Capítulo 3

– Yo no veo tan claro que el trabajo sea tuyo -murmuró Alex, mi novio, mientras jugaba con mi pelo cuando descansé la dolorida cabeza en su regazo después de tan largo día.

Al terminar la entrevista había ido directa a su apartamento de Brooklyn. No quería dormir otra noche en el sofá de Lily y necesitaba contarle todo lo sucedido.

– Ni siquiera sé por qué lo quieres -añadió. Luego recapacitó-. En realidad me parece una oportunidad fabulosa. Si esa chica, Allison, empezó como ayudante de Miranda y ahora es redactora, está muy bien.

Hacía lo posible por fingir que se alegraba por mí. Llevábamos juntos desde nuestro primer año en Brown y conocía cada inflexión de su voz, cada mirada, cada gesto. Alex había empezado a trabajar en la escuela pública 277 del Bronx hacía unas semanas y estaba siempre tan cansado que apenas podía hablar. Aunque sus alumnos tenían apenas nueve años, no daba crédito a lo hartos y cínicos que se habían vuelto ya. Le repugnaba que hablaran con toda tranquilidad de mamadas, que conocieran diez palabras diferentes para referirse a la marihuana y que les encantara alardear de las cosas que robaban o de qué primo residía actualmente en la cárcel más dura. «Peritos Carcelarios», los llamaba Alex. Podrían escribir un libro sobre las sutiles ventajas de Sing Sing frente a Riker, pero no sabían leer una sola palabra escrita en inglés. Estaba buscando la forma de cambiar las cosas para mejor.

Deslicé una mano por debajo de su camiseta y comencé a rascarle la espalda. El pobre parecía tan desdichado que me sabía mal molestarle con los detalles de la entrevista, pero necesitaba hablar del tema con alguien.

– Soy consciente de que ese trabajo no tendrá nada que ver con la parte editorial, pero estoy segura de que podré escribir algo dentro de unos meses -dije-. Tú no crees que trabajar en una revista de moda sea una traición, ¿verdad?

Alex me estrechó el brazo y se tumbó a mi lado.

– Cielo, eres una escritora brillante y sé que lo harás de maravilla estés donde estés. Por supuesto que no es una traición. Es justicia. ¿No has dicho que si inviertes un año en Runway te ahorrarás tres años más como ayudante en otra revista?

Asentí con la cabeza.

– Eso dijeron Emily y Allison, que la compensación era automática. Logra trabajar un año para Miranda sin que te despida y con una llamada te conseguirá un empleo donde tú quieras.

– En ese caso, ¿cómo no vas a aceptar? En serio, Andy, trabajarás un año y conseguirás un puesto en el New Yorker. ¡Es lo que siempre has querido! Y por lo visto llegarás allí mucho antes haciendo esto que cualquier otra cosa.

– Tienes razón, tienes toda la razón.

– Además, eso significaría que vendrías a vivir a Nueva York, lo que reconozco me hace mucha ilusión. -Me dio uno de esos besos largos y perezosos que teníamos la sensación de haber inventado nosotros-. Deja de preocuparte tanto. Tú misma has dicho que no estás segura de que el puesto sea tuyo. Esperemos a ver qué pasa.

Preparamos una cena sencilla y nos dormimos viendo Letterman. Estaba soñando con abominables niños de nueve años que practicaban el sexo en el patio mientras bebían whisky y gritaban a mi dulce y adorable novio, cuando sonó el teléfono.

Alex descolgó el auricular y se lo llevó a la oreja, pero no se molestó en abrir los ojos ni la boca. Lo dejó caer a mi lado. Yo no estaba segura de poder reunir la energía necesaria para levantarlo.

– ¿Diga? -farfullé mientras miraba el reloj, marcaba las 7.15-. ¿Quién demonios podía llamar a esas horas?

– Soy yo -espetó Lily, muy enfadada.

– Hola. ¿Va todo bien?

– ¿Crees que te estaría llamando si todo fuera bien? Tengo una resaca tan descomunal que estoy a punto de palmarla. Cuando por fin consigo dejar de vomitar el tiempo suficiente para poder dormirme, va y me despierta una mujer asquerosamente animosa que dice trabajar en recursos humanos de Elias-Clark. Te está buscando. A las siete y cuarto de la puta mañana. Llámala y dile que pierda mi número.

– Lo siento, Lil. Le di tu número porque todavía no tengo móvil. ¡No puedo creer que haya llamado tan pronto! Me pregunto si eso es bueno o malo.

Agarré el inalámbrico, salí de la habitación y cerré sigilosamente la puerta tras de mí.

– Yo qué sé. Buena suerte. Llámame para contarme cómo te ha ido, pero no en las próximas horas, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. Gracias y perdona.

Miré de nuevo el reloj y no pude creer que estuviera a punto de tener una conversación de trabajo. Preparé la cafetera, esperé a que saliera el café y me llevé una taza al sofá. Había llegado la hora de telefonear, no tenía opción.

– Hola, soy Andrea Sachs -dije con firmeza, aunque la voz me traicionó con su ronquera de recién levantada.

– ¡Andrea, buenos días! Espero no haber llamado demasiado pronto -trinó Sharon con una voz rebosante de vida-. Estoy segura de que no, ¡sobre todo porque muy pronto también tú serás un pájaro madrugador! Tengo una gran noticia para ti. Has causado muy buena impresión a Miranda. Dijo que está deseando trabajar contigo. ¿No es fabuloso? Felicidades, querida. ¿Qué sensación tienes al ser la nueva ayudante de Miranda Priestly? Supongo que estás…

La cabeza me daba vueltas. Traté de despegarme del sofá para servirme más café, o agua, cualquier cosa que pudiera despejarme, pero solo conseguí hundirme aún más en los cojines. ¿Me estaba preguntando si quería el empleo? ¿Estaba haciendo una oferta formal? No entendía nada de lo que acababa de decir, salvo que había caído bien a Miranda.

– … encantada con la noticia. ¿Quién no lo estaría? Veamos, ¿qué te parece si empiezas el lunes? Podrías venir para una rápida sesión de orientación y luego te llevaré directa a la oficina de Miranda. Ella estará en los desfiles de París, pero será un gran momento para arrancar. Te permitirá familiarizarte con las demás chicas. ¡Son todas encantadoras!

¿Orientación? ¿Empezar el lunes? ¿Chicas encantadoras? Sus palabras se negaban a cuajar en mi debilitado cerebro.

– Mmm, me temo que no podré comenzar el lunes -repuse con calma a la única frase que había entendido, confiando en haber dicho algo lógico.

La pronunciación de esas palabras me había conmocionado hasta sumirme en un estado semiinconsciente. Había atravesado las puertas de Elias-Clark por primera vez el día anterior y ahora me despertaban de un sueño profundo para decirme que debía empezar a trabajar al cabo de tres días. Era viernes, eran las siete de la mañana, joder, ¿y querían que me incorporara el lunes? Empecé a intuir que la situación se me escapaba de las manos. ¿A qué venía tanta prisa? ¿Tan importante era esa mujer como para necesitarme de inmediato? ¿Y por qué la voz de Sharon sonaba como si temiera a Miranda?

No podía empezar el lunes. Carecía de domicilio. Tenía el campamento base en casa de mis padres, en Avon, el lugar al que había vuelto de mala gana después de licenciarme y donde había almacenado la mayoría de mis cosas antes de partir de viaje. Tenía toda la ropa para las entrevistas amontonada sobre el sofá de Lily. Me había esforzado por fregar los platos, vaciar sus ceniceros y comprar cajas de Haagen-Dazs para que no me odiara, pero pensaba que merecía un descanso con respecto a mi interminable presencia, de modo que los fines de semana acampaba en casa de Alex. Eso significaba que tenía la ropa de fin de semana y el juego de maquillaje en Brooklyn, el portátil y los trajes que no conjuntaban en Harlem y el resto de mi vida en Avon. No tenía apartamento en Nueva York y no entendía cómo podía saber todo el mundo que Madison Avenue subía pero Broadway bajaba. ¿Y quería que empezara el lunes?

– Mmm, me temo que este lunes no puedo porque ahora mismo no resido en Nueva York -me apresuré a explicar apretando el auricular con fuerza- y necesitaré un par de días para buscar apartamento, comprar algunos muebles e instalarme.

– En fin, supongo que no pasará nada por que empieces el miércoles -replicó ella con desdén.

Tras un breve forcejeo quedamos para el lunes de la semana siguiente, el 17 de noviembre. Eso me dejaba poco más de ocho días para buscarme un hogar, y amueblarlo, en uno de los mercados inmobiliarios más disparatados del mundo.

Colgué y me derrumbé de nuevo en el sofá. Me temblaban las manos y el teléfono se me cayó al suelo. Una semana. Disponía de una semana para incorporarme al trabajo que acababa de aceptar como ayudante de Miranda Priestly. ¡Un momento! Ya decía yo que algo me tenía mosca… En realidad no había aceptado ningún empleo porque no me habían hecho ninguna oferta formal. Sharon ni siquiera había pronunciado las palabras «Nos gustaría hacerte una oferta» porque daba por sentado que cualquier persona con un mínimo de inteligencia aceptaría sin vacilar. Casi me eché a reír en voz alta. ¿Se trataba de una táctica bélica perfeccionada? Espera a que la víctima entre en las profundidades del sueño REM después de una noche agitada y luego lánzale una noticia que va a cambiarle la vida. ¿O acaso Sharon había decidido que, tratándose de la revista Runway, cosas tan prosaicas como hacer una oferta de trabajo y aguardar a que la aceptara constituían una pérdida de tiempo y energía? Había dado por hecho que me pondría a dar saltos de alegría, que estaría feliz con esa oportunidad. Y, como siempre ocurría en Elias-Clark, tenía razón. Todo había sucedido tan deprisa que no había tenido tiempo de reflexionar. No obstante, presentía que era una oportunidad que no debía desperdiciar, un gran primer paso para llegar al New Yorker. Tenía que intentarlo. Ciertamente era una chica con suerte.

Reanimada al fin, apuré el café, preparé una taza para Alexy me di una ducha caliente. Cuando entré en el dormitorio, el se estaba incorporando.

– ¿Ya estás vestida? -preguntó mientras buscaba las gafas con montura de alambre, sin las cuales no veía ni torta-. ¿Ha llamado alguien esta mañana o lo he soñado?

– No lo has soñado -respondí deslizándome de nuevo entre las sábanas pese a llevar puestos unos vaqueros y un jersey de cuello alto. Procuré que mi pelo mojado no empapara la almohada-. Era Lily. La mujer de recursos humanos de Elias-Clark llamó a su casa porque les di su número. Y adivina qué.

– ¿Te han dado el trabajo?

– ¡Me han dado el trabajo!

– ¡Ven aquí! -exclamó Alex al tiempo que me abrazaba-. Estoy muy orgulloso de ti. Es una noticia estupenda.

– ¿Todavía piensas que es una buena oportunidad? Sé que ya lo hemos hablado, pero es que esa mujer ni siquiera me ha permitido decidir. Ha dado por sentado que quería el empleo.

– Es una oportunidad increíble. La moda no es lo peor de este mundo, puede que hasta te resulte interesante.

Puse los ojos en blanco.

– De acuerdo, me he pasado un poco -agregó-. Pero con Runway en el curriculum, una carta de esa Miranda y quizá hasta algunos artículos para cuando termine el año, podrás hacer lo que quieras. The New Yorker te suplicará que trabajes para ellos.

– Espero que tengas razón. -Me levanté y procedí a guardar mis enseres en la mochila-. ¿De veras que no te molesta que coja tu coche? Cuanto antes llegue a casa, antes estaré de vuelta, aunque tampoco importa mucho, porque me mudo a Nueva York. ¡No hay marcha atrás!

Como Alex tenía que ir a Westchester dos veces por semana para cuidar de su hermano pequeño porque su madre trabajaba hasta tarde, esta le había regalado su viejo coche, pero no lo necesitaría hasta el martes y yo pensaba estar de vuelta antes de ese día. Además, ya había planeado pasar el fin de semana en casa y ahora tendría una buena noticia que llevarme.

– Claro que no. Está a media manzana de aquí, en GrandStreet. Las llaves están sobre la mesa de la cocina. Llámame cuando llegues, ¿de acuerdo?

– Claro. ¿Seguro que no quieres venir? Habrá comida buena. Ya sabes que mi madre solo compra lo mejor.

– Es muy tentador. Sabes que iría, pero he quedado mañana con los profesores jóvenes para tomar algo. Pensé que eso nos ayudaría a trabajar como un equipo. Lo he organizado yo y no puedo faltar.

– Maldito bonachón, siempre creando buen rollo allí donde vas. Te odiaría si no te quisiera tanto.

Le di un beso.

– Exageras. Pásalo bien.

– Tú también. Adiós.

Encontré su pequeño Jetta verde al primer intento y solo tardé veinte minutos en dar con la alameda que me conduciría a la 95 Norte, que estaba muy despejada. Ah, cómo echaba de menos conducir. Hacía un frío que pelaba para ser noviembre, estábamos a un par de grados y había placas de hielo en las carreteras secundarias. No obstante, el sol brillaba y proyectaba esa luz de invierno que hace llorar a los ojos poco acostumbrados, y notaba el aire frío y limpio en los pulmones. Hice todo el trayecto con la ventanilla bajada, escuchando una y otra vez la banda sonora de Casi famosos. Me recogí el pelo húmedo en una coleta para que no me cubriera los ojos y me fui soplando los dedos de las manos para mantenerlos calientes, o por lo menos lo bastante calientes para poder sostener el volante. Había finalizado mis estudios hacía apenas seis meses y mi vida ya estaba a punto de dar un gran paso adelante. Miranda Priestly, hasta el día anterior una desconocida pero mujer poderosa, me había elegido para trabajar en su revista. Ahora tenía una buena razón para salir de Connec-ticut, mudarme a Manhattan -sola, como una verdadera adulta- y convertirlo en mi hogar. Cuando detuve el coche frente a mi casa de la infancia me sentía dichosa. El retrovisor me mostró unas mejillas rojas a causa del viento y un pelo alborotado. No iba maquillada y llevaba los bajos de los vaqueros sucios de caminar por el aguanieve de la ciudad, pero me sentía hermosa, natural, fresca, limpia y diáfana. Abrí la puerta y llamé a mi madre. Nunca he vuelto a sentirme tan ligera.


– ¿Una semana? Cariño, dudo mucho que puedas empezar a trabajar dentro de una semana -observó mi madre al tiempo que removía el té con una cucharilla.

Estábamos sentadas frente a la mesa de la cocina, en nuestro lugar de costumbre, mi madre acompañada de su acostumbrado té sin teína y con sacarina, y yo de mi acostumbrada taza de English Breakfast con azúcar. Aunque hacía cuatro años que no vivía en casa de mis padres, solo necesitaba esas enormes tazas de té preparado en el microondas y un par de frascos de mantequilla de cacahuete para sentir que no me había movido de allí.

– No tengo opción y la verdad es que he tenido mucha suerte. No te imaginas lo insistente que estuvo esa mujer por teléfono -dije. Mamá me miró con cara inexpresiva-. En cualquier caso, no es algo que deba preocuparme. He conseguido un trabajo en una revista famosa con una de las mujeres más poderosas de la industria de la moda. Un trabajo por el que darían un ojo de la cara millones de chicas.

Sonreímos, pero la sonrisa de mi madre estaba teñida de tristeza.

– Me alegro mucho por ti -afirmó-. Tengo una hija adulta preciosa. Cariño, sé que será el comienzo de una época maravillosa de tu vida. Oh, recuerdo cuando terminé el college y me mudé a Nueva York, sola en esa enorme y loca ciudad. Estaba aterrada, pero era muy estimulante. Quiero que disfrutes de cada minuto que pases en Nueva York, del teatro y el cine, la gente, las tiendas, los libros. Sé que será la mejor época de tu vida. -Posó una mano sobre la mía, gesto raro en ella-. Estoy muy orgullosa de ti.

– Gracias, mamá. ¿Significa eso que estás lo bastante orgullosa para comprarme un apartamento, algunos muebles y un vestuario nuevo?

– Claro, claro -respondió, y me golpeó la coronilla con una revista mientras se dirigía al microondas para calentar dos tazas más. No había dicho que no, pero tampoco se había precipitado sobre el talonario.

Pasé el resto de la tarde enviando correos electrónicos a todas las personas que conocía para preguntarles si necesitaban compañera de piso o sabían de alguien que estuviera buscando una. Puse algunos anuncios y telefoneé a gente con la que hacía meses que no hablaba. Nada. Había decidido que mi única opción -si no quería instalarme de forma permanente en el sofá de Lily y acabar inevitablemente con nuestra amistad, o estrellarme en el de Alex, algo para lo que ninguno de los dos estaba preparado-, era alquilar una habitación hasta conocer mejor la ciudad. Deseaba disponer de una habitación propia y, a ser posible, amueblada para no tener que preocuparme también de ese aspecto.

El teléfono sonó poco después de medianoche. Me abalancé sobre él y a punto estuve de caerme de la cama de mi niñez en el proceso. Una fotografía de Chris Evert, mi heroína de la infancia, enmarcada y firmada, sonreía desde la pared, debajo de un tablón que todavía contenía recortes de revista de Kirk Cameron, mi amor de la infancia. Sonreí al descolgar el auricular.

– Hola, campeona, soy Alex -dijo con ese tono que indicaba que algo había pasado. Imposible saber si se trataba de algo bueno o malo-. Acabo de recibir un mensaje electrónico de Claire MacMillan, una chica de Princeton, que está buscando compañera de piso. Creo que la conozco. Sale con Andrew y es muy normal. ¿Te interesa?

– Claro, ¿por qué no? ¿Tienes su teléfono?

– No, solo su dirección electrónica, pero te enviaré el mensaje y podrás ponerte en contacto con ella. Creo que te irá bien con Claire.

Envié un correo electrónico a Claire mientras terminaba de hablar con Alex y finalmente pude echarme a dormir. Tal vez, solo tal vez, esta posibilidad funcione.


Claire MacMillan: descartada. Su apartamento era oscuro y deprimente, se hallaba en una zona infernal y cuando llegué había un yonqui en el portal. Los demás no se quedaban atrás: una pareja que quería alquilar una habitación en su apartamento e insinuó que tenía que aguantar su constante y ruidosa actividad sexual; un pintor de treinta y pocos años con cuatro gatos y el deseo de tener más; una habitación sin ventana ni armario al final de un largo y oscuro pasillo, y un gay de veinte años en plena «etapa guarra», según sus palabras. Cada cuarto lúgubre que visité costaba más de mil dólares mensuales. Mi salario era de 32.500 dólares anuales. Aunque las matemáticas nunca habían sido mi fuerte, no hacía falta ser un genio para deducir que el alquiler iba a comerse más de 12.000 dólares al año. Para colmo, mis padres tenían intención de confiscarme la tarjeta de crédito para casos de urgencia porque ya era una «adulta». Genial.

Fue Lily quien me sacó del apuro después de tres días infructuosos. Dado que tenía un interés personal por sacarme de su sofá para siempre, envió mensajes electrónicos a todos sus conocidos. Por lo visto una compañera de su programa de doctorado de Columbia tenía una amiga que tenía una jefa que conocía a dos chicas que buscaban compañera de piso. Telefoneé y hablé con una joven muy simpática llamada Shanti, quien me contó que ella y su amiga Kendra buscaban a alguien para compartir su apartamento del Upper East Side, con derecho a un dormitorio minúsculo pero con ventana, armario e incluso una pared de ladrillos a la vista. Por ochocientos dólares al mes. Pregunté si el apartamento tenía cuarto de baño y cocina. Tenía ambas cosas (naturalmente, nada de lavavajillas, bañera o ascensor, pero no podía esperar una vida llena de lujos la primera vez que me emancipaba). Shanti y Kendra resultaron ser dos chicas indias dulces y tranquilas que acababan de licenciarse en la Universidad de Duke, trabajaban un montón de horas en bancos de inversión y me parecieron, ese primer día y los siguientes, imposibles de distinguir. Había encontrado un hogar.

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