Capítulo 5

– ¿Qué dijo él? -preguntó Lily al tiempo que lamía una cuchara llena de helado de té verde.

Había quedado con ella en el Sushi Samba a las nueve para contarle los detalles de mi primer día de trabajo. De mala gana, mis padres habían soltado de nuevo la tarjeta de crédito para casos de urgencia hasta que cobrara mi primera paga. Los rollos de atún con especias y las ensaladas de algas me parecían sin duda alguna una urgencia, y por dentro di las gracias a mamá y a papá por tratarnos a Lily y a mí tan bien.

– Dijo: «Bienvenida a la casa de muñecas, nena», te lo juro. ¿No es genial?

Me miró boquiabierta, la cuchara suspendida en el aire.

– Tienes el trabajo más molón del mundo-aseguró Lily, que siempre decía que hubiera debido trabajar durante un año antes de volver a la universidad.

– Mola, sí -convine antes de atacar mi bizcocho de chocolate con nueces-. Es raro, eso está claro, pero mola. De todos modos preferiría volver a ser estudiante.

– Ya, seguro que te encantaría tener que trabajar media jornada para poder pagarte una exorbitante e inútil carrera. ¿A que sí? Te da envidia que yo sirva mesas en un bar de estudiantes de primer curso cada noche hasta las cuatro de la madrugada y luego vaya a clase de ocho de la mañana a seis de la tarde. Todo eso sabiendo que, en el supuestísimo caso de que consigas terminar la carrera en los próximos diecisiete años, no encontrarás trabajo. En ningún lugar.

Esbozó una enorme sonrisa y bebió un trago de Sapporo.

Lily se estaba sacando el doctorado en literatura rusa por la Universidad de Columbia y, cuando no estaba estudiando, hacía algún trabajillo. Su abuela apenas tenía dinero para mantenerse, y Lily no tendría derecho a una beca hasta que terminara su máster, de modo que constituía todo un acontecimiento que hubiera salido esa noche.

Piqué el anzuelo, como siempre que mi amiga despotricaba contra su vida.

– Entonces ¿por qué lo haces, Lil? -pregunté pese a haber escuchado la respuesta un millón de veces.

Soltó un bufido y puso los ojos en blanco.

– ¡Porque me encanta! -trinó con sarcasmo.

Aunque nunca lo reconocería, porque era mucho más divertido quejarse, lo cierto es que le encantaba. Había empezado a apasionarse por la cultura rusa cuando su profesor de octavo le dijo que era como siempre había imaginado a Lolita, con el rostro redondo, el pelo negro y rizado. Lily se fue derecha a casa y leyó la obra maestra de la lujuria de Nabokov sin dejar que la alusión profesor-Lolita la molestara, y siguió con todas sus demás obras. Y con Tolstoi. Y con Gogol. Y con Chéjov. Cuando llegó el momento de pensar en el college, solicitó trabajar en Brown con un profesor de literatura rusa que, después de entrevistar a una Lily de diecisiete años, declaró que era la estudiante de literatura rusa más apasionada e instruida que había conocido, tanto en los cursos inferiores como en los superiores. A Lily todavía le apasionaba, continuaba estudiando gramática rusa y leía perfectamente en ese idioma, pero más le gustaba quejarse al respecto.

– Estoy de acuerdo en que me ha tocado la lotería. ¿Tommy Hilfiger, Chanel, el apartamento de Óscar de la Renta? Menudo primer día. No obstante, ignoro de qué modo me acercará todo eso al New Yorker, aunque quizá es demasiado pronto para saberlo. El caso es que no me parece real, ¿sabes?

– Pues cada vez que quieras volver a entrar en contacto con la realidad ya sabes dónde encontrarme -declaró Lily mientras extraía de su bolsa la tarjeta del metro-. Si te da por echar de menos el gueto, si te mueres de ganas por conocer la realidad de Harlem, mi lujoso estudio de veintitrés metros cuadrados es todo tuyo.

Pagué la cuenta y nos despedimos con un abrazo. Lily me explicó detalladamente cómo llegar desde la Séptima con Christopher hasta mi apartamento en la periferia de la ciudad. Le juré que había entendido a la perfección cómo encontrar la línea L y luego la 6 y cómo llegar a pie desde la parada de la Noventa y seis hasta mi apartamento, pero en cuanto se hubo marchado me subí a un taxi.

Solo por esta vez, me dije hundiéndome en el cálido asiento y tratando de no aspirar el olor corporal del conductor. Ahora soy una chica Runway.

Me alegré de comprobar que el resto de aquella primera semana no difería mucho del primer día. El viernes, Emily y yo nos encontramos de nuevo en el vestíbulo blanco a las siete en punto, esta vez me entregó mi tarjeta de identificación personal, provista de una fotografía que no recordaba haberme hecho.

– La hizo la cámara de seguridad -explicó cuando la miré sin comprender-. Están por todas partes. Ha habido graves problemas porque mucha gente robaba cosas, como ropa y joyas, que traían para los reportajes fotográficos. Por lo visto los mensajeros y a veces hasta los propios redactores se quedaban con lo que querían. Ahora siguen la pista a todo el mundo. -Deslizó la tarjeta por la ranura y la puerta de cristal se abrió.

– ¿La pista? ¿Qué quieres decir exactamente?

Emily avanzó por el pasillo con paso presuroso, contoneando las caderas bajo su ceñidísimo pantalón de pana marrón Seven. El día antes, me había dicho que debía pensar seriamente en la posibilidad de comprarme uno, o tal vez diez, pues eran los únicos pantalones que Miranda permitía en la oficina. Esos y los MJ, pero solo los viernes y solo con tacones altos. ¿MJ? «Mark Jacobs», había contestado Emily con exasperación.

– Entre las cámaras y las tarjetas saben más o menos qué está haciendo todo el mundo -prosiguió mientras dejaba su bolso Gucci sobre su mesa. Empezó a desabrocharse la ajustada chaqueta de cuero, prenda que parecía del todo inadecuada para finales de noviembre-. Dudo que en realidad miren las cámaras a menos que desaparezca algo, pero las tarjetas lo revelan todo. Por ejemplo, cada vez que la deslizas en la planta baja para pasar el mostrador de seguridad, o en esta planta para cruzar la puerta, están al tanto de dónde te encuentras. De ese modo saben si la gente está trabajando, así que si un día no puedes venir, aunque siempre podrás, pero en el caso de que suceda algo, me darás tu tarjeta para que te la pase. De esa manera te pagarán los días que faltes. Tú harás lo mismo por mí, todo el mundo lo hace.

Yo todavía estaba dando vueltas al «aunque siempre podrás», pero ella seguía con su discurso.

– Y así es como se compra la comida en el comedor. Hace de tarjeta de crédito: pones dinero y te lo van restando en la caja registradora. De esa forma se enteran de lo que comes.

Abrió la puerta del despacho de Miranda y se desplomó en el suelo. Al acto cogió una botella de vino y empezó a envolverla.

– ¿Les interesa saber qué comemos? -pregunté con la sensación de haber entrado en una escena de Sliver.

– No estoy segura. Solo sé que pueden saberlo. Y también se enteran si vas al gimnasio, porque tienes que utilizarla allí, y en el quiosco para comprar libros o revistas. Creo que les ayuda a organizarse.

¿Organizarse? Trabajaba para una empresa que definía la buena «organización» como saber qué planta visitaba cada empleado, si prefería sopa de cebolla o ensalada y cuántos minutos podía soportar en la máquina elíptica. Realmente era una chica muy afortunada.

Exhausta porque era la quinta mañana que me despertaba a las cinco y media, tardé otros cinco minutos en reunir la energía suficiente para quitarme el abrigo y sentarme a mi mesa. Pensé en descansar la cabeza un rato, pero Emily carraspeó. Sonoramente.

– ¿Quieres venir y ayudarme a envolver? -preguntó, aunque de hecho no era una pregunta-. Anda, envuelve esto. -Me acercó un montón de papel blanco y reanudó su tarea mientras Jewel perforaba los dos altavoces que había conectado a su iMac.

Cortar, colocar, doblar, pegar. Emily y yo trabajamos así durante toda la mañana. Solo nos deteníamos para llamar al centro de mensajería del edificio cada vez que terminábamos veinticinco cajas. Las retendrían allí hasta que, a mediados de diciembre, les diéramos luz verde para que las repartieran por todo Manhattan. Durante mis dos primeros días acabamos con las botellas que debían enviarse fuera de la ciudad y que actualmente aguardaban en el ropero a que DHL las recogiera. Todas debían mandarse con la máxima prioridad y llegar a sus respectivos destinos a la mañana siguiente. No entendía a qué venía tanta prisa, sobre todo porque todavía estábamos a finales de noviembre, pero ya había aprendido a no hacer preguntas. Enviaríamos por correo urgente unas ciento cincuenta botellas a todo el mundo. Las botellas Priestly llegarían a París, Carmes, Burdeos, Milán, Roma, Florencia, Barcelona, Ginebra, Brujas, Estocolmo, Amsterdam y Londres. ¡Docenas a Londres! Federal Express enviaría otras en avión a Pekín y Hong Kong, Ciudad del Cabo, Tel Aviv y Dubai (¡Dubai!). Brindarían por Miranda Priestly en Los Angeles, Honolulú, Nueva Orleans, Charleston, Houston, Bridgehampton y Nantucket. Y eso sin contar Nueva York, la ciudad donde residían todos los amigos, médicos, sirvientes, peluqueros, niñeras, maquilladores, psiquiatras, instructores de yoga, preparadores físicos privados y chóferes de Miranda. También vivía aquí casi toda la gente que trabajaba en la industria de la moda; diseñadores, modelos, actores, redactores, publicistas, relaciones públicas y estilistas recibirían su botella, acorde con su categoría, entregada con amor por un mensajero de Elias-Clark.

– ¿Cuánto crees que cuesta todo esto? -pregunté a Emily mientras cortaba lo que me parecía el millonésimo trozo de papel blanco.

– Ya te lo dije, encargué 25.000 dólares de alcohol.

– No, cuánto crees que cuesta en total. Me refiero al reparto de estas cajas por todo el mundo. Apuesto a que en algunos casos el envío es más caro que la propia botella, sobre todo si es para un don nadie.

Emily me miró con curiosidad. Era la primera vez que la veía mirarme sin aversión, exasperación o indiferencia.

– Veamos, si tenemos en cuenta que todos los envíos nacionales de Federal Express rondan los veinte dólares, y todos los internacionales cuestan en torno a los sesenta, eso representa 9.000 para Fed Ex. Creo que oí a alguien decir que los mensajeros cobraban once dólares por paquete, así que enviar 250 de esos subiría 2.750 dólares. Y si nosotras tardamos una semana entera en envolver las cajas, eso son dos semanas de nuestros salarios, lo que representa otros cuatro mil.

Fue ahí cuando me encogí por dentro, al comprender que la suma de nuestros sueldos de una semana constituía el gasto menor.

– Sí, eso suma un total de unos 16.000 dólares. Una locura, pero ¿qué otra cosa puede hacerse? Hablamos de Miranda Priestly.

En torno a la una Emily anunció que tenía hambre y que se iba a buscar algo de comer con algunas chicas de complementos. Supuse que subiría la comida, pues eso habíamos hecho durante toda la semana, de modo que esperé diez, quince, veinte minutos, pero no apareció. Desde el día de mi incorporación ni ella ni yo habíamos almorzado en el comedor por miedo a que Miranda llamara, pero eso era ridículo. Dieron las dos, las dos y media, las tres, y yo solo podía pensar en el hambre que tenía. Llamé al móvil de Emily, pero me salió el buzón de voz. ¿La había palmado en el comedor?, me pregunté. Tal vez se había atragantado con una hoja de lechuga o desplomado tras beber un zumo. Barajé la posibilidad de pedir a alguien que me trajera algo, pero me parecía demasiado arrogante decir a un completo desconocido que me subiera el almuerzo. Después de todo, se suponía que la encargada de llevar el almuerzo era yo. «Querida, soy demasiado importante para abandonar mi puesto envolviendo regalos, así que he pensado que tal vez podrías traerme un cruasán de pavo con brie. Fenomenal.» Yo no podía hacerlo. Por lo tanto, cuando dieron las cuatro, en vista de que Emily seguía sin aparecer y Miranda sin llamar, hice lo impensable: dejé solo el despacho.

Tras asomarme al pasillo y confirmar que Emily no estaba, corrí literalmente hasta la recepción y pulsé veinte veces el botón del ascensor. Sophy, la encantadora recepcionista oriental, enarcó las cejas y desvió la mirada, no sé si por mi impaciencia o porque sabía que el despacho de Miranda había quedado desatendido. No tenía tiempo de averiguarlo. El ascensor llegó y conseguí entrar a pesar de que un gracioso, flaco como un heroinómano, con el pelo erizado y unas Puma verde lima, apretaba el botón de «Cerrar puertas». Nadie se apartó para hacerme sitio aunque había espacio de sobra. En otras circunstancias eso me habría irritado, pero solo podía pensar en conseguir comida y regresar cuanto antes.

La entrada del comedor de cristal y granito estaba bloqueada por un grupo de ayudantes de moda en proceso de formación que no paraban de cuchichear y examinar a la gente que salía del ascensor. Amigos de los empleados de Elias, recordé que había dicho Emily de tales grupos, no ocultaban su emoción por estar en el centro del meollo. Lily me había suplicado que la invitara al comedor, pues habían escrito sobre él casi todos los periódicos y revistas de Manhattan tanto por la increíble selección y calidad de la comida como por su gente guapa, pero todavía no estaba preparada para eso. Además, debido al complejo horario de permanencia en la oficina que Emily y yo negociábamos cada día, todavía no había invertido más de dos minutos y medio en pedir y pagar mi comida, y dudaba que alguna vez lo hiciera.

Me abrí paso entre las chicas y noté que volvían la cabeza para comprobar si yo era alguien importante. Negativo. Zigzagueando prestamente pasé por delante de las hermosas hileras de cordero y ternera al Marsala de la sección de platos principales y, haciendo acopio de fuerza de voluntad, dejé atrás la pizza especial de tomates secos y queso de cabra (expuesta sobre una mesita apartada que la gente llamaba afectuosamente «Rincón de los Hidratos»). Más difícil resultaba rodear la piece de resistance de la sala, a saber, el Bufet de Ensaladas (también conocido simplemente como «Verduras»; los empleados decían: «Quedamos en las Verduras»), tan largo como la pista de aterrizaje de un aeropuerto y accesible desde cuatro puntos diferentes. No obstante, las masas me dejaron pasar cuando vociferé que no iba tras el último cubo de tofu.

Al fondo de la sala, justo detrás del puesto Panini, que en realidad parecía un puesto de maquillaje, estaba el solitario Puesto de las Sopas. Solitario porque el chef encargado de él era el único en todo el comedor que se negaba a preparar una sola de sus recetas baja en materia grasa, sin materia grasa, baja en sodio o baja en hidratos de carbono. Sencillamente se negaba. Por lo tanto, su mesa era la única de toda la sala que no tenía cola y yo iba cada día directa a ella. En vista de que yo era la única de la empresa que pedía sopa -y solo llevaba allí una semana-, los mandamases habían reducido la oferta a una única clase de sopa al día. Recé para que fuera de queso y tomate. En lugar de eso, el chef me sirvió una taza gigante de sopa de almejas Nueva Inglaterra mientras afirmaba con orgullo que la había elaborado con doble ración de crema de leche. Tres personas de Verduras se volvieron para mirarme. El único obstáculo que me quedaba por salvar era la multitud agolpada alrededor de la Mesa del Chef, donde un cocinero invitado, vestido de blanco, disponía grandes trozos de sashimi para sus admiradores. Leí el nombre de la placa prendida al almidonado cuello: Nobu Matsuhisa. Me dije que lo buscaría cuando llegara a la oficina en vista de que parecía ser la única empleada que no lo adoraba. ¿Qué resultaba más imperdonable, ignorar quién era el señor Matsuhisa o Miranda Priestly?

Cuando me llegó el turno, la menuda cajera miró primero la sopa y luego mis caderas. Ya me había acostumbrado a que me miraran de arriba abajo allí adonde iba, y habría jurado que lo hacía con la misma cara que si tuviera delante a una persona de doscientos kilos cargada con ocho Big Macs. Elevó la vista lo justo, como si preguntara «¿Realmente necesitas eso?», pero me sacudí la paranoia y me recordé que la mujer solo era una cajera, no una consejera de Vigilantes del Peso. Ni una redactora de moda.

– Poca gente pide sopa estos días -comentó con voz queda mientras pulsaba las teclas de la caja registradora.

– Supongo que a muy poca gente le gusta la sopa de almejas -farfullé pasando mi tarjeta y deseando que sus manos se movieran más aprisa.

La mujer dejó de teclear y me clavó una mirada afilada.

– Yo creo que es porque el chef se empeña en hacer sopas que engordan una barbaridad. ¿Tiene idea de cuántas calorías hay ahí dentro? ¿Tiene idea de lo que engorda esa tacita de sopa? Cualquiera pondría cinco kilos con solo mirarla. -Y tú no puedes permitirte poner cinco kilos, me dio a entender.

¡Uf! Por si no me había costado bastante convencerme de que tenía un peso normal para una estatura normal mientras recibía las miradas de desaprobación de las rubias altas y delgadas de Runway, ahora la cajera prácticamente me decía que estaba gorda. Le arrebaté la bolsa, me abrí paso a empujones entre la gente y fui directa al lavabo, convenientemente situado al lado del comedor, donde una podía purgar sus excesos. Aunque sabía que el espejo iba a revelarme lo mismo que me había revelado esa mañana, me volví para mirarlo cara a cara y me devolvió un rostro rabioso.

– ¿Qué demonios haces aquí? -exclamó Emily.

Me volví justo en el momento en que introducía la chaqueta de piel en el asa del bolso Gucci y se colocaba las gafas de sol en lo alto de la cabeza. Entonces comprendí que cuando Emily me había informado, tres horas y media antes, de que iba a buscar algo de comer, quería decir fuera. O sea, al restaurante. O sea, dejándome sola tres horas seguidas sin previo aviso, prácticamente atada a una línea telefónica sin posibilidades de comer ni de ir al lavabo. O sea, que nada de eso importaba porque, pese a todo, sabía que había hecho mal marchándome de la oficina y alguien de mi misma edad estaba a punto de echarme una bronca. Por fortuna, la puerta se abrió y apareció la directora de Coquette, que nos miró de arriba abajo mientras Emily me agarraba del brazo y ponía rumbo al ascensor. Permanecimos así, ella apretándome el brazo y yo con la sensación de haberme hecho pipí en la cama. Parecía una de esas escenas en que un secuestrador coloca a una mujer una pistola en la espalda a plena luz del día y la amenaza en voz baja mientras la lleva a su sala de torturas.

– ¿Cómo has podido hacerme esto? -susurró mientras me empujaba hacia la recepción de Runway y corríamos hasta nuestras respectivas mesas-. Como primera ayudante, soy responsable de lo que ocurre en nuestra oficina. Sé que eres nueva, pero te he dicho desde el primer día que no podemos dejar a Miranda desatendida.

– Miranda no está -observé con voz un tanto chillona.

– ¡Pero podría haber llamado cuando no estabas y nadie habría respondido al maldito teléfono! -exclamó, cerrando de un golpe la puerta de nuestra oficina-. Nuestra prioridad, nuestra única prioridad, es Miranda Priestly. Punto. Si no puedes asimilarlo, recuerda que hay millones de chicas que darían un ojo de la cara por tener tu empleo. Ahora comprueba tu buzón de voz. Si ha llamado, estamos acabadas. Estás acabada.

Quería introducirme en mi iMac y morirme. ¿Cómo era posible que hubiera metido la pata de ese modo en mi primera semana? Miranda aún no estaba en la oficina y ya le había fallado. Qué importaba que yo tuviera hambre, eso podía esperar. Había gente muy importante que se esforzaba por hacer que las cosas funcionaran, gente que dependía de mí, y yo les había fallado. Marqué mi buzón de voz.

«Hola, Andy, soy yo -Alex-. ¿Dónde estás? Es la primera vez que no contestas. Estoy deseando que llegue esta noche. El plan sigue en pie, ¿verdad? Iremos al restaurante que tú quieras. Llámame cuando recibas este mensaje, estaré en la sala de profesores a partir de las cuatro. Te quiero.» Me sentí culpable al instante, pues tras el desastre del almuerzo había decidido cambiar de planes. Mi primera semana había sido tan frenética que Alex y yo apenas nos habíamos visto, y esa noche habíamos quedado en salir a cenar los dos solos. No obstante, sabía que no tendría ninguna gracia que me durmiera sobre mi copa de vino y además, me apetecía pasar la noche sola y relajarme. Tenía que acordarme de llamarle para ver si podíamos aplazarlo hasta el día siguiente.

Emily estaba a mi lado porque ya había comprobado su buzón de voz. A juzgar por su cara relativamente serena, supuse que Miranda no le había dejado ninguna amenaza de muerte. Negué con la cabeza para indicarle que todavía no había recibido ningún mensaje de ella.

«Hola, Andrea, soy Cara. -La niñera de Miranda-. Miranda me llamó hace un rato. -Parada cardíaca-. Por lo visto había telefoneado a la oficina y nadie le había contestado. Supuse que algo ocurría ahí, así que le dije que había hablado contigo y con Emily apenas un minuto antes. De todos modos no tienes de qué preocuparte. Miranda quería que le enviarais al Ritz por fax el Women's Wear Daily y yo tenía un ejemplar aquí. Ya he confirmado que lo ha recibido, así que tranquila. Solo quería que lo supieras. Que pases un buen fin de semana. Ya hablaremos. Adiós.»

Salvada. Esa chica era una verdadera santa. Me costaba creer que solo hacía una semana que la conocía -y únicamente por teléfono-, porque creo que estaba enamorada de ella. Era opuesta a Emily en todos los aspectos: serena, estable y totalmente ajena a la moda. Reconocía los comportamientos absurdos de Miranda, pero no se los reprochaba; poseía esa habilidad rara y encantadora de reírse de sí misma y de todos los demás. Había encontrado una amiga.

– No; no es ella -mentí a Emily, aunque no del todo, y sonreí triunfalmente-. Nos hemos salvado.

– Te has salvado -me corrigió con firmeza-. Recuerda que estamos en esto juntas, pero que yo estoy al mando. Tengo derecho a que me cubras de vez en cuando si quiero salir a comer. Esto no volverá a ocurrir, ¿entendido?

Me tragué las ganas de soltar algo desagradable.

– Entendido -dije-. Entendido.


A las siete de la tarde ya habíamos terminado de envolver y entregar a los mensajeros el resto de las botellas, y Emily no había vuelto a mencionar el abandono de la oficina. A las ocho, por fin, me derrumbé en el interior de un taxi (solo por esta vez) y a las diez me hallaba despatarrada sobre la cama, todavía vestida. Aún no había cenado porque no soportaba la idea de salir en busca de comida y volver a perderme, como me había ocurrido las cuatroúltimas noches, en mi propio barrio. Llamé a Lily desde mi nuevo teléfono Bang and Olufsen para lamentarme.

– ¡Hola! Pensaba que habías quedado con Alex -dijo.

– Sí, pero estoy muerta. Lo hemos dejado para mañana y creo que voy a llamar para que me traigan algo de comer. ¿Cómo te ha ido el día?

– Te lo resumo en una palabra: desastroso. Jamás imaginarías lo que me ha pasado. Bueno, sí lo imaginarías, porque ocurre todos…

– Al grano, Lil, porque puedo quedarme sobada en cualquier momento.

– De acuerdo. Hoy ha venido un tío monísimo a mi exposición oral. Se quedó hasta el final mirándome fascinado y me esperó a la salida. Me preguntó si podía invitarme a una copa y escucharlo todo sobre la tesis que yo había publicado en Brown y que él ya había leído.

– Qué bien. ¿Cómo es?

Lily salía casi cada noche con un tío diferente, pero todavía no había completado su escala. Había creado la Escala Fraccionaria del Amor una noche, después de haber escuchado a nuestros amigos varones puntuar a las chicas con las que salían de acuerdo con una escala inventada por ellos. «Es una seis, ocho, B más», declaró Jake acerca de la ayudante de publicidad que le habían encasquetado la noche anterior. Se suponía que todo el mundo conocía esa escala, donde el rostro ocupaba el primer lugar de la puntuación, el cuerpo el segundo y la personalidad el tercero. Esta última recibía una letra. Dado que a la hora de juzgar a los tíos había más factores en juego, Lily concibió una Escala Fraccionaria que comprendía un total de diez «rasgos» que valían un punto cada uno. El Tío Perfecto debía poseer, naturalmente, los cinco rasgos principales: inteligencia, sentido del humor, cuerpo decente, cara bonita y un trabajo que cayera en la generosa categoría de «normal». Como era prácticamente imposible encontrar al Tío Perfecto, se podían ganar puntos con los cinco rasgos secundarios, a saber, ausencia de ex novias psicópatas, de padres psicópatas y de compañeros de piso violadores, y presencia de un interés o afición, con excepción de los estudios, que no guardara relación con los deportes ni la pornografía. Hasta la fecha, la puntuación máxima concedida por Lily había sido de nueve puntos, pero el tipo la había dejado.

– Pues bien, al principio le di siete puntos. Había estudiado arte dramático en Yale, era hetero y podía hablar de política israelí con la suficiente inteligencia para no insinuar en ningún momento que deberíamos «bombardearles con armas nucleares».

– Eso es genial. ¿Dónde está el problema? ¿Te habló de su juego de Nintendo favorito?

– Peor -respondió con un suspiro.

– ¿Está más flaco que tú?

– Peor.

– ¿Es un agarrado?

– Peor.

– ¿Qué puede ser peor que eso?

– Vive en Long Island…

– ¡Lily! Es cierto que geográficamente resulta indeseable, pero eso no lo convierte en una persona con la que no puedas salir. Sabes mejor que…

– Con sus padres -me interrumpió.

Oh.

– Desde hace cuatro años.

Oh, oh.

– Y le encanta. Dice que no se imagina viviendo solo en una ciudad tan grande cuando su mamá y su papá son tan buena compañía.

– ¡No sigas! Creo que es la primera vez que un siete cae hasta cero en la primera cita. Ese tipo ha establecido un nuevo récord. Felicidades. Está claro que has tenido un día peor que el mío.

Oí llegar a Shanti y Kendra y me estiré para cerrar la puerta de mi habitación con el pie. Entonces oí una voz masculina y me pregunté si alguna de ellas tenía novio. Como trabajaban más horas que yo, en los diez días que llevábamos viviendo juntas las había visto un total de diez minutos.

– ¿Peor? ¿Cómo es posible que hayas tenido un mal día? -preguntó Lily-. Trabajas en el mundo de la moda.

Se oyeron unos golpes suaves en la puerta.

– Espera un momento, alguien llama a mi puerta. ¡Adelante! -indiqué en voz demasiado alta para tan reducido espacio.

Esperaba que una de mis compañeras de piso entrara para preguntar tímidamente si me había acordado de telefonear al casero para poner mi nombre en el contrato (no) o de comprar más platos de papel (no), o si había recogido algún mensaje telefónico (no), pero quien apareció fue Alex.

– Oye, ¿puedo llamarte más tarde? Acaba de llegar Alex.

Me alegraba de verlo, de recibir esa sorpresa, pero una parte de mí estaba impaciente por darse una ducha y meterse en la cama.

– Claro. Salúdale de mi parte. Y recuerda lo afortunada que eres por haber completado la escala con él, Andy. Es un tío genial. No lo dejes escapar.

– Como si no lo supiera. Es un auténtico cielo. -Sonreí mirando a Alex.

– Adiós.

– ¡Hola! -Me levanté y me dirigí hacia él-. ¡Qué sorpresa! -Hice ademán de abrazarle, pero retrocedió con los brazos ocultos detrás de la espalda-. ¿Qué ocurre?

– Nada. Sé que has tenido una semana muy dura y, conociéndote, he supuesto que no te habrías molestado aún en comer, así que te he traído la cena.

Por su espalda asomó una enorme bolsa marrón, la típica de los colmados de la vieja escuela, provista ya de aromáticas manchas de grasa. El hambre se apoderó de mí.

– ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo sabías que estaba aquí tumbada preguntándome de dónde iba a sacar la energía para salir a buscar comida? Estaba a punto de tirar la toalla.

– ¡Entonces, a comer!

Abrió la bolsa con satisfacción, pero nos dimos cuenta de que no cabíamos en el suelo de mi habitación. Barajé la posibilidad de trasladarnos a la sala, puesto que en la cocina no había mesa, pero Kendra y Shanti estaban hundidas en el sofá frente a la tele, con sus ensaladas de encargo intactas. Pensaba que estaban esperando a que terminara el episodio de Real World hasta que me di cuenta de que se habían dormido. Qué vidas las nuestras.

– Espera, tengo una idea -dijo Alex, y caminó hasta la cocina de puntillas.

Regresó con dos bolsas de basura que extendió sobre mi edredón azul. Introdujo la mano en la bolsa y sacó dos hamburguesas gigantes completas y una ración gigante de patatas fritas. Se había acordado del ketchup y la sal para mí, y hasta de las servilletas. Aplaudí de felicidad a pesar de que en ese momento me asaltó la imagen de Miranda, que me preguntaba con tono de decepción: «¿Te vas a comer esa hamburguesa?».

– Aún hay más. Mira esto. -De la bolsa salió un puñado de velitas de olor a vainilla, seguidas de una botella de vino tinto con tapón de rosca y dos tazas de papel.

– ¿Estás loco? -susurré, sin creerme aún que Alex hubiera organizado todo eso después de que yo anulara nuestra cita.

Me tendió una taza de vino y brindamos.

– No, no lo estoy. ¿Crees que iba a quedarme sin oír cómo ha sido el primer día del resto de tu vida? Brindo por mi mejor chica.

– Gracias -dije, y bebí lentamente-. Gracias, gracias, gracias.

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