Capítulo 6

– ¡Dios mío, es la directora de moda en persona! -bromeó Jill cuando abrí la puerta-. Acércate y deja que tu hermana mayor se arrodille.

– ¿Directora de moda? -bufé-. Más bien accidente de moda. Bienvenida a la civilización.

La abracé durante lo que parecieron diez minutos y todavía me resistía a soltarla. Había sido duro para mí que se fuera a estudiar a Stanford y me dejara sola con nuestros padres cuando yo apenas tenía nueve años, pero más me había costado aceptar que siguiera a su novio -ahora marido- a Houston. ¡Houston! Esa ciudad nadaba en humedad, estaba plagada de mosquitos y, por si eso fuera poco, mi hermana, mi sofisticada y hermosa hermana mayor, que amaba el arte neoclásico y te derretía el corazón cuando recitaba a Byron, había adquirido acento texano. Y no un acento de cadencia suave y sutil, sino un acento que te taladraba los oídos. Todavía no había perdonado a Kyle que la hubiera arrastrado hasta ese humedal, aunque fuera un cuñado bastante aceptable, y la cosa no mejoraba cuando abría la boca.

– Hola, Andy, cada vez que te veo estás más guapa -dijo con su típico acento texano-. ¿Qué os dan de comer en Runway?

Sentí deseos de meterle una pelota de tenis en la boca para que cerrara el pico, pero me sonrió y me acerqué a darle un abrazo. Era cierto que hablaba como un paleto y sonreía en exceso, pero se esforzaba por ser amable y era evidente que adoraba a mi hermana. Me juré que procuraría no hacer muecas de dolor cuando hablara.

– Runway no es un lugar donde se preocupen demasiado por la comida. Tienen más afición por el agua. Tú también tienes muy buen aspecto, Kyle. Espero que mantengas a mi hermana ocupada en esa mísera ciudad.

– Andy, cariño, deberías venir a casa. Organiza unas pequeñas vacaciones con Alex. Houston no está tan mal, ya lo verás.

Kyle me sonrió y sonrió a Jill, que sonrió a su vez y le pasó una mano por la mejilla. Estaban asquerosamente enamorados.

– Tiene razón, Andy. Houston es un lugar con mucha vida cultural y un montón de cosas que hacer. Nos gustaría que nos visitaras alguna vez. No es justo que solo nos veamos en esta casa. -Jill abarcó con un movimiento del brazo la sala de estar de mis padres-. Si puedes soportar Avon, soportarás Houston.

– ¡Andy, ya estás aquí! ¡Jay, la futura triunfadora de Nueva York está en casa! -exclamó mi madre al salir de la cocina y doblar la esquina-. Ven a saludarla. Pensaba que llamarías cuando llegaras a la estación.

– La señora Myers fue recoger a Erika, que viajaba en el mismo tren, y se ofreció a acompañarme. ¿Cuándo comemos? Estoy hambrienta.

– Ahora mismo. ¿Quieres lavarte? Podemos esperar. Estás un poco desaliñada por el viaje. No pasa nada si…

– ¡Mamá!

Le clavé una mirada de advertencia.

– ¡Andy, estás radiante! Ven a dar un abrazo a tu viejo. -Mi padre, alto y todavía atractivo a sus cincuenta y pocos años, sonrió desde el pasillo. Detrás de la espalda llevaba una caja de Scrabble que de vez en cuando asomaba por un costado de la pierna para dejármela ver. Esperó a que todo el mundo desviara la mirada antes de señalar el juego y decirme-: Te daré una paliza, estás avisada.

Sonreí y asentí con la cabeza. En contra de lo que esperaba, me di cuenta de que deseaba pasar las siguientes cuarenta y ocho horas con mi familia mucho más de lo que lo había deseado desde que me marché de casa cuatro años atrás. Acción de Gracias era mi fiesta predilecta y este año iba a apreciarla más que nunca.

Nos reunimos en el comedor y atacamos el enorme menú que mi madre había encargado, su tradicional versión judía del banquete de la víspera de Acción de Gracias. Bollitos, lox, queso cremoso, pescado blanco y latkes, todo dispuesto por profesionales en bandejas de usar y tirar a la espera de ser trasladado a platos de papel y consumido con tenedores y cuchillos de plástico. Mi madre sonreía con orgullo mientras nos servíamos, como si se hubiera pasado una semana entera cocinando para alimentar a su prole.

Les hablé de mi nuevo empleo y me esforcé por describir un trabajo que ni yo misma comprendía aún del todo. Por un breve instante me pregunté si no sonaba ridículo lo de las faldas, lo de las horas que me había pasado envolviendo y enviando regalos, y lo de la tarjeta de identificación electrónica que permitía seguir la pista de todo lo que hacías. Era difícil expresar con palabras el carácter urgente que había tenido cada una de esas cosas en su momento, el hecho de que cuando estaba en la oficina mi empleo parecía necesario, incluso importante. Hablé por los codos, si bien no sabía cómo explicar ese mundo que estaba a solo una hora de Avon pero se hallaba, en realidad, en otro sistema solar. Todos asentían, sonreían y hacían preguntas con fingido interés, pero yo sabía que el tema era demasiado ajeno, demasiado extravagante y diferente para que pudiera comprenderlo gente que -como yo hasta hacía una semana- nunca había oído el nombre de Miranda Priestly. Yo tampoco lo entendía muy bien; mi entorno de trabajo se me antojaba a veces excesivamente teatral y hasta un poco dictatorial, pero era estimulante. Y genial. Era, sin lugar a dudas, un lugar genial en el que trabajar. ¿A que sí?

– ¿Crees que te conformarás con un año, Andy? Tal vez te apetezca quedarte más tiempo -dijo mamá mientras untaba crema de queso en su bollito.

Al firmar el contrato con Elias-Clark había aceptado permanecer con Miranda un año si no me despedían antes, algo que, en esos momentos, parecía bastante probable. Si desempeñaba mis funciones con clase, entusiasmo y cierto grado de competencia -esta parte no estaba escrita, pero así lo habían insinuado algunos miembros de recursos humanos, además de Emily y Allison-, estaría en condiciones de elegir el trabajo que deseaba realizar a continuación. Se esperaba, naturalmente, que dicho trabajo fuera en Runway o, como mínimo, en Elias-Clark, pero podía pedir lo que quisiera, desde escribir críticas de libros en el departamento de crónicas hasta hacer de enlace entre las celebridades de Hollywood y Runway. De las últimas diez ayudantes que habían conseguido completar un año en el despacho de Miranda, todas habían elegido el departamento de moda de Runway o de otra revista de Elias-Clark. Un año en el despacho de Miranda se consideraba la forma idónea de ahorrarse de tres a cinco años de afrenta como ayudante y de pasar directamente a trabajos de peso en lugares prestigiosos.

– Desde luego. Hasta ahora todo el mundo me ha caído muy bien. Emily parece que se entrega demasiado, pero aparte de eso lo demás es estupendo. No sé, cuando oigo a Lily hablar de sus exámenes o a Alex de los problemas que plantea su trabajo, pienso que he tenido mucha suerte. ¿Quién más dispone de un chófer que le pasee en coche el primer día de trabajo? Es una pasada. Sí, presiento que será un gran año y estoy deseando que regrese Miranda. Creo que estoy preparada.

Jill puso los ojos en blanco y me lanzó una mirada que daba a entender: «Corta el rollo, Andy, todos sabemos que probablemente trabajas para una bruja psicópata rodeada de niñas anoréxicas y que intentas darnos una imagen idílica porque te preocupa no saber qué haces ahí». En lugar de eso dijo:

– Es magnífico, Andy, de veras. Una oportunidad fantástica.

Jill era la única de la mesa que podía entenderlo porque, antes de mudarse al tercer mundo, había trabajado un año en un pequeño museo privado de París y desarrollado su interés por la alta costura. La suya era una afición artística y estética más que consumista, pero el caso es que mantenía cierto contacto con el mundo de la moda.

– Nosotros también tenemos buenas noticias -prosiguió Jill buscando las manos de Kyle, sentado al otro lado de la mesa.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó mi madre dando un brinco como si alguien le hubiera retirado al fin la pesa de cien kilos que había descansado sobre sus hombros durante las dos últimas décadas-. Ya era hora.

– ¡Felicidades! Debo deciros que vuestra madre estaba muy preocupada. Ya no sois unos recién casados y empezábamos a preguntarnos… -Papá enarcó las cejas desde el otro extremo de la mesa.

– Es genial, muchachos. Ya era hora de que me hicierais tía. ¿Cuánto falta?

Kyle y Jill nos miraron con cara de pasmo y por un instante temí que hubiéramos metido la pata, que la «buena» noticia fuera que se estaban construyendo una casa más grande en ese pantano en el que vivían, o que Kyle había decidido al fin dejar el bufete de su padre y abrir con mi hermana la galería con la que ella siempre había soñado. Tal vez nos hubiéramos precipitado llevados por el ansia de escuchar que había una sobrina o un nieto en camino. Últimamente mis padres no hacían otra cosa que dar vueltas a las posibles razones por las que mi hermana y Kyle -ambos en la treintena y con cuatro años de matrimonio a la espalda- todavía no se habían reproducido. En los últimos seis meses el tema había pasado de la categoría de obsesión a la de crisis familiar.

Mi hermana parecía preocupada y Kyle frunció el entrecejo. Temí que mis padres fueran a desmayarse a causa del largo silencio. La tensión era palpable.

Jill se levantó, caminó hasta Kyle y se desplomó en su regazo. Le rodeó el cuello con un brazo y le susurró algo al oído. Miré a mi madre, que estaba a diez segundos de perder el conocimiento. La angustia había convertido las pequeñas arrugas de sus ojos en trincheras.

Por fin, por fin, Jill y Kyle soltaron una risita, se volvieron hacia la mesa y anunciaron al unísono:

– Vamos a tener un hijo.

Y se hizo la luz. Y hubo chillidos. Y abrazos. Y mi madre se levantó de la silla con tanto entusiasmo que la derribó, provocando que volcara el cactus situado junto a la puerta corredera de cristal. Mi padre besó a Jill en las mejillas y la coronilla, y por primera vez desde la boda también besó a Kyle.

Golpeé mi lata de Dr. Brown's Black Cherry con un tenedor de plástico y anuncié que la noticia requería un brindis.

– Por favor, arriba esos vasos, que todo el mundo brinde por el nuevo bebé Sachs que pronto se unirá a esta familia. -Kyle y Jill me miraron-. Bien, teóricamente será un Harrison, pero de corazón será Sachs. Por Kyle y Jill, futuros padres perfectos para el niño más perfecto del mundo.

Entrechocamos latas de refrescos y tazas de café y brindamos por la sonriente pareja y la cintura de sesenta centímetros de mi hermana. Luego recogí la mesa arrojando todo el contenido directamente a la basura mientras mamá presionaba a Jill para que pusiera al bebé el nombre de algún pariente difunto. Kyle bebía café con cara de satisfacción, y poco antes de medianoche papá y yo nos colamos en el despacho para una partida.

Encendió la máquina de sonido uniforme que utilizaba cuando tenía pacientes con el fin de amortiguar los ruidos de la casa e impedir que desde fuera se oyera lo que se hablaba en el despacho. Como todo buen psiquiatra, había colocado en un rincón un sofá de cuero gris, tan blando que yo adoraba descansar la cabeza sobre el brazo, y tres butacas delante que mantenían a la persona en una especie de honda. Como una matriz, aseguraba papá. Su mesa, negra y lustrosa, sostenía una pantalla de ordenador plana, y la butaca, de piel y también negra, tenía el respaldo elevado y era muy elegante. Una pared de libros de psicología tras puertas de cristal, una colección de troncos de bambú dentro de un jarrón de cristal muy alto colocado en el suelo y algunas fotos enmarcadas -el único toque de color- completaban la decoración futurista. Me derrumbé en el suelo, entre el sillón y la mesa, y papá hizo otro tanto.

– Andy, cuéntame cómo te sientes realmente -dijo mientras me tendía un soporte de madera para las fichas-. Seguro que ahora mismo estás abrumada.

Cogí mis siete fichas y las ordené con detenimiento.

– La verdad es que han sido dos semanas muy locas. Primero la mudanza y luego el trabajo. Es un lugar extraño, difícil de describir. Todos son guapos y delgados y visten ropa bonita. Parecen muy simpáticos, de veras, han sido muy cordiales conmigo. Casi se diría que toman algún tipo de droga. El caso es que…

– ¿Qué? ¿Qué ibas a decir?

– No sé muy bien por qué, pero tengo la sensación de que estoy en un castillo de naipes que está a punto de desmoronarse. No puedo quitarme de encima la impresión de que es ridículo trabajar para una revista de moda. Hasta ahora las tareas han sido un poco tontas, pero en realidad no me importa. Todo es tan nuevo que no deja de ser un reto.

Mi padre asintió con la cabeza.

– Sé que es un buen empleo, pero todavía me pregunto de qué modo me está preparando para el New Yorker. Es posible que simplemente esté esperando que algo salga mal porque hasta ahora me parece demasiado bueno para ser verdad. Con suerte, puede que solo esté loca.

– Yo no creo que estés loca, cariño, creo que eres una chica sensata, pero estoy de acuerdo contigo en que te ha tocado la lotería. Hay gente que en su vida llega a ver las cosas que tú verás este año. ¡Piénsalo! Recién salida del college y ya estás trabajando con la mujer más importante de la revista más rentable del mayor grupo editorial del mundo entero. Verás cómo funciona todo desde lo más alto hasta lo más bajo. Si mantienes los ojos bien abiertos y tus prioridades en orden, aprenderás más en un año de lo que aprende la mayoría de la gente en toda su vida pro-fesional.

Colocó su primera palabra en el centro del tablero, salto.

– No está mal para empezar -observé.

Calculé los puntos, los dupliqué porque la primera palabra siempre cae en una estrella rosa e inicié el marcador. Papá: 22 puntos. Andy: 0. Mis letras no prometían mucho hasta que caí en la cuenta de que si tuviera otra O podría formar «Choo», como en Jimmy Choo. De todos modos los nombres propios no valían, así que añadí a la L una E, una M y una A y acepté mis miserables seis puntos.

– Solo quiero asegurarme de que le sacas todo el jugo posible -comentó, moviendo las fichas sobre su soporte-. Cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que esta oportunidad te traerá grandes cosas.

– Espero que tengas razón, porque me he hecho cortes para dar y regalar con el papel de envolver. Confío en que mi trabajo consista en algo más que eso.

– Seguro que sí, cariño, ya lo verás. Quizá te parezca que estás haciendo cosas absurdas, pero no es cierto. Intuyo que es el comienzo de algo fabuloso. Y he meditado sobre tu jefa. Esa tal Miranda parece una mujer dura, eso está claro, pero creo que te gustará. Y creo que tú le gustarás a ella.

Formó la palabra toalla utilizando mi A y sonrió satisfecho.

– Espero que tengas razón, papá.


– Es la directora de Runway, ya sabes, la revista de moda -susurré al auricular en un esfuerzo por mantener la calma.

– ¡Ah, ya caigo! -exclamó Julia, ayudante de publicidad de Scholastic Books-. Es una gran revista. Me encantan todas esas cartas donde las chicas cuentan historias embarazosas sobre sus períodos. ¿Son auténticas? ¿Recuerdas aquella sobre…?

– No, no es una revista para adolescentes, es una revista para mujeres adultas. -Al menos en teoría-. ¿De veras que nunca has leído Runway? -¿Era eso humanamente posible?, me pregunté-. En cualquier caso, se escribe p-r-i-e-s-t-l-y. Miranda, sí -dije con infinita paciencia. Me pregunté cómo reaccionaría Miranda si supiera que tenía alguien al teléfono que nunca había oído hablar de ella. Probablemente mal-. Te agradecería que me dijeras algo lo antes posible. Y si entretanto aparece por ahí alguna jefa de publicidad, dile que me llame, por favor.

Era un viernes de diciembre por la mañana y la dulce, dulce libertad del fin de semana se hallaba a solo diez horas. Estaba intentando convencer a Julia, persona totalmente ajena al mundo de la moda, de que Miranda Priestly era alguien muy importante, alguien por quien valía la pena hacer excepciones y dejarse de ra-zonamientos. Y resultaba mucho más difícil de lo que había previsto. ¿Cómo iba a saber yo que tendría que explicar la importancia del cargo de Miranda para influir en alguien que jamás había oído hablar de la revista de moda más prestigiosa de la tierra ni de su célebre directora? En las tres semanas que llevaba como ayudante de Miranda ya me había percatado de que esa pesada tarea y la búsqueda de favores constituían una parte más de mi trabajo, pero generalmente la persona a la que trataba de persuadir, intimidar o presionar cedía en cuanto mencionaba el nombre de mi infame jefa.

Desafortunadamente para mí, Julia trabajaba en una agencia de publicidad donde Nora Ephron o Wendy Wasserstein recibirían el mismo trato VIP que alguien conocido por su impecable gusto con los abrigos de pieles. Yo, en el fondo, lo entendía. Traté de evocar aquellos tiempos en que aún no había oído hablar de Miranda Priestly -cinco semanas atrás- y no fui capaz, pero sabía que ese tiempo mágico había existido. Envidiaba la indiferencia de Julia, mas yo tenía un trabajo que hacer y ella no me estaba ayudando.

La distribución comercial del cuarto libro de la serie de Harry Potter estaba prevista para el día siguiente, sábado, y las hijas de Miranda, las gemelas de ocho años, querían sendos ejemplares. Los primeros libros no aparecerían en las tiendas hasta el lunes, pero yo debía tener dos en mi poder el sábado por la mañana, en cuanto salieran del almacén. Después de todo, Harry y su banda tenían que embarcar en un avión privado con destino a París.

El teléfono interrumpió mis pensamientos. Contesté, como solía hacer ahora que Emily confiaba lo bastante en mí para dejarme hablar con Miranda. Y vaya si hablábamos, probablemente más de veinte veces al día. Incluso desde lejos, Miranda había conseguido filtrarse en mi vida y hacerse con el timón ladrando órdenes con la rapidez de una ametralladora desde las siete de la mañana hasta que se me permitía irme, o sea, las nueve de la noche.

– ¿An-dre-aaa? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¡An-dre-aaa!

Salté de la silla en cuanto la oí pronunciar mi nombre y tardé unos segundos en recordar que ella no estaba en la oficina, de hecho ni siquiera en el país, y que, por el momento, me encontraba a salvo. Emily me había asegurado que Miranda no era consciente de que Allison había sido ascendida y yo contratada, que eso eran detalles insignificantes que su mente no retenía. Con tal de que alguien contestara al teléfono y le consiguiera lo que pedía, la identidad de la persona carecía de importancia.

– No entiendo por qué tardas tanto en hablar después de descolgar el auricular -dijo con una voz que sonaba fría e implacable, tal como ella era-. Por si todavía no te has dado cuenta, cuando yo llamo, tú respondes. En realidad es muy fácil. Yo llamo, tú respondes. ¿Crees que puedes hacerlo, An-dre-aaa?

Aunque no podía verme, asentí como una niña a la que acaban de regañar por lanzar los espaguetis al techo. Me concentré en no llamarla «señora», error que había cometido la semana anterior y casi me costó el empleo.

– Sí, Miranda, lo siento -dije con suavidad, la cabeza gacha.

En ese momento lo sentía de veras, sentía que mi cerebro no hubiera registrado sus palabras tres décimas de segundo antes, sentía haber tardado un segundo más de lo estrictamente necesario en decir «despacho de Miranda Priestly». Su tiempo era, como no se cansaba de recordarme, mucho más importante que el mío.

– Bien. Y ahora, después de haber perdido tanto tiempo, ¿podemos empezar? ¿Has confirmado la reserva del señor Tomlinson? -preguntó.

– Sí, Miranda, he hecho una reserva para el señor Tomlinson en el Four Seasons a la una.

Entonces la vi venir. Diez minutos antes, me había telefoneado para ordenarme que hiciera una reserva en el Four Seasons y llamara al señor Tomlinson, al chófer y a la niñera para informarles del plan, y seguro que ahora quería cambiarlo.

– Pues he cambiado de parecer. El Four Seasons no es el lugar adecuado para su comida con Irv. Reserva una mesa en Le Cirque y no olvides decir al gerente que querrán sentarse al fondo del restaurante. No delante, a la vista de todos, sino al fondo. Eso es todo.

La primera vez que hablé con Miranda por teléfono me convencí de que, cuando decía «eso es todo», en realidad quería decir «gracias». A la semana siguiente cambié de opinión.

– Muy bien, Miranda, y gracias -repuse con una sonrisa.

Noté que hacía una pausa al otro lado de la línea mientras se preguntaba qué debía decir. ¿Sabía que yo estaba subrayando su renuncia a dar las gracias? ¿Le parecía extraño que yo le diera las gracias por darme órdenes? Últimamente le daba las gracias después de cada comentario sarcástico u orden desagradable, táctica que me resultaba extrañamente reconfortante. Miranda sabía que me estaba mofando de ella, pero ¿qué podía decir? «An-dre-aaa, no quiero que vuelvas a darme las gracias. Te prohibo que expreses tu gratitud de ese modo.» Ahora que lo pienso, sería capaz.

Le Cirque, Le Cirque, Le Cirque, me repetí, decidida a hacer esa reserva en cuanto colgara y así poder volver al asunto de Harry Potter, desafío mucho más complejo. El encargado de reservas de Le Cirque enseguida me confirmó una mesa para Miranda y el señor Tomlinson, llegaran a la hora que llegaran.

Emily regresó después de darse una vuelta por la oficina y me preguntó si Miranda había llamado.

– Solo tres veces y en ninguna de ellas me ha amenazado con despedirme -respondí con orgullo-. Bueno, lo ha insinuado, pero no ha sido una amenaza en toda regla. Voy progresando, ¿no te parece?

Emily rió de esa manera que solo utilizaba cuando me mofaba de mí misma y me preguntó qué quería Miranda, su gurú.

– Cambiar la reserva de la comida de MUSYC. No entiendo por qué he de hacerlo yo cuando él tiene su propia ayudante, pero no me está permitido hacer preguntas.

El acrónico de Mudo, Sordo y Ciego era el apodo que empleábamos para referirnos al tercer marido de Miranda. Aunque para el público en general no parecía ninguna de esas tres cosas, quienes estábamos al tanto teníamos la certeza de que lo era. Sencillamente no había otra explicación para que un tipo tan agradable como él soportara vivir con ella.

Luego me tocaba llamar a MUSYC. Si no lo hacía pronto, me arriesgaba a que no pudiera llegar al restaurante a tiempo. Había interrumpido sus vacaciones para dedicar un par de días a reuniones de trabajo y esa comida con Irv Ravitz, director general de Elias-Clark, estaba entre las prioridades. Miranda no quería un solo fallo, como si eso fuera una novedad. El verdadero nombre de MUSYC era Hunter Tomlinson. Él y Miranda se habían casado el verano previo a mi incorporación a la empresa, después, según me contaron, de un cortejo bastante singular: ella era la que insistía, y él, el que vacilaba. De acuerdo con Emily, lo persiguió implacablemente hasta que el hombre, agotado de darle largas, cedió. Miranda dejó a su segundo esposo (el cantante de uno de los grupos más famosos de finales de los sesenta y padre de las gemelas), que se enteró de la noticia cuando el abogado le entregó los papeles, y contrajo matrimonio de nuevo exactamente doce días después de obtener el divorcio. El señor Tomlinson, obedeciendo órdenes de su nueva esposa, se mudó al ático de la Quinta Avenida. Yo solo había visto a Miranda una vez y jamás había visto a su nuevo marido, pero había pasado suficientes horas al teléfono con ambos para sentirlos, desafortunadamente, como si fueran de la familia.

Tres tonos, cuatro tonos, cinco tonos… mmm, me pregunto dónde está la ayudante de MUSYC. Recé para que saliera el contestador, pues no estaba de humor para esas charlas ligeras y afables a las que MUSYC era tan aficionado, pero me atendió la secretaria.

– Despacho del señor Tomlinson -aulló con su fuerte acento sureño-. ¿En qué puedo ayudarle hoy?

– Hola, Martha, soy Andrea. Oye, no necesito hablar con el señor Tomlinson, solo quiero que le des un mensaje de mi parte. He hecho una reserva para…

– Querida, sabes que el señor T. siempre quiere hablar contigo. Espera.

Antes de que pudiera protestar me encontré oyendo la versión melódica de «Don't worry, be happy», de Bobby McFerrin. Genial. Era muy propio de MUSYC elegir la canción más irritantemente optimista jamás escrita para entretener a quienes llamaban.

– Andy, ¿eres tú, cielo? -preguntó tranquilamente con su voz profunda y distinguida-. El señor Tomlinson va a pensar que le estás evitando. Hace siglos que no tiene el placer de hablar contigo.

Una semana y media, para ser exactos. Además de mudo, sordo y ciego, el señor Tomlinson tenía la irritante costumbre de referirse a sí mismo en tercera persona.

Respiré hondo.

– Hola, señor Tomlinson. Miranda me ha pedido que le informe de que la comida de hoy será a la una en Le Cirque. Ha dicho que usted…

– Cielo -me interrumpió lenta, serenamente-, olvida toda esa planificación por un minuto. Concede a un viejo un instante de placer y cuéntale todo sobre tu vida. ¿Harás eso por el señor Tomlinson? Dime, querida, ¿estás contenta trabajando para mi esposa?

¿Estaba contenta trabajando para su esposa? Mmm, veamos. ¿Aulla de dicha una cría de mamífero cuando un depredador la devora? Claro que sí, capullo, estoy supercontenta de trabajar para tu esposa. Cuando no tenemos nada que hacer, nos untamos mutuamente mascarillas de arcilla y hablamos de nuestra vida amorosa. Se parece mucho a las fiestas de pijamas con amigas. Nos mondamos.

– Señor Tomlinson, me gusta mi trabajo y adoro trabajar para Miranda. -Contuve la respiración y recé para que no siguiera.

– El señor T está encantado de que las cosas te vayan bien.

Muy bien, gilipollas, pero, y tú, ¿estás encantado?

– Me alegro, señor Tomlinson, y disfrute de la comida -me apresuré a decir para evitar que me preguntara por mis planes para el fin de semana, y colgué.

Me recosté en mi asiento y posé la mirada al frente. Emily estaba enfrascada haciendo cuadrar otra cuenta de American Express de veinte mil dólares de Miranda y tenía las cejas, densas pero perfectamente depiladas a la cera, arrugadas de tanta concentración. El proyecto Harry Potter seguía pendiente y tenía que encarrilarlo ya si quería disfrutar de mi fin de semana.

Lily y yo habíamos planeado una maratón de cine. Yo estaba agotada por el trabajo y ella, agobiada por las clases, así que habíamos prometido pasarnos todo el fin de semana apalancadas en su sofá y subsistir exclusivamente a base de cerveza y Doritos. Nada de Snackwells ni de Diet Coke. Y, por supuesto, nada de hombres. Aunque hablábamos mucho, pasábamos muy poco tiempo juntas desde que yo había dejado su apartamento.

Eramos íntimas amigas desde octavo, cuando la vi llorando en una mesa de la cafetería. Acababa de mudarse a casa de su abuela y había ingresado en nuestro colegio después de comprender que sus padres aún tardarían mucho en volver. Estos se habían marchado para seguir a los Dead (habían tenido a Lily con diecinueve años, cuando ambos preferían la hierba a los bebés) y la habían dejado a cargo de sus excéntricos amigos en una comuna de Nuevo México (o el «colectivo», como Lily la llamaba). En vista de que un año después seguían sin regresar, la abuela sacó a Lily de la comuna (o el «culto», como ella prefería llamarla) para llevársela a vivir con ella en Avon. El día que la conocí estaba llorando sola en la cafetería porque su abuela le había obligado a cortarse las mugrientas rastas y ponerse un vestido. Algo en su manera de hablar, de decir «es muy zen de tu parte» o «descomprimámonos», me sedujo, y nos hicimos amigas al instante. Continuamos siendo inseparables hasta el instituto, compartimos habitación durante cuatro años en Brown y conseguimos mudarnos simultáneamente a Nueva York. Lily todavía no había decidido si prefería la barra de labios MAC o los collares de cáñamo, y era todavía una pizca «rara» para hacer cosas que hiciera todo el mundo, pero nos complementábamos. Y la echaba de menos, pues últimamente, hallándose en su primer año de universidad y yo en mi primer año de auténtica esclava, apenas nos veíamos.

Estaba deseando que llegara el fin de semana. Los pies, los brazos y la región lumbar acusaban mis jornadas laborales de catorce horas. Las gafas habían sustituido a las lentillas que había utilizado durante una década porque tenía los ojos demasiado secos y cansados para aceptarlas. Fumaba un paquete al día y sobrevivía exclusivamente a base de cafés de Starbucks (a cargo de la empresa, naturalmente) y sushi (también a cargo de la empresa). Ya había empezado a adelgazar. Algo en el aire, supongo, o quizá esa insistencia con que se evitaba la comida en la oficina. Había capeado una sinusitis y empalidecido notablemente, y todo ello en apenas tres semanas. Tenía veintitrés años. Y Miranda ni siquiera había asomado aún por la oficina. Al cuerno con todo. Me merecía un fin de semana.

A todo eso se había añadido Harry Potter, y no me hacía ninguna gracia. Miranda había llamado esa mañana y tardado unos segundos en explicar lo que quería. Yo, en cambio, había tardado siglos en interpretarlo. Estaba aprendiendo con rapidez que en el mundo de Miranda Priestly era preferible hacer algo mal, e invertir un montón de tiempo y dinero en arreglarlo, a reconocer que no habías entendido sus retorcidas instrucciones y pedir una aclaración. De modo que, cuando farfulló algo sobre conseguir el libro de Harry Potter para las gemelas y enviarlo en avión a París, la intuición me dijo que el asunto iba a interferir en mi fin de semana. Cuando, minutos después, colgó bruscamente, miré aterrada a Emily. «¿Qué… qué ha dicho? -gemí, odiándome por haberme asustado demasiado para pedirle que lo repitiera-. ¿Por qué nunca entiendo una palabra de lo que dice esa mujer? No es culpa mía, Em. Yo hablo el mismo idioma, siempre lo he hablado. Sé que lo hace para volverme loca.»

Emily me miró con su mezcla habitual de asco y pena. «Como el libro sale mañana y no están aquí para comprarlo, Miranda quiere que compres dos ejemplares y los lleves a Teterboro. Una vez allí, el avión los trasladará a París», resumió fríamente, retándome a hacer un solo comentario sobre tan grotescas instrucciones.

Eso me recordó que Emily haría cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, por el bienestar de Miranda. Puse los ojos en blanco y callé. Como no estaba dispuesta a sacrificar un solo segundo de mi fin de semana para cumplir esa orden, y dado que tenía una cantidad ilimitada de dinero y poder (de Miranda) a mi disposición, pasé el resto del día organizando el vuelo de Harry Potter a París. En primer lugar, unas palabras para Julia, de Scholastic.


Queridísima Julia:

Andrea, mi ayudante, me ha contado que eres el encanto a quien debo dirigir mi más sincero agradecimiento. Asegura que tú eres la única persona capaz de conseguirme para mañana dos ejemplares de este maravilloso libro. Quiero que sepas que valoro muchísimo tu trabajo y tu ingenio. No imaginas lo felices que harás a mis dulces hijas. Y no dudes nunca en llamarme si necesitas algo, lo que sea para una chica tan fantástica como tú.

Un abrazo,

Miranda Priestly


Falsifiqué su firma a la perfección (las horas de práctica con Emily dirigiéndome por encima del hombro para que hiciera la última «a» un poco más rizada finalmente habían dado su fruto), uní a la nota el último número de Runway -todavía no estaba en los quioscos- y llamé a un mensajero para que enviara el paquete a las oficinas de Scholastic. Si esto no funcionaba, nada lo haría. Miranda aceptaba que falsificáramos su firma -le ahorraba tener que ocuparse de nimiedades-, pero seguro que se pondría furiosa si supiera que había escrito algo tan cortés, tan encantador, en su nombre.

Tres semanas antes, no habría dudado en cancelar mis planes si Miranda me hubiera pedido que hiciera algo por ella el fin de semana, pero ahora tenía más experiencia, y estaba más harta, para hacer excepciones. Puesto que Miranda y las chicas no estarían en el aeropuerto de New Jersey cuando Harry llegara por la mañana, no había razón para que tuviera que ser yo quien lo llevara hasta allí. Dando por hecho que Julia me conseguiría un par de ejemplares, y rezando para que así fuera, me puse a trabajar en los pormenores. Marqué varios números de teléfono y al cabo de una hora ya tenía organizado un plan.

Brian, un ayudante de Scholastic de talante servicial que me aseguró que recibiría la autorización de Julia en menos de dos horas, se llevaría esa misma noche a casa dos ejemplares de Harry para no tener que regresar a la oficina al día siguiente. Brian dejaría los libros con el conserje de su edificio de apartamentos del Upper West Side y yo enviaría un coche para que los recogiera el sábado por la mañana a las once. Uri, el chófer de Miranda, me llamaría entonces al móvil para confirmar que había recibido el paquete y que se dirigía al aeropuerto de Teterboro, donde sería trasladado al avión privado del señor Tomlinson y, de ahí, a París. Por un momento consideré la posibilidad de dirigir toda la operación en clave para que pareciera del KGB, pero cambié de opinión cuando recordé que Uri no hablaba el inglés demasiado bien. Antes de elaborar este plan había comprobado la opción más rápida de DHL, pero no me garantizaban la entrega hasta el lunes, lo cual era, evidentemente, inaceptable. De ahí que hubiera optado por el avión privado. Si todo salía según lo previsto, las pequeñas Cassidy y Caroline despertarían el domingo en su suite parisina y disfrutarían de su vaso de leche matutino leyendo las aventuras de Harry un día antes que sus amigos. Enternecedor, realmente enternecedor.

Al rato de haber reservado los coches y avisado a todas las personas implicadas, me llamó Julia. Aunque era una tarea penosa y podía crearle problemas, entregaría a Bill dos ejemplares para la señorita Priestly. Amén.


– ¿Puedes creerte que se haya prometido? -preguntó Lily mientras rebobinaba la cinta de Ferris Bueller que acabábamos de ver-. Caray, que tenemos veintitrés años, ¿a qué viene tanta prisa?

– Sí, parece extraño -grité desde la cocina-. Quizá mami y papi no tengan intención de dejar que Timmy eche mano de su cuantioso fondo hasta que siente la cabeza. Eso sería un motivo suficiente para ponerle a ella un anillo en el dedo. O puede que simplemente se sienta solo.

Lily me miró y se echó a reír.

– No puede ser que simplemente esté enamorado de ella y quiera pasar el resto de su vida a su lado, ¿verdad? Ya hemos dejado claro que eso es totalmente imposible, ¿verdad?

– Verdad. No es una opción. Prueba otra.-En ese caso, no me queda más remedio que recurrir a la tercera. Es gay. Al final se ha dado cuenta, aunque yo siempre lo he sabido, y ha decidido ocultarlo casándose con la primera chica que ha encontrado. ¿Qué opinas?

Casablanca era la siguiente de la lista y Lily pasó rápidamente los títulos de crédito mientras yo preparaba dos tazas de chocolate caliente en el microondas de la diminuta cocina de su estudio de Morningside Heights. Holgazaneamos toda la noche del viernes, haciendo descansos únicamente para fumar y realizar otra visita a Blockbuster. La tarde del sábado nos halló especialmente motivadas y nos animamos a pasear por el Soho durante unas horas. Nos compramos sendos tops para la fiesta de Fin de Año de Lily y compartimos en un café una taza gigante de ponche de huevo. Cuando regresamos a su apartamento, estábamos agotadas y felices, y pasamos el resto de la velada alternando entre Cuando Harry encontró a Sally en TNT y Saturday Night Live. Era tan relajante, tan diferente de la porquería en que se había convertido mi vida cotidiana, que había olvidado por completo la misión de Harry Potter hasta que el domingo oí el timbre de un teléfono. ¡Dios mío, era Ella! Oí a Lily hablar en ruso con alguien, probablemente un compañero de clase, desde su móvil. Gracias, gracias, gracias, Señor, por no ser Ella. Sin embargo, no me quedé del todo tranquila. Ya era domingo por la mañana e ignoraba si los estúpidos libros habían llegado a París. Había disfrutado tanto de mi fin de semana -había conseguido relajarme de verdad- que olvidé comprobarlo. Naturalmente, tenía el teléfono conectado y el timbre al máximo volumen, pero no esperaba que nadie me llamara con un problema, sobre todo cuando ya habría sido demasiado tarde para solventarlo. Debí ser previsora y confirmar con los implicados que todos los pasos de nuestro elaborado plan se habían llevado a cabo felizmente.

Enloquecida, busqué en mi bolso de viaje el móvil que me había dado Runway para asegurarme de que solo me hallaba a siete números de distancia de Miranda. Lo rescaté de una maraña de ropa interior y caí de espaldas en la cama. La pantallita anunciaba que se había quedado sin batería e instintivamente supe que ella había llamado y que le había salido el buzón de voz. Odié el móvil con toda mi alma. Odié mi teléfono fijo. Odié el teléfono de Lily, los anuncios de teléfonos, las fotos de teléfonos de las revistas, incluso odié a Alexander Graham Bell. Trabajar para Miranda Priestly producía desafortunados efectos secundarios en mi vida cotidiana, pero el más antinatural era mi profundo odio a los teléfonos.

Para la mayoría de la gente el timbre de un teléfono era una señal agradable. Significaba que alguien intentaba localizarles, saludarles, preguntarles qué tal estaban o hacer planes. Para mí era motivo de miedo, angustia y pánico paralizador. Algunas personas veían las numerosas opciones de los teléfonos fijos como algo novedoso, incluso divertido. Para mí era algo indispensable. Aunque antes de Miranda apenas había utilizado la llamada en espera, a los pocos días de entrar en Runway solicité dicho servicio (para que ella nunca encontrara el teléfono comunicando), el identificador (para poder evitar sus llamadas), las llamadas en espera con identificador (para poder evitar sus llamadas mientras hablaba por la otra línea) y el buzón de voz (para que ella no supiera que estaba evitando sus llamadas porque oiría el mensaje del contestador). Cincuenta dólares al mes por esos servicios -sin contar el de las conferencias- me parecía un precio justo para mi paz mental. Bueno, no exactamente paz mental, pero al menos me ponía sobre aviso.

El móvil, sin embargo, no me permitía tales barreras. Cierto que tenía las mismas funciones que el teléfono fijo, pero para Miranda no existía motivo alguno que justificara tenerlo apagado. Había que atenderlo siempre. El día que Emily me lo entregó -un objeto de oficina más en Rumvay- y me dijo que atendiera siempre las llamadas, todas mis protestas fueron desestimadas.

– ¿Y si estoy durmiendo? -pregunté estúpidamente.

– Te levantas y contestas -respondió ella mientras se limaba una uña.

– ¿En una comida elegante?

– Haces como todos los neoyorquinos y hablas en la mesa.

– ¿En un reconocimiento pélvico?

– No te estarán mirando los oídos, digo yo.

De acuerdo, lo he pillado.

Detestaba el móvil pero no podía pasar de él. Me mantenía atada a Miranda como un cordón umbilical impidiéndome crecer o escapar de mi fuente de agobios. Me llamaba constantemente y, como un morboso experimento pauloviano fallido, mi cuerpo había empezado a responder visceralmente a su timbre. Rrring-rrring. Aumento del ritmo cardíaco. Rrriiing. Agarrotamiento automático de los dedos y tensión en los hombros. Rrriiiiiiiiiing. Oh, por qué no me deja tranquila, por favor, por favor, olvida que existo… mi frente se cubre de sudor. En ningún momento de ese glorioso fin de semana se me ocurrió pensar que el móvil no tenía batería, y había dado por sentado que sonaría si surgía algún problema. Primer error. Me paseé por el apartamento hasta que se cargó la batería, contuve la respiración y entré en mi buzón de voz.

Mamá había dejado un mensaje encantador para desearme que lo pasara en grande con Lily. Un amigo de San Francisco se encontraba esa semana en Nueva York por motivos de trabajo y quería verme. Mi hermana me había llamado para recordarme que enviara una felicitación de cumpleaños a su marido. Y allí estaba, no del todo inesperado, el temido acento británico pitándome en los oídos: «An-dre-aaa, soy Mi-raaan-da. Son las nueve de la mañana del domingo en París y las niñas todavía no han recibido sus libros. Llámame al Ritz para confirmarme que no tardarán en llegar. Eso es todo». Clic.

La bilis empezó a subirme por la garganta. Como siempre, el mensaje estaba exento de cumplidos. Ni hola, ni adiós, ni gracias. Naturalmente. Pero lo peor de todo era que tenía medio día de antigüedad y yo todavía no había contestado. Motivo de despido, lo sabía, y no podía hacer nada al respecto. Como una aficionada, había dado por hecho que mi plan funcionaría y ni siquiera había reparado en que Uri no me había llamado para confirmar la recogida y la entrega del paquete. Busqué en la agenda de mi móvil y marqué su número de móvil, otra adquisición de Miranda para que el hombre estuviera localizable las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.

– Hola, Uri, soy Andrea. Lamento molestarte en domingo, pero quería saber si ayer recogiste los libros en la Ochenta y siete con Amsterdam.

– Hola, Andy, me alegro de oír tu voz -canturreó con ese acento ruso que siempre me resultaba tan tranquilizador. Me llamaba Andy como un viejo tío desde el día que me conoció, y viniendo de él, a diferencia de MUSYC, no me importaba-. Claro que recogí los libros, como me dijiste. ¿Crees que no quiero ayudarte?

– No, claro que no, Uri. Es solo que Miranda me ha dejado un mensaje para decirme que todavía no los han recibido y no sé qué puede haber pasado.

Guardó silencio unos instantes y luego me dio el nombre y el número de teléfono del piloto encargado del vuelo.

– Gracias, gracias, gracias -dije mientras anotaba el número a toda prisa, rezando para que el piloto pudiera ayudarme-. Lo siento, tengo que colgar, pero te deseo un buen fin de semana.

– Y yo a ti, Andy. Estoy seguro de que el piloto te ayudará con lo de los libros. Buena suerte -añadió jovialmente Uri antes de colgar.

Oí a Lily preparar gofres. Deseé con todas mis fuerzas poder echarle una mano, pero tenía que solucionar ese asunto si no quería perder el empleo. Claro que tal vez ya estuviera despedida, me dije, y nadie se había molestado en comunicármelo. No sería algo tan descabellado en Runway, ahora que pensaba en la redactora de moda que habían despedido mientras se hallaba en su luna de miel. Se enteró de su nueva situación laboral al abrir un número de Women's Wear Daily en Bali. Marqué el número que Uri me había dado y cuando oí el contestador pensé que iba a desmayarme.

– Hola, Jonathan, soy Andrea Sachs, de la revista Runway. Soy la ayudante de Miranda y necesitaba preguntarle algo sobre el vuelo de ayer. Oh, ahora que lo pienso, es probable que se encuentre en París o camino de Nueva York. Solo quería saber si el paquete… bueno, y usted, claro, llegaron sanos y salvos a París. ¿Le importaría llamarme al móvil? 917-555-5049. Lo antes posible, se lo ruego. Gracias. Adiós.

Pensé en telefonear al conserje del Ritz para preguntarle si se había presentado el coche que debía trasladar los libros desde el aeropuerto privado de París, pero de pronto me acordé de que mi móvil no permitía llamadas internacionales. Probablemente era la única función para la que no estaba programado y, por supuesto, la única necesaria. En ese momento Lily anunció que tenía un plato de gofres y una taza de café para mí. Entré en la cocina. Ella estaba bebiendo un Bloody Mary. Puaj, un domingo por la mañana. ¿Cómo podía beber a esas horas?

– ¿Estás pasando por un momento Miranda? -preguntó con cara de compasión.

Asentí con la cabeza.

– Creo que esta vez he metido la pata de verdad -dije aceptando agradecida el plato-. Es posible que de esta me despidan.

– Cariño, siempre dices lo mismo. Miranda no va a despedirte. En cualquier caso, más vale que no te despida, ¡porque tienes el mejor trabajo del mundo!

La miré con suspicacia y traté de mantener la calma.

– Es cierto -prosiguió-. La tía parece difícil de complacer y un poco pirada, de acuerdo, pero ¿quién no lo está? Aun así, si quisieras podrías conseguir zapatos, cortes de pelo y ropa gratis. ¡Y qué ropa! ¿A quién le dan ropa de marca solo por ir a trabajar cada día? Y trabajas en Runway, ¿no lo entiendes? Millones de chicas darían un ojo de la cara por tener tu empleo.

Entonces comprendí. Comprendí que Lily, por primera vez en nueve años, no comprendía nada. A ella, como al resto de mis amigos, le encantaba escuchar las anécdotas de mi trabajo que había acumulado a lo largo de las últimas tres semanas, disfrutaba con los cotilleos y el glamour, pero no comprendía lo duro que era el día a día. No comprendía que la razón por la que seguía yendo cada mañana a la oficina no era la posibilidad de conseguir ropa gratis, no comprendía que ni toda la ropa gratuita del mundo haría soportable este trabajo. Había llegado el momento de introducir a una de mis mejores amigas en mi mundo; entonces seguro que me comprendería. Tenía que decírselo. ¡Sí! Había llegado el momento de compartir con alguien qué estaba pasando en realidad. Abrí la boca para hablar, ilusionada ante la idea de tener una aliada, pero en ese instante sonó el teléfono.

¡Maldita sea! Me entraron ganas de estamparlo contra la pared, decir al que llamaba que se fuera al infierno, pero una pequeña parte de mí esperaba que fuera Jonathan. Lily sonrió y me dijo que me tomara mi tiempo. Asentí penosamente y contesté.

– ¿Es Andrea? -preguntó una voz masculina.

– Sí. ¿Es usted Jonathan?

– Sí. Acabo de llamar a casa y he oído su mensaje. Ya he salido de París y estoy sobrevolando el Atlántico, pero parecía tan preocupada que he decidido telefonearla enseguida.

– ¡Gracias, gracias! No sabe cómo se lo agradezco. La verdad es que estoy algo inquieta porque esta mañana me ha llamado Miranda para decirme que no ha recibido el paquete. Se lo entregó al conductor en París, ¿verdad?

– Desde luego. Verá, señorita, en mi trabajo no hago preguntas. Me limito a volar cuando y adonde me ordenan e intento que todo el mundo llegue a su destino sano y salvo. Pocas veces vuelo al extranjero sin nada a bordo salvo un paquete. Debía de ser algo muy importante, como un órgano para un trasplante o documentos confidenciales. De modo que sí, cuidé muy bien del paquete y se lo di al conductor, tal como me ordenaron. Un buen tipo del hotel Ritz. Ningún problema.

Le di las gracias y colgué. El conserje del Ritz había enviado un chófer al aeropuerto privado de París para recibir el avión privado del señor Tomlinson y trasladar a Harry al hotel. Si todo había salido según lo previsto, Miranda debería de haber recibido los libros a las siete de la mañana, hora parisina, y teniendo en cuenta que para ella ya era por la tarde, no alcanzaba a imaginar qué había salido mal. No me quedaba más remedio que telefonear al conserje pero, como mi móvil no aceptaba llamadas internacionales, tenía que buscar otro teléfono.

Me llevé el plato de gofres fríos a la cocina y los tiré a la basura. Lily estaba tumbada en el sofá medio adormilada. Le di un abrazo, le dije que la llamaría más tarde y salí para buscar un taxi que me llevara a la oficina.

– ¿Y qué pasa hoy? -gimoteó-. Tengo El Presidente y Miss Wade preparado. ¡No puedes irte, nuestro fin de semana no ha terminado!

– Lo sé, Lil, y lo siento, pero he de resolver este asunto. No hay nada que me apetezca más que quedarme, pero Miranda me tiene ahora mismo entre la espada y la pared. Te llamaré luego.

En la oficina, lógicamente, no había un alma. Seguro que todas estaban desayunando en Pastis con sus novios inversores. Me senté a mi mesa, respiré hondo y marqué. Por fortuna monsieur Renuad, el conserje, estaba disponible.

– Andrea, querida, ¿cómo le va? Estamos encantados de tener a Miranda y a las gemelas otra vez con nosotros -mintió. Emily me contó que Miranda se alojaba en el Ritz con tal frecuencia que todo el personal del hotel las conocía, a ella y a las chicas, por sus nombres.

– Claro, monsieur Renuad, y sé que ella está encantada de estar de nuevo con ustedes -mentí a mi vez. Pese a ser un conserje de lo más complaciente, Miranda siempre encontraba defectos a todo lo que hacía. El hombre, sin embargo, seguía intentándolo y jamás dejaba de mentir sobre lo mucho que apreciaba a Miranda-. Oiga, deseaba saber si el coche que envió al aeropuerto privado ha vuelto ya.

– Por supuesto, querida. Hace horas. El chófer regresó antes de las ocho de la mañana. Envié al mejor de la plantilla -añadió con orgullo.

Si supiera lo que su mejor chófer había tenido que pasear por la ciudad.

– Qué extraño, porque he recibido un mensaje de Miranda en el que me dice que no ha recibido el paquete, pero he hablado con el chófer de Nueva York y jura que lo dejó en el aeropuerto, el piloto jura que lo llevó a París y lo entregó al conductor, y usted dice que lo vio regresar con el paquete. ¿Cómo es posible que Miranda no lo haya recibido?

– Creo que la única manera de averiguarlo es preguntárselo a ella personalmente -propuso el hombre con fingida alegría-. ¿Por qué no se la paso?

Había esperado contra toda esperanza que no llegara ese momento, que hubiera sido capaz de identificar y solucionar el problema sin tener que hablar con Miranda. ¿Qué podía decirle si todavía insistía en que no había recibido el paquete? ¿Debía aconsejarle que mirara en la mesa de su suite, donde seguro que se lo habían dejado unas horas antes? ¿O debía organizarlo todo otra vez, el avión privado y lo demás, y conseguir que le llegaran otros dos ejemplares antes de que terminara el día? Quizá la próxima vez debería contratar a un agente secreto que no se separara de los libros en todo el viaje para que nada impidiera su llegada. Algo que debía tener en cuenta.

– Claro, monsieur Renuad. Y gracias por su ayuda.

Unos cuantos clics y el teléfono empezó a sonar. Estaba sudando ligeramente. Me sequé la palma de la mano en los pantalones de chándal y traté de no pensar en qué ocurriría si Miranda descubriera que llevaba pantalones de chándal en su oficina. Manten la calma y la confianza en ti misma, me dije. Ella no puede destriparte por teléfono.

– ¿Sí? -oí a lo lejos.

La voz me sacó de mis pensamientos de autoayuda. Era Caroline, quien, con apenas ocho años, había asimilado a la perfección el brusco estilo telefónico de su madre.

– Hola, cariño -canturreé mientras me odiaba por hacerle la pelota a una niña-. Soy Andrea, de la oficina. ¿Está tu mamá?

– Querrás decir mi madre -me corrigió, como siempre hacía cuando preguntaba por su «mamá»-. Voy a avisarla.

Instantes después oí la voz de Miranda.

– ¿Qué pasa, An-dre-aaa? Más vale que sea importante. Ya sabes lo que opino de que me interrumpan cuando estoy con las niñas -declaró con su tono frío y cortante.

¿Ya sabes lo que opino de que me interrumpan cuando estoy con las niñas? ¿Me tomas el pelo? ¿Crees que llamo por gusto? ¿Porque no soportaba pasar un solo fin de semana sin escuchar tu repugnante voz? ¿Y qué hay de mí cuando estoy con mis chicas? Pensaba que iba a desmayarme de rabia, pero respiré hondo y me lancé.

– Miranda, lamento que sea un mal momento, pero llamo para comprobar si has recibido los libros de Harry Potter. He oído el mensaje en el que decías que todavía no te habían llegado, pero he hablado con todo el mundo y…

Me interrumpió a media frase y habló despacio y con firmeza.

– An-dre-aaa, tendrías que escuchar con más atención. Yo no dije tal cosa. Recibimos el paquete esta mañana temprano. De hecho, tan temprano que nos despertaron a todos por esa tontería.

No podía creer lo que estaba oyendo. No había soñado que ella dejara un mensaje, ¿verdad? Aún era demasiado joven incluso para un Alzheimer prematuro, ¿o no?

– Lo que dije fue que no recibimos dos ejemplares del libro, como había ordenado. El paquete solo contenía uno y sin duda imaginas la desilusión que se llevaron las niñas. Estaban deseando tener cada una su libro, tal como había indicado. Necesito que me expliques por qué no se han cumplido mis órdenes.

Eso no estaba ocurriendo. No podía estar ocurriendo. Decididamente estaba soñando, viviendo una existencia en otro universo donde todo lo que rozaba la lógica quedaba suspendido indefinidamente. No quería ni permitirme reflexionar sobre la absurda situación en que me encontraba.

– Miranda, recuerdo que solicitaste dos ejemplares y pedí dos ejemplares -tartamudeé, y una vez más me odié por ser tan complaciente-. Hablé con la chica de Scholastic y estoy segura de que comprendió que querías dos libros, de modo que no consigo entender…

– An-dre-aaa, sabes lo que opino de las excusas. Ahora mismo no tengo especial interés en oír las tuyas. Espero que no vuelva a ocurrir, ¿entendido? Eso es todo. -Y colgó.

Permanecí cinco minutos con el auricular pegado a la oreja, oyendo los pitidos. La mente se me disparó. ¿Tenía alguna posibilidad de matarla?, me pregunté mientras calculaba las probabilidades de que me descubrieran. ¿Sabrían de inmediato que había sido yo? Qué va, me dije, todo el mundo, cuando menos en Runway, tenía algún motivo. ¿Poseía entereza emocional suficiente para verla morir lenta y dolorosamente? Sí, al menos de eso estaba segura… ¿Cuál sería la forma más placentera de acabar con su despreciable existencia?

Colgué lentamente el auricular. ¿Era posible que hubiera entendido mal su mensaje? Cogí rápidamente mi móvil y lo pasé de nuevo. «An-dre-aaa, soy Mi-raaan-da. Son las nueve de la mañana del domingo en París y las niñas todavía no han recibido sus libros. Llámame al Ritz para confirmarme que no tardarán en llegar. Eso es todo.» No había ningún error. Miranda había recibido un ejemplar en lugar de dos, pero quiso deliberadamente darme la impresión de que yo había cometido un tremendo error que podía terminar con mi carrera. Había telefoneado a las nueve de la mañana, hora parisina, sin importarle que para mí fueran las tres de la noche de mi mejor fin de semana del año. Había llamado para sacarme un poco más de quicio, para apretarme un poco más las tuercas. Había llamado para retarme a desafiarla. Había llamado para hacer que la odiara todavía más.

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