Capítulo 8

– No te vuelvas -dijo James con la boca tan quieta como la de un ventrílocuo-, pero diviso a Reese Witherspoon a las tres en punto.

Me volví rápidamente mientras James hacía una mueca de dolor. Efectivamente, allí estaba Reese, bebiendo champán y riendo con la cabeza echada hacia atrás. No quería dejarme impresionar, pero no pude evitarlo: era una de mis actrices favoritas.

– James, querido, me alegro tanto de que hayas venido a mi fiestecita -dijo un hombre guapo y delgado que se nos había acercado por detrás-. ¿Y a quién tenemos aquí?

Se besaron.

– Marshall Madden, el gurú del color, Andrea Sachs. Andrea es…

– La nueva ayudante de Miranda -terminó Marshall con una sonrisa-. Lo sé todo sobre ti, pequeña. Bienvenida a la familia. Espero que vengas a verme. Te prometo que juntos conseguiremos suavizar tu aspecto. -Deslizó delicadamente su mano por mi cabellera y alzó las puntas, que enseguida colocó al lado de las raíces-. Sí, un toque de color miel y serás la próxima supermodelo. Pide mi teléfono a James, ¿de acuerdo, encanto?, y ven a verme cuando tengas un momento. Probablemente sea más fácil decirlo que hacerlo -canturreó mientras se alejaba flotando en dirección a Reese.

James suspiró y le miró con admiración.

– Es un genio -afirmó-. Sencillamente el mejor. Lo más. Un hombre entre niños, como mínimo. Y guapísimo.

¿Un hombre entre niños? Qué extraño. Las veces que había oído esa expresión siempre me había imaginado a Shaquille O'Neal avanzando hacia la canasta frente a una pequeña resistencia, no a un experto en tintes.

– Es guapísimo, en eso estoy de acuerdo contigo. ¿Has salido con él?

Parecía la pareja perfecta: el redactor de belleza de Runway y el especialista en tintes más codiciado del mundo libre.

– Ojalá. Lleva cuatro años con el mismo tío, ¿puedes creerlo? Cuatro años. ¿Desde cuándo los gays guapos tienen permitido ser monógamos? ¡No es justo!

– Cuánta razón tienes. ¿Desde cuándo los hetero guapos tienen permitido ser monógamos? Claro que, si son monógamos conmigo, me parece justo.

Di una profunda calada a mi cigarrillo y dibujé un aro de humo casi perfecto.

– Reconócelo, Andy, te alegras de haber venido. Júrame que esta no es la mejor fiesta del mundo -exclamó con una sonrisa.

Había aceptado a regañadientes acompañar a James después de que Alex anulara nuestra cita, más que nada porque me insistió hasta la saciedad. Parecía prácticamente imposible que pudiera haber algo interesante en una fiesta que celebraba la publicación de un libro sobre mechas, pero tenía que reconocer que me había llevado una grata sorpresa. Cuando Johnny Depp se acercó a saludar a James, me sorprendió no solo que pareciera dominar por completo el inglés, sino que hubiera conseguido soltar algunos chistes graciosos. Y me satisfizo enormemente comprobar que Gisele, la más in de todas las chicas in del momento, era decididamente baja. Por supuesto, me habría gustado aún más descubrir que, en realidad, era achaparrada o tenía un problema de acné que le corregían en sus encantadoras fotos de portada, pero me conformaba con lo de la estatura. Hasta el momento, no había sido una mala hora y media.

– Yo no diría tanto -repuse inclinándome hacia él para echar un vistazo a Moby, que estaba en un rincón, cerca de la mesa que exhibía el libro, con la cara larga-. Pero no es tan repugnantecomo había imaginado. Además, después del día que he tenido me habría apuntado a un bombardeo.

Tras la brusca partida de Miranda, acaecida poco después de su brusca llegada, Emily me había informado de que esa noche sería la primera vez que llevaría el Libro a casa de Miranda. El Libro era un conjunto de hojas unidas por una espiral tan grueso como una guía telefónica donde se maquetaba y componía el número actual de Runway. Emily me explicó que en la oficina nadie realizaba ningún trabajo productivo hasta que Miranda se iba a casa, porque todo el personal artístico y editorial se pasaba el día consultándole cosas y ella cambiaba de parecer a cada hora. Por lo tanto, el verdadero trabajo de la jornada comenzaba cuando Miranda se marchaba, en torno a las cinco, para pasar un rato con las gemelas. El departamento artístico creaba su nueva composición e introducía las fotos que acababan de llegar, y el departamento editorial retocaba e imprimía el ejemplar que al fin, al fin, había obtenido la aprobación de Miranda con un enorme y rizado «MP» que cubría toda la portada. Los redactores enviaban los cambios del día al ayudante artístico, quien, horas después de que el resto del personal se hubiera ido, pasaba las imágenes, composiciones y palabras por una pequeña máquina que enceraba el envés de las hojas, y luego las pegaba en la página pertinente del Libro. Terminado el Libro -algo que podía ocurrir en cualquier momento entre las ocho y las once de la noche, según en la fase del proceso de producción en que nos encontráramos-, yo debía llevarlo a casa de Miranda, donde ella lo llenaba de marcas. Al día siguiente lo traía y el personal repetía todo el proceso.

Cuando Emily me oyó decir a James que le acompañaría a la fiesta, enseguida me interrumpió.

– Supongo que sabes que no puedes moverte de aquí hasta que el Libro esté terminado.

La miré sin comprender. Tuve la impresión de que James quería estrangularla.

– Debo decir que esta es la parte de tu trabajo que más me alegro de haberme sacado de encima. A veces se hace tardísimo, pero Miranda necesita verlo cada noche. Trabaja en casa. De todos modos, esta noche esperaré contigo para enseñarte cómo se hace, pero a partir de mañana lo harás sola.

– Gracias. ¿Tienes idea de cuándo estará acabado?

– No, cada noche es diferente. Tendrías que preguntarlo al departamento artístico.

El Libro se terminó a las ocho y media de la noche y, tras recogerlo de las manos de una ayudante artística de aspecto agotado, Emily y yo bajamos juntas hasta la calle Cincuenta y nueve. Ella portaba un montón de perchas con prendas envueltas en plástico recién salidas de la tintorería. Me explicó que la tintorería siempre acompañaba al Libro. Miranda llevaba su ropa sucia a la oficina y a mí me correspondía, qué afortunada, llamar a la tintorería y comunicarles que teníamos mercancía. Sin más tardar, la tintorería enviaba al edificio Elias-Clark un empleado que recogía las prendas y las devolvía en perfectas condiciones al día siguiente. Nosotras la guardábamos en el armario de nuestra oficina hasta que podíamos entregársela a Uri o llevarla personalmente al apartamento de Miranda. Mi trabajo era, intelectualmente, cada vez más estimulante.

– ¡Hola, Rich! -exclamó Emily con fingida alegría al tipo de la pipa que yo había conocido el primer día-. Te presento a Andrea. A partir de ahora ella llevará el Libro, así que asegúrate de darle un buen coche, ¿de acuerdo?

– Entendido, pelirroja. -El hombre se sacó la pipa de la boca y caminó hacia mí-. Cuidaré bien de la rubia.

– Genial. Ah, ¿puedes hacer que otro coche nos siga hasta el apartamento de Miranda? Andrea y yo vamos a sitios diferentes después de dejar el Libro.

Dos enormes Town Car aparecieron de la nada. El corpulento conductor del primero se bajó y nos abrió la portezuela. Emily subió primero, abrió de inmediato su móvil y dijo:

– A casa de Miranda Priestly, por favor.

El conductor asintió y partimos.

– ¿Es siempre el mismo chófer? -pregunté, intrigada por el hecho de que conociera la dirección.

Emily me indicó que callara mientras dejaba un mensaje a su compañera de piso y luego respondió:

– No, pero la compañía tiene un número limitado de conductores. Cada uno me ha acompañado al menos veinte veces, así que ya conocen el camino. -Y siguió marcando números.

Miré atrás y vi cómo el segundo Town Car imitaba nuestros giros y paradas.

Nos detuvimos delante del típico edificio con conserje de la Quinta Avenida: acera inmaculada, balcones cuidados y lo que se adivinaba como un precioso vestíbulo de iluminación cálida. Un hombre vestido de esmoquin y sombrero se acercó rápidamente al coche y nos abrió la portezuela. Emily bajó. Me pregunté por qué no le dejábamos el Libro y la ropa a ese señor. Según tenía entendido -y no era mucho, sobre todo en lo relativo a esa extraña ciudad-, para eso estaban los conserjes. O sea, que era su trabajo. Pero Emily me tendió un llavero de cuero Louis Vuitton que acababa de sacar de su bolso Gucci.

– Yo esperaré aquí y tú subirás las cosas. Es el ático A. Abre la puerta y deja el Libro sobre la mesita de la entrada y la ropa en los colgadores que hay al lado. No dentro del armario, sino al lado del armario. Luego desaparece. Ni se te ocurra llamar al timbre o golpear la puerta. A Miranda no le gusta que la molesten. Limítate a entrar y salir en silencio.

Emily me entregó las perchas y abrió de nuevo su móvil. Muy bien, seguro que puedo hacerlo. ¿Tanto teatro por un libro y unos pantalones?

El ascensorista me sonrió amablemente y pulsó el botón del ático después de hacer girar una llave. Parecía una esposa apaleada, harta y triste, como si ya no pudiera seguir luchando y se hubiera resignado a su desdicha.

– Esperaré aquí -dijo con voz queda y mirando el suelo-. Será cosa de un minuto.

La alfombra de los pasillos era granate y a punto estuve de caerme cuando un tacón se enganchó en el tejido. Las paredes estaban tapizadas con una tela de color crema de rayitas y contra la pared descansaba un banco de ante del mismo tono. En la doble puerta que tenía justo delante se leía «Ático B»; pero al volverme vi otra idéntica con el rótulo «Ático A». Hice un gran esfuerzo para no llamar al timbre. Recordando la advertencia de Emily introduje la llave en la cerradura. Giró con facilidad y antes de que pudiera arreglarme el pelo o preguntarme qué habría al otro lado me encontré en un espacioso vestíbulo, oliendo las chuletas de cordero más increíbles del mundo. Y allí estaba ella, llevándose delicadamente un tenedor a la boca, mientras dos niñas idénticas se gritaban de un lado al otro de la mesa y un hombre alto de aspecto desabrido, pelo cano y una nariz que le abarcaba toda la cara leía el periódico.

– Mamá, ¡dile que no puede entrar en mi habitación así como así y llevarse mis tejanos! No me hace caso -dijo una chiquilla a Miranda, que había bajado el tenedor y estaba bebiendo un sorbo de lo que supe era Pellegrino con lima, desde el lado izquierdo de la mesa.

– Caroline, Cassidy, ya basta. No quiero volver a oír hablar del tema. Gabriel, traiga más gelatina de menta.

Un hombre que deduje era el cocinero entró en la estancia con un cuenco de plata sobre una bandeja a juego.

Entonces me di cuenta de que llevaba casi treinta segundos observando cómo cenaban. Todavía no me habían visto, pero lo harían en cuanto me dirigiera a la mesita del vestíbulo. Aunque lo hice con cautela, noté que todos se volvían. Justo cuando me disponía a saludar recordé el ridículo que había hecho ese mismo día, durante mi primer encuentro con Miranda, tartamudeando y balbuceando como una idiota, así que mantuve la boca cerrada. Mesita, mesita, mesita. Ahí estaba. Dejo el Libro en la mesita. Y ahora la ropa. Miré frenéticamente alrededor en busca del lugar donde debía colgar la ropa de la tintorería, pero no lograba concentrarme. En la mesa se había hecho el silencio y notaba que todos me observaban. Nadie me saludó. A las niñas no pareció sorprenderles que hubiera una completa desconocida en su casa. Por fin vi un pequeño armario para abrigos detrás de la puerta y conseguí encajar cada percha en la barra.

– Dentro del armario no, Emily -oí decir a Miranda lenta y deliberadamente-. En los colgadores dispuestos para ese uso preciso.

– Oh… esto, hola. -¡Idiota! ¡Cierra el pico! Miranda no quiere que digas nada. ¡Limítate a hacer lo que te dice! Pero era superior a mí. Resultaba demasiado extraño que nadie hubiera dicho hola, que nadie se hubiera preguntado quién era yo o, por lo menos, hubiera dado muestras de haber notado que alguien acababa de entrar en su apartamento. ¿Y lo de Emily? ¿Bromeaba? ¿Estaba ciega? ¿Era posible que no distinguiera que yo no era la chica que llevaba casi dos años trabajando para ella?-. Soy Andrea, Miranda, tu nueva ayudante.

Silencio. Un silencio omnipresente, insoportable, interminable, ensordecedor, debilitador.

Sabía que no debía seguir hablando, sabía que estaba cavando mi propia tumba, pero no podía contenerme.

– Estooo, lamento la confusión. La colocaré en los colgadores, como has dicho, y me iré. -¡Deja de dar explicaciones! A ella le importa un pimiento lo que estés haciendo, simplemente hazlo y lárgate-. Ya está. Que aproveche. Ha sido un placer conocerles.

Me volví para irme y caí en la cuenta de que no solo estaba haciendo el ridículo, sino que además decía estupideces. ¿Un placer conocerles? Si ni siquiera me habían presentado.

– ¡Emily! -oí justo cuando mi mano alcanzaba el pomo de la puerta-. Emily, que esto no vuelva a suceder. No nos gustan las interrupciones.

El pomo giró solo y por fin me encontré en el rellano. La escena había durado menos de un minuto, pero tenía la sensación de haber cruzado el largo de una piscina olímpica buceando.

Me derrumbé en el banco y respiré hondo varias veces. ¡La muy bruja! La primera vez que me llamó Emily pudo ser un error, pero la segunda lo había hecho, sin duda, a propósito. ¿Qué mejor manera de humillar y marginar a alguien que insistir en llamarla por otro nombre después de haberse negado a advertir su presencia en su propia casa? Y puesto que yo ya era el ser vivo de menor rango en la revista, como Emily no había dejado de recordarme, ¿era realmente necesario que Miranda me lo recordase también?

Pensé en quedarme allí y pasarme la noche disparando balas mentales a las puertas del ático A, pero oí un carraspeo y al levantar la cabeza vi al triste ascensorista mirando el suelo y esperando pacientemente a que me uniera a él.

– Lo siento -dije, y entré en el ascensor arrastrando los pies.

– No se preocupe -susurró estudiando detenidamente el suelo de madera-. Se acostumbrará.

– ¿Qué? Perdone, no he oído lo que…

– Nada, nada. Ya hemos llegado, señorita. Buenas noches.

La puerta se abrió al vestíbulo, donde encontré a Emily hablando a voz en grito por el móvil. Al verme lo cerró.

– ¿Cómo ha ido? Supongo que bien.

Pensé en contarle lo ocurrido, deseé con todas mis fuerzas que fuera una compañera solidaria, que formáramos un equipo, pero sabía que solo podía esperar otro rapapolvo. Y en ese momento era lo último que me apetecía.

– Todo ha ido como la seda. Estaban cenando y me limité a dejar las cosas exactamente donde me dijiste.

– Bien. Harás eso cada noche. Luego el coche te llevará a casa. En fin, pásalo bien en la fiesta de Marshall. Me encantaría ir, pero tengo hora para depilarme las ingles y no puedo anularla. ¿Puedes creer que están a tope hasta dentro de dos meses? ¡En pleno invierno! Será por toda esa gente que hace vacaciones en esta época del año, ¿no crees? No entiendo por qué todas las mujeres de Nueva York necesitan que les depilen las ingles justo ahora. Es bien raro, pero qué se le va a hacer.

La cabeza me palpitaba al ritmo de su voz y tuve la impresión de que, independientemente de lo que hiciera o dijera, estaba condenada de por vida a oír hablar a Emily de la depilación de las ingles. Casi hubiera preferido que me gritara por haber interrumpido la cena de Miranda.

– Exacto, qué se le va a hacer. Bueno, debo irme. He quedado con James a las nueve y ya pasan diez minutos. ¿Nos vemos mañana?

– Sí. Ah, por cierto, ahora que ya te he formado, tú seguirás llegando a las siete, pero yo no entraré hasta las ocho. Miranda ya lo sabe. Se da por hecho que la primera ayudante llega más tarde porque trabaja mucho más. -Estuve en un tris de abalanzarme sobre su garganta-. Así pues, sigue la rutina de la mañana tal como te he enseñado. Llámame si es necesario, pero a estas alturas ya deberías saberlo todo. ¡Adiós!

Se subió al segundo coche que esperaba delante del edificio.

– ¡Adiós! -triné con una enorme y falsa sonrisa. El conductor hizo ademán de bajar del automóvil para abrirme la portezuela, pero le dije que podía entrar sola-. Al Plaza, por favor.

James me esperaba en las escaleras exteriores a pesar de que estábamos, como mucho, a seis grados bajo cero. Se había ido a casa para cambiarse de ropa y parecía muy delgado con sus pantalones de ante negro y una camiseta blanca de cordoncillo sin mangas que realzaba su moreno de bote.

– Hola, Andy. ¿Cómo ha ido la entrega del Libro?

Estábamos en la cola para dejar los abrigos y yo acababa de divisar a Brad Pitt.

– ¡Dios mío, no puedo creerlo! ¿Brad Pitt está aquí?

– Sí, porque Marshall se encarga del pelo de Jennifer, por lo que ella también debe de andar por aquí. Caray, Andy, la próxima vez deberás creerme cuando te diga que no debes separarte de mí. Vamos a pedir una copa.

Los descubrimientos de Reese se sucedieron. A la una ya me había tomado cuatro copas y estaba de palique con una ayudante de moda de Vogue. Hablábamos de la depilación de las ingles. Apasionadamente. Y no me molestaba. Caramba, me dije mientras sorteaba a la gente en busca de James y dirigía una enorme sonrisa a Jennifer Aniston al pasar a su lado. La fiesta no estaba nada mal, pero me notaba achispada, tenía que estar de vuelta en el trabajo en menos de seis horas y hacía casi veinticuatro que no pisaba mi casa. Así pues, cuando divisé a James ligando con uno de los encargados del tinte del salón de Marshall, me dispuse a desaparecer, pero entonces noté una mano en la cintura.

– Hola -dijo uno de los tíos más guapos que había visto en mi vida. Esperé a que se diera cuenta de que había abordado a la chica equivocada, que por detrás debía de parecerme a su novia, pero se limitó a sonreír todavía más-. No eres muy habladora que digamos.

– Ja, y supongo que decir «hola» te convierte a ti en un tipo elocuente.

¡Andy! Cierra el pico, me ordené para mis adentros. ¿Un hombre de lo más atractivo se te acerca en una fiesta llena de celebridades y lo espantas sin más? Sin embargo, no se mostró ofendido y, por imposible que pareciera, su sonrisa ganó en amplitud.

– Lo siento -añadí examinando mi copa casi vacía-. Me llamo Andrea. Sí, me parece un comienzo mucho mejor.

Tendí una mano y me pregunté qué quería.

– En realidad tu entrada me ha gustado. Yo soy Christian. Me alegro de conocerte, Andy

Se apartó un rizo negro del ojo izquierdo y bebió un trago de su botella de Budweiser. Su rostro me sonaba vagamente, pensé, pero no sabía de qué.

– ¿Bud? -pregunté señalando su mano-. Ignoraba que sirvieran algo tan vulgar en una fiesta como esta.

Christian soltó una carcajada campechana cuando yo solo había esperado una risita.

– Siempre dices lo que piensas, ¿eh? -Debí de mirarle con cara de apuro, porque volvió a sonreír y añadió-: No, no, es una virtud. Y una virtud que escasea, sobre todo en esta industria. No podía resignarme a beber champán de una minibotella con una pajita. Me resultaba un poco castrante. Así que el camarero me consiguió una de estas de la cocina.

Se apartó otro rizo, el cual volvió a cubrirle el ojo en cuanto retiró la mano. Sacó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo de su americana negra y me ofreció uno. Acepté y procedí a dejarlo caer con el fin de examinarle mientras me agachaba a recogerlo.

El cigarrillo aterrizó a unos centímetros de sus lustrosos mocasines de punta cuadrada con la inconfundible borla Gucci, y al subir observé que sus tejanos Diesel estaban perfectamente gastados y eran lo bastante largos y anchos por abajo para arrastrar un poco por la parte posterior del calzado, con el borde algo deshilachado por el roce continuo contra las suelas. Un cinturón negro, probablemente Gucci pero, por fortuna, no reconocible, sostenía los tejanos a la altura perfecta, o sea, justo por debajo de la cintura, y una sencilla camiseta blanca que, aunque podría haber sido Hanes, era sin lugar a dudas Armani o Hugo Boss resaltaba su hermosa piel bronceada. La americana negra parecía igual de cara y distinguida, puede que incluso confeccionada a medida para ajustarse a esa estructura de tamaño medio pero inexplicablemente sexy, pero eran sus ojos verdes lo que más llamaba la atención. Espuma de mar, pensé, recordando los viejos colores J. Crew que tanto nos gustaban en el instituto, o quizá, simplemente, verdiazul. La altura, la constitución, todo el conjunto me recordaba vagamente a Alex, solo que con mucho más estilo europeo y mucho menos Abercrombie. Un poco más moderno, un poco más guapo. Sin duda mayor, quizá unos treinta. Y probablemente demasiado astuto.

Extrajo un mechero y se acercó para asegurarse de que mi cigarrillo se encendía.

– ¿Y qué te trae a una fiesta como esta, Andrea? ¿Estás entre las pocas afortunadas que se ponen en manos de Marshall Madden?

– Me temo que no. Al menos por ahora, porque no se anduvo con rodeos cuando me insinuó que debería. -Me eché a reír y al momento comprendí que ansiaba desesperadamente impresionar a ese desconocido-. Trabajo en Runway y he venido con otro ayudante.

– ¿La revista Runway? Es un buen lugar para trabajar si te va el sadomasoquismo. ¿Te gusta?

No sabía si se refería al sadomasoquismo o al trabajo, pero consideré la posibilidad de que conociera ese mundillo lo bastante para saber que no era exactamente como parecía desde fuera. ¿Debería seducirle con la pesadilla de mi primera entrega del Libro? Ni hablar, no tenía ni idea de quién era ese tipo… Quizá trabajaba en algún departamento remoto de Runway que yo todavía no había visto, o tal vez para otra revista de Elias-Clark. O quizá, solo quizá, fuera uno de esos reporteros rastreros de Page Six contra los que Emily tanto me había prevenido. «Aparecen de repente -me había explicado con inquietud-, y tratan de hacerte decir algo jugoso sobre Miranda o Runway. Ten cuidado.» El Giro Paranoico de Runway volvió a asomar la cabeza.

– Sí. -Me eché a reír tratando de mostrarme natural y despreocupada-. Es un lugar extraño. No me va mucho la moda. En realidad preferiría escribir, pero supongo que no es un mal comienzo. ¿A qué te dedicas tú?

– Soy escritor.

– ¿De veras? Qué bien. -Confié en no haber expresado toda la condescendencia que sentía, pero resultaba muy irritante que todo el mundo en Nueva York se dijera escritor, actor, poeta o artista. Yo solía escribir en el periódico del college, pensé, y una vez, durante el bachillerato, hasta me publicaron un ensayo en la revista nacional de Hadassah. ¿Me convertía eso en escritora?-. ¿Qué escribes?

– Principalmente ficción, pero ahora mismo estoy trabajando en mi primera novela histórica. -Bebió otro trago y se apartó una vez más el maldito y adorable rizo.

«Primera» novela histórica implicaba que había otras novelas no históricas. Interesante.

– ¿De que trata?

Christian se detuvo a pensar y finalmente respondió:

– Es un relato contado desde el punto de vista de una joven ficticia sobre la vida en este país durante la Segunda Guerra Mundial. Todavía estoy investigando, transcribiendo entrevistas y cosas así, pero lo que he escrito hasta ahora no está mal. Creo que…

Siguió hablando, pero para entonces yo ya había desconectado. ¡Ostras! Había reconocido la descripción del libro al instante por un artículo del New Yorker que acababa de leer. Al parecer el mundo literario aguardaba con impaciencia su próxima aportación y no podía dejar de hablar del realismo con que describía a su protagonista. Por lo tanto, me hallaba en una fiesta charlando animadamente con Christian Collinsworth, el joven genio literario que había publicado su primer libro a los veinte años desde un cubículo de la biblioteca de Yale. Enloquecidos, los críticos habían asegurado que era uno de los logros literarios más trascendentales del siglo xx, y después escribió dos obras más, cada una de las cuales superó a la anterior en el tiempo de permanencia en la lista de libros más vendidos. El artículo del New Yorker incluía una entrevista donde el entrevistador aseguraba que Christian era «no solo una fuerza con muchos años por delante» en la industria literaria, sino una fuerza «poseedora de un tremendo atractivo, un estilo arrollador y un encanto tan natural que le garantizarían (ante la improbabilidad de que no lo hiciera su triunfo literario) una vida de éxito con las damas».

– Es genial -dije, de repente demasiado cansada para mostrarme aguda, divertida o adorable.

Ese tipo era un escritor famoso. ¿Qué demonios quería de mí? Probablemente matar el tiempo antes de que su novia llegara de un reportaje fotográfico por el que cobraba diez mil dólares al día. En cualquier caso, ¿qué importaba eso?, me pregunté con dureza. Por si lo has olvidado, Andrea, tienes un novio increíblemente bueno, compasivo y adorable. ¡Ya basta! Me inventé que tenía que llegar a casa cuanto antes y Christian me miró con regocijo.

– Te doy miedo -declaró con una sonrisa burlona.

– ¿Miedo? ¿Por qué ibas a darme miedo? A menos que haya alguna razón para tenerlo… -No pude evitar flirtear yo también. Me lo había puesto demasiado fácil.

Me cogió del codo y me hizo dar media vuelta con habilidad.

– Vamos, te dejaré en un taxi.

Antes de que pudiera decir que era capaz de llegar sola a casa, que me alegraba de conocerle pero que se olvidara si pensaba que podría subir a mi apartamento, me encontré a su lado en la escalinata enmoquetada del Plaza.

– ¿Necesitan un coche? -preguntó el portero cuando salíamos.

– Sí, por favor, para la señorita -respondió Christian.

– Ya tengo coche, está allí-dije señalando el tramo de la Cincuenta y ocho correspondiente al Paris Theatre, donde los Town Car estaban alineados.

No le miré, pero noté que esbozaba otra sonrisa. Una de esas sonrisas. Me acompañó hasta el automóvil, abrió la portezuela y columpió el brazo galantemente hacia el asiento.

– Gracias -dije, y le tendí la mano-. Ha sido un placer conocerte, Christian.

– Lo mismo digo, Andrea. -Entonces tomó la mano que yo había esperado que estrechara y la apretó contra sus labios, donde la dejó una fracción de segundo más de lo debido-. Espero que volvamos a vernos pronto.

Para entonces yo había conseguido sentarme sin tropezar ni humillarme de otras maneras y procuraba no sonrojarme pese a notar que ya era demasiado tarde. Christian cerró la portezuela y observó cómo se alejaba mi coche.

Esta vez no me pareció extraño que, aunque hasta hacía unas pocas semanas jamás había visto el interior de un Town Car, hubiese tenido uno a mi disposición durante las últimas seis horas, y que, a pesar de no haber conocido a nadie realmente famoso hasta la fecha, acabara de codearme con celebridades de Hollywood y el soltero literario más deseado de Nueva York me hubiera hocicado -eso era, hocicado- la mano. No, nada de eso importaba en realidad, me dije una y otra vez. Todo forma parte de ese mundillo, un mundillo al que no quieres pertenecer. No obstante, me miré fijamente la mano tratando de recordar al milímetro el modo en que me la había besado. Acto seguido metí el ofensivo miembro en el bolso y saqué el móvil. Mientras marcaba el número de Alex, me pregunté qué iba a decirle.

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