Capítulo 11

El móvil aulló en lo más profundo de mis sueños, pero recuperé el conocimiento lo bastante para preguntarme si era ella. Tras un proceso de orientación sorprendentemente raudo -dónde estoy, quién es «ella», qué día es hoy-, comprendí que el hecho de que el teléfono sonara a las ocho de la mañana de un sábado no podía traer nada bueno. Todos mis amigos tardarían aún horas en despertarse, y mis padres, tras años de soportar mi indiferencia, habían aceptado de mala gana que su hija no respondía al teléfono antes de las doce. Durante los siete segundos que tardé en sacar estas conclusiones también estuve buscando alguna razón por la que debía atender esa llamada. Entonces recordé las razones que me dio Emily el primer día y mi brazo procedió a alejarse del confort de la cama. Alcancé a abrir el móvil un segundo antes de que dejara de sonar.

– ¿Diga?

Me enorgulleció que mi voz sonara fuerte y clara, como si llevara cinco horas trabajando en algo respetable en lugar de sumida en un sueño tan profundo, tan intenso, que no podía indicar nada bueno sobre mi salud.

– ¡Buenos días, cariño! Me alegro de que estés despierta. Solo quería decirte que estoy en las sesenta con la Tercera, así que llegaré dentro de unos diez minutos -me flageló la voz de mi madre.

¡Día de traslado! ¡Era día de traslado! Había olvidado por completo que mis padres había accedido a venir a la ciudad para ayudarme a empaquetar mis cosas y llevarlas al apartamento que Lily y yo acabábamos de alquilar. Nosotros nos encargaríamos de las cajas de ropa, discos y álbumes de fotos, y los de la mudanza llevarían la cama.

– Ah, hola, mamá -murmuré recuperando el tono cansino-. Pensé que eras ella.

– No, hoy has tenido suerte. Oye, ¿dónde puedo aparcar? ¿Hay algún aparcamiento cerca de tu casa?

– Sí, hay uno justo debajo de mi edificio. Gira a la derecha desde la Tercera. Dales el número de mi apartamento y te harán un descuento. Tengo que vestirme, mamá. Ahora nos vemos.

– Muy bien, cariño. ¡Espero que tengas ganas de trabajar!

Caí sobre la almohada y consideré la posibilidad de dormir un poquito más. Imposible, mis padres había venido expresamente de Connecticut para ayudarme con la mudanza. Justo en ese momento estallaron las características interferencias del radio-despertador. ¡Ajá, me había acordado de que aquel era día de traslado! Comprobar que no estaba del todo loca me tranquilizó.

Salir de la cama me costó aún más que otros días, a pesar de que era mucho más tarde. Mi cuerpo se había engañado brevemente pensando que iba a recuperarse, había contado con reducir ese infame «sueño pendiente» que estudiamos en psicología 101. Junto a la cama había una pila de ropa doblada, lo único, además del cepillo de dientes, que me quedaba por guardar. Me puse el pantalón Adidas, la sudadera con capucha Brown y las mugrientas zapatillas de deporte grises New Balance que me habían acompañado alrededor del mundo. En cuanto escupí la última gota de Listerine sonó el portero automático.

– Hola, os abro.

Dos minutos más tarde, llamaron a la puerta, y en lugar de mis padres encontré a un Alex de aspecto desaliñado. Estaba guapísimo, como siempre. Los tejanos gastados le bailaban sobre unas caderas inexistentes y la camiseta gris de manga larga le apretaba lo justo. Iba despeinado y, detrás de las gafas de montura metálica que llevaba cuando no toleraba las lentillas, se veían unos ojos muy rojos. No pude evitar darle un abrazo allí mismo. No le veía desde el domingo por la tarde, cuando quedamos para tomar un café rápido. Habíamos planeado pasar el día y la noche juntos, pero Miranda necesitó inesperadamente un canguro para Cassidy a fin de poder llevar a Caroline al médico y me reclutó a mí. Llegué a casa demasiado tarde para poder pasar un rato con Alex, que últimamente había dejado de acampar en mi cama ya que apenas conseguía verme, y yo lo entendía. La noche anterior había querido quedarse, pero yo todavía me hallaba en la fase de disimulo ante los padres; aunque todas las partes implicadas sabían que Alex y yo dormíamos juntos, no podía hacerse, decirse ni insinuarse nada que lo confirmara. Así pues, no quería que estuviera allí cuando mi padre llegara.

– Hola, nena, he pensado que no os iría mal un poco de ayuda. -Levantó una bolsa que supe contenía bollitos salados, mis favoritos, y café-. ¿Han llegado ya tus padres? También les he traído café.

– Pensaba que hoy tenías clase particular -dije.

En ese momento Shanti salía de su habitación vestida con un traje pantalón negro. Ladeó la cabeza al pasar por nuestro lado, farfulló que tenía que trabajar todo el día y se fue. Hablábamos tan poco que me pregunté si se acordaba de que ese era mi último día en el apartamento.

– Y así era, pero llamé a los padres de las dos niñas y ambos dijeron que mañana les iba bien. Por tanto, ¡soy todo tuyo!

– ¡Andy! ¡Alex!

Mi padre se detuvo en el umbral, detrás de Alex, con el semblante iluminado, como si esa fuera la mejor mañana de su vida. Repasé rápidamente la situación y llegué a la conclusión de que mi padre supondría acertadamente que Alex acababa de llegar porque iba calzado y sostenía comida recién comprada. Además, la puerta aún estaba abierta. Buf.

– Andy me dijo que no podías venir -comentó papá mientras dejaba sobre la mesa de la sala lo que tenía todo el aspecto de ser una bolsa de bollitos, seguro que salados, y café, evitando mirarnos a los ojos-. ¿Vienes o te vas?

Sonreí a Alex con la esperanza de que no estuviera lamentando haberse metido en ese berenjenal a una hora tan temprana.

– Oh, acabo de llegar, doctor Sachs-repuso animadamente-. He cambiado mi clase particular porque pensé que les iría bien una mano.

– Eso es genial, estoy seguro de que nos hará mucha falta. Toma, Alex, coge un bollito. Lo siento, pero como no sabía que estabas aquí solamente pedí tres cafés.

Mi padre estaba sinceramente apenado y eso me conmovió. Sabía que le costaba aceptar que su hija pequeña tuviera novio, pero hacía lo posible por no demostrarlo.

– No se preocupe, doctor Sachs. Yo también he traído algo de comer.

Y dicho eso, mi padre y mi novio se sentaron en el futón, totalmente relajados, y compartieron el desayuno.

Yo caté los bollitos salados de ambas bolsas y pensé en lo fantástico que sería volver a vivir con Lily. Hacía casi un año que habíamos terminado el college y, aunque intentábamos hablar al menos una vez al día, tenía la sensación de que apenas nos veíamos. Ahora podríamos llegar a casa y quejarnos del día que habíamos tenido, como en los viejos tiempos. Alex y mi padre hablaban de deportes (baloncesto, creo), mientras yo etiquetaba las cajas que tenía en mi habitación. Por desgracia, no había muchas: algunas con ropa de cama y almohadas, otra con álbumes de fotos y material de escritorio (aunque no tenía escritorio), artículos de maquillaje y tocador, además de un montón de guardapolvos llenos de ropa nada Runway. Apenas lo justo para justificar el uso de etiquetas. Supongo que se lo debía a la ayudante que llevaba dentro.

– Manos a la obra -dijo mi padre desde la sala.

– ¡Chist, vas a despertar a Kendra! -susurré-. Es sábado y no son más que las nueve.

Alex negó con la cabeza.

– ¿No la viste salir antes con Shanti? O por lo menos creo que era ella. Seguro que eran dos, y las dos iban con traje y no parecían muy contentas. Asómate a su habitación.

La puerta del dormitorio que lograban compartir gracias a una litera estaba entornada. La abrí un poco más. Las camas estaban impecablemente hechas, las almohadas habían sido ahuecadas y sobre ellas descansaban dos perros de peluche idénticos. Entonces caí en la cuenta de que nunca había puesto un pie en esa habitación. Durante los meses que había vivido con esas chicas, no había mantenido con ellas una conversación de más de treinta segundos seguidos. No sabía qué hacían, adonde iban, ni si tenían otros amigos. Me alegraba de irme.

Alex y papá habían limpiado los restos del desayuno y estaban trazando un plan.

– Tienes razón, no están. Creo que ni siquiera saben que me voy hoy.

– ¿Por qué no les dejas una nota? -propuso mamá-. ¿Qué te parece en tu tablero de Scrabble?

Yo había heredado la adicción de mi padre al Scrabble y él tenía la teoría de que un nuevo hogar requería un nuevo tablero.

Pasé mis últimos cinco minutos en el apartamento ordenando las fichas hasta componer la siguiente frase: «Gracias por todo y buena suerte. Un abrazo, Andy». Un total de 59 puntos. Nada mal.

Tardamos una hora en llenar ambos coches. Yo era la encargada de abrir la puerta de la calle y vigilar los vehículos mientras ellos subían al piso. Los hombres de la mudanza, que me habían cobrado más que el coste de la maldita cama, se estaban retrasando, así que papá y Alex se fueron al apartamento. Lily lo había encontrado en el Village Voice y yo todavía no lo había visto. Un día me llamó al trabajo desde su móvil y exclamó:

– ¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado! ¡Es perfecto! Tiene cuarto de baño con agua corriente, suelo de madera con solo un ligero alabeo, y llevo aquí cuatro minutos y no he visto ratones ni cucarachas. ¿Puedes venir a verlo?

– ¿Estás flipada? -susurré-. Ella está aquí, lo que significa que no voy a ninguna parte.

– Tienes que venir ahora mismo. Ya sabes cómo funcionan estas cosas. He traído conmigo la carpeta.

– Lily, sé razonable. No podría abandonar la oficina ni para que me hicieran un trasplante de corazón sin que me despidieran. ¿Cómo esperas que vaya a ver un apartamento?

– Pues dentro de treinta segundos ya no estará disponible. Hay por lo menos veinticinco personas rellenando solicitudes. Tengo que hacerlo ya.

En el obsceno mundo inmobiliario de Manhattan los apartamentos semihabitables eran más escasos -y deseables- que los hombres hetero seminormales. Si a eso le añadía el calificativo de semiasequibles, eran más difíciles de conseguir que un isla privada en medio de la costa surafricana. Tanto daba que la mayoría alardeara de tener treinta metros cuadrados de polvo y madera podrida, paredes desconchadas y electrodomésticos prehistóricos. ¿Sin cucarachas? ¿Sin ratones? ¡Menudo chollo!

– Lily, hazlo, confío en ti. ¿Puedes describírmelo en un correo electrónico?

Quería colgar cuanto antes porque Miranda podía regresar del departamento artístico en cualquier momento. Si me pillaba atendiendo una llamada personal, estaba acabada.

– Tengo copias de tus nóminas, que, por cierto, dan pena… y los extractos de nuestras cuentas, nuestro historial de créditos y tu carta de empleo. El único problema es el aval. Tiene que ser un residente de este estado o uno colindante y ganar como mínimo cuarenta veces el coste del alquiler mensual. Te aseguro que mi abuela no gana cien mil dólares. ¿Podrían avalarnos tus padres?

– Caray, Lil, no tengo ni idea. No se lo he preguntado y no puedo llamarles ahora. Llámales tú.

– De acuerdo. Ganan lo suficiente, ¿verdad?

No estaba segura, pero ¿a quién más podíamos pedírselo?

– Llámalos -le ordené-. Diles lo de Miranda y que siento no poder telefonearles yo.

– De acuerdo. Pero primero me aseguraré de que podemos conseguir el apartamento. Te llamaré luego.

El teléfono volvió a sonar al cabo de veinte segundos y el identificador de llamadas me indicó que era Lily. Emily levantó la vista de esa forma tan suya. Descolgué el auricular pero me dirigí a ella.

– Es importante -susurré-. Mi mejor amiga está intentando alquilarme un apartamento por teléfono porque yo no puedo moverme de aquí…

Tres voces me atacaron al mismo tiempo. La de Emily era comedida y serena. «Andrea, por favor», había empezado a decir en el mismísimo instante en que Lily aullaba «¡Nos avalan, Andy, nos avalan! ¿Me oyes?». Sin embargo, aunque ambas me hablaban a mí, no podía oírlas. La única voz que alcancé a escuchar, alta y clara, fue la de Miranda.

– ¿Algún problema, An-dre-aaa?

Ostras, había dicho mi nombre. Estaba inclinada hacia mí, como si se dispusiera a pegarme. Colgué de inmediato, confiando en que Lily lo entendiera, y me preparé para el ataque.

– No, Miranda, ningún problema.

– Bien. Escucha, me apetece un helado y me gustaría comérmelo antes de que se haya derretido. Un helado de vainilla, no un yogur o un batido, nada de bajo en calorías o sin azúcar, con jarabe de chocolate y nata montada. No nata de bote, ¿entendido? Nata montada auténtica. Eso es todo.

Regresó al departamento artístico con paso firme y tuve la clara impresión de que había venido solo para vigilarme. Emily sonrió afectadamente. El teléfono sonó. Otra vez Lily. Maldita sea, ¿por qué no me enviaba un mensaje electrónico? Descolgué y apreté el auricular contra mi oreja, pero no dije nada.

– Sé que no puedes hablar, así que lo haré yo. Tus padres nos avalan, lo cual es genial. El apartamento tiene un dormitorio grande y, una vez que levantemos un tabique en la sala de estar, todavía quedará espacio para un sofá de dos plazas y una silla. El cuarto de baño no tiene bañera, pero la ducha no está mal. Nada de lavava-jillas, claro, ni aire acondicionado, pero podemos comprar aparatos portátiles. Lavandería en el sótano, portero media jornada, a una manzana de la línea 6. Y no te lo pierdas. ¡Tiene balcón!

Debí de silbar de forma audible porque el entusiasmo de Lily aumentó.

– ¡Lo sé! ¡Una locura! Da la impresión de que va a venirse abajo en cualquier momento, ¡pero está ahí! Cabemos las dos y tendremos un lugar donde fumar. ¡Es perfecto!

– ¿Cuánto? -susurré, decidida a no pronunciar ni una sola palabra más.

– Todo nuestro por un total de 2.280 dólares al mes. ¿Te puedes creer que tendremos un balcón por 1.140 dólares cada una? Este apartamento es el chollo del siglo. ¿Voy a por él?

Guardé silencio. Quería hablar, pero Miranda se acercaba poco a poco mientras reprendía a una coordinadora de eventos delante de todo el mundo. Estaba de un humor de perros y yo ya había tenido suficiente por un día. La chica a la que estaba denigrando tenía la cabeza gacha y las mejillas rojas de vergüenza, y recé para que, por su bien, no llorara.

– ¡Andy, esto es ridículo! ¡Limítate a decir sí o no! No solo he tenido que saltarme las clases de hoy, cuando tú no has podido ausentarte siquiera un rato del trabajo, sino que encima no puedes molestarte en decir sí o no. ¿Qué voy…?

La paciencia de Lily había llegado al límite, y yo lo entendía perfectamente, pero no tenía más remedio que colgarle. Gritaba tanto que su voz resonaba en toda la oficina, y Miranda se hallaba a menos de dos metros. Me sentía tan impotente que me dieron ganas de llevarme a la coordinadora al lavabo y llorar con ella. O tal vez si nos uniéramos, podríamos empujar a Miranda al lavabo y estrangularla con el pañuelo Hermés que rodeaba su enclenque cuello. ¿Sería capaz de tirar de él? Tal vez fuera más efectivo meterle el maldito pañuelo en la boca y ver cómo se ahogaba y…

– ¡An-dre-aaa! -Su voz era cortante, acerada-. ¿Qué te pedí que hicieras hace cinco minutos? -¡Coño, el helado! Lo había olvidado-. ¿Hay alguna razón para que sigas sentada ahí en lugar de estar haciendo tu trabajo? ¿Se trata quizá de una broma? ¿Acaso hice o dije algo que indicara que no hablaba en serio? ¿Lo hice? ¿Lo hice?

Tenía los ojos desorbitados y, aunque todavía no había levantado del todo la voz, estaba en un tris de hacerlo. Abrí la boca para hablar, pero entonces oí la voz de Emily.

– Miranda, lo siento mucho, ha sido culpa mía. Pedí a Andrea que respondiera al teléfono porque pensé que podrían ser Caro-line o Cassidy, y yo estaba en la otra línea encargando la blusa de Prada que querías. Andrea ya se iba. Lo siento, no volverá a ocurrir.¡Milagro! Doña Perfecta había hablado, y en mi defensa, ni más ni menos.

Miranda se aplacó.

– De acuerdo. Ahora ve a por mi helado, Andrea.

Dicho eso, entró en su despacho, descolgó el teléfono y se uso a ronronear con MUSYC.

Miré a Emily, pero ella hizo ver que trabajaba. Le envié un correo electrónico con solo dos palabras: «¿Por qué?».

«Porque temía que fuera a despedirte y no tengo ganas de formar a otra chica», respondió. Me fui a buscar el helado perfecto y llamé a Lily desde el móvil en cuanto el ascensor llegó al vestíbulo.

– Lo siento, lo siento mucho. Es que…

– Oye, no puedo perder más tiempo -dijo Lily con tono inexpresivo-. Creo que exageras un poco, ¿no te parece? ¿De veras no podías decir un simple sí o no?

– Es difícil de explicar, Lil. El caso es que…

– Olvídalo, tengo prisa. Te llamaré si lo hemos conseguido, aunque para lo que te importa…

Quise protestar, pero ella ya había colgado. ¡Maldita sea! No era justo esperar que Lily lo comprendiera cuando cinco meses atrás yo misma me hubiera calificado de absurda. No era justo obligarla a recorrer todo Manhattan en busca de un apartamento para las dos cuando yo ni siquiera estaba dispuesta a contestar a sus llamadas, pero ¿qué podía hacer?

Cuando por fin, después de medianoche, atendió una de mis llamadas, me comunicó que el apartamento era nuestro.

– Es fabuloso, Lil, no sé cómo agradecértelo. Juro que te compensaré por esto, ¡lo juro! -Entonces tuve una idea. ¡Sé espontánea! Pide un coche Elias y ve a Harlem para darle las gracias en persona. ¡Sí, lo haré!-. Lil, ¿estás en casa? Voy para allá a celebrarlo, ¿de acuerdo?

Creía que la idea le encantaría.

– No te molestes -replicó quedamente-. Tengo una botella de So-Co y el Chico del Aro Lingual está aquí. Tengo todo lo que necesito.

Eso me dolió, si bien lo entendí. Lily raras veces se enfadaba pero cuando lo hacía, no había forma de hablar con ella hasta que se le pasaba. Oí el vertido de un líquido en un vaso, el tintineo de cubitos de hielo y el sonido de un largo trago.

– De acuerdo, pero llámame si necesitas algo.

– ¿Para qué? ¿Para que puedas permanecer callada al otro lado de la línea? No, gracias.

– Lil…

– No te preocupes por mí, estoy bien. -Otro trago-. Ya nos llamaremos. Por cierto, enhorabuena.

– Sí, enhorabuena -repetí, pero ella ya había colgado.

Después de eso había telefoneado a Alex para preguntarle si podía ir a su casa, pero la idea no le entusiasmó.

– Andy, sabes que me encantaría verte, pero voy a salir con Max y los chicos. Como nunca estás disponible durante la semana, he quedado con ellos.

– ¿Por dónde pensáis ir? ¿Puedo unirme a vosotros? -pregunté, segura de que irían al Upper East Side, cerca de mi casa, porque era donde vivían sus amigos.

– Oye, cualquier otra noche sería genial, pero hoy es solo para hombres.

– Oh, entiendo. Quería quedar con Lily para celebrar lo del nuevo apartamento, pero nos hemos peleado. No entiende que no pueda hablar con ella cuando estoy en el trabajo.

– Andy, yo tampoco lo entiendo del todo. Sé que esa Miranda es una mujer exigente, créeme, pero me parece que te tomas muy en serio todo lo relacionado con ella. -Hablaba como si se esforzara por mantener un tono amable.

– ¡Porque no tengo otro remedio! -exclamé, cabreada por el hecho de que no quisiera verme, de que no me rogara que saliera con sus amigos y de que se pusiera del lado de Lily, a pesar de que ambos tenían razón-. Se trata de mi vida, ¿sabes? De mi futuro profesional. ¿Qué debo hacer? ¿Tomármelo a cachondeo?

– Andy, estás tergiversando mis palabras. Sabes que no quiero decir eso.

Yo ya estaba gritando, no podía evitarlo. Primero Lily, y ahora Alex. Como si no tuviera bastante con Miranda. Era demasiado y quise echarme a llorar, pero solo era capaz de gritar.

– Un puto cachondeo, ¿eh? ¡Eso es mi trabajo para vosotros! Oh, Andy, trabajas en el mundo de la moda, eso no puede ser duro -espeté, odiándome un poco más con cada segundo que pasaba-. ¡Bien, pues lo siento si no todos podemos ser bienhechores o estudiantes de doctorado! Lo siento si…

– Llámame cuando te hayas tranquilizado -me interrumpió Alex-. No pienso seguir escuchándote.

Y colgó. ¡Colgó!

Había confiado en que volviera a llamar, pero no lo hizo, cuando conseguí conciliar el sueño, en torno a las tres, no había vuelto a saber nada ni de Alex ni de Lily.

El día de la mudanza, una semana después, ninguno de los dos parecía visiblemente enfadado, pero tampoco eran los de siempre. No había tenido tiempo de reparar la ofensa, pero pensaba que todo volvería a su cauce cuando Lily y yo empezáramos a vivir untas en nuestro nuevo apartamento. Nuestro apartamento, donde todo volvería a ser como en el college, cuando la vida era mucho más agradable.

Los de la mudanza llegaron a las once y tardaron nueve minutos en desmontar mi querida cama y arrojar las piezas en la parte posterior de su furgoneta. Mamá y yo fuimos con ellos hasta el nuevo edificio, donde encontré a papá y a Alex charlando con el portero -curiosamente, era la viva imagen de John Galliano-, con las cajas apiladas contra la pared del vestíbulo.

– Andy, menos mal que has llegado. El señor Fisher se niega a abrir el apartamento a menos que uno de los inquilinos esté presente -explicó mi padre con una amplia sonrisa-. Una postura encomiable -añadió guiñando un ojo al portero.

– ¿Todavía no ha llegado Lily? Dijo que estaría aquí a las diez o las diez y media.

– No la he visto. ¿Quieres que la llame? -preguntó Alex.

– Sí, será lo mejor. Entretanto yo subiré con el señor… Fisher para que podamos empezar a trasladar las cosas. Pregunta a Lily si necesita ayuda.

El señor Fisher esbozó una sonrisa que solo podía calificarse de lujuriosa.

– Por favor, ya somos como de la familia -dijo mirándome el pecho-. Llámame John.

Casi me atraganté con el café ya frío que tenía en la mano y me pregunté si el hombre venerado en el mundo entero por resucitar la marca Dior había muerto sin yo saberlo y se había reercarnado en mi portero.

Alex asintió y se limpió las gafas con la camiseta. Me encantaba ese gesto.

– Ve con tus padres. Yo la llamaré.

Una vez hechas las presentaciones, me pregunté si era bueno malo que mi padre hubiera trabado amistad con mi portero (diseñador), el hombre que, a partir de ese momento, conocería inevitablemente cada detalle de mi vida. El vestíbulo tenía buen aspecto, aunque era un poco retro. Era de piedra clara y tenía unos bancos de apariencia incómoda delante de los ascensores. Nuestro apartamento era el 8C y daba al sudoeste, lo cual, según había oído, era una buena cosa. John abrió la puerta con su llave maestra y retrocedió como un padre orgulloso.

– Aquí lo tienen -anunció con gesto grandilocuente.

Entré esperando que me asaltara un fuerte olor a azufre o tal vez murciélagos volando bajo el techo, pero el lugar estaba muy limpio y era increíblemente luminoso. La cocina, a mano derecha, constituía una franja del ancho de una persona con suelo de baldosas y decentes armarios de fórmica blancos. No había lavaplatos, claro, pero las encimeras imitaban el granito y había un microondas empotrado sobre el horno.

– Es genial -dijo mi madre al tiempo que abría la nevera-. Ya tiene cubiteras.

Los de la mudanza pasaron junto a nosotros arrastrando mi cama y quejándose por el esfuerzo.

La cocina daba a la sala de estar, que ya había sido dividida en dos por un tabique provisional para crear un segundo dormitorio. Eso significaba, naturalmente, que la sala se había quedado sin ventanas, pero no importaba. El dormitorio tenía un tamaño aceptable -sin duda mayor que el que acababa de dejar- y la puerta corredera que daba al balcón ocupaba toda una pared. El cuarto de baño, situado entre la sala de estar y el verdadero dormitorio, tenía azulejos rosas. En fin, qué se le iba a hacer. Podía considerarse un detalle kitsch. Entré en el verdadero dormitorio, bastante más grande que el de la sala, y miré alrededor. Armarito, ventilador de techo y una pequeña ventana mugrienta que daba directamente a un apartamento del edificio de enfrente. Lily había pedido esa habitación y yo había aceptado. Ella prefería disponer de espacio porque pasaba mucho tiempo estudiando en la habitación, mientras que yo prefería luz y la salida al balcón.

– Gracias, Lil -susurré pese a saber que no podía oírme.

– ¿Qué has dicho, cariño? -preguntó mamá acercándose por detrás.

– Oh, nada, que Lily ha hecho un buen trabajo. No sabía qué podía esperar, pero es genial, ¿no crees?

Noté que mi madre estaba buscando la forma más delicada de decirme algo.

– Sí, para ser Nueva York es un apartamento estupendo, aunque cuesta imaginar que se pueda pagar tanto por tan poco. ¿Sabes que tu hermana y Kyle solo pagan 1.400 al mes por un piso con aire acondicionado, dos plazas de aparcamiento, lavadora y secadora nuevas, tres dormitorios y dos cuartos de baño de mármol? -dijo, como si hubiera sido la primera en percatarse de ello.

Por 2.280 dólares podías conseguir una casita frente al mar en Los Angeles, una casa pareada de tres pisos en una calle arbolada de Chicago, un dúplex de cuatro dormitorios en Miami o un maldito castillo con foso en Cleveland. Sí, lo sabíamos.

– Y acceso al campo de golf, el gimnasio y la piscina -añadí-. Sí, lo sé pero, lo creas o no, esto es una ganga. Creo que aquí seremos muy felices.

Mamá me abrazó.

– Yo también lo creo, siempre y cuando no trabajes tanto que no puedas disfrutarlo -añadió.

Mi padre entró y abrió la bolsa de lona que llevaba arrastrando consigo toda la mañana y que yo suponía contenía su ropapara su partido de raquetball. En lugar de eso sacó una caja marrón con un rótulo en el centro que rezaba «Edición limitada». Scrabble. Una edición de coleccionista cuyo tablero estaba montado sobre una bandeja giratoria y los recuadros tenían los cantos elevados para que las letras no resbalaran. Llevábamos diez años admirándolo en tiendas de juegos de mesa, pero no habíamos encontrado ninguna ocasión que justificara su compra.

– ¡Oh, papá, no tenías por qué hacerlo! -Sabía que el tablero costaba más de doscientos dólares-. ¡Me encanta!

– Que lo disfrutes con buena salud -dijo abrazándome-. O mejor aún, dando una buena paliza a tu viejo. Recuerdo cuando te dejaba ganar. Tenía que hacerlo si no quería que te pasaras la noche enfurruñada, dando portazos por la casa. ¡En cambio ahora…! En fin, mis viejas neuronas están para el arrastre y no podría ganarte aunque quisiera. Aunque eso no significa que no vaya a ocurrir.

Me disponía a decirle que había tenido el mejor maestro cuando Alex entró. No parecía muy contento.

– ¿Qué ocurre? -le pregunté al ver que movía nerviosamente los pies.

– Nada, nada -mintió al tiempo que miraba en dirección a mis padres. Me lanzó una mirada de «aguarda» y agregó-: Toma, he subido una caja.

– Vayamos a por más -propuso mi padre a mi madre, encaminándose hacia la puerta-. Puede que el señor Fisher tenga un carro, así podríamos subir algunas de golpe. Volveré enseguida.

Miré a Alex y aguardamos a oír que las puertas del ascensor se cerraban.

– Acabo de hablar con Lily -dijo lentamente.

– No seguirá enfadada conmigo, ¿verdad? Ha estado muy rara toda la semana.

– No, no creo que sea eso.

– ¿Qué ocurre entonces?

– Verás, no estaba en casa…

– ¿Y dónde está? ¿En casa de un tío? No puedo creer que llegue tarde el día de su traslado.

Abrí una ventana para que el aire se llevara el olor a pintura.

– No, en realidad llamaba desde una comisaría. -Alex se miró los zapatos.

– ¿Desde dónde? ¿Está bien? ¡Dios mío! ¿La han atracado? ¿Violado? Tengo que ir a verla.

– Andy, Lily está bien. La han detenido -explicó en voz baja, como si estuviera comunicando a unos padres que su hijo tenía que repetir curso.

– ¿Que la han arrestado?

Me esforcé por conservar la calma, pero me di cuenta de que estaba gritando cuando ya era demasiado tarde. Mi padre entró en ese momento tirando de un carro enorme que amenazaba con volcarse bajo el peso de las cajas mal apiladas.

– ¿A quién han arrestado? -preguntó inopinadamente.

Alex habló antes de que pudiera inventar una mentira plausible.

– Estaba contando a Andy que anoche dijeron en la tele que una de las chicas de TLC había sido arrestada por tráfico de drogas. Nunca lo habría imaginado de ella…

Papá meneó la cabeza mientras examinaba la habitación, seguramente preguntándose desde cuándo a Alex o a mí nos interesaban tanto las cantantes de rap como para hablar de ellas.

– Estoy pensando que la única forma de poner la cama es con la cabecera contra la pared del fondo -comentó-. Y hablando de cama, voy a ver qué hacen los de la mudanza. No entiendo por qué tardan tanto.

En cuanto la puerta del apartamento se hubo cerrado, me abalancé literalmente sobre Alex.

– ¡Deprisa, cuéntame qué ocurrió!

– Andy, estás chillando y no es para tanto; de hecho es hasta gracioso. -Rió entornando los ojos y por un segundo me recordó a Eduardo. Puaj.

– Alex Fineman, más vale que me digas ahora mismo qué le ha pasado a mi mejor amiga…

– De acuerdo, cálmate. -Era evidente que disfrutaba con la situación-. Anoche salió con un tipo al que llamó Chico del Aro Lingual. ¿Le conocemos?

Le miré enfurecida.

– El caso es que salieron a cenar y después Chico del Aro Lingual la acompañó a casa a pie. Lily pensó que sería divertido hacerle un destape frontal en medio de la calle. «Sexy», dijo ella, para despertar su interés.

Imaginé a Lily desenvolviendo un caramelo de menta y saliendo del restaurante tras una cena romántica, para luego abrirse de golpe la blusa frente al tipo que había pagado para que alguien le pasara un caramelo por el aro de la lengua. Joder.

– No, no puede ser…

Alex asintió, esforzándose por no sonreír.

– ¿Me estás diciendo que mi amiga fue arrestada por enseñar las tetas? Eso es ridículo. Estamos en Nueva York. ¡En el trabajo no paro de ver a mujeres con el pecho prácticamente al aire! -Estaba chillando otra vez, pero no podía evitarlo.

– El culo. -Alex se miró los zapatos. Estaba tan rojo que yo no sabía si era de vergüenza o de contener la risa.

– ¿Cómo?

– El pecho no, el culo. De hecho, todo de cintura para abajo. Por delante y por detrás. -Finalmente exhibió una sonrisa de oreja a oreja y temí que fuera a hacerse pipí.

– Dime que no es cierto -gemí mientras me preguntaba en qué lío se había metido mi amiga-. ¿Y un policía la vio y la arrestó?

– No. Dos niños la vieron y avisaron a su madre…

– Dios…

– La madre le pidió que se subiera los pantalones, y Lily le dijo lo que podía hacer con su opinión. Entonces la mujer fue a buscar a un poli que había cerca.

– Basta, te lo ruego, basta.

– Todavía no te he contado lo mejor. Cuando la mujer y el poli llegaron, Lily y Chico del Aro Lingual se lo estaban montando en la calle, según ella con mucha pasión.

– ¿Me estás hablando de mi amiga Lily Goodwin? ¿Me estás diciendo que mi dulce y adorable amiga de octavo se dedica ahora a desnudarse y a montárselo por las esquinas? ¿Con tíos que llevan aros en la lengua?

– Andy, cálmate. Lily está bien, de veras. En realidad el policía la detuvo porque le hizo un gesto feo con el dedo cuando le preguntó si era cierto que se había bajado los pantalones…

– Dios mío, no puedo seguir escuchando. Esto debe de ser lo que se siente siendo madre.

– Pero la han soltado con una advertencia y va camino de su casa para descansar. Debía de estar muy borracha para atreverse a tratar de ese modo a un poli. No te preocupes. Cuando acabemos con la mudanza, iremos a verla si quieres.

Alex se dirigió al carro que mi padre había dejado en medio de la sala y procedió a descargar las cajas. Yo no podía esperar, tenía que saber cómo estaba Lily. Atendió la llamada al cuarto tono, justo antes de que saliera el buzón de voz, como si hubiera estado dudando si contestar.

– ¿Estás bien? -pregunté en cuanto oí su voz.

– Hola, Andy. Espero no haber fastidiado la mudanza. No me necesitas, ¿verdad? Lo siento mucho.

– Eso no me preocupa, me preocupas tú. ¿Estás bien? -Caí en la cuenta de que probablemente había pasado la noche en comisaría, dado que era por la mañana y acababan de soltarla-. ¿Has pasado la noche allí? ¿En la cárcel?

– Sí, supongo que así es, pero no ha estado tan mal, nada que ver con las películas. Dormí en un cuarto con otra chica inofensiva que estaba allí por algo igualmente estúpido. Los agentes se enrollaron bien. Nada de barrotes ni cosas así. -Lily soltó una risa forzada.

Procuré apartar de mi mente la imagen de la dulce y hippie Lily en una celda inundada de orina, acorralada por una lesbiana iracunda y posesiva.

– ¿Dónde estaba entretanto Chico del Aro Lingual? ¿Dejó que te pudrieras en la cárcel? -Antes de que Lily pudiera contestar, pensé: ¿Dónde estaba yo? ¿Por qué no me llamó?

– Se portó muy bien, se…

– Lily, ¿por qué…?

– … ofreció a quedarse conmigo e incluso llamó al abogado de sus padres.

– Lily. ¡Lily, para un momento! ¿Por qué no me llamaste? Sabes que habría ido corriendo y no me habría movido de allí hasta que te hubieran soltado. ¿Por qué? ¿Por qué no me llamaste?

– Andy, eso ya no importa. No fue tan horrible, te lo juro. No puedo creer que haya sido tan estúpida. Créeme, se acabaron esas curdas, no merecen la pena.

– ¿Por qué? ¿Por qué no me llamaste? Estuve en casa toda la noche, hubiera llegado en un santiamén.

– No importa, en serio. No llamé porque supuse que estabas trabajando o demasiado cansada y no quería molestarte. Y menos aún un viernes por la noche.

Traté de hacer memoria sobre lo que había hecho esa noche y lo único que recordaba con claridad fue ver Dirty dancing en TNT por sexagesimoctava vez. Y de todas las veces, esa fue la primera que me dormí antes de que Johnny anunciara que «no permitiré que nadie te arrincone, Baby» y la levantara literalmente del suelo, hasta que el doctor Houseman confiesa que sabe que Johnny no fue el que metió en un aprieto a Penny, le da una palmada en la espalda y besa a Baby, que acaba de reclamar el nombre de Frances. Yo veía esa escena como un factor determinante en mi identidad.

– ¿Trabajando? ¿Pensabas que estaba trabajando? ¿Y qué importa lo cansada que esté cuando tú necesitas ayuda? Lil, no lo entiendo.

– Andy, déjalo ya, ¿vale? Trabajas sin parar día y noche, y a veces hasta los fines de semana, y cuando no estás trabajando estás quejándote del trabajo. Y lo entiendo, porque sé que tu trabajo es muy duro y tu jefa una lunática, pero no iba a ser yo quien interrumpiera tu noche del viernes sabiendo que podías estar descansando o divirtiéndote con Alex. Él dice que apenas te ve y no quería robarle ese momento. Si te hubiera necesitado de verdad te habría llamado, y sé que habrías venido corriendo. Pero te juro que no fue tan desagradable. Por favor, ¿podemos dejarlo ya? Estoy agotada y necesito una ducha y una cama.

Mi estupor era tal que no me permitía hablar, pero Lily interpretó mi silencio como aceptación.

– ¿Sigues ahí? -preguntó después de que me pasara casi treinta segundos buscando las palabras adecuadas para disculparme, explicarme o lo que fuera-. Oye, acabo de llegar a casa. Necesito dormir. ¿Te importa si te llamo luego?

– Eh, no, claro -balbuceé-. Lil, lo siento muchísimo. Si alguna vez te he dado la impresión de que no puedes…

– Andy, basta. No pasa nada, todo va bien. Hablaremos más tarde.

– De acuerdo, que duermas bien. Llámame si puedo hacer algo…

– Descuida. Por cierto, ¿qué te parece el apartamento?

– Es estupendo, Lil, en serio. Has hecho un gran trabajo, es mejor de lo que había imaginado. Estaremos muy a gusto aquí.

Mi propia voz me sonó forzada y era evidente que estaba hablando por hablar, por retener a Lily en el teléfono para asegurarme de que nuestra amistad no había sufrido un revés inexplicable pero irreparable.

– Estupendo. Me alegro mucho de que te guste. Espero que a Chico del Aro Lingual también -bromeó, aunque su voz sonaba forzada.

Colgamos y me quedé en medio de la sala contemplando el teléfono hasta que mamá entró para anunciar que nos invitaba a comer a Alex y a mí.

– ¿Qué ocurre, Andy? ¿Y dónde está Lily? Suponía que necesitaría ayuda con sus cosas, pero tendré que irme a las tres. ¿Viene hacia aquí?

– Mmm, no, ayer se puso enferma. Llevaba varios días notándose rara. Probablemente haga el traslado mañana. Acabo de hablar con ella por teléfono.

– ¿Seguro que está bien? ¿Crees que deberíamos ir a verla? Esa chica siempre me ha dado mucha pena, sin unos padres de verdad, sin otra familia que esa excéntrica anciana que tiene por abuela. -Posó una mano en mi hombro, como si quisiera recalcar lo doloroso de la situación-. Es afortunada de tenerte como amiga. De no ser por ti, estaría sola en el mundo.

Mi voz quedó atrapada en la garganta, pero al cabo de unos segundos conseguí hablar.

– Supongo que tienes razón. Pero está bien, de veras. Solo necesita dormir. Vamos a comprar unos bocadillos, ¿de acuerdo? El portero dice que hay una charcutería muy buena a cuatro manzanas de aquí.


– Despacho de Miranda Priestly -dije con mi habitual tono de aburrimiento que esperaba transmitiera mi desdicha a quienquiera que se atrevía a interrumpir mi tiempo de correo electrónico.

– Hola, ¿eres Em-em-em-Emily? -tartamudeó una voz femenina al otro lado de la línea.

– No, soy Andrea, la nueva ayudante de Miranda.

– Ah, la nueva ayudante de Miranda -berreó la extraña voz-. ¡La chica más afortunada del m-m-m-mundo! ¿Qué te parece tu trabajo hasta ahora con la personificación del mal?

Mi atención se agudizó. Eso era nuevo. En los meses que llevaba trabajando en Runway no había conocido a una sola persona que hablara mal de Miranda con tanta audacia. ¿Lo decía en serio? ¿Era un trampa?

– Trabajar en Runway está siendo una experiencia inolvidable -me oí balbucear-. Es un trabajo por el que darían un ojo de la cara millones de chicas. -¿Era yo quien acababa de decir eso?

Se hizo el silencio y después oí un chillido de hiena.

– ¡J-j-j-der, es genial! -La mujer rió hasta atragantarse-. ¿No me digas que te ha encerrado en su estudio del West Village y te ha privado de todo lo G-g-gucci hasta haberte lavado el cerebro lo bastante para que digas gilipolleces como esa? ¡F-f-f-fantás-tico! ¡Esa mujer es una obra de arte! Pues bien, Señorita de la Experiencia Inolvidable, me habían llegado rumores de que Miranda había contratado esta vez a una lacaya con coco, pero ya veo que los rumores, como siempre, son infundados. ¿Te gustan los c-c-c-conjuntos de Michael Kors y los abrigos de pieles de J. Mendel? Si es así, cielo, te irá bien. Y ahora pásame a la flacucha de tu jefa.

Me hallaba en un dilema. Mi primer impulso fue mandarla al cuerno, decirle que no me conocía, que era fácil darse cuenta de que intentaba compensar su tartamudez con una actitud desdeñosa, pero sobre todo quería acercar el auricular a mis labios y susurrar: «Soy una prisionera aún más desesperada de lo que imaginas. Por favor, ven a rescatarme de este infierno donde te lavan el cerebro. Tienes razón, es exactamente como lo has descrito, ¡pero yo soy diferente!». Con todo, no pude hacer ni una cosa ni otra, pues llegué a la conclusión de que no tenía ni idea de quién era la dueña de esa voz profunda y tartamuda.

Respiré hondo y decidí replicarle punto por punto, salvo en el tema de Miranda.

– El caso es que adoro a Michael Kors, pero debo decirte que no precisamente por sus conjuntos. Las pieles de J. Mendel son aceptables, si bien una verdadera chica Runway, o sea, con un gusto discriminador e impecable, preferiría de lejos algo confeccionado a medida por George Polegeorgis de Madison. Ah, y en el futuro te rogaría que utilizaras el término «ayudante» en lugar de algo tan duro e implacable como «lacaya». Y ahora, como es natural, me encantaría corregir cualquier suposición errónea que quieras hacer, pero quizá debería preguntar primero con quién estoy hablando.

– Touché, nueva ayudante de Miranda, touché. Tal vez tú y yo p-p-podamos ser amigas, después de todo. No m-m-m-me gustan los robots que suele contratar Miranda, pero eso no importa porque ella tampoco me gusta. Me llamo Judith Masón y, por si no lo s-s-s-sabes, escribo cada mes l-l-l-los artículos sobre viajes. Ahora dime, dado que todavía eres relativamente nueva: ¿se ha acabado la luna de miel?

Guardé silencio. ¿Qué quería decir con eso? Era como hablar con una bomba de relojería.

– ¿Y bien? Te hallas en ese momento fabuloso en que llevas el tiempo suficiente para que todo el mundo sepa tu nombre, pero no lo bastante para que hayan descubierto y explotado tus puntos flacos. Es una sensación muy dulce, créeme. Trabajas en un lugar muy especial.

Antes de que yo pudiera decir algo añadió:

– Basta de j-j-juegos, mi nueva amiga. No te molestes en decir a Miranda que soy yo porque nunca acepta mis llamadas. Creo que el tartamudeo la irrita. Solo asegúrate de anotar mi nombre en el Boletín para que pueda ordenar a alguien que me llame. Gracias, c-c-cariño. -Clic.

Colgué y me eché a reír. Emily levantó la vista de una relación de gastos de Miranda y me preguntó quién era. Cuando le dije que era Judith, puso los ojos tan en blanco que pensé que no volverían a emerger.

– Menuda bruja. En serio, no entiendo por qué Miranda se digna hablarle siquiera, aunque no acepta sus llamadas, así que no tienes que molestarte en comunicarle que está al teléfono. Anótala en el Boletín y Miranda pedirá a alguien que la llame.

Por lo visto Judith conocía mejor que yo el funcionamiento interno de nuestra oficina.

Hice doble clic en el icono «Boletín» de mi iMac turquesa y revisé el contenido. El Boletín era el elemento principal de la oficina de Miranda Priestly y, según había comprobado, su única razón de vivir. Desarrollado muchos años atrás por una ayudante nerviosa y compulsiva, no era más que una carpeta que Emily y yo compartíamos y donde anotábamos cada nuevo mensaje, idea o pregunta. Acto seguido, imprimíamos el texto actualizado y lo prendíamos de la tablilla sujetapapeles que descansaba sobre el estante de mi mesa después de retirar la última versión. Miranda consultaba la lista cada diez minutos mientras Emily y yo tecleábamos, imprimíamos y enganchábamos como posesas las llamadas que iban entrando. Como no podíamos acceder simultáneamente al Boletín, a veces la una susurraba a la otra que lo cerrara para poder escribir un mensaje. A continuación lo imprimíamos cada una en su impresora y nos abalanzábamos sobre la tablilla sin saber cuál de los dos era más reciente hasta que nos encontrábamos cara a cara.

– El último mensaje de Judith sobre el mío -dije, agotada por la tensión de tener que terminar el Boletín antes de que Miranda llegara.

Eduardo había telefoneado desde seguridad para avisarnos de que estaba subiendo. Sophy aún no había llamado, pero sabíamos que no tardaría.

– Yo tengo al conserje del Ritz de París después de Judith -exclamó con tono triunfal Emily mientras prendía su hoja en la tablilla.

Volví a mi mesa con mi Boletín de cuatro segundos de antigüedad y lo hojeé. En los números de teléfono no estaban permitidos los guiones, solo los puntos. Las horas debían llevar dos puntos en lugar de uno, y se redondeaban al cuarto más cercano. Los números de teléfono aparecían en una línea aparte para que se vieran mejor. Las horas significaban que alguien había llamado. La palabra «nota» recogía algo que Emily o yo teníamos que decirle (dado que dirigirnos a ella sin que ella se dirigiera primero a nosotras era impensable, la información importante iba al Boletín). «Recordatorio» era algo que Miranda probablemente nos había dejado en el buzón de voz entre la una y las cinco. En el caso de que no tuviéramos más remedio que referirnos a nosotras, debíamos hacerlo en tercera persona.

Miranda nos pedía a menudo que averiguáramos la hora y el número exactos en que podía encontrar a determinada persona. En ese caso se nos planteaba el problema de si el fruto de nuestras indagaciones debía aparecer como «nota» o «recordatorio». Recuerdo que una vez pensé que el Boletín parecía salido de una revista de sociedad, pero los nombres de los superricos, los super-modistos y los superimpresionantes en general habían dejado de destacar como «especiales» en mi insensibilizado cerebro. En mi nueva realidad Runway, la secretaria de relaciones sociales de la Casa Blanca tenía para mí tanto interés como el veterinario que necesitaba hablar con Miranda sobre la dieta del cachorro (soñaba si creía que Miranda le devolvería la llamada).


Jueves, 8 de abril

7:30. Simone ha llamado desde la oficina de París. Ha decidido con el Sr. Testino las fechas para las fotos de Río y las ha confirmado con el agente de Giselle, pero necesita hablar de la ropa contigo. Por favor, llámala.

011.33.1.55.91.30.65


8:15. Ha llamado el Sr. Tomlinson. Está en el móvil. Por favor, llámale.

nota: Andrea ha hablado con Bruce. Dice que al espejo grande de tu vestíbulo le falta una pieza decorativa de yeso en el ángulo superior izquierdo. Ha localizado un espejo idéntico en un anticuario de Burdeos. ¿Quieres que te lo pida?

8:30. Jonathan Colé ha llamado. Se va a Melbourne el sábado y le gustaría aclarar cuál es su cometido antes de marcharse. Por favor, llámale.

555.7700

Recordatorio: Llamar a Karl Lagerfeld sobre la fiesta de la Modelo del Año. Estará esta noche en su casa de Biarritz a partir de las 20:00-20:30, su hora local.

011.33.1.55.22.06.78: casa

011.33.1.55.22.58.29: estudio

011.33.1.55.22.92.69: chófer

011.33.1.55.66.76.33: número de su ayudante en París, por si no lo encuentras.

9:00. Natalie, de Glorious Foods, ha llamado para preguntar si prefieres el Vacherin relleno de praliné de bayas o de compota templada de ruibarbo. Por favor, llámala.

555.9887

9:00. Ingrid Sischy ha llamado para felicitarte por tu número de abril. Dice que la portada es «espectacular, como siempre», y quiere saber quién se encargó de la composición de las fotos de belleza. Por favor, llámala.

555.6246: despacho

555.8833: casa

nota: Miho Kosudo ha llamado para disculparse por no haber entregado el centro de flores a Damien Hirst. Asegura que estuvieron cuatro horas esperando fuera de su edificio, como no había portero tuvieron que irse. Probarán de nuevo mañana.

9:15. El Sr. Samuels ha llamado. No estará localizable hasta después del almuerzo, pero quiere recordarte la reunión de padres y profesores de esta noche en Horace Mann. Antes le gustaría comentar contigo el proyecto de historia de Caroline. Por favor, llámale después de las 14:00, pero antes de las 16:00.

555.5932

9:15. El Sr. Tomlinson ha vuelto a llamar. Ha pedido a Andrea que haga una reserva para cenar después de la reunión de padres y profesores. Por favor, llámale. Está en el móvil.

NOTA: Andrea ha hecho una reserva para ti y el Sr. Tomlinson a las 20:00 de esta noche en La Caravelle. Rita Jammet dice que está deseando volver a verte y encantada de que hayáis elegido su restaurante.

9:30. Donatella Versace ha llamado. Dice que todo está confirmado para tu visita. ¿Necesitarás a alguien más además de un chófer, un cocinero, un entrenador, un peluquero, un maquillador, un ayudante personal, tres sirvientas y un capitán de yate? De ser así, comunícaselo, por favor, antes de que parta hacia Milán. También facilitará móviles, pero no podrá reunirse contigo porque se estará preparando para los desfiles.

011.3901.55.27.55.61

9:45. Judith Masón ha llamado. Por favor, devuélvele la llamada.

555.6834

Arrugué la hoja y la arrojé a la papelera, donde inmediatamente se empapó del resto del tercer capuchino de la mañana de Miranda. Hasta el momento, un día relativamente normal por lo que al Boletín se refería. Me disponía a entrar en Hotmail para ver si alguien me había escrito cuando Miranda entró en la oficina. ¡Maldita Sophy! Había vuelto a olvidarse de avisar.

– Espero que el Boletín esté actualizado -dijo fríamente sin mirarnos ni indicar de ningún modo que era consciente de nuestra presencia.

– Lo está, Miranda -aseguré, tendiéndoselo para que no tuviera que alargar el brazo.

Tres palabras, me dije, confiando en que fuera un día de no más de setenta y cinco palabras por mi parte. Se quitó su cazadora de visón, tan suntuosa que tuve que frenarme para no hundir la cara en ella, y la arrojó sobre mi mesa. Mientras me dirigía al armario para colgar ese magnífico animal muerto frotándolo discretamente contra mi mejilla, noté algo frío y mojado: todavía había gotitas de aguanieve en el pelo. Qué apropiado.

Retiré la tapa del tibio capuchino y coloqué cuidadosamente en el plato el grasiento beicon, las salchichas y el brioche con queso. Entré de puntillas en el despacho y deposité la bandeja discretamente sobre una esquina del escritorio. Miranda estaba escribiendo una nota en su papel Dempsey and Carroll y habló tan bajito que casi no la oí.

– An-dre-aaa, necesito comentar contigo la fiesta de pedida. Coge una libreta.

Asentí con la cabeza al tiempo que me daba cuenta de que asentir no contaba como una palabra. La fiesta de pedida ya me estaba amargando la existencia y todavía faltaban unas semanas, pero, como Miranda iba a ausentarse durante dos semanas para asistir a los desfiles de Europa, su planificación había sido el tema principal de los últimos días. Regresé al despacho con una libreta y un bolígrafo, preparada para no comprender una sola palabra de lo que Miranda me dijera. Pensé en la posibilidad de sentarme, pues me resultaba mucho más cómodo tomar notas en esa posición, pero me contuve.

Miranda suspiró como si la tarea fuera tan agotadora que temiera no poder terminarla y tiró del pañuelo Hermés que había trenzado a modo de pulsera en torno a su muñeca.

– Localiza a Natalie, de Glorious Foods, y dile que prefiero la compota de ruibarbo. No dejes que te convenza de que tiene que hablar conmigo directamente, porque no es cierto. Habla con Miho y asegúrate de que han entendido mis órdenes en cuanto a las flores. Ponme a Roben Isabell al teléfono antes del almuerzo para hablar de los manteles, las tarjetas y las bandejas. Y con esa chica del Met para ver cuándo puedo ir a comprobar que todo se hará correctamente, y pídele que me envíe por fax la disposición de las mesas para que pueda planificar los asientos. Eso es todo por ahora.

Había dicho todo eso sin dejar de escribir ni un momento, y cuando terminó de hablar me pasó la nota para su envío. Acabé de hacer las anotaciones en mi libreta confiando haberlo entendido todo correctamente, lo cual, dados el acento y la rapidez con que hablaba Miranda, no siempre era fácil.

– Bien -murmuré aumentando a cuatro el Total de Palabras Dirigidas a Miranda, y me di la vuelta para marcharme.

Tal vez hoy no llegue a cincuenta, pensé. Noté que examinaba el tamaño de mi trasero y por un momento barajé la posibilidad de volverme y caminar de espaldas como haría un judío ortodoxo en el Muro de las Lamentaciones. En lugar de eso, traté de deslizarme hacia la seguridad de mi mesa mientras imaginaba a miles y miles de hasidim, vestidos de negro Prada, caminando hacia atrás alrededor de Miranda Priestly.

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