Capítulo 19

– Un capuchino grande con vainilla, por favor -pedí a un camarero al que no conocía en el Starbucks de la Cincuenta y siete.

Habían pasado casi cinco meses desde la última vez que estuve allí haciendo equilibrios con una bandeja de cafés y pastas y luchando por llegar al despacho de Miranda antes de que me despidiera por coger aire. Al recordarlo pensé que era mucho mejor que me hubieran despedido por gritarle «vete a la mierda» que por llevarle dos terrones de azúcar blanco en lugar de sin refinar.

¿Quién habría dicho que Starbucks tenía semejante rotación de personal? No había una sola persona detrás de la barra cuya cara sonara, y eso hacía que la época en que solía ir allí me pareciera aún más lejana. Me alisé el pantalón negro de buen corte, aunque no de diseño, y me aseguré de que la vuelta de los bajos no estuviera manchada de aguanieve. Aunque sabía que toda la plantilla de una revista de moda concreta estaría en total desacuerdo conmigo, en mi opinión tenía un aspecto estupendo para ser mi segunda entrevista. No solo sabía ya que nadie iba con traje a las revistas, sino que un año en el mundo de la moda había penetrado, supongo que por simple osmosis, en mi cabeza.

El capuchino estaba casi demasiado caliente, pero me estaba sentando de maravilla en ese día frío y húmedo de invierno en que el sombrío cielo de la tarde cubría la ciudad como un gigantesco granizado. Normalmente los días como ese me deprimían. Después de todo era uno de los días más deprimentes del mes más deprimente del año (febrero), uno de esos días en que hasta los optimistas preferirían quedarse en la cama y los pesimistas no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir sin un puñado de Zoloft. Starbucks, no obstante, tenía una iluminación cálida y el público justo, así que me acomodé en una de las enormes butacas verdes y procuré no pensar en quién había sido el último que había frotado su pelo grasiento en el respaldo.

Durante los últimos tres meses Loretta se había convertido en mi mentora, mi paladina, mi salvadora. Habíamos congeniado en la primera reunión y desde entonces se portaba muy bien conmigo. Nada más entrar en su espacioso pero abarrotado despacho y ver que estaba -¡caramba!- gorda, tuve la extraña sensación de que iba a adorarla. Me invitó a sentarme y leyó lo que yo había escrito durante la semana: artículos irónicos sobre los desfiles de moda, un cuento perverso sobre las experiencias de la ayudante de una celebridad y una historia sensible sobre qué hay que hacer -y qué no hay que hacer- para cargarse una relación de tres años con alguien a quien amas pero con quien no puedes estar. Parecía irreal -casi repugnante- lo mucho que Loretta y yo congeniamos desde el principio, la naturalidad con que compartíamos nuestras pesadillas sobre Runway (yo todavía sufría algunas; la última tenía una parte especialmente espantosa en que la policía parisina de la moda mataba de un tiro a mis padres por llevar pantalones cortos en la calle y Miranda conseguía adoptarme legalmente), la rapidez con que nos dimos cuenta de que éramos la misma persona, solo que con siete años de diferencia.

Como había tenido la brillante idea de llevar toda mi ropa Runway a una de esas arrogantes tiendas de segunda mano de Madison Avenue, era una mujer rica y podía permitirme escribir por una miseria. Había esperado durante largo tiempo a que Emily o Jocelyn llamaran para decirme que iban a enviar a un mensajero a fin de que recogiera la ropa, pero no lo hicieron. Por lo tanto, era toda mía. Empaqueté todas las prendas salvo un vestido de Diane von Furstenburg. Mientras revisaba el contenido de mis cajones, que Emily había vertido en unas cajas y enviado a mi casa, tropecé con la carta de Anita Álvarez, aquella donde expresaba su adoración por todo lo relacionado con Runway. Había sido mi intención mandarle un vestido fabuloso, pero nunca había encontrado el momento. Así pues, envolví el vestido de Diane von Furstenburg en papel de seda, añadí unos Manolo y escribí una nota falsificando la firma de Miranda, talento que me alegré de comprobar que aún poseía. Llegaría con unos meses de retraso, me dije, pero al menos la muchacha sabría, por una vez, qué se siente al poseer algo bonito. Mejor aún, sabría que a alguien le importaba. Lo envié por correo desde la ciudad para que no sospechara que no provenía de Runway.

Exceptuando el vestido, el ceñidísimo y sexy vaquero D &G y el bolso acolchado con cadena que regalé a mi madre («Oh, cariño, es precioso, ¿de qué marca dices que es?»), vendí hasta el último top, pantalón, bota y sandalia. La cajera llamó a la dueña de la tienda y ambas decidieron que era preferible cerrar durante unas horas para tasar la mercancía. Solo el juego de viaje Louis Vuitton -dos maletas grandes, una bolsa de mano y un baúl enorme- me proporcionó seis de los grandes, y cuando terminaron de susurrar, examinar y reír salí del local con un talón de 38.000 dólares. Eso significaba, según mis cálculos, que podía pagar el alquiler y alimentarme durante un año mientras intentaba afianzarme en eso de la escritura. A continuación Loretta entró en mi vida y la mejoró al instante.

Ella ya había decidido comprarme cuatro textos: una reseña, dos artículos de quinientas palabras y el relato de las dos mil palabras. Sin embargo, lo que más me entusiasmaba era su extraña obsesión por ayudarme a hacer contactos y conocer a gente de otras revistas que podían estar interesadas en aceptarme como colaboradora. De ahí que ese día de invierno me hallara en Starbucks, preparándome para regresar a Elias-Clark. Loretta había tenido que insistir mucho para convencerme de que Miranda no me acosaría en cuanto yo entrara en el edificio ni me derribaría con un dardo envenenado. Sin embargo, estaba nerviosa. No paralizada de miedo como en los viejos tiempos, cuando el corazón me daba un vuelco con solo oír el móvil, pero algo asustada ante la posibilidad -por remota que fuera- de verla. O de ver a Emily. O, ya puestos, a cualquiera, salvo a James, que me había apoyado.

Por alguna razón que desconozco, Loretta había llamado a una vieja compañera de habitación del college que estaba a cargo de la sección de la City del Buzz y le dijo que había descubierto a una escritora promesa. O sea, yo. Me había conseguido una entrevista para ese día y hasta advirtió a la mujer de que Miranda me había despedido, pero su amiga se echó a reír y repuso que si se negaran a contratar a la gente que Miranda despedía, apenas tendrían escritores.

Terminé el capuchino, recogí con renovada energía la carpeta que contenía mis artículos y me dirigí -esta vez con calma, sin un móvil incansable ni una bandeja repleta de cafés- al edificio Elias-Clark. Una ojeada desde la acera me indicó que no había ayudantes de moda de Runway entre el gentío del vestíbulo y procedí a introducir mi cuerpo en la puerta giratoria. Nada había cambiado durante mi cinco meses de ausencia. Divisé a Ahmed detrás de la caja registradora del quiosco. Un enorme cartel anunciaba que Chic ofrecía una fiesta en Spa ese fin de semana. Aunque hubiera debido firmar en recepción, caminé instintivamente hasta los torniquetes y al instante una voz familiar se puso a cantar I can't remember if I cried when I read about bis widowed bride, but something touched me deep inside, the day, the music died. And we were singing… «American Pie». Qué encanto, pensé, era la canción de despedida que nunca llegué a cantar. Me volví y vi a Eduardo, tan grande y sudoroso como siempre, sonriendo. Pero no a mí. Delante del torniquete más próximo al mostrador había una chica increíblemente alta y delgada, de pelo negro azabache y ojos verdes, que lucía unos pantalones de rayas superceñidos y explosivos y un top que dejaba al descubierto el ombligo. Estaba haciendo equilibrios con una bandeja de Starbucks con tres cafés, una bolsa repleta de periódicos y revistas, tres perchas de las que pendían tres conjuntos completos y una bolsa de lona con las iniciales «MP». Su móvil empezó a sonar al tiempo que yo caía en la cuenta de lo que estaba ocurriendo. Parecía tan aterrada que pensé que iba a echarse a llorar pero, en vista de que sus repetidas embestidas contra el torniquete no daban su fruto, suspiró profundamente y empezó a cantar «American Pie». Cuando miré de nuevo a Eduardo, esbozó una rápida sonrisa en mi dirección y me guiñó un ojo. A continuación, mientras la morenita terminaba de cantar, me dejó pasar como si fuera alguien importante.


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