Capítulo 18

– ¡Jill, deja de llamar a gritos a tu hermana! -vociferó mi madre a su vez-. Creo que todavía duerme. -Acto seguido, una voz aún más fuerte llegó desde el pie de la escalera hasta mi habitación-. ¿Andy, estás dormida?

Abrí un ojo y miré el reloj. Las ocho y cuarto de la mañana. Dios mío, ¿a qué venía tanto escándalo?

Estuve unos minutos dando vueltas en la cama antes de reunir la energía suficiente para incorporarme, y cuando finalmente lo hice todo mi cuerpo suplicó un poco más de sueño, solo un poco más.

– Buenos días. -Lily sonrió a unos centímetros de mi cara cuando se volvió para mirarme-. Cómo madruga la gente por aquí.

Jill, Kyle y el bebé estaban en casa por Acción de Gracias, de modo que Lily había tenido que dejar el antiguo dormitorio de Jill y mudarse al plegatín de mi infancia, que actualmente estaba desplegado y casi al mismo nivel que mi cama de matrimonio.

– ¿De qué te quejas? Pareces encantada de estar despierta e ignoro por qué.

Lily estaba apoyada sobre un codo, leyendo un periódico y bebiendo una taza de café que levantaba constantemente del suelo.

– Llevo horas despierta oyendo el llanto de Isaac.

– ¿Ha estado llorando? ¿En serio?

– No puedo creer que no lo hayas oído. No ha parado desde las seis y media. Es una monada, Andy, pero eso de despertarse tan pronto tiene que terminar.

– ¡Chicas! -volvió a gritar mi madre-. ¿Estáis despiertas? ¿Hay alguien ahí? No me importa que sigáis durmiendo, pero necesito saber cuántos gofres debo descongelar.

– Por favor, Lil, díselo tú. Creo que voy a matarla. -A continuación me volví hacia la puerta cerrada de mi habitación-: Todavía estamos dormidas, ¿no lo ves? Profundamente dormidas, y seguro que seguiremos así cuatro horas más. ¡No oímos los llantos del niño, tus gritos ni nada! -vociferé antes de hundirme de nuevo en la cama.

Lily rió.

– Cálmate -dijo de una manera muy impropia de ella-. Simplemente están contentos de que estés en casa y yo, por una vez, me alegro de estar aquí. Además, son solo dos meses y nos tenemos la una a la otra. No es tan horrible.

– ¿Dos meses? Solo ha pasado uno y ya estoy lista para pegarme un tiro.

Me quité la camiseta -una de las de entrenamiento de Alex- y me puse un jersey de algodón. Los tejanos que había usado durante las últimas semanas estaban hechos una pelota al lado de mi armario. Al deslizarlos por mis caderas noté que empezaban a apretarme. Ahora que ya no tenía que engullir sopas a toda prisa ni subsistir únicamente a base de cigarrillos y Starbucks, había recuperado los cinco kilos que perdiera cuando trabajaba en Runway. Y lo cierto era que me daba igual. Creía a Lily y a mis padres cuando me decían que parecía sana, no gorda.

Lily se puso unos pantalones de chándal encima de los calzones con los que había dormido y se ató un pañuelo sobre los rizos. Con la frente despejada, las marcas rojas provocadas por las astillas del parabrisas se veían aún más, pero ya se le habían caído los puntos y el médico había prometido que las cicatrices, de quedarle alguna, serían mínimas.

– Vamos -dijo al tiempo que asía las muletas apoyadas contra la pared que la acompañaban allí adonde iba-. Se marchan hoy, así que puede que esta noche durmamos como es debido.

– Mamá no dejará de gritar hasta que bajemos, ¿verdad? -farfullé agarrando a Lily del codo para ayudarla a levantarse.

El yeso del tobillo derecho estaba firmado por toda mi familia y Kyle había dibujado irritantes mensajes de parte de Isaac.

– Verdad.

Mi hermana apareció en la puerta con el bebé en brazos. Isaac tenía la barbilla cubierta de babas y ahora reía.

– Mirad quién ha venido -trinó Jill dando saltitos-. Isaac, dile a la tía Andy que no gruña tanto, que nos iremos muy pronto. ¿Harás lo que te dice mamá, cariño? ¿Lo harás?

Isaac soltó un estornudo encantador y Jill le miró como si acabara de hacerse un hombre y hubiera recitado un soneto de Shakespeare.

– ¿Has visto eso, Andy, lo has oído? Oh, mi pequeño es lo más bonito del mundo.

– Buenos días -dije, y besé a mi hermana en la mejilla-. Sabes que no quiero que te vayas, ¿verdad? E Isaac puede quedarse si encuentra la forma de dormir entre las doce de la noche y las diez de la mañana. Hasta Kyle puede quedarse si promete no hablar. ¿Lo ves? En esta casa somos muy tolerantes.

Lily había bajado y saludado a mis padres, que ya estaban vestidos para ir a trabajar y se estaban despidiendo de Kyle.

Me hice la cama, metí debajo la de Lily y le ahuequé la almohada antes de guardarla en el armario. Había salido del coma antes de que yo bajara del avión y fui la primera en verla despierta después de Alex. Le hicieron un montón de pruebas en todas las partes imaginables del cuerpo pero, exceptuando los puntos de la cara, el cuello y el pecho, y la rotura de tobillo, estaba perfectamente. Como es lógico, tenía un aspecto lamentable -exactamente el que esperarías de alguien que se ha echado un baile con un vehículo que venía de frente-, pero se movía con agilidad, y su alegría resultaba casi irritante en una persona que acababa de pasar por tan amarga experiencia.

Fue idea de mi padre que realquiláramos nuestro apartamento los meses de noviembre y diciembre y nos fuéramos a vivir con ellos. Aunque la perspectiva no me entusiasmaba, la ausencia de salario no me dejaba otra opción. Además, Lily pareció agradecer la oportunidad de salir de la ciudad un tiempo y dejar atrás todas las preguntas y rumores que tendría que afrontar en cuanto volviera a ver a alguien conocido. Introdujimos el piso en craislist.com como «apartamento de vacaciones» ideal para disfrutar de Nueva York y, para nuestro desconcierto y asombro, una pareja sueca cuyos hijos vivían en la ciudad nos pagó el precio que pedíamos, a saber, seiscientos dólares más al mes de lo que pagábamos nosotras. Los trescientos dólares mensuales que cada una recibía nos bastaban para vivir, sobre todo teniendo en cuenta que mis padres nos pagaban la comida, la lavandería y el uso de un destartalado Camry. Los suecos tenían previsto marcharse después de Año Nuevo, justo a tiempo para que Lily comenzara su semestre y yo me pusiera a hacer, en fin, algo.

Emily había sido la encargada de despedirme oficialmente. No es que yo hubiera dudado de mi situación laboral después de la pequeña rabieta, pero imagino que Miranda se había quedado demasiado lívida para dar una última estocada. La cosa había durado poco más de cuatro minutos y transcurrido con la implacable eficiencia Runway que tanto me gustaba.

Había conseguido subir a un taxi y quitarme la bota izquierda de mi dolorido pie cuando sonó el teléfono. El corazón, como es lógico, me dio un vuelco, pero cuando recordé que acababa de decir a Miranda lo que podía hacer con su «Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad» comprendí que no podía ser ella. Un rápido cálculo de los minutos transcurridos (uno para que Miranda cerrara la boca y recuperara la calma ante todas las ayudantes de moda que estaban mirando, otro para que localizara su móvil y llamara a Emily a casa, un tercero para comunicarle los detalles sórdidos de mi inaudito arrebato y otro para que Emily le asegurara que «se haría cargo de todo»). Sí, aunque el identificador de llamadas no servía para las conferencias, sabía quién era.

– Hola, Em, ¿cómo estás? -pregunté casi cantando mientras me frotaba el pie, procurando que no tocara el suelo mugriento del taxi.

Mi tono jovial la desconcertó.

– ¿Andrea?

– Sí, soy yo. ¿Qué quieres? Tengo un poco de prisa, así que…

Pensé en preguntarle directamente si había llamado para despedirme, pero decidí darle un respiro por una vez. Me preparé para la perorata que estaba segura iba a soltarme -cómo has podido fallarle, fallarme, fallar a Runway, al mundo de la moda, bla, bla, bla-, pero no llegó.

– Sí, claro. Bueno, verás, acabo de hablar con Miranda… -Su voz se apagó, como si esperara que yo continuara por ella y le dijera que todo había sido un gran error, que no se preocupara porque había conseguido repararlo en los últimos cuatro minutos.

– Y supongo que te ha contado lo ocurrido.

– Mmm, sí. Andy, ¿qué está pasando?

– Creo que soy yo quien debería preguntártelo a ti, ¿no te parece? -Silencio-. Escucha, Em, intuyo que me has telefoneado para despedirme. No te preocupes, sé que no eres tú quien ha tomado la decisión. Dime, ¿te ha llamado Miranda para pedirte que te deshagas de mí?

Aunque hacía meses que no me sentía tan ligera, me descubrí conteniendo la respiración, preguntándome si, por algún golpe de suerte o de infortunio, Miranda había respetado que la hubiera enviado a la mierda.

– Sí, me ha pedido que te comunique que estás despedida desde este mismo instante y que le gustaría que te marcharas del Ritz antes de que ella regrese del desfile.

Lo dijo con suavidad y cierto pesar. Quizá fuera por las muchas horas, días y semanas que le esperaban buscando y formando de nuevo a alguien, pero intuí que había algo más.

– Vas a echarme de menos, ¿verdad, Em? Venga, dilo, no pasa nada, no se lo diré a nadie. Por lo que a mí respecta, esta conversación nunca ha tenido lugar. No quieres que me vaya, ¿verdad?

Milagro donde los haya, se echó a reír.

– ¿Qué le dijiste? No paraba de repetir que fuiste una grosera, pero no pude sacarle nada más.

– Oh, probablemente sea porque la mandé a la mierda.

– ¡No!

– Has llamado para despedirme. Te digo la verdad.

– Dios.

– Mentiría si te dijera que no ha sido el momento más satisfactorio de mi patética vida, aunque es cierto que acaba de despedirme la mujer más poderosa del mundo editorial. No solo no puedo pagar mi hinchada MasterCard, sino que las probabilidades de trabajar en otras revistas parecen muy escasas. Quizá debería intentar trabajar para uno de sus enemigos. Estarían encantados de contratarme, ¿no crees?

– Desde luego. Envía tu curriculum a Anna Wintour. Nunca se han llevado demasiado bien.

– Mmm, lo pensaré. Oye, Em, nada de rencores, ¿de acuerdo?

Ambas sabíamos que no teníamos absolutamente nada en común salvo Miranda Priestly pero, siempre que nos lleváramos bien, estaba dispuesta a seguirle la corriente.

– Claro -mintió ella, sabedora de que yo acababa de entrar en la estratosfera superior de los parias sociales.

Las probabilidades de que en adelante Emily admitiera ante alguien que me conocía eran nulas, pero no me importaba. Quizá al cabo de diez años, cuando ella estuviera sentada en la primera fila del desfile de Marc Jacobs y yo siguiera comprando en Filene y cenando de Benihana, nos reiríamos de todo lo ocurrido. No, probablemente no.

– Me encantaría seguir hablando, pero ahora mismo estoy hecha un lío. No sé muy bien qué hacer. Tengo que encontrar la forma de regresar a casa cuanto antes. ¿Crees que puedo utilizar mi billete de vuelta? Miranda no puede despedirme y dejarme colgada en un país extranjero, ¿verdad?

– Es evidente que tiene razones para hacerlo, Andrea -afirmó. ¡Ajá, un último golpe! Me alegraba saber que en realidad todo seguía igual-. Después de todo, has sido tú quien ha dejado el trabajo, quien la ha obligado a que te despida. Pero no creo que Miranda sea una persona vengativa. Carga a la tarjeta el precio del cambio de vuelo y ya encontraré la forma de justificarlo.

– Gracias, Em, te lo agradezco de veras.

– Buena suerte, Andrea.

– Gracias. Y buena suerte a ti también. Algún día serás una fantástica redactora de moda.

– ¿De veras lo crees? -preguntó ilusionada.

Ignoro por qué la opinión de la mayor perdedora del mundo de la moda era para ella tan importante, pero parecía muy, muy complacida.

– Claro. No me cabe la menor duda.

Christian llamó en cuanto hube colgado. Se había enterado de lo ocurrido. Increíble. No obstante, el placer que experimentó al oír los sórdidos detalles, sumado a las promesas e invitaciones que me hizo, volvió a producirme náuseas. Le dije con toda la tranquilidad que pude reunir que en ese momento tenía muchas cosas en que pensar, que no me llamara, que ya me pondría en contacto con él cuando me apeteciera, si es que me apetecía.

Como en el hotel aún no sabían que me habían echado del trabajo, monsieur Renuad y el resto del personal se desvivieron conmigo cuando les comuniqué que un problema familiar me obligaba a regresar de inmediato a Nueva York. Solo hizo falta media hora para que un pequeño ejercito de empleados me reservara una plaza en el siguiente vuelo a Nueva York, me hiciera las maletas y me subiera a una limusina con el bar hasta los topes rumbo a Charles de Gaulle. El conductor era muy charlatán, pero apenas le presté atención; quería disfrutar de mis últimos momentos como la ayudante peor-pagada-pero-más-contenta del mundo libre. Me serví una última copa de champán muy seco y bebí un largo trago. Había tardado doce meses y medio, 44 semanas y unas 3.080 horas de trabajo en comprender -de una vez para siempre- que convertirme en el reflejo de Miranda Priestly no me parecía una buena idea.

En lugar de un chófer uniformado sosteniendo un letrero, al salir de la aduana encontré a mis padres, que se alegraron mucho de verme. Nos abrazamos y, una vez superado el estupor que les produjo mi indumentaria (vaqueros D &G apretados y muy gastados con sandalias de tacón de aguja y una blusa totalmente transparente, atuendo que correspondía a la categoría miscelánea, subcategoría hasta y desde el aeropuerto, y era, de lejos, el atuendo más adecuado para el avión que me habían proporcionado), me dieron una buenísima noticia: Lily ya estaba despierta y consciente. Fuimos directos al hospital, donde la propia Lily hizo comentarios sobre mi vestimenta en cuanto me vio entrar.

Como es lógico, debía hacer frente al problema legal. Después de todo, había conducido por encima del límite de velocidad en dirección contraria bajo los efectos del alcohol. No obstante, como nadie más había sufrido heridas de consideración, el juez se había mostrado sumamente clemente y, aunque siempre quedaría reflejado en su permiso de conducir, solo la habían condenado a recibir asesoramiento antialcohólico y a lo que parecían tres décadas de servicio comunitario. No habíamos hablado mucho del tema -todavía no le hacía gracia admitir que tenía un problema-, pero la había acompañado en coche al East Village para su primera sesión de terapia en grupo, y al salir reconoció que no había sido «excesivamente sensiblera». Un «auténtico palo», fue como la describió, pero cuando enarqué las cejas y la obsequié con una mirada especialmente feroz -a lo Emily-, comentó que había algunos tíos monos y que no le haría ningún mal salir con alguien sobrio por una vez en su vida. Mis padres la habían convencido de que se sincerara con el rector de Columbia, gesto que le pareció aterrador pero que al final resultó muy acertado. El hombre no solo le permitió retirarse a medio semestre sin suspenderla, sino que dio su aprobación para que la oficina de becas trasladara la solicitud de ese trimestre al siguiente.

La vida de Lily y nuestra amistad se hallaban de nuevo en el buen camino, mas no podía decir lo mismo con respecto a Alex. Cuando llegué al hospital, lo encontré sentado junto al lecho de Lily, y nada más verlo deseé que mis padres no hubieran tenido la delicadeza de esperar en la cafetería. Nos saludamos con tirantez y hablamos mucho de Lily, pero media hora más tarde, cuando se puso la chaqueta y se despidió agitando una mano, todavía no habíamos intercambiado una sola palabra sobre nosotros. Le llamé cuando llegué a casa, pero conectó el buzón de voz. Probé unas cuantas veces más y colgué. Hice un último intento antes de acostarme. Esta vez Alex contestó, pero parecía receloso.

– ¡Hola! -saludé con un tono adorable.

– Hola.

Era evidente que Alex no estaba para historias.

– Oye, sé que Lily también es tu amiga y que habrías hecho eso por cualquier persona, pero no imaginas lo agradecida que te estoy por todo lo que has hecho, por dar conmigo, ayudar a mis padres y pasarte tantas horas en el hospital. Lo digo en serio.

– Cualquier persona haría eso por un ser querido que está sufriendo. No tiene importancia.

Con eso estaba insinuando, naturalmente, que cualquier persona haría eso salvo alguien que solo sabe mirarse el ombligo, como yo.

– Alex, por favor, ¿no podríamos hablar…?

– No. No podemos hablar de nada ahora mismo. Me he pasado un año entero esperando poder hablar contigo, a veces hasta te lo supliqué, pero no parecías muy interesada. A lo largo de estos meses he perdido a la Andy de la que me había enamorado. No sé muy bien cómo ocurrió ni cuándo, pero está claro que no eres la misma persona que antes de encontrar ese trabajo. Mi Andy jamás habría considerado la posibilidad de elegir un desfile de moda, una fiesta o lo que fuera en lugar de estar al lado de una amiga que la necesitaba, que la necesitaba de verdad. Me alegro de que hayas venido y sabes que era lo que debías hacer, pero necesito tiempo para averiguar qué pasa conmigo, contigo, con nosotros. Esto no es nada nuevo, Andy, al menos para mí. Hace mucho tiempo que está ocurriendo, pero has estado demasiado ocupada para darte cuenta.

– Alex, no me has concedido ni un solo segundo para que pueda explicarte cara a cara qué han supuesto para mí todos estos meses. Tal vez tengas razón, tal vez me haya convertido en una persona totalmente diferente, aunque lo dudo. En todo caso, si he cambiado, no creo que haya sido solo para peor. ¿Tanto nos hemos alejado?

Alex era mi mejor amigo, incluso más que Lily, pero hacía muchísimos meses que no era mi novio. Comprendí que él tenía razón y que había llegado el momento de reconocerlo.

Respiré hondo y dije lo que sabía que era cierto aunque no me gustara:

– Tienes razón.

– ¿La tengo? ¿Estás de acuerdo conmigo?

– Sí. He sido muy egoísta e injusta contigo.

– ¿Y ahora qué? -preguntó con tono resignado pero no herido.

– No lo sé. ¿Dejamos de hablarnos? ¿Dejamos de vernos? No tengo ni idea de cómo se hacen estas cosas. Pero quiero que seas parte de mi vida y no puedo imaginar no ser parte de la tuya.

– Yo tampoco, aunque me temo que tardaremos mucho tiempo en conseguirlo. No éramos amigos cuando empezamos a salir y ahora me resulta casi imposible imaginarnos solo como amigos. Pero quién sabe, puede que una vez que hayamos tenido tiempo para pensar…

Esa noche, después de colgar me eché a llorar, no solo por Alex, sino por todo lo que había cambiado durante el último año. Había entrado en Elias-Clark como una niña desorientada y mal vestida, y había salido como una semiadulta ligeramente curtida y mal vestida (si bien ahora era consciente de ello). Con todo, en el ínterin había tenido suficientes experiencias para desempeñar cien empleos. Y aunque mi curriculum mostraba ahora una «D» escarlata, aunque mi novio me había dejado, aunque me había marchado sin nada concreto salvo una maleta (bueno, cuatro maletas Louis Vuitton) repleta de fabulosas prendas de diseño, tal vez había merecido la pena.

Apagué el móvil, saqué una vieja libreta del instituto del cajón inferior de mi mesa y me puse a escribir.


Mi padre ya había huido a su despacho y mi madre se dirigía al garaje cuando bajé.

– Buenos días, cariño. ¡No sabía que estabas despierta! He de darme prisa porque tengo un alumno a las nueve. El avión de Jill despega a las doce y tendréis que salir con mucho tiempo de antelación porque será hora punta. Llevo encima el móvil por si ocurre algo. Ah, ¿cenaréis tú y Lily en casa esta noche?

– No lo sé. Acabo de levantarme y todavía no he tomado ni una taza de café. ¿Te importa que decida lo de la cena dentro de un rato?

Mamá, sin embargo, no se quedó a escuchar mi malhumorada respuesta; cuando abrí la boca, ya estaba saliendo por la puerta. Lily, Jill, Kyle y el bebé estaban sentados en torno a la mesa de la cocina leyendo diferentes secciones del Times. En el centro había una bandeja de gofres blandengues nada apetecibles, una botella de Aunt Jemima y un tubo de mantequilla. Lo único que al parecer habían probado era el café, que mi padre había comprado en su visita matutina a Dunkin Donuts, tradición nacida de su comprensible renuencia a ingerir todo aquello que preparara personalmente mi madre. Con ayuda del tenedor trasladé un gofre a un plato de papel y cuando fui a cortarlo se desmoronó en una masa pastosa.

– Esto es incomible. ¿Ha traído papá algún donut?

– Sí, los escondió en el armario que hay al lado de su despacho -explicó Kyle-. No quería que tu madre los viera. Si vas, trae toda la caja.

El teléfono sonó cuando me dirigía a rescatar el botín.

– ¿Diga? -contesté con mi mejor tono irritado.

Por fin había dejado de responder a las llamadas con un «Despacho de Miranda Priestly».

– Hola. ¿Está Andrea Sachs?

– Soy yo. ¿Con quién hablo?

– Andrea, hola, soy Loretta Andriano, de Seventeen Magazine.

El corazón me dio un vuelco. Había escrito un relato «ficticio» de dos mil palabras sobre una adolescente que está tan obsesionada por ingresar en el college que se olvida de su familia y amigos. Tardé dos horas enteras en escribir esa tontería, pero creo que conseguí darle las dosis adecuadas de humor y sentimentalismo.

– Hola, ¿cómo estás?

– Bien, gracias. Oye, me han pasado tu relato y he de decirte que me ha encantado. Hay que revisarlo, naturalmente, y el vocabulario necesita algunos retoques porque nuestros lectores son adolescentes, pero me gustaría que saliera en el número de febrero.

– ¿De veras?

No podía creerlo. Había enviado el cuento a una docena de revistas para adolescentes y, a renglón seguido, había escrito una versión algo más madura que mandé a cerca de veinticinco revistas femeninas, pero nadie me había respondido.

– Desde luego. Pagamos un dólar y medio por palabra, y necesitaré que rellenes algunos impresos para Hacienda. Ya has publicado otros relatos, ¿verdad?

– En realidad no, pero he trabajado en Runway.

No sé por qué pensé que eso iba a ayudarme, sobre todo porque lo único que había escrito allí habían sido cartas destinadas a intimidar a los demás, pero Loretta no pareció reparar en ese detalle.

– ¿En serio? Mi primer trabajo cuando terminé el college fue de ayudante de moda de Runway. Aprendí más en ese año que en los cinco siguientes.

– Fue toda una experiencia. Tuve suerte de entrar.

– ¿Qué puesto tenías?

– Era ayudante de Miranda Priestly.

– ¿De veras? Pobre, no lo sabía. Un momento, ¿eres la chica a la que despidieron en París?

Entonces me di cuenta de que había cometido un error. Page Six se había hecho eco del incidente a los pocos días de mi regreso, probablemente informado por una de las ayudantes que presenciaron mis terribles modales, pues habían citado mis palabras al pie de la letra. ¿Cómo era posible que hubiera olvidado que otras personas habían podido leerlo? Tuve el presentimiento de que Loretta se mostraría menos satisfecha con mi relato que tres minutos atrás, pero ya no podía hacer nada al respecto.

– Mmm, sí, pero no fue tan terrible como parece, en serio. El artículo de Page Six sacó las cosas de quicio.

– ¡Espero que no! Ya era hora de que alguien mandara a la mierda a esa mujer, y si fuiste tú, me quito el sombrero. Esa tía me amargó la vida durante el año que trabajé allí y ni siquiera crucé una sola palabra con ella. Oye, he de dejarte porque tengo un almuerzo, pero ¿qué te parece si fijamos una hora para vernos? Tendrás que venir a rellenar los impresos y me gustaría aprovechar la ocasión para conocerte. Trae cualquier otra cosa que creas que puede encajar con el estilo de la revista.

– Estupendo, me parece estupendo.

Quedamos el viernes siguiente a las tres. Colgué sin dar todavía crédito a lo que acababa de ocurrir. Kyle y Jill habían dejado al bebé con Lily mientras se arreglaban y hacían el equipaje, y el pequeño había iniciado un llanto que amenazaba con derivar en un berrido histérico. Lo levanté de su silla, lo apoyé sobre mi hombro y le froté la espalda a través del pijama. Por sorprendente que parezca, calló.

– Nunca adivinarías quién era -triné bailando por la habitación con Isaac-. Una redactora de la revista Seventeen. ¡Van a publicarme un relato!

– ¿En serio? ¿Van a publicar la historia de tu vida?

– No es mi historia, es la historia de Jennifer. Y solo son dos mil palabras, pero por algo se empieza.

– Lo que tú digas. Joven se obsesiona por alcanzar algo y acaba dejando de lado a todas las personas que quiere. La historia de Jennifer, claro. -Lily puso los ojos en blanco y sonrió.

– Eso no son más que detalles. El caso es que va a salir en el número de febrero y me pagarán tres mil dólares. ¿No es estupendo?

– Felicidades, Andy. Es un gran comienzo.

– Bueno, no es el New Yorker, pero no está mal para empezar. Si me encargan algunos relatos más, y también en otras revistas, tal vez signifique que voy camino de ser alguien. El viernes tengo una reunión con esa mujer. Me dijo que llevara otras cosas que haya escrito. Y no me preguntó si hablaba francés. Y detesta a Miranda. Creo que puedo trabajar con ella.

Acompañé a la pandilla de Texas al aeropuerto, compré dos menús bien grasientos en Burger King para Lily y para mí a fin de bajar los donuts del desayuno y pasé el resto del día, y el otro, y el otro, escribiendo cosas que enseñar a una Loretta que despreciaba a Miranda.

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