocado al lado, lo echó todo sobre la pared de lo desorientada que estaba-, y la segunda para disculparse y decirme que me quería y que era la mejor amiga que una chica podía desear. Eso hacían las amigas, emborracharse juntas, hacer tonterías y cuidar la una de la otra. ¿O no eran más que divertidos ritos de iniciación que habían tenido su momento y su lugar? Alex insistía en que lo de ahora era diferente, que Lily estaba distinta, pero yo no lo veía así.

Sabía que esa noche debía quedarme con ella, pero eran casi las dos y tenía que estar de vuelta en el trabajo en cinco horas. La ropa me olía a vómito y las posibilidades de encontrar en el armario de Lily una prenda adecuada para Runway eran nulas, y eso a pesar de que mi estilo ya era de por sí corriente. La arropé con una manta y le puse el despertador a las siete para que, si no tenía demasiada resaca, pudiera ir a clase.

– Adiós, Lil, me voy. ¿Estás bien?

Coloqué el teléfono inalámbrico sobre la almohada, junto a la cara. Lily abrió los ojos, me miró y sonrió.

– Gracias -murmuró, y sus párpados volvieron a cerrarse.

No estaba para correr una maratón, ni siquiera para manejar un cortacésped, pero bastaría con que la durmiera.

– Ha sido un placer -alcancé a decir a pesar de que era la primera vez en las últimas 21 horas que dejaba físicamente de correr, recoger, colocar, trasladar, limpiar o atender-. Te llamaré mañana -añadí mientras rezaba para que las piernas no me fallaran-, si alguna de nosotras sigue viva.

Y por fin, por fin, me fui a casa.

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