Capítulo 4

Llevaba tres días durmiendo en mi nueva habitación y todavía me sentía como una extraña viviendo en un lugar extraño. El dormitorio era diminuto. Quizá algo más espacioso que el cobertizo del patio trasero de la casa de Avon, pero no mucho más. A diferencia de esas estancias que parecen más amplias una vez amuebladas, mi cuarto se había encogido a la mitad. Había contemplado el diminuto recuadro y decidido ingenuamente que medía casi como una habitación normal y que compraría el típico juego de dormitorio: una cama, una cómoda y tal vez un par de mesitas de noche. Fui con Lily en el coche de Alex a Ikea, la meca de los licenciados universitarios, y juntas escogimos un precioso juego de madera clara y una alfombra en tonos azul claro, azul oscuro, azul marino y añil. Al igual que la moda, la decoración no era mi fuerte; creo que Ikea se hallaba en su Etapa Azul. Compramos una funda nórdica con motas azules y el edredón más mullido de la tienda. Lily me instó a adquirir una de esas lámparas chinas de papel de arroz para la mesita de noche y escogí algunas fotos en blanco y negro enmarcadas para compensar el rojo áspero de mi celebrada pared de ladrillos. Así pues, mobiliario elegante e informal pero nada zen. Perfecto para mi primera habitación de adulta en la gran ciudad.

Perfecto hasta que llegó. Por lo visto contemplar una habitación no es lo mismo que medirla. Nada encajaba. Alex montó la cama, y cuando la empujó contra la pared de ladrillos (código de Manhattan para «pared inacabada») se comió todo el cuarto. Los repartidores tuvieron que volverse a Ikea con la cómoda de seis cajones, las adorables mesitas de noche y hasta el espejo de cuerpo entero. Sin embargo, antes ayudaron a Alex a levantar la cama para que yo pudiera deslizar la alfombra, de la que conseguí que asomaran algunos centímetros de azul. La lámpara de papel de arroz no tenía mesita de noche ni cómoda sobre la que descansar, así que la coloqué en el suelo, empotrada en los quince centímetros que separaban la estructura de la cama de la puerta corredera del armario. Y aunque probé con cinta adhesiva especial, clavos, tornillos, alambres, KrazyGlue y un montón de palabrotas, las fotos se negaban a permanecer colgadas de la pared de ladrillos. Tras casi tres horas de esfuerzos y nudillos pelados por el ladrillo, las puse sobre el alféizar de la ventana. Mejor así, pensé. De ese modo bloqueaban ligeramente la vista panorámica que de mi habitación tenía la vecina de enfrente. No obstante, nada de eso me importaba. Tampoco me importaba tener delante un patio en lugar de los rascacielos de la ciudad, ni la ausencia de cajones, ni que el armario fuera demasiado pequeño para meter un abrigo. Era mi habitación -la primera que podía decorar yo sola sin la intervención de padres ni compañeras de cuarto- y me encantaba.

La tarde del domingo anterior a mi primer día de trabajo, no hice otra cosa que angustiarme por lo que debía ponerme al día siguiente. Kendra, la más simpática de mis dos compañeras de piso, asomaba regularmente la cabeza y preguntaba si podía hacer algo por mí. Dado que ambas vestían trajes ultraconservadores para ir a trabajar, opté por rechazar su opinión. Me paseé arriba y abajo de la sala -cada recorrido se hacía en cinco zancadas- y finalmente me senté en el futón, delante de la tele. ¿Qué debía ponerme para mi primer día de trabajo con la directora más elegante de la revista de moda más elegante del momento? Había oído hablar de Prada (a las pocas pijas que llevaban mochila en Brown), de Louis Vuitton (porque mis dos abuelas portaban el bolso con las letras del logotipo sin darse cuenta de lo modernas que eran) e incluso de Gucci (¿quién no ha oído hablar de Gucci?). No obstante, no poseía ni una sola puntada de esas firmas y tampoco habría sabido qué hacer si todo el contenido de sus tiendas hubiera residido en mi diminuto armario. Regresé a mi habitación -o, mejor dicho, al colchón de pared a pared que llamaba mi habitación- y me desplomé en la enorme cama golpeándome el tobillo con el voluminoso armazón en el proceso. Mierda. ¿Y ahora qué?

Tras mucho sufrimiento y numerosas pruebas, al final me decidí por un jersey celeste de cachemir, una falda negra hasta la rodilla y mis botas negras hasta la rodilla. Puesto que ya sabía que debía huir del maletín, no tuve más remedio que recurrir a mi bolso negro de lona. Lo último que recuerdo de aquella noche es a una servidora sorteando la descomunal cama con botas de tacón, falda y torso desnudo, y sentándose para descansar del esfuerzo.

Debí de quedarme frita de pura ansiedad, porque fue la adrenalina la que me despertó a las cinco y media de la mañana. Me levanté de un salto. Durante toda la semana había tenido los nervios de punta y me parecía que la cabeza me iba a estallar. Disponía exactamente de hora y media para ducharme, vestirme y llegar desde mi edificio de aspecto estudiantil de la Noventa y seis con la Tercera hasta el centro en transporte público, una idea todavía oscura y que me intimidaba. Eso significaba que debía destinar una hora al trayecto y media hora al acicalamiento.

La ducha era terrible. Hacía un ruido agudo y penetrante, como esos silbatos para entrenar perros, y el agua permanecía tibia hasta que me apartaba del plato para enfrentarme al aire helador del cuarto de baño, momento en que empezaba a salir hirviendo. Solo tardé tres días en optar por levantarme, correr hasta el baño, abrir el agua caliente y meterme de nuevo en la cama. Tras pasar la alarma del despertador tres veces más, regresaba al cuarto de baño y lo encontraba totalmente empañado gracias el agua maravillosamente caliente aunque poco abundante de la ducha.

En veinticinco minutos conseguí meterme en mi incómodo atuendo y salir de casa, todo un récord. Y solo tardé diez minutos en encontrar la estación de metro más cercana, algo que habría debido hacer la noche anterior si no hubiera estado tan ocupada mofándome de mi madre cuando me aconsejó que me estudiara el trayecto para no perderme. La semana anterior había ido a la entrevista en taxi y estaba convencida de que el experimento con el metro sería una pesadilla pero, curiosamente, en la taquilla había una empleada que hablaba inglés, la cual me indicó que tomara la línea 6 hasta la calle Cincuenta y nueve. Dijo que saldría directamente a esa calle y que luego solo tendría que caminar dos manzanas en dirección oeste hasta Madison. Chupado. En el tren reinaba el silencio, pues yo era la única persona lo bastante loca para estar despierta y, de hecho, en movimiento a tan miserable hora de la mañana en pleno noviembre. Por el momento todo iba bien, hasta que me tocó subir a la calle.

Caminé hasta las escaleras más cercanas y salí a un día glacial. Las únicas luces visibles eran las de los colmados que nunca cerraban. Elias-Clark, Elias-Clark, Elias-Clark. ¿Dónde estaba el edificio Elias-Clark? Giré ciento ochenta grados hasta que mis ojos tropezaron con un letrero: calle Sesenta con Lexington. La Cincuenta y nueve, por lo tanto, no podía andar muy lejos, pero ¿qué dirección debía tomar para caminar hacia el oeste? ¿Y dónde estaba Madison con respecto a Lexington? El entorno no me era familiar, pues en mi primera visita a Elias-Clark el taxi me había dejado delante de la puerta. Caminé un poco, satisfecha de haber salido con tiempo de sobra para perderme, y al final entré en una tienda para tomarme un café.

– Hola, señor. Estoy buscando el edificio Elias-Clark. ¿Podría indicarme en qué dirección queda? -pregunté a un hombre de aspecto nervioso que estaba apostado detrás de la caja registradora.

Me esforcé por no sonreír dulcemente, recordando lo que todo el mundo me había dicho, que ya no estaba en Avon y que aquí la gente no reaccionaba bien a los buenos modales. El hombre frunció el entrecejo y me inquieté porque pensé que le había parecido una grosera. Sonreí dulcemente.

– Un dolá -dijo tendiendo una mano.

– ¿Cobra por dar indicaciones?

– Un dolá, con lete o tolo, da iguá.

Le miré fijamente por un instante antes de comprender que solo sabía el inglés suficiente para hablar de café.

– Oh, con leche sería genial. Muchísimas gracias.

Le tendí un dólar y volví a la calle más perdida que nunca. Pregunté a quiosqueros, barrenderos, incluso a un hombre metido en uno de esos carritos donde se venden desayunos. Ninguno me entendió lo bastante para señalar en dirección a Madison con la Cincuenta y nueve. Entonces me asaltaron recuerdos de Delhi, depresión, disentería. ¡No! Lo encontraré.

Unos minutos caminando sin rumbo por una ciudad que empezaba a despertar me llevaron, de hecho, hasta la puerta del edificio Elias-Clark. Envuelto en la penumbra de la mañana, el vestíbulo resplandecía al otro lado de la entrada de cristal, y por un instante me pareció un lugar cálido y acogedor, pero cuando empujé la puerta giratoria se me resistió. Apreté hasta tener todo el peso del cuerpo impulsado hacia delante y la cara a unos milímetros del cristal. Solo entonces se movió. Al principio lo hizo con lentitud, de modo que empujé con más fuerza. Entonces la bestia de cristal ganó velocidad y me golpeó por detrás, lo que me obligó a avanzar a trompicones y arrastrando los pies para no caer al suelo. El hombre situado detrás del mostrador de seguridad se echó a reír.

– Jodido, ¿eh? No es la primera vez que veo ocurrir eso ni será la última -dijo con una risita ahogada y un temblor en sus carnosas mejillas-. Aquí saben cómo pillarte.

Eché una rápida mirada al hombre, decidí detestarle y supe que yo nunca le caería bien a él, independientemente de lo que hiciera o dijera. No obstante, sonreí.

– Soy Andrea -anuncié mientras me quitaba los guantes de lana y caminaba hasta el mostrador-. Hoy es mi primer día en Runway. Soy la nueva ayudante de Miranda Priestly.

– ¡Mi más sentido pésame! -rugió echando la cabeza hacia atrás de puro regocijo-. La acompaño en el sentimiento, ¡ja, ja, ja! Eh, Eduardo, no te lo pierdas. Es una de las nuevas esclavas de Miranda. ¿De dónde sales, muchacha, tan amable y simpática? ¿Del jodido Kansas? Se te comerá viva, ¡ja, ja, ja!

Antes de que pudiera responder, un hombre corpulento e igualmente uniformado se acercó y me miró de arriba abajo sin disimulo alguno. Me preparé para otra burla, pero en lugar de eso el tipo se volvió hacia mí con expresión amable y me miró a los ojos.

– Soy Eduardo y este idiota de aquí es Mickey -explicó señalando al primer hombre, que parecía molesto por el hecho de que Eduardo hubiera actuado cortésmente y aguado la diversión-. No le hagas caso, solo bromea -prosiguió con un mezcla de acento español y neoyorquino mientras extraía un libro de registro-. Rellena estas casillas y te daré un pase provisional para que puedas subir. Di a los de recursos humanos que necesitas una tarjeta con tu foto.

Debí de mirarle con suma gratitud, porque cuando me pasó el libro por encima del mostrador parecía turbado.

– Venga, ahora escribe. Y buena suerte, muchacha, vas a necesitarla.

A esas alturas yo estaba demasiado nerviosa y cansada para pedirle que se explicara y, en cualquier caso, no era necesario. Una de las pocas cosas que había tenido tiempo de hacer durante la última semana fue indagar un poco sobre mi nueva jefa. La había «googleado», y me sorprendió descubrir que Miranda Priestly había nacido con el nombre de Miriam Princhek en el Est End de Londres. Su familia era como todas las familias judías ortodoxas de la ciudad, tremendamente pobre pero muy religiosa. El padre hacía pequeñas reparaciones, pero dependían básicamente del apoyo de la comunidad, pues el hombre pasaba la mayor parte del tiempo estudiando textos judíos. La madre había fallecido al dar a luz a Miriam, de modo que la abuela se mudó con la familia para ayudar a criar a los hijos. ¡Y no eran pocos! Once en total. Miriam era la menor. Al igual que el padre, casi todos sus hermanos y hermanas se emplearon en oficios manuales y dedicaban la mayor parte de su tiempo a rezar y trabajar. Dos de ellos consiguieron ir a la universidad y terminar los estudios, para luego casarse jóvenes y empezar a formar su propia familia numerosa. Miriam fue la única excepción a la tradición familiar.

Tras ahorrar los pequeños billetes que sus hermanos mayores le daban cuando podían, abandonó el instituto al cumplir diecisiete años -a solo tres meses de obtener el título- a fin de trabajar para un modista británico joven y prometedor organizando los desfiles de cada temporada. Después de dedicar unos años a hacerse un nombre en el incipiente mundo de la moda londinense y estudiar francés por las noches, consiguió un trabajo de redactora en la revista Chic de París. Para entonces apenas tenía relación con su familia. Ellos no comprendían su estilo de vida ni sus ambiciones, mientras que a ella le avergonzaban la beatería anacrónica y la abrumadora falta de sofisticación de sus hermanos. El alejamiento fue total al poco tiempo de incorporarse a Chic, cuando, con veinticuatro años, Miriam Princhek se convirtió en Miranda Priestly, o sea, cuando cambió su nombre innegablemente étnico por uno más elegante. No tardó en sustituir su acento cockney por una dicción distinguida que cultivó con esmero, y antes de llegar a los treinta la transformación de palurda judía en burguesa laica ya era absoluta. A partir de ahí trepó rápida e implacablemente por la jerarquía del mundo de la moda.

Pasó tres años al timón del Runway francés antes de que Elias la trasladara al puesto número uno, el Runway de Estados Unidos, el último escalón. Se mudó con sus dos hijas y su marido (una estrella del rock que también deseaba salir de Londres y abrirse camino en América) a un ático de la Quinta Avenida con la calle Setenta y seis, y la revista Runway inició una nueva etapa: la era Priestly, que se acercaba a su sexto año el día que yo empecé a trabajar.

Por un golpe de suerte incomprensible yo llevaría más de un mes trabajando cuando Miranda regresara a Elias-Clark. Cada año comenzaba sus vacaciones una semana antes de Acción de Gracias y las prolongaba hasta después de Año Nuevo. Normalmente pasaba unas semanas en el piso que conservaba en Londres, pero alguien me contó que ese año había arrastrado a su marido e hijas hasta la hacienda que Óscar de la Renta tiene en la República Dominicana antes de pasar la Navidad y la Nochevieja en el Ritz de París. También me habían advertido de que, aunque Miranda estaba «de vacaciones», se hallaba localizable y trabajaba en todo momento, y eso mismo debían hacer todos los miembros de la plantilla. Por lo tanto, tenían que formarme y prepararme sin la presencia de su alteza. De ese modo Miranda no tendría que sufrir los errores que inevitablemente cometería mientras aprendía mi trabajo. La idea me gustó. Así pues, a las siete en punto de la mañana estampé mi firma en el registro y crucé por primera vez los torniquetes.

– ¡Déjalos pasmaos! -exclamó Eduardo antes de que las puertas del ascensor se cerraran.


Emily, con aspecto ojeroso y desaliñado, vestida con una camiseta ceñida pero arrugada y unos pantalones de color verde aceituna, me esperaba en la recepción sosteniendo una taza de Starbucks y hojeando el nuevo número de diciembre. Sus zapatos de tacón descansaban sobre la mesita del café y a través del algodón transparente de su camiseta se adivinaba un sujetador de encaje negro. La melena pelirroja que le caía alborotada por los hombros y el carmín ligeramente corrido a causa del café hacían pensar que había pasado las últimas setenta y dos horas en la cama.

– Bienvenida -refunfuñó mientras me hacía el primer repaso oficial si no contaba el del vigilante-. Me gustan tus botas.

El corazón me dio un vuelco. ¿Hablaba en serio? No podía deducirlo por el tono. Los puentes me dolían y tenía los dedos estrujados contra la punta pero, si una runwayer había alabado un artículo de mi indumentaria, el dolor merecía la pena.

Emily me miró un rato más antes de retirar las piernas de la mesa y suspirar con dramatismo.

– En fin, manos a la obra. Tienes mucha suerte de que ella no esté -dijo-. No es que no sea estupenda, porque no cabe duda de que lo es -añadió en lo que pronto yo identificaría y acabaría adoptando como el Giro Paranoico de Runway.

En cuanto algo negativo sobre Miranda escapaba de los labios de un empleado, por justificado que fuera, la paranoia de que Miranda pudiera descubrirlo se apoderaba de él y provocaba un cambio radical. Observar cómo mis colegas se esforzaban por rectificar la crítica que acababan de pronunciar terminaría por convertirse en uno de mis pasatiempos favoritos.

Emily pasó su tarjeta por el lector electrónico y, codo con codo, recorrimos en silencio los tortuosos pasillos hasta el centro de la planta, donde se hallaban la oficina y el despacho de Miranda. Abrió las puertas y arrojó el bolso y el abrigo sobre una mesa.

– Esta, lógicamente, es tu mesa. -Emily señaló una tabla de madera suave en forma de L situada justo enfrente de su mesa. Sobre ella descansaban un ordenador iMac turquesa, un teléfono y algunas bandejas, y en los cajones ya había bolígrafos, clips y libretas-. Te dejo la mayoría de mis cosas. Es más fácil que encargue el material nuevo para mí.

Emily acababa de ascender al puesto de primera ayudante dejándome así el de segunda ayudante. Allison ya había abandonado la oficina para ocupar su cargo en el departamento de belleza, donde sería la responsable de probar los maquillajes, las cremas hidratantes y los productos capilares que salieran al mercado y escribir sobre ellos. Yo ignoraba de qué modo su trabajo como ayudante de Miranda la había preparado para esa tarea, pero estaba impresionada. Las promesas eran ciertas: la gente que trabajaba para Miranda llegaba lejos.

El resto de los empleados empezaron a llegar en torno a las diez de la mañana, en total unos cincuenta. El departamento más numeroso era, naturalmente, el de moda, con casi treinta personas, incluidos los ayudantes de complementos. Los departamentos de reportajes, belleza y arte completaban el cuadro. Casi todo el mundo se detenía en el despacho de Miranda para charlar con Emily, enterarse de algún cotilleo sobre su jefa y echar una ojeada a la chica nueva. Esa primera mañana, conocí a docenas de personas. Todas ellas esbozaban sonrisas amplias y relucientes y parecían sinceramente contentas de conocerme.

Los hombres, ataviados con pantalones de cuero a modo de segunda piel y camisetas apretadas sobre bíceps hinchados y torsos perfectos, eran a todas luces homosexuales. El director de arte, un hombre maduro que lucía una cabellera de un rubio champán en proceso de extinción y tenía aspecto de haberse pasado la vida emulando a Elton John, apareció con unos mocasines de pelo de conejo y los ojos pintados. Nadie parpadeó. En el campus de la universidad había grupos gays y durante los últimos años algunos amigos míos habían salido del armario, pero ninguno presentaba ese aspecto. Tenía la sensación de estar rodeada de todo el equipo de Rent, aunque con mejor vestuario, claro.

Las mujeres, o mejor dicho las jovencitas, eran individualmente bellas. En conjunto quitaban el hipo. Aparentaban veinticinco años y pocas tenían más de treinta. Aunque casi todas lucían enormes brillantes en el dedo anular, costaba creer que alguna hubiera parido alguna vez o que incluso fuera a hacerlo. Pavoneándose airosamente sobre finos tacones de diez centímetros caminaban hasta mi escritorio para tender unas manos blanquísimas de dedos largos y cuidados y presentarse como «Nicole, la que trabaja para Hope», «Jocelyn, de moda» o «Stef, supervisora de complementos». Solo una, Shayna, medía menos de uno ochenta, pero era tan enclenque que parecía incapaz de soportar un centímetro más. Todas ellas pesaban menos de cincuenta kilos.

Me encontraba en mi silla giratoria tratando de recordar los nombres cuando entró la chica más bonita que había visto en mi vida. Llevaba un jersey de cachemir rosa que parecía hecho de nubes y por la espalda le caía una extraordinaria melena blanca y ondulada. Sus 185 centímetros de estatura transportaban el peso justo para mantenerla derecha, y sin embargo se movía con una elegancia de bailarina. Tenía unas mejillas lustrosas y el brillante de cuatro quilates de su sortija de compromiso emitía una luz cegadora. Supuse que me había pillado mirándolo porque me acercó la mano hasta la nariz.

– Lo he creado yo -declaró sonriendo en dirección a su mano antes de mirarme.

Me volví hacia Emily en busca de una pista sobre la identidad de la muchacha, pero estaba al teléfono. Supuse que la chica se refería al diseño de la sortija hasta que dijo:

– ¿No te encanta el color? Es una capa de Marshmallow y otra de Ballet Slipper. En realidad, la de Ballet Slipper se pone antes y después. Es el tono perfecto, pálido pero sin que parezca que te has pintado las uñas con White-Out. ¡Creo que a partir de ahora será el único que utilice!

Dicho esto, giró sobre sus talones y se marchó. Oh, sí, yo también me alegro de conocerte, dije para mis adentros a su espalda.

Me había divertido conocer a mis colegas. Eran simpáticos y, exceptuando al bicho raro de la laca de uñas, todos parecían deseosos de conocerme. Emily todavía no se había despegado de mí y aprovechaba cualquier ocasión para enseñarme algo. Me ponía al tanto de quién era realmente importante, a quién no había que cabrear y de quién valía la pena ser amiga porque ofrecía las mejores fiestas. Cuando le describí a la Chica Manicura, su rostro se iluminó.

– ¡Oh! -exclamó con una emoción que no había mostrado por el resto-. ¿No es fabulosa?

– Bueno… sí, parecía simpática. En realidad no llegamos a conversar, solo me enseñó su laca de uñas.

Emily sonrió con orgullo.

– Supongo que sabes quién es.

Me devané los sesos tratando de recordar si se parecía a alguna actriz, cantante o modelo. De modo que era famosa. Tal vez por eso no se había presentado, porque se suponía que yo debía reconocerla. Pero no la había reconocido.

– No; no lo sé. ¿Es famosa?

Emily me miró con una mezcla de incredulidad y desprecio.

– Pues sí -contestó subrayando el «sí» y afilando la mirada, como queriendo decir «ignorante del culo»-. Es Jessica Duchamps. -Aguardó. Aguardé. Nada-. Seguro que ya has caído, ¿a que sí?

Volví a devanarme los sesos tratando de relacionar con algo el nuevo dato, pero estaba segura de que nunca había oído hablar de esa chica. Además, empezaba a estar harta de tanta adivinanza.

– Emily, no la había visto en mi vida y su nombre no me suena. ¿Te importaría decirme quién es? -pregunté esforzándome por mantener la calma.

El caso es que me traía sin cuidado quién era, pero estaba claro que Emily no tiraría la toalla hasta que me hiciera parecer una completa idiota. Esta vez, su sonrisa fue condescendiente.

– Cómo no, solo tenías que pedirlo. Jessica Duchamps es, en fin, ¡es una Duchamps! Ya sabes, del restaurante francés más famoso de la ciudad. Pertenece a sus padres. ¿No es alucinante? Son increíblemente ricos.

– ¿No me digas? -repuse con fingido entusiasmo por haber conocido a la hija supermona de unos padres restauradores-. Es genial.

Atendí algunas llamadas con el obligado «Despacho de Miranda Priestly», si bien a Emily y a mí nos preocupaba que telefoneara la propia Miranda y yo no supiera qué hacer. El pánico cundió durante una llamada en que una mujer que no se identificó ladró algo incoherente con un fuerte acento británico y arrojé el auricular a Emily sin apretar el botón de llamada en espera.

– Es ella -susurré nerviosa-. Habla tú.

Emily me lanzó la primera de sus miradas especiales. Poco dada a disimular sus sentimientos, conseguía enarcar las cejas y dejar caer el mentón de una forma que expresaba desprecio y pena a partes iguales.

– ¿Miranda? Soy Emily -dijo al tiempo que una sonrisa iluminaba su rostro, como si la mujer pudiera verla a través del teléfono. Silencio. Frente arrugada-. Oh, Mimi, cuánto lo siento. La nueva chica ha pensado que eras Miranda. Sí, muy gracioso. ¡Aún no ha aprendido que cada acento británico no tiene que ser forzosamente el de nuestra jefa! -Me miró con sus finísimas cejas más enarcadas que nunca.

Charló un rato más mientras yo atendía la otra línea y anotaba mensajes para Emily, que luego devolvía cada llamada no sin antes comunicarme su orden de importancia, si es que la tenía, en la vida de Miranda. En torno al mediodía, justo cuando empezaba a notar las primeras punzadas de hambre, atendí una llamada y escuché un acento británico al otro lado de la línea.

– ¿Hola? ¿Eres tú, Allison? -preguntó una voz glacial pero regia-. Necesito una falda.

Cubrí el auricular con la mano y noté que los ojos se me salían de las órbitas.

– Emily, es ella, esta vez seguro que es ella -susurré agitando el auricular para llamar su atención-. ¡Quiere una falda!

Emily se volvió y al ver mi cara de pánico colgó rápidamente su teléfono sin un «Te llamaré más tarde» ni un «Adiós». Pulsó el botón para conectar con Miranda y esbozó otra amplia sonrisa.

– ¿Miranda? Soy Emily. ¿Qué puedo hacer por ti? -Clavó la punta del bolígrafo en la libreta y empezó a escribir como una loca con el entrecejo fruncido-. Cómo no. Por supuesto.

Y la conversación terminó con la misma rapidez con que había empezado. Miré impaciente a Emily, que puso los ojos en blanco al percatarse de mi impaciencia.

– Acaba de caerte tu primer trabajo. Miranda necesita una falda para mañana, además de otras cosas, así que hay que meterlas en un avión esta noche como muy tarde.

– Muy bien. ¿Qué clase de falda necesita? -pregunté, todavía bajo la fuerte impresión de que una falda viajara a la República Dominicana simplemente porque Miranda así lo quería.

– No lo ha dicho -murmuró Emily mientras levantaba el auricular-. Hola, Jocelyn, soy yo. Quiere una falda y tiene que estar en el vuelo de esta noche de la señora De la Renta, que se reunirá en la hacienda con Miranda. No tengo ni idea. No; no lo ha dicho. De veras que no lo sé. De acuerdo, gracias. -Se volvió hacia mí-. Las cosas se complican cuando Miranda no especifica. Está demasiado ocupada para preocuparse de nimiedades, así que no ha dicho qué tela, color, estilo o marca desea. Pero no importa. Conozco su talla y, naturalmente, conozco su gusto lo bastante para poder predecir qué quiere. Esa era Jocelyn, del departamento de moda. Se encargará de que traigan algunas faldas.

Me imaginé a Jerry Lewis presidiendo un telemaratón de faldas con un enorme marcador, redoble de tambores y voila!, Gucci y aplausos espontáneos.

No exactamente. «Traer» las faldas fue mi primera lección sobre la estupidez de Runway, aunque debo decir que la operación se llevó a cabo con eficiencia militar. El proceso era el siguiente. Emily y yo avisábamos a todas las ayudantes del departamento de moda, unas ocho en total, cada una de las cuales mantenía contacto con una lista concreta de diseñadores y tiendas. De inmediato telefoneaban a los relaciones públicas de las diversas casas de diseño y, en caso pertinente, de las tiendas más elegantes de Manhattan y les comunicaban que Miranda Priestly -sí, Miranda Priestly, y sí, para su uso personal- estaba buscando una prenda determinada. Minutos después cada director y ayudante de relaciones públicas de Michael Kors, Gucci, Prada, Versace, Fendi, Armani, Chanel, Barney's, Chloe, Soma Rykiel, Calvin Klein, Bergdorf, Roberto Cavalli y Saks enviaban (o, en algunos casos, llevaban en persona) todas las faldas que creían podían ser del gusto de Miranda Priestly. El proceso transcurría como un ballet coreografiado donde cada bailarín sabía exactamente dónde, cuándo y cómo dar su siguiente paso. Mientras tenía lugar esta actividad casi diaria, Emily me envió a recoger algunas cosas que debían viajar esa noche junto con la falda.

– El coche te estará esperando en la Cincuenta y ocho -dijo en tanto atendía dos llamadas y me escribía las instrucciones en una hoja con el membrete de Runway. Se detuvo un momento para lanzarme un teléfono móvil-. Llévalo encima por si necesito localizarte o tienes dudas. No lo desconectes nunca y responde siempre.

Cogí el móvil y la hoja y bajé hasta la puerta del edificio que daba a la Cincuenta y ocho preguntándome cómo iba a encontrar el «coche». O qué significaba eso. Apenas había puesto un pie en la acera mirando alrededor como un corderito cuando se me acercó un hombre achaparrado de pelo blanco que mordisqueaba una pipa de color caoba.

– ¿Eres la nueva chica de Priestly? -gruñó a través de unos labios manchados de tabaco, sin retirarse la pipa de la boca. Asentí con la cabeza-. Soy Rich, el encargado del transporte. ¿Que quieres un coche? Habla conmigo. ¿Lo entiendes, rubia? -Asentí de nuevo y me subí al asiento trasero de un Cadillac negro. Rich cerró la portezuela con fuerza y se despidió agitando una mano.

– ¿Adonde quiere ir, señorita? -preguntó el conductor devolviéndome al presente.

Me di cuenta de que no lo sabía y saqué de mi bolsillo el trozo de papel.

«Primera parada: estudio de Tommy Hilfiger en el 355 de la Cincuenta y siete Oeste, 6.a planta. Pregunta por Leanne. Te dará todo lo que necesitas.»

Le indiqué la dirección y miré por la ventanilla. Era la una de la tarde de un frío día de invierno, tenía veintitrés años y me hallaba en el asiento trasero de un automóvil con chófer camino del estudio de Tommy Hilfiger. Y estaba muerta de hambre. Tardamos casi cuarenta y cinco minutos en recorrer las quince manzanas del centro durante la hora del almuerzo, mi primera experiencia en un verdadero atasco neoyorquino. El chófer me dijo que daría vueltas a la manzana hasta que yo saliera y entré en el estudio de Tommy. Cuando pregunté por Leanne en la recepción de la sexta planta, una chica adorable de no más de dieciocho años bajó por la escalera dando saltitos.

– ¡Hola! -exclamó alargando la «a» unos segundos-. Tú debes de ser Andrea, la nueva ayudante de Miranda. Aquí la queremos mucho, ¡así que bienvenida al equipo! -Sonrió. Sonreí. Extrajo una gigantesca bolsa de plástico de debajo de una mesa y vertió el contenido en el suelo-. Aquí tenemos los tejanos predilectos de Carolina en tres colores, y también hemos metido algunas camisetas. Cassidy adora las faldas safarí de Tommy. Se las he puesto en aceituna y piedra.

De la bolsa salieron faldas vaqueras, chaquetas tejanas y hasta un par de calcetines. Yo lo miraba todo boquiabierta; había suficiente ropa para llenar el armario de cuatro adolescentes. ¿Quiénes eran Cassidy y Caroline?, me pregunté. ¿Qué persona que se precie viste tejanos de Tommy Hilfiger y nada menos que en tres colores?

Mi cara debía de ser de total estupor, porque Leanne me dio deliberadamente la espalda mientras recogía la ropa y decía:

– Sé que a las hijas de Miranda les encantará todo esto. Llevamos años vistiéndolas y Tommy insiste en elegirles la ropa personalmente.

La miré con gratitud y me eché la bolsa al hombro.

– ¡Buena suerte! -exclamó con una sonrisa sincera antes de que las puertas del ascensor se cerraran-. ¡Qué afortunada eres de tener un trabajo tan magnífico!

Antes de que la chica pudiera decirlo, me descubrí acabando mentalmente la frase por ella. Millones de chicas darían un ojo de la cara por él. En aquel momento, tras haber visto el estudio de un diseñador famoso y hallándome en posesión de miles de dólares en ropa, pensé que tenía razón.

Una vez que hube pillado el truco al proceso, el resto del día pasó volando. Me pregunté si alguien pensaría que estaba loca por detenerme un instante a comprar un bocadillo, pero no tenía más remedio que hacerlo. No había comido nada desde el cruasán de las siete de la mañana y ya eran casi las dos de la tarde. Pedí al conductor que se detuviera en una charcutería y en el último minuto decidí comprarle otro a él. Cuando le entregué el emparedado de pavo y mostaza me miró con tal asombro que temí haberle incomodado.

– He pensado que usted también tendría hambre -dije-. Si se pasa el día conduciendo, seguro que no tiene tiempo de parar a comer.

– Gracias, señorita, se lo agradezco. Es solo que desde hace diecisiete años me dedico a llevar de un lado a otro a chicas de Elias-Clark y ninguna ha sido nunca tan amable como usted. Es usted muy amable -añadió con un acento fuerte pero indeterminado, mirándome por el retrovisor.

Sonreí y procedimos a saborear nuestros respectivos emparedados en medio del atasco mientras escuchábamos su CD favorito. Yo solo oía a una mujer aullar lo mismo una y otra vez en un idioma desconocido, acompañada de un sitar.

La siguiente orden de Emily era recoger unos pantalones cortos blancos que Miranda necesitaba desesperadamente para jugar a tenis. Supuse que iríamos a Polo, pero Emily había escrito Chanel. ¿Chanel confeccionaba pantalones de tenis? El conductor me llevó a la tienda privada, donde una dependienta madura cuyo lifting facial le había dejado los ojos como ranuras me hizo entrega de unos pantaloncitos de algodón y licra, talla cero, prendidos de una percha de seda y cubiertos por un guardapolvo de terciopelo. Miré la prenda pensando que no le entraría ni a una niña de seis años, y luego a la mujer.

– ¿Cree que le cabrán? -pregunté con cautela, convencida de que esa mujer podía abrir su boca de ballena y tragarme entera.

Me miró indignada.

– Eso espero, señorita -gruñó mientras me tendía el mini-pantalón-. Lo hemos confeccionado siguiendo al pie de la letra sus indicaciones. Dígale que el señor Kopelman le envía saludos.

Cómo no, señora, quienquiera que sea.

La siguiente parada era J & R Computer World, que según Emily había escrito se hallaba «en pleno centro», cerca del ayuntamiento. Por lo visto era la única tienda de la ciudad que vendía Guerreros del Oeste, un juego de ordenador que Miranda quería regalar a Moisés, el hijo de Óscar y Annette de la Renta. Cuando llegué, una hora más tarde, ya me había percatado de que el móvil permitía llamadas interurbanas y estaba marcando el número de mis padres para explicarles lo genial que era mi trabajo.

– ¿Papá? Hola, soy Andy. Adivina dónde estoy. Sí, claro que en el trabajo, pero resulta que es el asiento trasero de un coche con chófer que me está paseando por Manhattan. Ya he estado en Tommy Hilfiger y Chanel, y después de comprar un juego de ordenador iré al apartamento de Óscar de la Renta en Park Avenue para dejar unas cosas. ¡No; no son para él! Miranda está en la RD y Annette viajará allí esta noche para reunirse con ella. ¡En un avión privado, sí! ¡Papá! Son las siglas de la República Dominicana, ¡naturalmente!

Mi padre parecía receloso pero contento de verme tan feliz, y yo decidí que estaba contratada como mensajera educada en un college. Y no me importaba en absoluto.

Después de entregar la ropa de Tommy, los pantalones cortos y el juego de ordenador a un portero de aspecto muy distinguido en un lujoso vestíbulo de Park Avenue (¡de modo que a esto se refiere la gente cuando habla de Park Avenue!), regresé a Elias-Clark. Entré en la oficina y encontré a Emily sentada en el suelo, al estilo indio, envolviendo regalos con papeles y cintas blancos. Estaba rodeada de cajas rojas y blancas, todas idénticas. Había cientos de ellas, quizá miles, esparcidas entre nuestras mesas y el despacho de Miranda. Emily no era consciente de que la estaba observando. Calculé que solo tardaba dos minutos en envolver perfectamente cada caja y quince segundos en colocarle una cinta de raso blanco. Actuaba con diligencia, sin desperdiciar un solo segundo, y amontonaba las cajas a su espalda en columnas ordenadas. Los montones terminados crecían, pero los montones pendientes no menguaban. Estimé que, aunque se pasara así los siguientes cuatro días, aún le quedarían cajas por envolver.

Grité su nombre para que me oyera por encima del CD de los ochenta que sonaba en su ordenador.

– Emily, ya he vuelto.

Se volvió y por un breve instante dio la impresión de que ignoraba por completo quién era yo. Estaba totalmente en blanco. Entonces recordó que era la chica nueva.

– ¿Cómo te ha ido? ¿Has conseguido todo lo de la lista?

Asentí con la cabeza.

– ¿El juego de ordenador también? Cuando llamé a la tienda solo les quedaba uno. ¿Todavía lo tenían?

Asentí de nuevo.

– ¿Y se lo has entregado todo al portero de De la Renta? ¿La ropa, el pantalón, todo?

– Sí, no ha habido ningún problema, todo ha ido como la seda. Lo dejé hace unos minutos. No estoy segura de que Miranda quepa en esos…

– Oye, necesito ir urgentemente al lavabo, pero estaba esperando a que volvieras. Quédate un minuto al lado del teléfono, por favor.

– ¿No has ido al lavabo desde que me fui? -pregunté con incredulidad. Habían pasado cinco horas-. ¿Por qué no?

Emily terminó de colocar la cinta en la caja que acababa de envolver y me miró con frialdad.

– Miranda no tolera que nadie salvo sus ayudantes atienda el teléfono. Supongo que hubiera podido escaparme un minuto, pero sé que Miranda tiene hoy un día frenético y quería estar a su disposición en todo momento. Por lo tanto, no, nosotras no vamos al lavabo ni a ningún otro sitio sin ponernos de acuerdo. Tenemos que trabajar juntas para asegurarnos de que lo hacemos todo lo mejor posible. ¿De acuerdo?

– Claro -respondí-. Anda, ve. No me moveré de aquí.

Cuando Emily desapareció, puse una mano sobre la mesa para serenarme. ¿Nada de ir al baño sin un plan de guerra coordinado? ¿De veras Emily había permanecido cinco horas en esa oficina, rezando para que su vejiga se comportara, por miedo a que una mujer que se hallaba al otro lado del Atlántico llamara durante los dos minutos y medio que habría tardado en ir al baño? Estaba claro que sí. Me pareció una exageración, pero lo atribuí al excesivo entusiasmo de Emily. No podía creer que Miranda exigiera eso a sus ayudantes. Imposible. ¿O no?

Recogí algunas hojas de la impresora y leí el título: «Regalos de Navidad recibidos». Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis hojas de regalos a un espacio. El remitente aparecía en una columna y el artículo en otra. Doscientos cincuenta y seis regalos en total. Parecía la lista de bodas de la reina de Inglaterra y fui incapaz de absorberla toda. Había un juego de maquillaje Bobby Brown de la propia Bobby Brown, un bolso exclusivo Kate Spade de Kate y Andy Spade, un archivador de cuero granate Smythson de Bond Street enviado por Graydon Carter, un saco de dormir forrado de visón de Miuccia Prada, una pulsera Verdura de varias vueltas de Aerin Lauder, un reloj de brillantes de Donatella Versace, una caja de champán de Cynthia Rowley, un corpiño de cuentas a juego con un bolso de noche de Mark Badgley y James Mischka, una colección de bolígrafos Cartier de Irv Ravitz, una bufanda de chinchilla de Vera Wang, una chaqueta con estampado tipo cebra de Alberto Ferretti, una manta de cachemir Burberry de Rosemarie Bravo. Y eso no era más que el principio. Había bolsos de todas las formas y tamaños de todo el mundo: Herb Ritts, Bruce Weber, Giselle Bundchen, Hillary Clinton, Tom Ford, Calvin Klein, Annie Leibovitz, Nicole Miller, Adrienne Vittadini, Ke-vin Aucoin, Michael Kors, Helmut Lang, Giorgio Armani, John Sahag, Bruno Magli, Mario Testino y Narciso Rodríguez, por mencionar unos pocos. Había docenas de donaciones hechas en nombre de Miranda a varias sociedades benéficas, unas cien botellas de vino y champán, ocho o diez gemas de Fendi, dos docenas de velas aromáticas, piezas preciosas de cerámica oriental, pijamas de seda, libros forrados en piel, productos de baño, bombones, pulseras, caviar, jerseys de cachemir, fotografías enmarcadas y suficientes arreglos florales y/o plantas para decorar una de esas bodas de quinientas parejas que los chinos celebran en campos de fútbol. ¡Santo Dios! ¿Era real? ¿Estaba ocurriendo de verdad? ¿Estaba trabajando para una mujer que recibía 256 regalos de Navidad de los personajes más famosos del mundo? O no tan famosos. No estaba segura. Reconocía a algunas celebridades y diseñadores, pero ignoraba que entre los demás estuvieran los fotógrafos, maquilladores y modelos más codiciados, gente de la alta sociedad y una retahila de directivos de Elias-Clark. Me preguntaba si Emily sabía realmente quién era toda esa gente cuando entró. Fingí que no estaba leyendo la lista, pero no pareció importarle.

– Una locura, ¿verdad? Miranda es la mejor-exclamó mientras cogía unas hojas de su mesa y las contemplaba con lo que solo podía describirse como lujuria-. ¿Has visto cosas más increíbles en tu vida? Abrir los regalos es una de las mejores partes de este trabajo.

No entendía nada. ¿Nosotras abríamos los regalos? ¿Por qué no los abría Miranda en persona? Se lo pregunté.

– ¿Estás loca? Miranda detesta el noventa por ciento de los regalos que recibe. Algunos son decididamente insultantes, cosas que ni siquiera me molesto en enseñarle. Como este. -Levantó una cajita.

Era un teléfono inalámbrico de Bang and Olufsen con su característico diseño de cantos curvos y unos tres mil kilómetros de alcance. Yo había estado en la tienda unas semanas antes viendo cómo Alex salivaba con los equipos de música y, por lo tanto, sabía que el teléfono costaba más de quinientos dólares y podía hacerlo todo salvo mantener la conversación por ti.

– Un teléfono. ¿Puedes creer que alguien haya tenido el valor de regalar un teléfono a Miranda Priestly? -Me lo lanzó-. Quédatelo si quieres. Jamás permitiría que Miranda lo viera siquiera. Le indignaría mucho enterarse de que alguien le ha enviado algo electrónico. -Emily pronunció la palabra «electrónico» como si fuera sinónima de «cubierto de secreciones corporales».

Metí el teléfono debajo de mi mesa y me esforcé por no sonreír. ¡Era demasiado perfecto! En la lista de las cosas que necesitaba para mi nuevo hogar figuraba un teléfono inalámbrico (tenía un supletorio en mi habitación) y acababa de conseguir gratis uno de quinientos dólares.

– Envolvamos algunas botellas de vino más -prosiguió Emily mientras se sentaba de nuevo en el suelo- y luego podrás abrir los regalos que han llegado hoy. Están allí. -Señaló una pila de cajas, bolsas y cestas de multitud de colores situada detrás de su mesa.

– ¿Estas botellas son los regalos que nosotras enviamos en nombre de Miranda? -pregunté alzando una caja que procedí a envolver con el papel blanco.

– Sí, cada año es lo mismo. Los más importantes reciben botellas de Dom, o sea, los directivos de Elias y los grandes diseñadores que no son amigos personales, el abogado y el administrador. Los intermedios reciben Veuve, y eso abarca a casi todo el mundo, los maestros de las gemelas, los peluqueros, Uri y demás. Los don nadie se llevan una botella de Chianti Ruffino, como los relaciones públicas que envían a Miranda regalos pequeños e impersonales. Hemos de enviar Chianti al veterinario, a las canguros que sustituyen a Cara, a la gente que le atiende en las tiendas que frecuenta y a quienes cuidan de la casa de verano de Connecticut. A principios de diciembre encargó 25.000 dólares en regalos, Sherry-Lehman nos los trae y generalmente tardamos una semana en envolverlos. Es un buen trato, porque Elias paga la factura.

– Supongo que costaría el doble si Sherry-Lehman también los envolviera-dije mientras me esforzaba por asimilar el orden jerárquico de los regalos.

– ¿Qué importa eso? -bufó Emily-. Créeme, pronto te darás cuenta de que aquí el precio de las cosas no es un problema. Lo que pasa es que a Miranda no le gusta el papel que utilizan en Sherry-Lehman. El año pasado, les entregué este papel blanco, pero las cajas no les quedaban tan bonitas como a nosotras.

Estuvimos envolviendo hasta las seis mientras Emily me contaba cómo funcionaban las cosas en Runway y yo intentaba asimilar ese extraño y excitante mundo. Me estaba describiendo cómo le gustaba a Miranda su café (con leche y dos terrones de azúcar sin refinar) cuando llegó una rubia jadeante con una cesta del tamaño de un cochecito de bebé. Se detuvo frente al umbral del despacho, como si temiera que la moqueta gris fuera a tornarse en arenas movedizas bajo sus Jimmy Choo si osaba cruzarlo.

– Hola, Em. He traído las faldas. Siento haber tardado tanto, pero es difícil encontrar a la gente en los días previos a Acción de Gracias. En fin, espero que encuentres alguna que le guste. -Bajó la vista hacia la cesta repleta de faldas.

Emily miró a la chica sin apenas ocultar su desdén.

– Déjalas sobre mi mesa y ya te devolveré las que no sirvan. Que imagino serán la mayoría, teniendo en cuenta tu gusto. -La última frase la pronunció en voz baja y solo yo pude oírla.

La rubia nos miró desconcertada. No era la estrella más brillante del cielo, pero parecía simpática. Me pregunté por qué Emily la detestaba tanto. Había tenido un día largo entre tantos recados y tantos nombres y caras que recordar, así que no me molesté en preguntárselo.

Emily colocó la cesta sobre la mesa y la contempló con las manos sobre las caderas. Desde mi posición en el suelo calculé que había unas veinticinco faldas en una variedad asombrosa de telas, colores y tamaños. ¿Era posible que Miranda no hubiera especificado qué quería? ¿Era posible que no se hubiera molestado en informar a Emily de si necesitaba la falda para una cena de etiqueta, un partido de dobles mixtos o como complemento del traje de baño? ¿La quería tejana o la prefería de gasa? ¿Cómo se suponía que debíamos adivinar sus deseos?

Estaba a punto de descubrirlo. Emily trasladó la cesta al despacho de Miranda y la dejó con cuidado y veneración a mi lado, sobre la lujosa moqueta. Tomó asiento y procedió a sacarlas una por una y a colocarlas alrededor de nosotros. Había un precioso pareo de ganchillo fucsia de Celine, una falda gris perla de Calvin Klein y una de ante negro con cuentas en torno al bajo del propio De la Renta. Había faldas rojas, de color crudo y morado, algunas de encaje y otras de cachemir, unas lo bastante largas para cubrir elegantemente los tobillos y otras tan cortas que parecían camisetas sin mangas. Levanté una de seda marrón divina que llegaba hasta media pantorrilla y me la llevé a la cintura, pero la tela solo me cubrió una pierna. La siguiente, una cascada de tul y gasa hasta el suelo, se habría sentido como en casa en una fiesta en el Charleston. Una de las faldas tejanas tenía el tejido gastado y venía con un gigantesco cinturón de cuero marrón. Había otra de tela plateada y crujiente sobre un forro también plateado pero más opaco. No daba crédito a mis ojos.

– Caray, parece que Miranda tiene obsesión por las faldas -comenté, porque no sabía qué otra cosa decir.

– No creas. En realidad Miranda tiene una ligera obsesión por los pañuelos. -Emily desvió la mirada, como si acabara de revelar que tenía herpes-. Es uno de esos detalles encantadores sobre Miranda que debes conocer.

– ¿No me digas? -pregunté tratando de parecer impresionada en lugar de horrorizada.

¿Obsesión por los pañuelos? Me gustan la ropa, los bolsos y los zapatos tanto como a cualquier otra chica, pero no llamaría «obsesión» a ninguna de esas cosas.

– Bueno, aunque ahora necesite una falda, los pañuelos son su auténtica pasión. Ya sabes, esos pañuelos que la caracterizan. -Me miró y probablemente mi rostro le comunicó que estaba del todo perdida-. Al menos te acordarás de cómo vestía cuando te hizo la entrevista, ¿no?

– Claro -me apresuré a mentir, presintiendo que no era una buena idea revelarle que no había podido recordar el nombre de Miranda durante la entrevista, de modo que no era tan extraño que ahora hubiera olvidado qué llevaba puesto aquel día-. Pero no estoy segura de que luciera un pañuelo.

– Miranda siempre, siempre lleva un pañuelo blanco de Hermés en su indumentaria y casi siempre alrededor del cuello, aunque a veces pide a su peluquero que le haga un moño con él o lo utiliza como cinturón. Es su distintivo. Todo el mundo sabe que Miranda Priestly lleva siempre un pañuelo blanco de Hermés. ¿No es genial?

Fue entonces cuando reparé en el pañuelo verde lima que Emily llevaba metido en las trabillas de los tejanos y que asomaba ligeramente por debajo de la camiseta.

– A veces le gusta mezclar y creo que esta es una de esas veces. De todas formas, estos idiotas de la moda no tienen ni idea de lo que ella quiere. Mira estas faldas. ¡Algunas son horrendas!

Levantó una preciosa de mucho vuelo, algo más elegante que las demás, con unas pequeñas pintas doradas sobre el fondo marrón.

– Es cierto -convine en lo que sería la primera de miles, si no millones, de veces en que, a partir de ese momento, estaría de acuerdo con Emily sencillamente para que cerrara el pico-. Es horrenda.

Era tan bonita que me dije que no me importaría lucirla en mi boda.

Emily siguió hablando de estampados y telas, y de las necesidades y deseos de Miranda, insertando de tanto en tanto un insulto mordaz hacia algún colega. Al final eligió tres faldas totalmente diferentes y las puso a un lado sin dejar de hablar, hablar y hablar. Yo trataba de escuchar, pero eran casi las siete y no sabía si estaba hambrienta, mareada o simplemente agotada. Creo que las tres cosas. Ni siquiera me percaté de que el ser humano más alto que había visto en mi vida acababa de entrar en el despacho.

– ¡Tú! -oí a mis espaldas-. ¡Levántate para que pueda verte!

Me volví hacia un hombre de más de dos metros de estatura, piel aceitunada y pelo negro, que me señalaba con el dedo. Tenía 115 kilos repartidos por su altísima estructura y estaba tan musculado que parecía que iba a romper la tela tejana de su… ¿mono? ¡Córcholis, vestía un mono! Sí, sí, un mono tejano con las perneras ceñidas, cinturón y mangas subidas, y encima una capa de piel. En realidad era una capa grande como una manta recogida en dos vueltas alrededor de su grueso cuello. Unas botas de combate negras del tamaño de una raqueta de tenis cubrían sus descomunales pies. Le eché unos treinta y cinco, aunque todo ese músculo, ese intenso bronceado y esa mandíbula decididamente cincelada tanto podían ocultar diez años como añadir cinco. El tipo agitaba las manos para instarme a que me levantara del suelo. Obedecí, incapaz de apartar la vista de él, y procedió a examinarme de arriba abajo.

– ¡Vaya, vaya, a quién tenemos aquí! -bramó tanto como le permitía su voz en falsete-. Eres mona, pero demasiado saludable. ¡Y esa ropa no te favorece nada!

– Me llamo Andrea. Soy la nueva ayudante de Miranda.

Sus ojos inspeccionaron mi cuerpo centímetro a centímetro. Emily contemplaba el espectáculo con expresión burlona. El silencio era insoportable.

– ¿Botas hasta la rodilla? ¿Con una falda hasta la rodilla? ¿Me tomas el pelo? Nena, por si no te has enterado, por si no has visto el enorme letrero negro de la puerta, esto es runway, la revista más moderna del planeta. ¡Del planeta! Pero no te preocupes, cariño, Nigel acabará muy pronto con esa pinta de rata de centro comercial de Jersey.

Colocó sus enormes manos sobre mis caderas y me hizo girar. Noté que me miraba las piernas y el trasero.

– Muy pronto, cielo, te lo prometo, porque eres buena materia prima. Piernas bonitas, pelo estupendo y ni una pizca de grasa. No soporto la grasa. Muy pronto, cielo.

Quería sentirme ofendida, apartarme de esas manos que me sujetaban la cadera, dedicar unos minutos a rumiar sobre el hecho de que un completo desconocido, y para colmo compañero de trabajo, acabara de obsequiarme con una descripción no solicitada y descaradamente franca de mi atuendo y mi figura, pero no podía. Me gustaban sus amables ojos verdes, que parecían reír en lugar de mofarse, pero sobre todo me gustaba el hecho de que me hubiera dado un aprobado. Era Nigel -nombre único, como Madonna o Prince-, la autoridad en moda que hasta yo reconocía de haberlo visto en la tele, en las revistas, en las páginas de sociedad, en todas partes, y había dicho que era mona. ¡Y que tenía unas piernas bonitas! Decidí olvidarme del comentario de la rata. El tipo me caía bien.

Emily le dijo que me dejara en paz, aunque yo no quería que se marchara. Se alejó hacia la puerta, la capa de piel ondeando a su espalda, y quise llamarle, decirle que había sido un placer conocerle, que no estaba ofendida por sus palabras y que me encantaba que quisiera rehacerme. No obstante, antes de que pudiera abrir la boca Nigel se volvió y salvó el espacio que nos separaba en dos zancadas, cada una de la longitud de un largo salto. Se detuvo delante de mí, envolvió con sus gigantescos brazos todo mi cuerpo y me apretó contra sí. Mi cabeza descansaba justo debajo de su pecho y aspiré el olor inconfundible de colonia Johnson para niños. Justo cuando adquirí suficiente sangre fría para abrazarle, me apartó, sumergió mis manos en las suyas y aulló:

– ¡Bienvenida a la casa de muñecas, nena!.

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