Capítulo 13

– Contrátala -decretó Miranda tras conocer a Annabelle, la decimosegunda chica a la que entrevisté y la única, junto con otra muchacha, que me había parecido adecuado presentar a Miranda.

Annabelle era francesa (de hecho hablaba tan poco inglés que necesité a las gemelas de traductoras), estaba licenciada por la Sorbona y poseía un cuerpo alto y firme y una preciosa cabellera morena. Tenía clase. No temía llevar tacones de aguja en el trabajo y no parecía importarle el trato brusco de Miranda. En realidad, también ella era distante y brusca, y nunca miraba a los ojos. Siempre daba la impresión de estar una pizca desinteresada, y de ser sumamente segura de sí misma. Me llevé una gran alegría cuando Miranda dijo que la quería, no solo porque me ahorraba varias semanas de entrevistas a otras niñeras, sino también porque eso indicaba -aunque mínimamente- que empezaba a pillarlo.

A pillar exactamente qué lo ignoraba, pero las cosas iban mejor de lo esperado. Había llevado a cabo el pedido de la ropa sin apenas meter la pata. Miranda no dio lo que se dice saltos de alegría cuando, al enseñarle todo lo que había encargado a Givenchy, pronuncié el nombre tal como se escribe. Tras una mirada furibunda y algunos comentarios sarcásticos me informó de la pronunciación correcta, y todo fue razonablemente bien hasta que tuve que decirle que los vestidos de playa de Roberto Cavalli todavía tardarían tres semanas. Con todo, había llevado bien la situación, había conseguido coordinar las pruebas en el ropero con el sastre y reunido casi todo en el armario de su apartamento, que era tan grande como un estudio.

La organización de la fiesta de pedida había seguido su curso durante la ausencia de Miranda y se intensificó tras su regreso pero, sorprendentemente, apenas reinaba el pánico. Por lo visto todo estaba atado y bien atado, y en principio el viernes debía transcurrir sin incidentes. Mientras Miranda se encontraba en Europa, Chanel había enviado un exclusivo vestido de cuentas rojas, largo hasta el suelo, que yo había enviado inmediatamente a la tintorería para que le dieran un repaso. El mes anterior había visto un vestido negro de Chanel muy parecido en las páginas de W, y cuando se lo comenté a Emily, asintió lentamente con la cabeza.

– Cuarenta mil dólares -dijo.

Acto seguido hizo doble clic en un pantalón negro de style.com, página donde llevaba meses buscando ideas para su futuro viaje a Europa.

– ¿Cuarenta mil qué?

– El vestido rojo de Chanel cuesta cuarenta mil dólares en la tienda. Miranda no ha pagado eso, claro, pero tampoco se lo han regalado. ¿No es una locura?

– ¿Cuarenta mil dólares? -repetí, incapaz de creer que unas horas antes había tenido en mis manos una prenda que costaba esa suma.

No pude evitar pensar en lo que podían dar de sí cuarenta de los grandes: dos años completos de universidad, la entrada para una casa, el salario anual medio de una familia estadounidense media de cuatro miembros. O, como mínimo, un montón de bolsos Prada. Pero ¿un vestido? Pensaba que a esas alturas ya lo había visto todo, pero me aguardaba otro bombazo cuando el vestido llegó de la tintorería con un sobre donde se leía: «Sra. Miranda Priestly». Dentro había una factura escrita a mano en un tarjeta de color crema que rezaba: «Tipo de prenda: Vestido de noche. Diseñador: Chanel. Largo: Tobillo. Color: Rojo. Talla: Cero. Descripción: Cuentas cosidas a mano, sin mangas, escote ligeramente redondeado, cremallera lateral invisible, forro de seda pesada. Servicio: Primera limpieza básica. Precio: 670 dólares».

Debajo de la factura había una nota de la dueña de la tintorería, una mujer que a buen seguro pagaba el alquiler de su tienda y de su casa con el dinero que recibía de Elias debido a la adicción a la limpieza en seco de Miranda.

«Ha sido un placer trabajar con tan hermoso vestido y esperamos que lo luzca con satisfacción en la fiesta del Metropolitan Museum of Art. Siguiendo sus instrucciones, volveremos a recogerlo el lunes, 28 de mayo, para su limpieza. Si podemos servirle en algo más, no dude en llamarnos. Un saludo, Colette.»

El caso es que era jueves y Miranda tenía en su armario un vestido nuevo y limpio, y Emily había localizado las sandalias plateadas de Jimmy Choo que aquella había solicitado. El peluquero estaba citado en casa de Miranda el viernes a las 17.30 y el maquillador, a las 17.45, y Uri debía personarse a las 18.15 para llevarla junto con el señor Tomlinson al museo.

Miranda ya se había marchado para asistir a la función de gimnasia de Cassidy y yo confiaba en largarme pronto y dar una sorpresa a Lily. Había tenido su último examen final y quería invitarla a cenar para celebrarlo.

– Oye, Em, ¿crees que hoy podría marcharme a las seis y media o siete? Miranda ha dicho que no necesita el Libro porque no hay nada nuevo -añadí rápidamente, irritada por tener que pedir autorización a mi compañera para salir doce horas después de haber fichado, en lugar de las catorce habituales.

– Sí, claro. Yo me voy ya. -Miró la pantalla y vio que eran poco más de las cinco-. Quédate un par de horas más y luego vete. Miranda está con las gemelas, así que no creo que llame.

Se cambió las Puma por unas Jimmy Choo para una cita que tenía esa noche con un tipo al que había conocido en Los Angeles el día de Nochevieja. Al fin había venido a Nueva York y, sorprendentemente, había llamado. Tomarían unas copas en Craftbar y, si el tío sabía comportarse, ella le invitaría a cenar en el Nobu. Había hecho la reserva cinco semanas atrás, cuando él le mandó un correo electrónico para anunciarle que quizá fuera a Nueva York, a pesar de lo cual Emily tuvo que utilizar el nombre de Miranda para conseguir una mesa.«¿Qué piensas hacer cuando llegues al restaurante y vean que no eres Miranda Priestly?», le había preguntado yo, estúpidamente. Como siempre, Emily puso los ojos en blanco y suspiró. «Simplemente les diré que Miranda tuvo que salir inesperadamente de viaje, les mostraré la tarjeta y les diré que quiso que yo me quedara con la reserva. Así de fácil.»

Miranda solo llamó una vez más después de que Emily se marchara para decirme que al día siguiente no llegaría a la oficina hasta las doce y que le gustaría tener la reseña de un restaurante que había leído ese día «en el periódico». Tuve la sangre fría de preguntarle si recordaba el nombre del restaurante o del periódico, pero eso la irritó sobremanera.

– An-dre-aaa, ya llego tarde a la función, no me interrogues. Era un restaurante de fusión oriental y hablan de él en el periódico de hoy. Eso es todo.

Y sin más, cerró su Motorola V60. Deseé, como siempre que Miranda me colgaba a media frase, que un día el móvil le pillara los dedos perfectamente cuidados y se los tragara enteros, tomándose su tiempo para arañar esas uñas rojas impecables.

Anoté que debía buscar la reseña a primera hora de la mañana en la agenda donde escribía las interminables y mutables peticiones de Miranda y corrí hasta el coche. Llamé por teléfono a Lily, que respondió justo cuando me disponía a subir al apartamento, así que saludé con la mano a John Fisher-Galliano (se había dejado crecer el pelo, había adornado su uniforme con unas cuantas cadenas y cada día se parecía más al diseñador), pero no me moví del coche.

– Hola, ¿qué tal? Soy yo -dije desde mi propio Motorola V60.

– Holaaa -trinó Lily con un tono alegre que hacía semanas que no oía en ella-. ¡He terminado! ¡Terminado! Ya solo tengo pendiente una propuesta para una tesis que puedo cambiar diez veces si quiero. Eso significa que estoy libre hasta mediados de julio. No puedo creerlo.

– Lo sé y me alegro muchísimo por ti. ¿Estás lista para celebrarlo con una cena? Tú eliges el sitio, Runway paga.

– ¿En serio? ¿Donde yo quiera?

– Donde tú quieras. Estoy delante de la portería con el coche. Baja cuando puedas.

Lily soltó un chillido.

– ¡Genial! Estaba deseando hablarte de Chico Freudiano. ¡Es una monada! Me estoy poniendo unos tejanos. Bajaré enseguida.

Lily apareció cinco minutos más tarde con un aspecto moderno y alegre que no le veía desde hacía mucho tiempo. Vestía unos tejanos ceñidos y gastados, y una blusa campesina blanca. Unas sandalias de piel marrón con cuentas turquesas que no le había visto antes completaban el atuendo. Hasta se había maquillado y sus rizos tenían pinta de haber sido tratados con secador en las últimas veinticuatro horas.

– Estás fantástica -exclamé cuando saltó sobre el asiento trasero-. ¿Cuál es tu secreto?

– Chico Freudiano, naturalmente. Es increíble. Creo que estoy enamorada. Por ahora tiene un nueve sobre diez, ¿puedes creerlo?

– En primer lugar, decidamos adonde vamos. No he hecho ninguna reserva, pero puedo llamar y utilizar el nombre de Miranda. Elige un sitio.

Lily se estaba aplicando brillo Kiehl en los labios y mirando por el retrovisor del conductor.

– ¿El que yo quiera? -preguntó distraídamente.

– El que tú quieras. ¿Que tal unos mojitos en el Chicama? -propuse, sabedora de que lo que le atraía de un restaurante eran sus bebidas, no su comida-. ¿O esos magníficos Cosmos de Búngalow? ¿O qué me dices de los fabulosos martinis de manzana del hotel Hudson? Puede que incluso podamos sentarnos en la terraza. Aunque si quieres vino, me encantaría probar…

– Andy, ¿podemos ir a Benihana? Siempre he deseado ir a ese lugar. -Me miró tímidamente.

– ¿Benihana? ¿Quieres ir a Benihana? ¿Ese restaurante de cadena donde te sientan al lado de turistas con un montón de niños chillones y donde actores orientales en paro te hacen la comida sobre la mesa? ¿Ese Benihana?

Lily asentía con entusiasmo y decidí llamar para pedir la dirección.

– No, no, la tengo aquí. A la Cincuenta y seis, entre la Quinta y la Sexta, lado norte -indicó al chófer.

Mi ilusionada amiga no se percató de que la miraba con expresión atónita y se puso a hablar animadamente de su Chico Freudiano, nombre acertado porque se hallaba en el último curso de psicología. Se habían conocido en la sala de estudiantes del sótano de la biblioteca Low. Me enumeró todas sus características: veintinueve años («maduro, pero nada viejo»), nacido en Montreal («un acento francés encantador, pero totalmente americanizado»), pelo más bien largo («pero por suerte no largo como para hacerse una coleta») y la barba justa («parece Antonio Banderas cuando lleva tres días sin afeitarse»).

Los actores-cocineros samurai rebanaron, cortaron y giraron cubos de carne mientras Lily reía y aplaudía como una niña en un circo. Aunque me resultaba imposible creer que de verdad le gustara alguien, me parecía la única explicación lógica a su alegría, pero más me costaba creer que aún no se hubiera acostado con él («¡Dos semanas y media viéndonos constantemente en la universidad y nada! ¿No estás orgullosa de mí?»). Cuando le pregunté por qué no le había visto por el apartamento, sonrió con orgullo y respondió: «Porque todavía no le he invitado. Estamos yendo despacio». Acabábamos de salir del restaurante y Lily me estaba obsequiando con divertidas historias que Chico Freudiano le había contado cuando Christian Collinsworth apareció frente a mí.

– Andrea, la encantadora Andrea. Debo reconocer que me sorprende que seas aficionada al Benihana… ¿Qué pensaría Miranda de eso? -preguntó socarronamente mientras deslizaba su brazo sobre mi hombro.

– Bueno, verás… -El tartamudeo me dejó agotada. No había sitio para las palabras cuando en mi cabeza se agolpaba toda clase de pensamientos. Comiendo en Benihana. ¡Christian lo sabía! ¡Miranda en Benihana! Estaba adorable con esa cazadora de aviador de cuero. ¡Seguro que huelo a Benihana! ¡No le beses en la mejilla! ¡Bésale en la mejilla!-. No, no es eso, en realidad…

– Estábamos decidiendo adonde ir -intervino Lily mientras tendía una mano a Christian, quien por fin advertí que iba solo-. Estábamos tan absortas que no nos dimos cuenta de que nos habíamos detenido en medio de la calle. ¡Ja, ja! ¿Qué te parece, Andy? Me llamo Lily.

Christian le estrechó la mano y se apartó un rizo del ojo, como había hecho tantas veces en la fiesta. Volví a tener la extraña sensación de que podría pasarme horas, quizá días, viéndole apartar ese adorable rizo de su perfecto rostro. Entonces me percaté de que debía decir algo, aunque ellos parecían arreglárselas muy bien solos.

– Lily-dijo Christian haciendo rodar el nombre por su lengua-. Un nombre muy bonito, casi tan bonito como Andrea.

Advertí que Lily tenía el rostro radiante. Estaba pensando que Christian no solo era mayor que ella e impresionante, sino también encantador. Yo sabía que se estaba preguntando si me interesaba, si haría algo a pesar de Alex y, en caso afirmativo, si había algo que ella pudiera hacer para facilitar las cosas. Lily adoraba a Alex, cómo no iba a adorarlo, pero no comprendía que dos personas tan jóvenes pudieran pasar tanto tiempo juntas, o eso decía, aunque yo sabía que lo que realmente le alucinaba era lo de la monogamia. Si había la más mínima posibilidad de que Christian y yo nos liáramos ella no dudaría en avivar el fuego.

– Lily me alegro de conocerte. Soy Christian, un amigo de Andrea. ¿Siempre os paráis delante del Benihana a charlar?

Su sonrisa me produjo una sensación de vértigo. Lily se apartó los rizos con el dorso de la mano y respondió:

– ¡Por supuesto que no, Christian! Acabamos de cenar en el Town y estábamos pensando dónde podíamos tomar una copa. ¿Alguna sugerencia?

¡El Town! Uno de los restaurantes más de moda y caros de la ciudad. Miranda iba allí. Jessica y su prometido iban allí. Emily hablaba obsesivamente de su deseo de ir allí. Pero ¿Lily?

– Qué raro -repuso Christian-, yo acabo de cenar allí con mi agente. Me extraña que no os haya visto…

– Porque estábamos al fondo, detrás de la barra -me apresuré a decir, recobrando cierto aplomo.

Por fortuna había hecho caso a Emily cuando me instó a mirar la foto de la barra del restaurante que aparecía en citysearch.com un día que estaba intentando decidir si era un buen lugar para una cita.

– Ya -asintió Christian con aspecto distraído y más mono que nunca-. ¿Así que estabais pensando en tomar una copa?

Estaba deseando sacarme de encima la peste del Benihana con una ducha, pero Lily no tenía intención de darme esa oportunidad. Me pregunté si era tan evidente para Christian como para mí que mi amiga me estaba prostituyendo, pero él estaba impresionante, ella estaba decidida y yo mantuve la boca cerrada.

– Sí, estábamos decidiendo adonde ir. ¿Alguna sugerencia? A las dos nos encantaría que nos acompañaras -afirmó Lily mientras le tiraba juguetonamente del brazo-. ¿Qué hay por aquí que sea de tu agrado?

– Esta zona no destaca por sus bares, pero he quedado con mi agente en Au Bar. Si queréis, podéis venir. Ha ido al despacho a buscar unos papeles, pero no tardará en volver. Andy, tal vez te convenga conocerle. Uno nunca sabe cuándo va a necesitar un agente… Entonces ¿os parece bien Au Bar?

Lily me lanzó una mirada que gritaba: «¡Es guapísimo, Andy! ¡Guapísimo! No tengo ni idea de quién es, pero te desea, así que cálmate y dile lo mucho que te gusta Au Bar».

– Me encanta Au Bar -aseguré, aunque nunca había estado allí-. Me parece perfecto.

Lily sonrió, Christian sonrió y los tres echamos a andar. Christian Collinsworth y yo íbamos a tomar una copa juntos. ¿Podía considerarse eso una cita? Por supuesto que no, me dije, no seas absurda. Alex, Alex, Alex, repetí para mis adentros, decidida a recordarme que tenía un novio adorable y decepcionada conmigo misma por tener que recordarme que tenía un novio adorable.

Aunque era un jueves por la noche, el equipo de seguridad estaba al completo, y si bien no tenían inconveniente en dejarnos pasar, nadie se ofreció a hacernos una rebaja: veinte dólares cada entrada.

Sin darme tiempo a sacar mi dinero Christian extrajo tres billetes de veinte de un enorme billetero y los entregó sin decir palabra. Hice ademán de protestar, pero me cubrió los labios con dos dedos.

– Andy, cariño, no permitas que tu preciosa cabecita se preocupe por esto.

Antes de que pudiera apartar la boca, tomó mi cara entre sus manos. En algún lugar de las profundidades de mi debilitado cerebro algo me decía que iba a besarme. Lo sabía, lo presentía, pero no podía moverme. Christian interpretó mi inmovilidad como aceptación, se inclinó y posó sus labios en mi cuello. Fue un beso fugaz, en realidad un roce, quizá con un poco de lengua, justo debajo de la mandíbula y cerca de la oreja. Luego me cogió de la mano y me arrastró al interior del local.

– ¡Christian, espera! Necesito decirte algo.

No estaba segura de que un beso no solicitado, en el cuello, no en la boca, con un mínimo de lengua, precisara una larga explicación sobre que tenía novio y no era mi intención darle una impresión equivocada. Christian, por lo visto, no lo creía necesario, porque me había llevado hasta un sofá situado en un rincón oscuro y ordenado que me sentara. Obedecí.

– Voy a pedir algo de beber, ¿de acuerdo? Y no te preocupes tanto, que no muerdo. -Se echó a reír y me sonrojé-. Aunque si lo hago, te prometo que te gustará. -Y se dirigió a la barra.

A fin de evitar desmayarme o tener que reflexionar sobre lo que acababa de ocurrir, busqué a Lily con la mirada. Tres minutos antes éramos tres, pero ella ya estaba charlando con un hombre negro muy alto, pendiente de cada una de sus palabras y echando la cabeza hacia atrás de gozo. Sorteé el gentío de bebedores internacionales. ¿Cómo sabían que ese era el local de visita obligada si no tenías pasaporte estadounidense? Pasé por delante de un grupo de hombres de treinta y pico que gritaban en un idioma que sonaba japonés, de dos mujeres que agitaban las manos y hablaban apasionadamente en árabe y de una pareja con cara de palo que susurraba con tono rabioso en un idioma que parecía español pero que bien podía ser portugués. El amigo de Lily ya tenía una mano en su cintura y parecía totalmente seducido. No era momento de sutilezas, pensé. Christian Collinsworth acababa de masa-jearme el cuello con su boca. Sin hacer caso al hombre, cogí a Lily del brazo derecho y me volví para arrastrarla hasta el sofá.

– ¡Andy, para! -susurró, y liberó su brazo sin dejar de sonreír al tipo-. No seas maleducada. Me gustaría presentarte a mi amigo. William, esta es mi amiga Andrea, que no suele comportarse así. Andy, te presento a William.

Lily esbozó una sonrisa benévola mientras nos dábamos la mano.

– Puedo preguntarte por qué me robas a tu amiga, An-dre-aaa -dijo William con una voz profunda que casi resonó en el espacio subterráneo.

Quizá en otro lugar, en otro momento o con otra persona me habría percatado de su cálida sonrisa, o de su caballerosidad al levantarse de inmediato y ofrecerme su asiento cuando me acerqué, pero de lo único que fui consciente fue de su acento británico. Poco importaba que fuera un hombre, un hombre negro y corpulento, que no guardaba parecido alguno con Miranda Priestly. El mero hecho de oír ese acento, de oír mi nombre pronunciado exactamente como ella lo pronunciaba, bastó para que se me acelerara el corazón.

– William, lo siento, no es nada personal, pero tengo un pro,mblemilla y me gustaría hablar con Lily en privado. Te la devolveré enseguida.

Dicho eso, la agarré del brazo, esta vez con más fuerza, y tiré de ella. Basta de tonterías, necesitaba a mi amiga.

Una vez instaladas en el sofá, y tras comprobar que Christian seguía reclamando la atención del camarero (un hetero, podría tirarse ahí toda la noche), respiré hondo.

– Christian me ha besado.

– ¿Y qué hay de malo? ¿Besa mal? Es eso, ¿verdad? La forma más rápida de perder puntos.

– ¡Lily! Bien o mal, ¿qué importa?

Enarcó las cejas y abrió la boca para hablar, pero me adelanté.

– En realidad no ha sido para tanto, porque me besó en el cuello, pero el problema no es cómo lo hizo, sino que lo haya hecho. ¿Qué pasa con Alex? Yo no suelo ir por ahí besando a otros tíos, ¿sabes?

– Vaya por Dios -murmuró Lily entre dientes-. Andy, déjate de estupideces. Quieres a Alex y Alex te quiere, pero no pasa nada porque te apetezca besar a otro tío de vez en cuando. Tienes veintitrés años, maldita sea, relájate un poco.

– Pero yo no le besé… ¡él me besó a mí!

– En primer lugar, dejemos clara una cosa. ¿Recuerdas cuando Monica se inclinó sobre Bill y todo el país y nuestros padres y Ken Starr se apresuraron a llamar a eso sexo? Eso no era sexo, del mismo modo que el hecho de que un tío que probablemente quería besarte la mejilla te besara el cuello no significa «besar a alguien».

– Pero…

– Cierra el pico y déjame terminar. Lo importante no es tanto lo que ocurrió como el hecho de que tú querías que ocurriera. Reconócelo, Andy. Querías besar a Christian independientemente de que eso estuviera «mal» o fuera «incorrecto». Y si no lo reconoces, significa que mientes.

– Lily, en serio, no me parece justo que…

– Hace nueve años que te conozco, Andy. ¿Crees que no puedo leer en tu cara que te gusta ese tipo? Sabes que no debería gustarte, porque él no se comporta como es debido, ¿verdad? Pero es justamente eso lo que te atrae de él. Sigue tu instinto y disfruta. Si Alex es bueno para ti, siempre lo será. Y ahora tendrás que disculparme, porque he encontrado a alguien que es bueno para mí… en este momento.

Lily saltó del sofá y regresó junto a William, que se alegró mucho de volver a verla.

Me sentía cohibida sentada sola en el enorme sofá de terciopelo y busqué a Christian con la mirada, pero ya no estaba en la barra. Todo se aclararía si dejaba de preocuparme, me dije. Tal vez Lily estaba en lo cierto y Christian me gustaba. ¿Qué tenía eso de malo? Era inteligente y guapísimo, y esa actitud de hacerse cargo de todo resultaba muy sexy. Salir con alguien sexy no era exactamente ser infiel. Estoy segura de que a lo largo de los años Alex se ha encontrado en más de una ocasión trabajando, estudiando o hablando con una chica atractiva y ha tenido fantasías. ¿Le convertía eso en infiel? Por supuesto que no. Con renovada confianza (y deseando desesperadamente volver a ver, oír o tener cerca a Christian), empecé a pasearme por el bar.

Lo encontré apoyado sobre su mano derecha, enfrascado en una conversación con un hombre de cuarenta y tantos años que vestía un traje de tres piezas. Christian agitaba las manos y gesticulaba enérgicamente con una expresión en la cara de regocijo e irritación al mismo tiempo. El hombre de pelo canoso le miraba fijamente. Todavía me hallaba demasiado lejos para oír de qué hablaban, pero debía de estar observándoles de hito en hito, porque los ojos del hombre se detuvieron en mí y me sonrieron. Christian le siguió la mirada y me vio.

– Andy, querida -dijo con un tono muy diferente del que había empleado hacía unos minutos, pasando de seductor a ami-go-de-tu-padre con suma suavidad-. Acércate, quiero que conozcas a un amigo. Gabriel Brooks, mi agente, administrador y un verdadero héroe. Gabriel, te presento a Andrea Sachs. Actualmente trabaja en la revista Runway.

– Me alegro de conocerte, Andrea -me saludó Gabriel tendiendo una mano y tomando la mía con esa irritante delicadeza de no-te-aprieto-la-mano-como-se-la-apretaría-a-un-hombre-porque-seguro-que-te-partiría-tus-femeninos-dedos-. Christian me ha hablado mucho de ti.

– ¿De veras? -repuse apretando su mano con fuerza, lo que hizo que él aflojara aún más la presión-. Espero que bien.

– Por supuesto. Dice que eres una escritora en ciernes, como nuestro amigo.

Me sorprendió que Christian le hubiera hablado de mí, pues nuestras conversaciones habían sido fugaces.

– Pues, sí, me gusta escribir, y puede que algún día…

– Si eres la mitad de buena que algunas de las personas que me ha enviado Christian, estoy impaciente por conocer tu trabajo. -Rebuscó en un bolsillo interior y extrajo una tarjeta de un estuche de piel-. Sé que todavía no estás preparada pero, cuando decidas enseñar tu trabajo a alguien, espero que me tengas en cuenta.

Necesité hasta el último ápice de fuerza de voluntad para no desplomarme, para asegurarme de que mi boca no se abría y de que las rodillas no me fallaban. ¿Espero que me tengas en cuenta? El hombre que representaba a Christian Collinsworth, joven genio literario, acababa de pedirme que lo tuviera en cuenta. Eso era una locura.

– Vaya, gracias -farfullé, y me guardé la tarjeta en el bolso, sabedora de que examinaría cada centímetro de la misma a la primera oportunidad.

Me sonrieron y tardé un minuto en darme cuenta de que era la señal para que me marchara.

– Bueno, señor Brooks, quiero decir Gabriel, ha sido un placer conocerle. Ahora tengo que irme, pero espero que volvamos a vernos.

– El placer ha sido mío, Andrea. Felicidades de nuevo por conseguir un empleo tan fantástico. Recién salida del college y ya trabajas para Runway. Impresionante.

– Te acompaño hasta la salida -me dijo Christian posando una mano en mi codo, e indicó a Gabriel que no tardaría.

Nos detuvimos en la barra para decir a Lily que me iba a casa. Ella me informó innecesariamente -entre los besuqueos de William- de que se quedaba. Al pie de la escalera que debía devolverme a la calle Christian me besó en la mejilla.

– Me alegro de haberte encontrado esta noche y presiento que ahora tendré que escuchar a Gabriel decir lo estupenda que eres. -Sonrió.

– Apenas hemos cruzado dos palabras -observé, y me pregunté por qué todo el mundo se mostraba tan halagador.

– Lo sé, Andy, pero no pareces darte cuenta de que el mundo literario es muy pequeño. Todos se conocen, tanto si escribes novelas de misterio como guiones o artículos de periódico. Gabriel no necesita saber mucho de ti para saber que tienes posibilidades. Fuiste lo bastante buena para conseguir un trabajo en Runway, pareces lista y elocuente, y encima eres mi amiga. No tiene nada que perder dándote su tarjeta. ¿Quién sabe? Quizá haya descubierto a la próxima escritora de éxito. Y créeme, es bueno tener como conocido a Gabriel Brooks.

– Supongo que tienes razón. En fin, debo irme porque entro a trabajar dentro de unas horas. Gracias por todo, de veras.

Me estiré para darle un beso en la mejilla, medio esperando que volviera la cara hacia mí, y medio deseándolo, pero se limitó a sonreír.

– Ha sido un placer, Andrea Sachs. Buenas noches.

Sin darme tiempo a idear algo remotamente ingenioso, regresó junto a Gabriel.

Puse los ojos en blanco y salí a la calle para coger un taxi. Había empezado a llover -no una lluvia torrencial, apenas cuatro gotas-, así que no había un solo taxi en todo Manhattan. Llamé al servicio de coches de Elias-Clark, les di mi número VIP y a los seis minutos exactos tenía un automóvil en la puerta. Alex me había dejado un mensaje para preguntarme cómo me había ido el día y para decirme que estaría en casa toda la noche preparando sus clases. Hacía demasiado tiempo que no le daba una sorpresa. Había llegado la hora de hacer un pequeño esfuerzo y ser espontánea. El chófer aceptó aguardar el tiempo que hiciera falta, así que subí a casa, me duché, me entretuve arreglándome el pelo y eché en una bolsa las cosas que necesitaría al día siguiente. Como ya eran más de las once, el tráfico era fluido y llegamos al apartamento de Alex en menos de quince minutos. Cuando abrí la puerta, se mostró muy contento y no paró de repetir que no podía creer que hubiese ido hasta Brooklyn a esas horas teniendo que trabajar al día siguiente y que era la mejor sorpresa que podía imaginar. Mientras yo descansaba con la cabeza apoyada sobre mi lugar favorito de su pecho, viendo a Conan O'Brian y oyendo el ritmo de su respiración en tanto que él jugaba con mi pelo, apenas me acordé de Christian.


– Hola. ¿Puedo, hablar con su redactor gastronómico, por favor? ¿No? ¿Y con un ayudante de redacción o alguien que pueda decirme qué día salió determinada crítica de un restaurante? -pregunté a una recepcionista muy antipática del New York Times.

Había contestado al teléfono ladrando «¿Qué?» y ahora hacía ver-o quizá no- que no hablábamos el mismo idioma. Mi perseverancia, con todo, dio su fruto, y tras preguntarle tres veces cómo se llamaba («No podemos dar nuestro nombre, señora»), amenazarla con denunciarla al director («¿Cómo? ¿Cree que a él le importa? Ahora mismo se lo paso») y jurarle con vehemencia que me personaría en las oficinas de Times Square y haría cuanto estuviera en mi mano para que la despidieran al instante («¿De veras? Ya ve lo que me preocupa»), se hartó de mí y me pasó con otra persona.

– Redacción -ladró otra mujer de voz peleona.

Me pregunté si yo daba esa misma impresión cuando atendía las llamadas de Miranda. Como mínimo aspiraba a ello. Resultaba tan desagradable oír una voz que se alegraba tantísimo de oírme que casi me daban ganas de colgar.

– Hola, solo deseo hacerle una preguntita. -Las palabras me salieron a trompicones por el ansia de ser escuchada antes de que me colgaran-. Quería saber si ayer publicaron un artículo sobre un restaurante de fusión oriental.

La mujer suspiró como si acabara de pedirle que donara un órgano a la ciencia, y volvió a suspirar.

– ¿Ha mirando en la red?

Otro suspiro.

– Sí, por supuesto, pero no he…

– Porque si lo hemos publicado, tiene que aparecer en la red. No puedo seguir la pista de todas las palabras que salen en el periódico, ¿sabe?

Respiré hondo y me esforcé por mantener la calma.

– Su encantadora recepcionista me ha pasado con usted porque trabaja en el departamento de archivos. Por lo tanto, parece que es su trabajo seguir la pista de cada palabra.

– Oiga, si tuviera que indagar sobre todas las descripciones vagas con que llama la gente cada día, no podría hacer nada más. Tiene que mirarlo en la red.

Había suspirado dos veces más y empecé a temer que fuera a sufrir una hiperventilación.

– No, no, escúcheme un momento -dije, envalentonada y dispuesta a echar la bronca a esa holgazana que tenía un trabajo mucho mejor que el mío-. Llamo del despacho de Miranda Priestly y resulta que…

– Perdone, ¿ha dicho que llama del despacho de Miranda Priestly? -Noté que sus oídos se aguzaban-. ¿Miranda Priestly… de la revista Runway?

– La misma. ¿Por qué lo pregunta? ¿Conoce a mi jefa?

Fue entonces cuando la mujer pasó de ayudante de redacción abusona a esclava de la moda.

– ¿Si la conozco? ¡Por supuesto! ¿Quién no conoce a Miranda Priestly? Es, cómo decirlo, la quintaesencia de la moda. ¿Qué dice que está buscando?

– Un artículo. En el periódico de ayer. Restaurante de fusión oriental. No lo he visto en la red, pero no estoy segura de haberlo buscado correctamente.

Era una mentirijilla. Había consultado la red y estaba segura de que el New York Times no había publicado ningún artículo sobre un restaurante de fusión oriental durante la última semana, pero no quería decírselo. Confiaba en que la Esquizofrénica de Redacción hiciera un milagro.

Hasta el momento había llamado al New York Times, el Post y el Daily News, sin resultado. Había tecleado el número de tarjeta de socia de Miranda para acceder a los archivos del Wall Street Journal y encontrado una reseña de un nuevo restaurante tailandés en el Village, pero la descarté en cuanto advertí que el precio medio de los platos era de siete dólares y que citysearch.com solo le ponía un signo de dólar.

– Espere un momento, voy a comprobarlo ahora mismo.

De repente, la señorita «no esperará que recuerde todas las palabras que salen en el periódico» se puso a aporrear el teclado y a parlotear con entusiasmo.

La cabeza me dolía tras el desastre de la noche anterior. Había sido divertido sorprender a Alex y muy relajante holgazanear en su apartamento, pero por primera vez en muchos, muchos meses me costó sobremanera conciliar el sueño. Me habían asaltado los remordimientos, imágenes de Christian besándome en el cuello y luego de mí subiendo al coche para ir a ver a Alex y no contarle nada. Aunque intentaba apartarlas de mi mente, volvían, cada una con más intensidad que la anterior. Cuando por fin logré dormirme, soñé que Miranda contrataba a Alex de niñera y -aunque en la realidad eran interinas- que este tenía que mudarse a su apartamento. En el sueño, cada vez que deseaba ver a Alex tenía que ir a casa de Miranda y en el mismo coche que ella. Miranda se empeñaba en llamarme Emily y mandarme hacer recados absurdos, a pesar de que yo le decía una y otra vez que estaba allí para ver a mi novio. Hacia el amanecer Alex se había dejado hechizar por Miranda y no entendía que me pareciera tan malvada. Peor aún, Miranda había empezado a salir con Christian. Por fortuna, mi infierno terminó cuando desperté sobresaltada después de soñar que Miranda, Christian y Alex, cada uno con un batín Frene, se sentaban a la mesa todos los domingos por la mañana, leían el Times y reían juntos mientras yo les servía el desayuno. La noche había sido tan relajante como un paseo solitario por Harlem a las cuatro de la noche, y ahora la reseña del restaurante frustraba mis esperanzas de tener un viernes tranquilo.

– No, últimamente no hemos publicado nada sobre fusión oriental. Ahora mismo estoy tratando de recordar si han abierto recientemente algún restaurante de ese tipo que esté a la altura de Miranda -prosiguió la mujer, que parecía dispuesta a hacer cualquier cosa por alargar la conversación.

Pasé por alto el uso familiar que hacía del nombre de Miranda y me concentré en poner fin a la comunicación.

– Eso creía. En fin, gracias de todos modos, adiós.

– ¡Un momento! -exclamó, y aunque ya me disponía a colgar, su vehemencia me indujo a escucharla.

– ¿sí?

– Bueno… solo quería decirle que, si hay algo más que pueda hacer o en lo que pueda ayudarla, no dude en llamarme. Aquí adoramos a Miranda y es un placer para nosotros servirle en lo que haga falta.

Ni que la primera dama de Estados Unidos de América le hubiera pedido que buscara un artículo para el presidente con información vital sobre una guerra en ciernes, en lugar de una reseña desconocida sobre un restaurante desconocido en un periódico desconocido. Lo más triste de todo, sin embargo, fue que no me sorprendía.

– Se lo haré saber. Muchas gracias por todo.

Emily levantó la vista de otra cuenta de gastos y preguntó:

– ¿Nada?

– Nada. Ignoro a qué artículo se refiere Miranda y, por lo visto, lo mismo le ocurre al resto de la ciudad. He hablado con todos los periódicos que ella lee, he consultado la red, he hablado con archiveros, escritores gastronómicos y cocineros. Nadie ha oído hablar de ningún restaurante de fusión oriental que haya abierto durante la última semana, y aún menos de uno sobre el que se haya escrito en las últimas veinticuatro horas. Está claro que se ha vuelto loca. ¿Y ahora qué?

Me recliné en mi asiento y me hice una coleta. Aún no eran las nueve de la mañana y el dolor de cabeza ya se me había extendido hasta el cuello y los hombros.

– Me temo -repuso Emily lentamente- que no te queda más remedio que pedirle que especifique.

– ¡No, por favor, eso no!

Emily, como siempre, no apreció mi sarcasmo.

– Miranda llegará a las doce. Yo en tu lugar pensaría en lo que vas a decirle, porque no le hará ninguna gracia descubrir que no has dado con ese artículo, y aún menos teniendo en cuenta que te lo pidió ayer -señaló con una sonrisa contenida.

Era evidente que se alegraba de que estuviera a punto de recibir una bronca.

Solo me quedaba esperar. Para colmo Miranda se hallaba en su mensual sesión maratoniana con el psicólogo («No tiene tiempo de desplazarse hasta su consulta cada semana», me había explicado Emily cuando le pregunté por qué iba tres horas seguidas), pues era el único intervalo de tiempo del día y de la noche que no se molestaba en llamarnos y, naturalmente, el único momento en que necesitaba que lo hiciera. Una montaña de correspondencia que llevaba dos días sin abrir amenazaba con caer al suelo, y entorno a mis pies tenía apilada ropa de dos días para la tintorería. Tras un enorme suspiro destinado a comunicar al mundo mi descontento llamé a la tintorería.

– Hola, Mario, soy yo. Sí, lo sé, dos días sin hablar contigo. ¿Puedes enviarme a alguien? Estupendo. Gracias.

Colgué y me obligué a colocarme algunas prendas en el regazo para clasificarlas e introducirlas en la lista del ordenador donde anotaba la ropa de Miranda que salía de la oficina. Si Miranda llamaba a las 21.45 para preguntar dónde estaba su falda Prada plisada, yo solo tenía que abrir el documento e informarle de que había salido el día anterior y que regresaría al siguiente. Anoté la ropa de ese día (una blusa Missoni, dos pantalones idénticos de Alberta Ferretti, dos jerseys de Jil Sander, dos pañuelos blancos Hermés y una trinchera Burberry), la metí en una bolsa de plástico con el membrete de Runinay y llamé a un mensajero para que la trasladara hasta la planta baja, donde la recogerían los de la tintorería.

¡Qué suerte la mía! La tintorería era una de las tareas que más temía porque, por mucho que lo hiciera, siempre seguía dándome asco manipular la ropa sucia de otra persona. Cada día, después de clasificar y meter las prendas en la bolsa, tenía que lavarme las manos; el persistente olor de Miranda lo impregnaba todo y, pese a ser una mezcla nada desagradable de perfume Bulgari, crema hidratante y, en ocasiones, humo de los cigarrillos de MUSYC, me producía náuseas. Acento británico, perfume Bulgari, pañuelos de seda blancos, he ahí algunos placeres sencillos de la vida que yo ya nunca apreciaría.

El noventa y nueve por ciento de la correspondencia era basura que Miranda nunca llegaba a ver. Todos los sobres dirigidos a la «Directora» iban directamente a la gente que editaba las páginas de la sección de Cartas, pero muchos lectores eran tan astutos como para enviar su correspondencia a nombre de Miranda. Yo tardaba unos cuatro segundos en ojear un sobre y comprobar si era una carta a la directora en lugar de una invitación a un baile benéfico o una nota de un amigo largo tiempo desaparecido, y ponerlo a un lado. Ese día, había toneladas. Cartas apasionadas de chicas adolescentes, amas de casa e incluso homosexuales (o, para ser justos, tal vez heteros muy pendientes de la moda). «Miranda Priestly, no solo eres la musa del mundo de la moda, sino la Reina de mi mundo», rezaba una. «No pude estar más de acuerdo con tu decisión de publicar el artículo sobre el rojo como el nuevo negro en el número de febrero. ¡Fue osado pero ingenioso!», exclamaba otra. Algunos lectores se quejaban de un anuncio de Gucci excesivamente sexual porque mostraba a dos mujeres con tacones de aguja y ligueros, tumbadas sobre una cama deshecha con los genitales unidos, y otros criticaban las modelos raquíticas de ojos hundidos y aspecto de yonqui que Runway había utilizado para su artículo «La salud es lo primero: guía para seguir sintiéndote mejor». Entre las cartas había una postal de correos dirigida con letra florida a Miranda Priestly por un lado, mientras que por el otro decía simplemente: «¿Por qué? ¿Por qué publicas una revista tan aburrida y estúpida?». Solté una carcajada y me la guardé en el bolso. Mi colección de cartas y postales críticas iba en aumento y pronto ya no me quedaría un solo hueco libre en la nevera. Lily opinaba que daba mal karma llevar a casa la hostilidad y los pensamientos negativos de otras personas, y meneó la cabeza cuando le dije que todo mal karma dirigido inicialmente a Miranda solo podía hacerme feliz.

La última carta de la enorme pila que tuve en las manos, antes de dedicarme a las dos docenas de invitaciones que Miranda recibía cada día, estaba escrita con letra rizada de adolescente y adornada con corazones y caras sonrientes. Pensaba echarle solo una ojeada, pero no se dejó ojear: era demasiado triste y sincera, un ruego sangrante. Los primeros cuatro segundos llegaron y se fueron y yo seguía leyendo.


Querida Miranda:

Me llamo Anita, tengo diecisiete años y estudio en el instituto Barringer de Newark, NJ. Estoy muy descontenta con mi cuerpo, aunque todo el mundo me dice que no estoy gorda. Quiero ser como las modelos que aparecen en su revista. Cada mes espero impaciente la llegada de Runway con el correo, aunque mi madre dice que soy una tonta por gastarme toda la paga en una revista de moda. Ella no comprende que tengo un sueño, pero usted sí, ¿verdad? Ha sido mi sueño desde que era una niña, pero creo que nunca se cumplirá. ¿Por qué?, se preguntará. Casi no tengo tetas y mi trasero es más grande que los de sus modelos. Me da mucha vergüenza. Me pregunto si quiero vivir así y la respuesta es ¡no!, porque quiero cambiar y tener mejor aspecto y sentirme bien, y por eso le pido ayuda. Quiero hacer un cambio positivo y poder mirarme al espejo y adorar mi pecho y mi trasero porque se parecen a los que salen en la mejor revista del planeta.

Miranda, sé que usted es una persona y una directora de moda maravillosa, y que podría convertirme en una persona nueva, y créame si le digo que le estaría eternamente agradecida. Pero si no puede convertirme en una persona nueva, tal vez pueda conseguirme un vestido muy, muy bonito para mí fiesta de graduación. No tengo acompañante, pero mi madre dice que no importa que las chicas vayan solas. Tengo un vestido viejo, pero no es de marca ni se parece a los que salen en Runway. Mis diseñadores favoritos son Prada (n.° 1), Versace (n.° 2) y John Paul Gotier (n.° 3). Me gustan muchos otros, pero estos son mis preferidos. No tengo ropa de ellos y ni siquiera la he visto en las tiendas (dudo que en Newark se vendan sus diseños pero, si conoce alguna tienda que los tenga, dígame el nombre, por favor, para que pueda visitarla y verlos de cerca), pero la he visto en Runway y tengo que decir que me encantan.

Ya no la aburro más. Quiero que sepa que, aunque tire esta carta, seguiré siendo una gran admiradora de su revista porque me encantan las modelos, la ropa y todo lo demás. Y, por supuesto, la adoro a usted.

Atentamente,

Anita Alvarez

P. D. Mi teléfono es el 555-555-3948. Puede escribirme o llamarme, pero le ruego que lo haga antes del 4 de julio porque necesito un vestido bonito para ese día. ¡la quiero! ¡¡¡Gracias!!!


La carta olía a Jean Nate, la colonia de aroma acre preferida por todas las adolescentes del país. Sin embargo, no fue eso lo que me encogió el corazón e hizo que se me formara un nudo en la garganta. ¿Cuántas Anitas había ahí fuera? Chicas jóvenes con vidas tan vacías que medían su valía, su autoestima, toda su existencia, por la ropa y las modelos que veían en Runivay. ¿Cuántas más habían decidido adorar incondicionalmente a la mujer que orquestaba cada mes tan seductora fantasía, aun cuando no era digna de un solo segundo de esa admiración? ¿Cuántas chicas ignoraban que su objeto de adoración era una mujer solitaria, profundamente insatisfecha y a menudo cruel, que no merecía ni una sola migaja de su inocente cariño y atención?

Me entraron ganas de llorar, por Anita y por todas sus amigas que gastaban tanta energía tratando de parecerse a Shalom, Stella o Carmen, tratando de impresionar, complacer y adular a una mujer que, de ver sus cartas, pondría los ojos en blanco y se encogería de hombros, o las arrojaría directamente a la papelera sin dedicar un solo pensamiento a las chicas que habían dejado una parte de sí mismas en el papel. Guardé la carta en un cajón y me juré que encontraría la forma de ayudar a esa muchacha. Parecía aún más desesperada que las otras lectoras, y no había razón para que en el exceso de ropa que me rodeaba no pudiera encontrar un vestido decente para su fiesta de graduación.

– Em, voy a bajar al quiosco para ver si ya ha llegado Women's Wear. Es tardísimo. ¿Quieres algo?

– ¿Puedes traerme una Diet Coke? -preguntó.

– Claro.

Sorteé los percheros y me dirigí al ascensor, donde oí a Jessica y James compartir un cigarrillo y preguntarse quién asistiría a la fiesta del Met de esa noche. Ahmed por fin pudo entregarme un ejemplar de Women's Wear Daily, lo cual fue un alivio. Cogí una Diet Coke para Emily y una lata de Pepsi para mí, pero enseguida cambié de parecer y opté también por una Diet. La diferencia de sabor y placer no compensaba las miradas y/o comentarios de desaprobación que sin duda recibiría durante el trayecto entre la recepción y mi mesa.

Estaba tan absorta examinando la foto de la portada que no advertí que uno de los ascensores se había abierto y estaba disponible. Con el rabillo del ojo distinguí un verde, un verde muy característico. Especialmente digno de mención porque Miranda poseía un traje Chanel de tweed justo de ese color, un color que no había visto antes y me encantaba. Aunque mi mente sabía que no debía, mis ojos se alzaron para contemplar el interior del ascensor y no se sorprendieron en exceso al encontrar a Miranda. Estaba tiesa como un palo, el pelo severamente recogido, la vista clavadas en mi cara, que debía de ser de pánico. No tuve más remedio que entrar.

– Buenos días, Miranda -saludé con un hilo de voz.

Las puertas se cerraron. Íbamos a ser las únicas pasajeras durante las próximas diecisiete plantas. Sin pronunciar palabra, abrió su carpeta de piel y empezó a pasar las hojas. Estábamos una al lado de la otra y la profundidad del silencio se multiplicaba por diez con cada segundo que pasaba. ¿Me había reconocido?, me pregunté. ¿Era posible que no tuviera conciencia de que yo llevaba siete meses como su ayudante? ¿O es que había hablado tan bajito que no me había oído? Me extrañaba que no me preguntara por el artículo del restaurante o si había recibido su mensaje de que encargara la vajilla o si todo estaba preparado para la fiesta de esa noche. Actuaba como si estuviera sola, como si no hubiera otro ser humano -o, para ser exactos, uno digno de ser tenido en cuenta- en el reducido cubículo.

Tardé un minuto entero en advertir que no estábamos subiendo. ¡Dios mío! Miranda me había visto porque había dado por sentado que yo apretaría el botón, pero yo había estado demasiado paralizada para hacer el gesto. Alargué un brazo trémulo, pulsé el número diecisiete y esperé instintivamente a que se produjera una explosión. Pero nos elevamos, y yo sin saber si Miranda había notado que no nos habíamos movido del sitio en todo ese tiempo.

Cinco, seis, siete… el ascensor parecía tardar diez minutos en salvar cada planta y el silencio había empezado a zumbarme en los oídos. Cuando reuní el aplomo suficiente para dirigir la vista hacia Miranda, la descubrí observándome de arriba abajo. Su mirada avanzaba descaradamente examinando mis zapatos, mis pantalones, mi camisa y, por último, mi cara y mi pelo, en todo momento evitando mis ojos. La expresión de su rostro era de descontento pasivo, como la de los detectives insensibilizados de Ley y orden cuando se enfrentan a otro cuerpo maltratado y ensangrentado. Hice un rápido repaso de mi persona y me pregunté qué aspecto concreto había generado esa reacción. Camisa estilo militar de manga corta, tejanos nuevos que el departamento de relaciones públicas de Seven me había enviado de regalo por el simple hecho de trabajar en Runway y zapatos negros abiertos por detrás relativamente bajos (cinco centímetros de tacón), hasta la fecha el único calzado que, sin ser bota/zapatilla de deporte/ mocasín, me permitía hacer diariamente más de cuatro viajes a Starbucks sin destrozarme los pies en el proceso. Generalmente intentaba llevar las Jimmy Choo que Jeffy me había dado, pero necesitaba descansar de ellas un día a la semana para que el puente de los pies se relajara. Llevaba el pelo limpio y recogido en un moño deliberadamente despeinado que la propia Emily lucía sin recibir comentarios, y las uñas -aunque sin pintar- estaban largas y razonablemente moldeadas. Me había afeitado las axilas en las últimas cuarenta y ocho horas. Y la última vez que me había mirado al espejo, no detecté ninguna erupción facial. Llevaba mi reloj Fossil girado para que la esfera quedara sobre la parte interna de la muñeca por si a alguien le daba por mirar la marca, y una rápida comprobación con la mano derecha indicó que no había tiras de sujetador visibles. Entonces ¿qué era? ¿Qué la había hecho mirarme así?

Doce, trece, catorce… el ascensor se detuvo y abrió sus puertas a otra recepción completamente blanca. Una mujer de unos treinta y cinco años dio un paso al frente para entrar, pero se detuvo a medio metro de la puerta al ver a Miranda.

– Oh, esto… -balbuceó mirando frenéticamente alrededor en busca de una excusa para no entrar en nuestro infierno privado. Aunque hubiera sido mejor para mí tenerla a bordo, la animé a huir para mis adentros-. ¡Oh, he olvidado las fotos que necesito para la reunión! -dijo al fin, y tras girar sobre unos Manolo especialmente inestables puso pies en polvorosa.

Miranda no pareció advertirlo y las puertas se cerraron. Quince, dieciséis y por fin -¡por fin!- diecisiete. El ascensor se abrió a un grupo de ayudantes de moda de Runway que se dirigían a comprar los cigarrillos, la Diet Coke y las verduras en que consistiría su comida. Cada rostro joven y guapo se mostró más aterrorizado que el anterior, y casi tropezaron unas con otras al tratar de apartarse del camino de Miranda. Se dividieron por la mitad, tres a un lado y dos al otro, y Miranda se dignó pasar por el centro. La siguieron con la mirada, en silencio, y a mí no me quedó más opción que ir tras ella. Aunque para lo que iba a notarlo, me dije. Acabábamos de pasar lo que me había parecido una insufrible semana atrapadas en un cubículo de sesenta por noventa y ni siquiera había reparado en mi presencia. Sin embargo, en cuanto salí, se volvió hacia mí.

– ¿An-dre-aaa? -Su voz cortó el tenso silencio que reinaba en el lugar.

No respondí porque supuse que no esperaba una respuesta, pero me equivocaba.

– ¿An-dre-aaa?

– ¿Sí, Miranda?

– ¿De quién son los zapatos que calzas?

Se llevó una mano a la cadera de tweed y me miró de hito en hito. Para entonces el ascensor se había marchado sin las ayudantes de moda a bordo, que estaban encantadas de poder ver -¡y oír!- a Miranda Priestly en persona. Noté seis pares de ojos en mis pies, que hasta ese momento se habían sentido muy cómodos pero ahora hervían y escocían bajo el intenso escrutinio.

La ansiedad generada por el viaje compartido en ascensor (una novedad) y las miradas de esas chicas me debilitaron el cerebro, así que pensé que Miranda me preguntaba eso porque creía que los zapatos no eran míos.

– Pues míos -contesté. Solo después de pronunciar esas palabras me di cuenta de que mi respuesta, además de irrespetuosa, era desagradable.

El corro de ayudantes de moda rió por lo bajo hasta que Miranda descargó su ira contra ellas.

– Me pregunto por qué la vasta mayoría de mis ayudantes de moda nunca parece tener nada mejor que hacer que cuchichear como crías. -Las señaló una a una, pues no habría sido capaz de recordar un solo nombre aunque le hubieran apuntado en la cabeza con una pistola-. ¡Tú! -dijo con resolución a la nueva, que probablemente veía a Miranda por primera vez-. ¿Te hemos contratado para esto o para encargar la ropa del reportaje de Suits?

La chica abrió la boca para disculparse, pero Miranda prosiguió.

– ¡Y tú! -exclamó colocándose delante de Vanessa, la de mayor rango y la favorita de los redactores-. ¿Has olvidado que hay millones de chicas que querrían tu trabajo y que saben de alta costura tanto como tú?

Dio un paso atrás, miró de arriba abajo cada uno de los cuerpos, deteniéndose lo justo para hacer que se sintieran gordas, feas e indebidamente vestidas, y les ordenó que volvieran a sus mesas. Asintieron enérgicamente con la cabeza gacha. Algunas murmuraron una disculpa mientras regresaban con paso presto al departamento de moda. Entonces caí en la cuenta de que nos habíamos quedado solas. Otra vez.

– ¿An-dre-aaa? No toleraré que mi ayudante me hable de ese modo -declaró al tiempo que echaba a andar hacia la puerta que conducía al pasillo.

No sabía si debía seguirla y confié en que Eduardo, Sophy o una de las chicas de moda hubiera avisado a Emily de que Miranda se aproximaba.

– Miranda, yo…

– Basta. -Se detuvo ante la puerta y me miró-. ¿De quién son los zapatos que llevas? -inquirió una vez más con un tono ligeramente irritado.

Volví a contemplar mis zapatos negros abiertos por detrás y me pregunté cómo podía explicar a la mujer más elegante del hemisferio occidental que eran de Ann Taylor Loft. La miré de nuevo a la cara y supe que no podía.

– Los compré en España -expliqué desviando la mirada-, en una tienda preciosa de Barcelona, cerca de las Ramblas, que vendía la línea de un nuevo diseñador español. -¿Cómo se me había ocurrido eso?

Cerró la mano en un puño, se lo llevó a los labios y ladeó la cabeza. Entonces vi a James caminar hacia la puerta de cristal, pero en cuanto vio a Miranda dio media vuelta y huyó.

– An-dre-aaa, son inaceptables. Mis chicas tienen que representar a la revista Runivay y esos zapatos no transmiten el mensaje que deseo comunicar. Busca unas Jimmy Choo en el ropero. Y tráeme un café.

Me miró, luego miró la puerta, y entonces comprendí que debía abrírsela. Atravesó el umbral sin dar las gracias y se dirigió a su despacho. Yo necesitaba coger dinero y mis cigarrillos para realizar el encargo, pero ni una cosa ni otra valían tanto como para obligarme a caminar detrás de ella como un patito maltratado y fiel, así que di la vuelta para volver al ascensor. Eduardo podía prestarme los cinco dólares del capuchino y Ahmed anotaría otra cajetilla a la cuenta de Runway, como llevaba haciendo desde hacía meses. No había contado con que Miranda reparara en mí, de modo que su voz me golpeó la cabeza como una pala.

– ¡An-dre-aaa!

– ¿Sí, Miranda?

Me detuve en seco y me volví para mirarla.

– Espero que el artículo del restaurante que te pedí esté sobre mi mesa.

– Bueno, lo cierto es que no he podido dar con él. Verás, he hablado con todos los periódicos y por lo visto ninguno ha publicado un artículo sobre un restaurante de fusión oriental en los últimos días. ¿No recordarás, por casualidad, el nombre del restaurante?

Sin darme cuenta estaba conteniendo la respiración y preparándome para la bronca. Mi explicación le trajo sin cuidado, porque echó a andar otra vez hacia el despacho.

– An-dre-aaa, ya te dije que salió en el Post. ¿Tan difícil te resulta encontrarlo?

Y dicho eso, se fue. ¿El Post? Había hablado con la crítica gastronómica de ese periódico esa misma mañana, y me había jurado que no había artículo alguno que encajara con mi descripción, que esa semana no se había inaugurado nada digno de mención. Por dentro se estaba desternillando, eso seguro, pero yo sería la que se llevara las culpas.

Apenas tardé unos minutos en comprar el café porque era mediodía, así que decidí añadir otros diez para llamar a Alex, que almorzaba exactamente a las doce y media. Por fortuna respondió a su móvil y no tuve que vérmelas con otros maestros.

– Hola, nena, ¿cómo va el día?

Parecía muy animado y tuve que hacer un esfuerzo para no mostrarme irritada.

– Por ahora fantástico, como siempre. Me encanta esto. He pasado las últimas cinco horas indagando sobre un artículo imaginario que soñó una lunática que se quitaría la vida antes que reconocer que se ha equivocado. ¿Y tú?

– He tenido un día excelente. ¿Recuerdas que te hablé de Shauna?

Asentí con la cabeza aunque sabía que no podía verme. Shauna era una niña que todavía no había pronunciado una sola palabra en clase, y aunque Alex la amenazaba, sobornaba y atendía en privado, no lograba hacerla hablar. Se había puesto casi histérico el primer día que Shauna apareció en su clase, enviada por una asistenta social que había descubierto que, aunque la niña tenía nueve años, jamás había visto el interior de una escuela, y desde entonces lo había hecho todo por ayudarla.

– ¡Pues ahora no hay quien la calle! Solo ha hecho falta un poco de música. Esta mañana, invité a un cantante para que tocara la guitarra para los chicos y Shauna se puso a cantar. Desde entonces ha estado cotorreando con todo el mundo. Habla inglés y tiene un vocabulario apropiado para su edad. ¡Es una niña totalmente normal!

Su regocijo me hizo sonreír y de repente le extrañé. Le extrañé de esa forma en que extrañas a alguien cuando le has visto con regularidad pero sin conectar realmente. Las noches que pasabamos juntos me quedaba dormida nada más meterme en la cama. Ambos éramos conscientes de que estábamos esperando a que acabara mi condena, esperando a que terminara mi año de servidumbre, esperando a que todo fuera como antes. De todos modos le extrañaba. Y me sentía culpable por lo ocurrido con Christian.

– ¡Felicidades! Aunque no necesitas pruebas de que eres un gran profesor, ahí tienes una. Debes de estar muy contento.

– Desde luego.

Oí el timbre de la clase a lo lejos.

– Oye, ¿sigue en pie la oferta de esta noche, solos tú y yo? -pregunté esperando que no hubiera hecho planes y, al mismo tiempo, deseando que los hubiera hecho.

Esa mañana, cuando me levanté y arrastré mi agotado y dolorido cuerpo hasta la ducha, me había dicho que quería alquilar una película, encargar comida por teléfono y relajarse conmigo. Yo, innecesariamente sarcástica, murmuré que no perdiera el tiempo porque volvería tarde y me dormiría enseguida, y que por lo menos uno de nosotros debía disfrutar de su noche del viernes. Ahora quería decirle que estaba enfadada con Miranda, con Runway, conmigo, pero no con él, y que nada me gustaría más que acurrucarme con él en el sofá y abrazarle durante quince horas seguidas.

– Claro. -Parecía sorprendido pero también complacido-. ¿Qué te parece si espero en tu casa a que llegues y decidimos entonces qué hacer? Entretanto charlaré con Lily.

– Me parece perfecto. Así podrá contártelo todo sobre Chico Freudiano…

– ¿Quién?

– Olvídalo. Oye, tengo que dejarte. La Reina no está dispuesta a esperar más tiempo su café. Estoy impaciente por verte esta noche. Adiós.

Eduardo me dejó pasar tras cantar únicamente dos líneas -elegí yo- de «We didn't start the fire», y Miranda charlaba animadamente por teléfono cuando dejé el café en el lado izquierdo de su mesa. Pasé el resto de la tarde discutiendo con todos los ayudantes y redactores del New York Post con quienes logré hablar, insistiendo en que yo conocía su periódico mejor que ellos, pidiéndoles que me enviaran una copia del artículo del restaurante de fusión oriental que habían publicado el día anterior.

– Señora, se lo he dicho una docena de veces y se lo vuelvo a repetir: no hemos escrito nada sobre ningún restaurante. Sé que la señora Priestly está loca y no dudo que le hace la vida imposible, pero no puedo enviarle un artículo que no existe, ¿me entiende?

Eso lo había dicho finalmente un empleado al que, aunque trabajaba para Page Six, habían asignado la tarea de buscarme el artículo a fin de que me callara. Se había mostrado paciente y dispuesto, pero su obra benéfica había llegado a su fin. Emily estaba en la otra línea con un escritor gastronómico del mismo periódico, y yo había obligado a James a telefonear a un ex novio que trabajaba en el departamento de publicidad para ver si podía hacer algo, lo que fuera. Ya eran las tres de la tarde del día siguiente al día en que Miranda había formulado su petición y era la primera vez que no la había satisfecho de inmediato.

– ¡Emily! -llamó Miranda desde su despacho.

– ¿Sí, Miranda? -respondimos al unísono asomando simultáneamente la cabeza para ver a cuál de las dos se dirigía.

– Emily, ¿te he oído hablar con la gente del Post? -inquirió volviendo la cabeza hacia mí.

La verdadera Emily puso cara de alivio y se sentó.

– Así es, Miranda. Acabo de colgar. He hablado con tres personas diferentes y todas aseguran que no han escrito nada sobre un restaurante de fusión oriental en Manhattan en toda la semana. Quizá haya pasado más tiempo.

Ahora temblaba frente a su mesa, con la cabeza inclinada lo justo para verme las Jimmy Choo abiertas por detrás y con diez centímetros de tacón que Jeffy me había entregado.

– ¿Manhattan? -Parecía perpleja y enfadada-. ¿Quién ha hablado de Manhattan?

Ahora la perpleja era yo.

– An-dre-aaa, te he dicho unas cinco veces que el artículo se refería a un nuevo restaurante en Washington. Dado que estaré allí la semana que viene, necesito que me hagas una reserva. -Ladeó la cabeza y esbozó lo que solo podría describirse como una sonrisa malévola-. ¿Exactamente qué parte de la tarea encuentras tan difícil?

¿Washington? ¿Me había dicho cinco veces que el restaurante estaba en Washington? No lo creo. Era evidente que Miranda estaba perdiendo la cabeza o bien obtenía un placer sádico viendo cómo yo perdía la mía. No obstante, comportándome como la idiota por la que me tenía, volví a hablar sin pensar.

– Oh, Miranda, estoy segura de que el New York Post no escribe artículos sobre restaurantes de Washington. Por lo visto solo visitan locales que se inauguran en Nueva York.

– ¿Te estás haciendo la graciosa, An-dre-aaa? ¿Es esa tu idea del sentido del humor?

La sonrisa había desaparecido de su cara y ahora estaba inclinada cual buitre hambriento e impaciente al acecho de su presa.

– No, Miranda, solo que…

– An-dre-aaa, ya te he dicho una docena de veces que el artículo que busco salió en el Washington Post. Has oído hablar de ese periódico, ¿verdad? Del mismo modo que Nueva York tiene el New York Times, Washington DC tiene su propio periódico. ¿Lo entiendes? -Su tono ya no era burlón, sino tan condescendiente que estaba a un paso de hablarme como a un niño.

– Ahora mismo lo busco -aseguré con toda la serenidad que pude reunir y me alejé.

– Por cierto, An-dre-aaa. -El corazón me dio un salto y mi estómago se preguntó si podría soportar otra «sorpresa»-. Quiero que asistas a la fiesta de esta noche para recibir a los invitados. Eso es todo.

Miré a Emily, cuyo entrecejo fruncido me indicó que estaba tan atónita como yo.

– ¿He oído bien? -susurré a Emily, que solo alcanzó a asentir con la cabeza e indicarme que me acercara a su mesa.

– Me lo temía -dijo con voz grave, como un cirujano que comunica al familiar de un paciente que ha encontrado algo espantoso al abrirle el pecho.

– No puede hablar en serio. Son las cuatro. La fiesta empieza a las siete. Y es de etiqueta, maldita sea. No puede pretender que vaya.

Incrédula, volví a consultar mi reloj y traté de recordar sus palabras exactas.

– Oh, desde luego que habla en serio -me aseguró Emily mientras descolgaba el auricular del teléfono-. Te ayudaré, ¿de acuerdo? Busca el artículo del Washington Post y hazle una fotocopia antes de que se marche. Uri vendrá a buscarla dentro de quince minutos para llevarla a casa a fin de que la peinen y maquillen. Te conseguiré un vestido y todo lo que necesitas para esta noche. No te preocupes, todo irá bien.

Emily se puso a marcar números como una loca y a susurrar instrucciones. Yo me quedé de pie, mirándola, hasta que agitó una mano y volví a la realidad.

– Muévete -murmuró con una desacostumbrada mirada de compasión.

Y eso hice.

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