Capítulo 16

Cuando yo llegara a París, Miranda ya llevaría unos días en Europa. Se había conformado con ayudantes locales en los desfiles de Milán, y tenía previsto llegar a París la misma mañana que yo para que pudiéramos comentar los pormenores de su fiesta como viejas amigas. Ja. Delta se negó a sustituir el nombre de Emily por el mío en el billete, así que, en lugar de estresarme más de lo que ya estaba, me limité a comprar uno nuevo. Mil ochocientos dólares, pues era la semana de la moda y lo estaba adquiriendo en el último minuto. Vacilé como una estúpida por un instante antes de facilitar el número de tarjeta de la empresa. Qué importa, pensé, Miranda se gasta eso mismo en una semana de peluquería y maquillaje.

Como segunda ayudante de Miranda, en Runway yo era el ser humano de menor rango. No obstante, si el acceso a ella era sinónimo de poder, Emily y yo éramos las personas más poderosas dentro del mundo de la moda: decidíamos qué reuniones debían celebrarse y cuándo (preferiblemente a primera hora de la mañana, porque el maquillaje estaba aún fresco y la ropa poco arrugada) y las personas cuyos mensajes serían transmitidos a Miranda (si tu nombre no estaba en el Boletín, no existías).

Por lo tanto, cuando Emily o yo necesitábamos ayuda, el resto del personal estaba obligado a sacarnos del apuro. No negaré que me resultaba ligeramente inquietante saber que, de no trabajar para Miranda Priestly, esa misma gente no tendría reparo alguno en atropellarnos con su Town Car. En cualquier caso, tan pronto como los convocábamos se ponían a correr, buscar y recoger para nosotras cual perritos bien entrenados.

La elaboración del último número de Runway se interrumpió durante tres días para que todo el personal pudiera dejarse la piel en enviarme a París debidamente preparada. Tres ayudantes del departamento de moda reunieron a toda prisa un vestuario que comprendía hasta el último artículo necesario para todos los actos a los que Miranda podía exigirme que asistiera. Lucía, la directora de moda, prometió que el día de mi partida tendría en mi posesión no solo una colección de ropa adecuada para cualquier situación, sino un libro completo de dibujos con todas las formas imaginables de combinar dichas prendas a fin de maximizar la elegancia y minimizar el ridículo. En otras palabras: no dejéis nada a mi elección y posiblemente tendré alguna posibilidad, aunque mínima, de resultar presentable.

¿Que tenía que acompañar a Miranda a un restaurante y permanecer como una momia en un rincón mientras ella bebía un Burdeos? Pantalón Theory gris carbón con jersey de cuello alto Celine de seda negra. ¿Que tenía que personarme en el club de tenis donde Miranda recibiría sus clases privadas para llevarle agua y tal vez un pañuelo blanco? Conjunto completo de pantalón de deporte, chaqueta con cremallera y capucha (corta, para lucir barriga, naturalmente), camiseta sin mangas de 185 dólares y zapatillas de deporte de ante, todo de Prada. ¿Y si por casualidad -solo por casualidad- llegaba a sentarme en la primera fila de uno de esos desfiles, como todo el mundo juraba que haría? Las opciones eran ilimitadas. Mi conjunto favorito hasta el momento (y aún estábamos a lunes) era una falda plisada de colegiala Anna Sui, una blusa Miu Miu muy fina y recargada, unas botas muy picaras de Christian Laboutin a media pantorrilla y una chaqueta de cuero de Katayone Adeli tan ceñida que rayaba en la obscenidad. Mis vaqueros Express y mis mocasines Franco Sarto llevaban meses acumulando polvo en el armario, y tenía que reconocer que no los echaba de menos.

También descubrí que Allison, la redactora de belleza, tenía bien merecido ese título, porque era, literalmente, la industria de la belleza. A las cinco horas de comunicarle que necesitaría maquillaje y algunos consejos, me puso delante un «tocador» Burberry (en realidad era una maleta con ruedas algo más voluminosa que esas que las líneas aéreas aceptan como equipaje de mano) surtido con toda clase imaginable de sombras de ojos, lociones, brillos, cremas, lápices y coloretes. Había barras de labios mates, brillantes, de larga duración y transparentes. Seis tonos de rímel -desde el azul claro al negro azabache- iban acompañados de un rizador de pestañas y dos peinecitos por si (¡glups!) se formaban grumos.

Los polvos, que sumaban la mitad de los productos y reparaban/acentuaban/ocultaban los párpados, el tono del cutis y las mejillas, formaban un abanico de colores más complejo y sutil que la paleta de un pintor: unos bronceaban, otros iluminaban y algunos conseguían que el rostro pareciera más fino, más rellenito o más pálido. Podía elegir si añadir un saludable tono sonrosado a mi cara en forma de líquido, crema o polvos, o una combinación de los tres. La base de maquillaje fue lo que más me impresionó; era como si alguien hubiera extraído una muestra de mi piel directamente de mi cara y creado, a partir de ella, un par de litros de base. Ya fuera para «añadir brillo» o «tapar manchas», cada frasco armonizaba con el tono de mi piel más que mi propia piel. Un estuche con estampado de cuadros escoceses contenía el instrumental: bolas y discos de algodón, bastoncillos, esponjas, dos docenas de pinceles de diferentes tamaños, toallitas, dos desmaquilladores de ojos (hidratantes y sin aceite) y al menos doce -¡doce!- cremas (facial, corporal, con factor de protección solar 15, brillante, con color, con olor, sin olor, hipoalergénica, con alfa hidroxi, antibacteriana y -por si el antipático sol parisino de octubre la tomaba conmigo- con áloe vera).

En un bolsillo lateral del estuche había unas hojas con unas caras impresas que ocupaban toda la página. Cada rostro mostraba una obra de maquillaje impecable. Allison les había aplicado los productos que contenía el tocador. Uno se titulaba «Glamour para una noche relajada», y debajo, en grandes letras en negrita,advertía: ¡¡¡ni se te ocurra en un acto de etiqueta!!! ¡¡¡demasiado informal!!! El rostro lucía una capa de base mate bajo una ligera pincelada de polvos bronceadores, un pizca de colorete líquido o cremoso, un línea de ojo muy oscura y sexy y párpados con mucha sombra acentuados por un rímel negro azabache y lo que parecía una pasada rápida de lápiz de labios brillante. Cuando murmuré a Allison que no sería capaz de recrearlo, me miró exasperada.

– Confiemos en que no tengas que hacerlo -dijo. Parecía tan harta que temí que fuera a desmoronarse bajo el peso de mi ignorancia.

– ¿No? Entonces ¿por qué tengo veinte «caras» que muestran veinte formas diferentes de utilizar todas estas cosas?

Su mirada fulminante no tenía nada que envidiar a la de Miranda.

– Andrea, por favor, este tocador es para casos de emergencia, por si Miranda te pide en el último momento que la acompañes a algún lado, o por si tu peluquero o tu maquillador no llegan a tiempo. Ah, hablando de peluquero, deja que te enseñe los artículos para el cabello que te he puesto.

Mientras Allison me hacía una demostración de cómo utilizar cuatro cepillos diferentes para alisarme el pelo, traté de comprender lo que acababa de decirme. ¿Significaba eso que yo también tendría peluquero y maquillador? No había buscado a nadie para mí cuando contraté a la gente para Miranda. ¿Quién lo había hecho en mi lugar?

– La oficina de París -respondió Allison con un suspiro-. Representas a Runway, ¿comprendes?, y Miranda presta mucha atención a ese tema. Asistirás a algunos de los actos más glamourosos del mundo al lado de Miranda Priestly. No pensarás que puedes conseguir el aspecto debido por ti sola, ¿o sí?

– No, claro que no. Es mucho mejor que me ayude un profesional. Gracias.

Después de que Allison me tuviera dos horas acorralada (no me soltó hasta que tuvo la certeza de que, si alguna de las catorce citas que tenía programadas con el peluquero o el maquillador fallaba, no humillaría a mi jefa untándome rímel en los labios o afeitándome los lados de la cabeza para hacerme una cresta), pensé que por fin dispondría de un momento para ir al comedor y coger una sopa supercalórica, pero en ese momento Allison descolgó el teléfono de Emily -su antiguo teléfono- y marcó el número de Stef, del departamento de complementos.

– Hola, ya he terminado con ella y la tengo aquí al lado. ¿Quieres venir?

– ¡Espera! -exclamé-. ¡Necesito comer algo antes de que llegue Miranda!

Allison puso los ojos en blanco, como solía hacer Emily. Me pregunté si era ese puesto en particular el que provocaba semejante gesto de irritación.

– De acuerdo. No, no, estaba hablando con Andrea -dijo Allison al teléfono enarcando las cejas como, sorpresa, sorpresa, Emily-. Por lo visto tiene hambre. Lo sé. Sí, lo sé. Se lo he dicho, pero se empeña en… comer.

Fui al comedor, cogí un tazón de crema de brécol con queso cheddar y regresé a la oficina tres minutos después para encontrar a Miranda sentada a su mesa. Sostenía el auricular del teléfono a un metro de la cara, como si tuviera piojos.

– El teléfono suena, Andrea, pero cuando descuelgo el auricular, pues está visto que tú no pareces interesada en hacerlo, no hay nadie. ¿Puedes explicarme este fenómeno? -preguntó.

Claro que podía explicarlo, pero no a ella. En las rarísimas ocasiones en que Miranda se quedaba sola en su despacho, de vez en cuando le daba por atender las llamadas. El que telefoneaba, como es lógico, se quedaba tan pasmado al oír su voz que enseguida colgaba. El caso es que nadie esperaba hablar con Miranda cuando llamaba, pues las probabilidades de que le pasaran con ella eran prácticamente nulas. Yo había recibido docenas de correos electrónicos de redactores y ayudantes que me comunicaban -como si yo no lo supiera- que Miranda había vuelto a contestar al teléfono. «Dónde estáis, chicas» -preguntaban los atemorizados mensajes-. «¡Está atendiendo su propio teléfono!»

Murmuré que a mí también me colgaban de vez en cuando, pero para entonces Miranda había perdido el interés. Tenía la mirada fija en mi tazón de sopa. La crema verde había empezado a chorrear lentamente por un lado. Cuando advirtió que no solo sostenía algo comestible, sino que tenía intención de engullirlo, me miró con cara de auténtico asco.

– ¡Tira eso inmediatamente! -ladró a cuatro metros de distancia de mí-. Solo el olor me produce náuseas.

Arrojé la ofensiva sopa a la basura y la contemplé con tristeza antes de que la voz de Miranda me devolviera a la realidad.

– ¡Estoy lista para la inspección! -aulló mientras se recostaba relajadamente en su butaca ahora que la comida que había descubierto en Runway descansaba en la basura-. Y en cuanto terminemos, convoca la reunión de Crónicas.

Cada palabra que pronunciaba me producía una descarga de adrenalina. Como nunca sabía qué iba a pedirme exactamente, nunca sabía si sería capaz de hacerlo. Dado que correspondía a Emily programar las inspecciones y reuniones semanales, tuve que correr hasta su mesa para consultar su agenda. A las tres en punto había garabateado: «Inspección reportaje Sedona, Lu-cía/Helen». Marqué la extensión de Lucía y hablé en cuanto descolgó el auricular.

– Está lista -dije como un comandante.

Helen, la ayudante de Lucía, colgó sin pronunciar palabra y supe que ella y Lucía se encontraban ya a medio camino del despacho. Si no llegaban en menos de veinticinco segundos, Miranda me enviaría a buscarlas para recordarles en persona -por si lo habían olvidado- que cuando les llamé treinta segundos antes y dije que Miranda estaba lista en ese momento, quería decir en ese momento. En realidad no representaba un gran esfuerzo, pero sí otro motivo para que mis tacones de aguja me amargaran un poco más la vida. Correr por la oficina en busca de alguien que probablemente se estaba escondiendo de Miranda no tenía ninguna gracia, pero lo peor era cuando la persona se hallaba en el lavabo. Independientemente de lo que estuviera haciendo en el servicio de hombres o de mujeres, no era motivo para no estar disponible en el instante exacto en que se requería su presencia, de modo que me tocaba entrar -y a veces hasta mirar por debajo de las puertas para ver si reconocía el calzado- y pedir cortésmente a la persona que terminara y se presentara de inmediato en el despacho de Miranda.

Por fortuna para todos los afectados, Helen llegó a los pocos segundos empujando un perchero repleto de ropa y tirando de otro. Se detuvo ante la puerta del despacho de Miranda hasta recibir uno de sus asentimientos imperceptibles de la cabeza e hizo rodar los percheros por la gruesa moqueta.

– ¿Eso es todo? ¿Dos percheros? -preguntó Miranda sin apenas levantar la mirada de la revista que estaba leyendo.

Helen se quedó atónita porque, por regla general, Miranda jamás hablaba a las ayudantes. No obstante, como Lucía no había aparecido aún con sus percheros, no había tenido más remedio.

– ¿Eh? No, no, Lucía llegará enseguida y traerá los otros dos. ¿Quieres que empiece a mostrarte lo que hemos encargado? -preguntó Helen con nerviosismo, tirando hacia abajo de su blusa acanalada.

– No. -Acto seguido Miranda añadió-: ¡An-dre-aaa! Ve a buscar a Lucía. Mi reloj marca las tres en punto. Si no está preparada, tengo mejores cosas que hacer que estar aquí sentada esperándola.

Lo cual no era del todo cierto, pues aún no había terminado de leer el número de la revista y solo habían pasado treinta y cinco segundos desde que había llamado a Lucía. Pero no iba a ser yo quien se lo hiciera ver.

– No hace falta, Miranda, ya estoy aquí. -Lucía entró jadeando y pasó a mi lado empujando un perchero y tirando de otro-. Lo siento mucho, estábamos esperando el último abrigo de YSL.

Dispuso los percheros, organizados por prendas (camisas, abrigos, pantalones/faldas y vestidos), en un semicírculo delante de la mesa, e indicó a Helen que se marchara. Miranda y Lucía procedieron a examinar las prendas una a una y a decidir cuáles se incluirían en el reportaje de moda que se realizaría en Sedona (Arizona). Lucía buscaba un estilo urbano «vaquero y chic» porque opinaba que iría muy bien con el fondo de montañas rojizas, pero Miranda insistió sarcásticamente en que prefería un estilo «solo chic», puesto que «vaquero y chic» eran dos términos claramente contradictorios. Quizá ya había tenido su dosis de estilo «vaquero chic» en la fiesta del hermano de MUSYC. Yo había conseguido desconectar, hasta que Miranda mencionó mi nombre, esta vez para ordenarme que convocara a la gente de complementos para la inspección.

Volví a consultar la agenda de Emily y comprobé lo que ya me temía: no había ninguna inspección de complementos programada. Rezando para que Emily hubiera olvidado anotarlo en la agenda, llamé a Stef y le dije que Miranda estaba lista para la inspección de Sedona.

No hubo suerte. La inspección no estaba prevista hasta la tarde del día siguiente y todavía tenían que recibir la mitad de los artículos que habían pedido.

– Imposible, no puedo -me informó Stef con mucha menos seguridad de la que expresaban sus palabras.

– ¿Y qué demonios esperas que le diga? -susurré.

– Dile la verdad, que la inspección estaba prevista para mañana y aún faltan muchas cosas. Hablo en serio. Todavía estamos esperando un bolso de noche, una cartera, tres bolsos de flecos, cuatro pares de zapatos, dos collares, tres…

– De acuerdo, se lo diré, pero no te separes del teléfono por si vuelvo a llamarte. Y yo en tu lugar me prepararía. Apuesto a que a Miranda le trae sin cuidado que la inspección estuviera programada para mañana.

Stef colgó sin más y yo me acerqué a la puerta de Miranda, donde esperé pacientemente a que me prestara atención. Cuando miró vagamente en mi dirección, dije:

– Acabo de hablar con Stef y dice que, como la inspección estaba prevista para mañana, todavía están esperando algunos artículos, pero que llegarán…

– An-dre-aaa, no puedo visualizar el aspecto que tendrán las modelos con esta ropa si no veo los zapatos, bolsos y joyas que llevarán. Di a Stef que quiero que me enseñe lo que tenga y las fotos de lo que todavía no ha llegado. -Dicho eso, se volvió hacia Lucía y continuaron con los percheros.

Cuando informé a Stef, se quedó de piedra.

– No puedo preparar una inspección en treinta jodidos segundos, ¿joder? ¡Es imposible, joder! Cuatro de mis cinco ayudantes están fuera y la quinta es una gilipollas. Joder, Andrea, ¿qué voy a hacer?

Estaba histérica, pero la negociación no era una opción.

– Estupendo -dije con suavidad mirando de reojo a Miranda, que tenía el don de oírlo todo-. Diré a Miranda que enseguida estarás aquí. -Y colgué antes de que Stef rompiera a llorar.

No me sorprendió verla llegar dos minutos y medio más tarde con su ayudante gilipollas, con una ayudante de moda prestada y con James, también prestado, todos con cara de pánico y cargados con enormes cestas de mimbre. Permanecieron ocultos junto a mi mesa hasta que Miranda hizo otro gesto de asentimiento, con la cabeza, momento en que avanzaron para los ejercicios de genuflexión. Como Miranda siempre se negaba a salir de su despacho, exigía que todos los percheros, carros de zapatos y cestas de complementos fueran arrastrados hasta ella.

Una vez que la gente de complementos hubo dispuesto toda su mercancía sobre la moqueta en hileras ordenadas para que Miranda la examinara, el despacho se transformó en un bazar beduino con más aire de Madison Avenue que de Sharm-el-Sheik. Una redactora le ofrece cinturones de piel de serpiente de dos mil dólares mientras otra intenta venderle un bolso Kelly. Una tercera le muestra un vestido corto Fendi mientras alguien trata de convencerla de las ventajas de la gasa. Stef ha conseguido organizar una inspección casi perfecta en apenas treinta segundos y con un montón de artículos ausentes. Observo que ha llenado los huecos con cosas de antiguos reportajes tras explicar a Miranda que los complementos que están esperando son parecidos e incluso mejores. Todos son maestros en su oficio, pero Miranda se lleva la palma. Es la cliente reservada que pasa altivamente de un puesto a otro sin mostrar el menor interés. Cuando finalmente toma una decisión, señala y ordena (como una jueza en un concurso de perros: «Bob, ha elegido el pastor escocés…»), y los redactores asienten obsequiosamente, «una elección excelente», «sin duda la más acertada», tras lo cual recogen su mercancía y regresan a sus respectivos departamentos antes de que Miranda cambie inevitablemente de parecer.

La infernal sesión duró solo unos minutos, pero cuando hubo acabado estábamos todos agotados a causa de la angustia. Miranda había anunciado por la mañana que se marcharía sobre las cuatro para pasar un rato con las niñas antes de emprender el gran viaje, así que cancelé la reunión de Crónicas, para alivio de todo ese departamento. A las 15.58 procedió a llenar su bolso para marcharse, actividad poco fatigosa puesto que yo tenía el encargo de llevar todo cuanto fuera de peso o importancia a su casa esa misma noche, junto con el Libro. Básicamente, consistía en meter el billetero Gucci y el móvil Motorola en el bolso Fendi que Miranda seguía maltratando. Durante las últimas semanas esa preciosidad de diez mil dólares había hecho de bolsa del colegio de Cassidy, y muchas de las cuentas -además de un asa- se habían desprendido. Un día, Miranda lo arrojó sobre mi mesa, me ordenó que lo mandara arreglar y, si no tenía arreglo, lo tirara. Con gran orgullo había resistido la tentación de decirle que no tenía arreglo para quedármelo y conseguí que se lo repararan por solo veinticinco dólares.

En cuanto se marchó, descolgué instintivamente el teléfono para llamar a Alex y desahogarme un poco. Llevaba medio número marcado cuando recordé que nos estábamos dando un descanso. Caí en la cuenta de que era el primer día en tres años que no hablaríamos. Permanecí con el auricular en la mano contemplando un correo electrónico que me había enviado el día anterior, uno que había firmado con un «Te quiero», y me pregunté si no había cometido un terrible error al aceptar ese descanso. Volví a marcar, esta vez decidida a decirle que debíamos hablar, averiguar qué habíamos hecho mal y, por mi parte, asumir la responsabilidad que me correspondía en el lento y gradual deterioro de nuestra relación. Pero antes de que sonara el primer tono Stef apareció ante mi escritorio con el Plan Bélico de Complementos para mi viaje a París, reanimada por el éxito de la inspección con Miranda. Había zapatos, bolsos, cinturones, joyas, medias y gafas de sol que comentar, así que colgué y traté de concentrarme en sus instrucciones.


Sería lógico pensar que un vuelo de siete horas en clase económica vestida con pantalón de cuero ajustado, sandalias de tiras, camiseta y americana sería una experiencia infernal. Pues no. Las siete horas que pasé en el aire fueron las más relajantes en mucho tiempo. Como Miranda y yo volábamos simultáneamente en aviones distintos -ella desde Milán y yo desde Nueva York-, caí en la cuenta de que no podría llamarme durante siete horas seguidas. Por una vez no era culpable de mi inaccesibilidad.

Por razones que todavía no entendía, mis padres no habían mostrado demasiado entusiasmo cuando les llamé para contarles lo del viaje.

– ¿No me digas? -repuso mi madre con ese tono suyo que implicaba mucho más que esas tres palabras-. ¿Te vas a París justo ahora?

– ¿Qué quieres decir con lo de «justo ahora»?

– No sé… no me parece el mejor momento para viajar a Europa, eso es todo -contestó vagamente, aunque presentí que un alud de recriminaciones judeomaternales estaba a punto de precipitarse sobre mí.

– ¿Y por qué? ¿Cuándo sería un buen momento?

– No te enfades, Andy, pero es que hace meses que no te vemos, y no es una queja. Papá y yo comprendemos que tienes un trabajo muy absorbente, pero ¿no quieres conocer a tu sobrino? Ya tiene un mes y aún no lo has visto.

– ¡Mamá! No me hagas sentir culpable. Estoy deseando ver a Isaac, pero sabes que no…

– Sabes que papá y yo te pagaríamos el billete a Houston, ¿verdad?

– ¡Sí, me lo has dicho cien veces! Lo sé y os lo agradezco, pero el problema no es el dinero. No puedo dejar el trabajo e irme así como así. Ni siquiera dispongo libremente de mis fines de semana. ¿Crees que merece la pena cruzar el país para tener que regresar si Miranda me llama el sábado por la mañana para que recoja su ropa sucia?

– Claro que no, Andy. El caso es que pensaba… bueno, pensábamos que tendrías la oportunidad de ir a verle durante las próximas dos semanas porque Miranda iba a estar ausente, y que papá y yo podríamos ir contigo. Pero ahora te vas a París. -dijo esto último con un tono que expresaba lo que de verdad pensaba: «Pero ahora te vas a París para huir de todas tus obligaciones familiares».

– Mamá, permite que deje algo muy claro. No me voy de vacaciones. No he elegido ir a París en lugar de conocer a mi sobrino. La decisión no ha sido mía, como probablemente sabes pero te niegas a aceptar. Es muy sencillo: o dentro de tres días me voy con Miranda a París para pasar dos semanas o me despiden. ¿Se te ocurre alguna solución? Porque si te ocurre alguna, me encantaría oírla.

Mamá guardó silencio antes de decir:

– No, claro que no, cariño. Sabes que lo entendemos. Solo espero… en fin, solo espero que estés contenta con la forma en que te van las cosas.

– ¿Qué quieres decir con eso? -pregunté con tono irritado.

– Nada, nada -se apresuró a contestar-. No significa más de lo que he dicho. Papá y yo solo queremos tu felicidad y parece que últimamente has estado… en fin, forzándote un poco. ¿Va todo bien?

Me ablandé al reparar en lo mucho que ponía de su parte para no discutir.

– Sí, mamá, todo va bien, pero no me alegro de ir a París, para que lo sepas. Me esperan dos semanas infernales, pero mi año está a punto de terminar y pronto podré dejar atrás esta vida.

– Lo sé, cariño. Sé que ha sido un año muy duro para ti. Solo espero que te haya valido la pena, eso es todo.

– Lo sé. Yo también lo espero.

Colgamos amistosamente, pero me quedé con la sensación de que mis padres estaban decepcionados conmigo.

La recogida de equipajes en De Gaulle fue una pesadilla, pero tras superar la aduana encontré a un elegante chófer que agitaba un letrero con mi nombre. En cuanto hubo cerrado la portezuela del coche, me entregó un móvil.

– La señora Priestly pidió que la llamara nada más llegar. Me he tomado la libertad de programar el número del hotel en la memoria. Está en la suite Coco Chanel.

– Muy bien, gracias. Supongo que puedo llamar ahora -dije innecesariamente.

Aún no había pulsado el primer número cuando el teléfono gimió y proyectó un rojo aterrador. Si el chófer no hubiera estado observándome, habría ahogado el sonido y fingido que no lo había oído, pero tenía el presentimiento de que le habían ordenado que me vigilara de cerca. Algo en la expresión de su cara me dijo que no me convenía hacer caso omiso de la llamada.

– ¿Diga? Andrea Sachs al habla -anuncié con profesionalidad mientras hacía apuestas conmigo misma sobre si era o no Miranda.

– ¡An-dre-aaa! ¿Qué hora marca tu reloj?

¿Era una pregunta con segundas? ¿Un preámbulo para acusarme de llegar tarde?

– Déjame ver. Marca las cinco y cuarto de la madrugada, pero todavía no he cambiado la hora. Por lo tanto, mi reloj debería marcar las once y cuarto -respondí animadamente, confiando en poder iniciar la primera conversación de nuestro interminable viaje con el mejor pie posible.

– Gracias por tu interminable relato, An-dre-aaa. ¿Puedo preguntarte qué has estado haciendo durante los últimos treinta y cinco minutos?

– El caso es que el avión aterrizó con unos minutos de retraso y luego tuve que…

– Porque en el horario que me elaboraste leo que tu vuelo llegaba a las 10.35.

– Esa era la hora prevista, pero verás…

– No me digas lo que debo ver, An-dre-aaa. Tu comportamiento es inaceptable. Espero que no te conduzcas así durante las próximas dos semanas, ¿entendido?

– Sí, claro, lo siento.

El corazón empezó a latirme a un millón de pulsaciones por minuto y noté que la cara me ardía de humillación. Humillación porque me hablaran de ese modo, pero sobre todo por consentirlo. Acababa de disculparme atentamente con alguien por no haber conseguido que mi vuelo aterrizara a la hora debida y por no haber sido lo bastante espabilada para encontrar la forma de evitar la aduana francesa.

Apoyé la cabeza contra la ventanilla y contemplé las calles bulliciosas de París. Las mujeres de esta ciudad parecían mucho más altas, los hombres mucho más corteses y casi todo el mundo vestía bien, era delgado y tenía un porte distinguido. Solo había estado en París una vez, pero cargar con una mochila y alojarse en una pensión en el lado equivocado de la ciudad no producía la misma sensación que ver las elegantes tiendas de ropa y los adorables cafés desde el asiento trasero de una limusina. Podría acostumbrarme a eso, pensé mientras el conductor se volvía para indicarme dónde estaban las botellas de agua por si tenía sed.

Cuando el coche se detuvo ante la entrada del hotel, un caballero de aspecto distinguido, ataviado con un traje seguramente confeccionado a medida, me abrió la portezuela.

– Mademoiselle Sachs, es un placer conocerla al fin. Soy Gerard Renuad.

Su voz era suave y firme. El cabello plateado y las profundas arrugas del rostro me indicaron que era mucho mayor de lo que había supuesto cuando hablábamos por teléfono.

– Monsieur Renuad, me alegro de conocerle.

De repente solo deseé meterme en una cama blanda y limpia y recuperar el sueño, pero Renuad enseguida ahogó mis esperanzas.

– Mademoiselle Andrea, madame Priestly desea verla en su habitación inmediatamente. Antes de que se instale en la suya, me temo.

Me miró como disculpándose y por un instante me compadecí más de él que de mí. Era evidente que no le gustaba transmitir esa clase de noticias.

– Joder, qué bien -murmuré antes de percatarme de lo mucho que mi comentario había perturbado a monsieur Renuad. Sonreí y empecé de nuevo-. Lo siento, pero el viaje ha sido muy largo. ¿Podría alguien decirme dónde puedo encontrar a Miranda?

– Por supuesto, mademoiselle. Está en su suite y creo que deseosa de verla.

Cuando levanté la vista me pareció que monsieur Renuad ponía los ojos en blanco, y aunque siempre lo había encontrado agobiantemente correcto por teléfono, en ese momento cambié de opinión. Si bien era demasiado profesional para mostrarlo, y aún más para expresarlo, sospeché que detestaba a Miranda tanto como yo. No tenía pruebas de ello, desde luego, pero era imposible creer que alguien no la odiara.

Monsieur Renuad sonrió cuando el ascensor se abrió, me invitó a entrar y dijo algo en francés al botones que debía acompañarme. Se despidió y el botones me condujo hasta la suite de Miranda. Entonces llamó a la puerta y salió huyendo.

Me pregunté si sería Miranda quien abriría, aunque me costaba creerlo. Durante los once meses que había entrado y salido de su apartamento, no la había pillado ni una vez haciendo algo que pudiera considerarse una tarea ordinaria, como responder al teléfono, sacar una chaqueta de un armario o servir un vaso de agua. Daba la impresión de que todos sus días era sabbat, ella la judía observante y yo la gentil, la goy.

Una bonita criada uniformada abrió la puerta y me invitó a pasar con los ojos húmedos y la mirada clavada en el suelo.

– ¡An-dre-aaa! -oí desde algún lugar remoto del salón más impresionante que había visto en mi vida-. An-dre-aaa, necesito que planchen mi traje Chanel para esta noche, porque el vuelo lo ha dejado hecho un desastre. Pensaba que el Concorde sabía manejar el equipaje, pero todas mis cosas se hallan en un estado lamentable. Llama a Horace Mann y confirma que las niñas han llegado bien al colegio. Lo harás cada día. No me fío de esa Annabelle. Asegúrate de hablar cada noche con Caroline y Cassidy, y haz una lista de sus deberes y exámenes. Esperaré un informe escrito cada mañana, antes del desayuno. Ah, y ponme inmediatamente con el senador Schumer. Es urgente. Por último, quiero que digas a ese idiota de Renuad que espero que me proporcione personal competente durante mi estancia, y que si eso le resulta tan difícil, estoy segura de que el director general podrá complacerme. La estúpida que me ha enviado es una disminuida mental.

Volví la vista hacia la afligida muchacha que se escondía en el vestíbulo. Temblorosa y esforzándose por no llorar, parecía tan asustada como un hámster acorralado. Supuse que entendía el inglés, así que le dediqué mi mirada más solidaria, pero siguió temblando. Miré alrededor en tanto me esforzaba por memorizar cuanto Miranda acababa de soltar.

– Entendido -dije en dirección al lugar de donde procedía su voz, más allá del pequeño piano de cola y los diecisiete centros de flores que adornaban la gigantesca suite-. Volveré enseguida tras hacer todo lo que has pedido.

Eché un último vistazo a la estancia. Era, sin duda, el lugar más lujoso que había visto en mi vida, con cortinajes de brocado, una gruesa moqueta de color crema, la colcha adamascada sobre la cama extragrande y las figuritas doradas que descansaban discretamente en estantes y mesas de caoba. Solo el televisor de pantalla plana y el lustroso equipo de música indicaban que la habitación no había sido creada y diseñada en el siglo XIX por diestros artesanos.

Pasé junto a la criada y salí al pasillo. El aterrado botones había reaparecido.

– ¿Podría enseñarme mi habitación, por favor? -pregunté con suma amabilidad.

Debió de pensar que yo también iba a maltratarle, porque enseguida echó a andar.

– Es aquí, mademoiselle. Espero que le parezca aceptable.

Unos veinte metros más allá había una puerta sin número que daba paso a una minisuite, prácticamente una réplica exacta de la suite de Miranda pero con una sala más pequeña y una cama grande en lugar de extragrande. Un enorme escritorio de caoba equipado con un teléfono de oficina, ordenador, impresora láser, escáner y fax ocupaba el lugar del piano de cola, pero por lo demás ambas estancias guardaban un parecido extraordinario.

– Señorita, esta puerta conduce al pasillo privado que conecta su habitación con la de la señorita Priestly -explicó el botones al tiempo que hacía ademán de abrirla.

– ¡No! No necesito verlo; con saber que está ahí me basta. -Miré la placa que llevaba prendida del bolsillo de su impecable camisa-. Gracias, Stephan. -Busqué el bolso para darle una propina, hasta que caí en la cuenta de que no había cambiado los dólares a francos y todavía no había pasado por un cajero automático-. Lo siento, solo tengo dólares. ¿Le importa?

Stephan enrojeció y empezó a disculparse profusamente.

– Oh, no, señorita, se lo ruego, no se preocupe por esas cosas. La señora Priestly se ocupa de esos detalles antes de irse. Ahora, como necesitará moneda local cuando salga del hotel, permítame que le muestre algo.

Caminó hasta el escritorio, abrió el cajón superior y me tendió un sobre con el logo francés de Runway. Dentro había un montón de francos por valor de unos cuatro mil dólares. La nota, escrita por Briget Jardin, la directora que había llevado el peso de la organización del viaje y la fiesta de Miranda, rezaba:


Emily, querida, me alegro de que estés con nosotros. Dentro encontrarás 33.210 francos para tu uso personal mientras estés en París. He hablado con monsieur Renuad y estará a disposición de Miranda las veinticuatro horas del día. Te incluyo una lista de sus teléfonos laborales y personales, así como los números del cocinero, el preparador físico, el director de transportes y, por supuesto, el director del hotel. Todos están familiarizados con las estancias de Miranda durante los desfiles, de modo que no debería haber ningún problema. Naturalmente, siempre podrás encontrarme en el trabajo o, si es necesario, en el móvil, el teléfono de casa, el fax o el buscador. Estoy impaciente por verte en la gran fiesta del sábado, si es que no nos vemos antes.

Un fuerte abrazo,

Briget.


En una hoja con el membrete de Runway había una lista de casi cien números de teléfono que incluían todo cuanto una podía necesitar en París, desde una floristería elegante a un cirujano. Estos números también aparecían en la última página del minucioso horario que yo había elaborado para Miranda empleando la información que Briget había actualizado y enviado diariamente por fax, de modo que por el momento nada iba a impedir -salvo una guerra mundial- que Miranda Priestly viera los desfiles de primavera con la menor cantidad posible de estrés y preocupación.

– Muchísimas gracias, Stephan. Me será muy útil.

Fui a entregarle unos billetes, pero fingió no darse cuenta y se marchó. Me alegró comprobar que parecía mucho menos aterrado que unos minutos antes.

Conseguí localizar a la gente que Miranda había solicitado y supuse que disponía de un rato para descansar mi cabeza en la almohada, pero el teléfono sonó en cuanto cerré los ojos.

– An-dre-aaa, ven inmediatamente a mi habitación -ladró antes de colgar.

– Por supuesto, Miranda, gracias por pedirlo con tanta amabilidad, será un placer -dije absolutamente a nadie.

Levanté de la cama mi extenuado cuerpo y puse todo mi empeño en que no se me atascaran los tacones en la moqueta del pasillo que conectaba mi habitación con la de ella. Cuando llamé, me abrió de nuevo una criada.

– An-dre-aaa, una ayudante de Briget acaba de llamarme para saber cuánto durará mi discurso del almuerzo de hoy -explicó Miranda.

Estaba hojeando un número de Women's Wear Daily que alguien de la oficina -probablemente Allison, que había trabajado en el despacho de Miranda y conocía bien el oficio- le había pasado por fax, mientras dos hombres guapísimos la peinaban y maquillaban. Un plato con queso descansaba en una mesita que tenía al lado.

¿Discurso? ¿Qué discurso? Lo único que indicaba el horario de ese día, aparte de los desfiles, era un almuerzo con entrega de premios donde Miranda planeaba pasar sus habituales quince minutos antes de largarse de puro aburrimiento.

– Perdona, ¿has dicho un discurso?

– Así es. -Cerró cuidadosamente el periódico, lo dobló despacio y lo arrojó con furia al suelo, evitando por los pelos dar al hombre que tenía arrodillado delante-. ¿Por qué no se me ha informado de que voy a recibir un maldito premio en el almuerzo de hoy? -preguntó entre dientes con el rostro deformado por un odio que no había visto antes.

¿Disgusto? Por supuesto. ¿Insatisfacción? Siempre. ¿Irritación, frustración, infelicidad generalizada? Desde luego, cada minuto de cada día. Pero nunca la había visto con semejante cabreo.

– Miranda, lo siento. En realidad es la oficina de Briget la que te ha informado del acto de hoy y nunca…

– Cierra la boca. ¡Cierra la boca ahora mismo! Solo me ofreces excusas. Eres mi ayudante, la persona que nombré para que lo dirigiera todo en París. Eres tú quien debería mantenerme informada de estas cosas. -Casi gritaba. Un maquillador preguntó suavemente en francés si queríamos estar un momento a solas, pero Miranda no le hizo el menor caso-. Son las doce y tengo que salir dentro de 45 minutos. Antes de eso, espero un discurso sucinto, bien escrito y legible en mi habitación. Si no puedes hacerlo, ya puedes marcharte a casa. Para siempre. Eso es todo.

Eché a correr por el pasillo a una velocidad que no había alcanzado hasta entonces con zapatos de tacón y abrí mi móvil internacional antes de llegar a la habitación. Me temblaban tanto las manos que casi no podía marcar el número de Briget pero, no sé cómo, logré hacerlo. Contestó una de sus ayudantes.

– ¡Necesito a Briget! -aullé con la voz entrecortada-. ¿Dónde está? ¿Dónde está? ¡Necesito hablar con ella ahora mismo!

Estupefacta, la chica guardó silencio un instante.

– ¿Eres Andrea?

– La misma, y necesito a Briget. Es una urgencia. ¿Dónde coño está?

– En un desfile, pero no te preocupes, siempre lleva el móvil conectado. ¿Estás en el hotel? Le diré que te llame enseguida.

El teléfono del escritorio sonó apenas unos segundos después, aunque me pareció una semana.

– Andrea -trinó con su encantador acento francés-. ¿Qué ocurre? Monique ha dicho que estabas histérica.

– ¿Histérica? ¡Desde luego que lo estoy! Briget, ¿cómo has podido hacerme esto? Tu oficina ha organizado este puto almuerzo y nadie se ha molestado en comunicarme que Miranda no solo va a recibir un premio, sino que debe pronunciar un discurso.

– Andrea, cálmate, estoy segura de que comunicamos…

– ¡Y tengo que escribirlo yo! ¿Me oyes? Es la hostia. Tengo 45 putos minutos para escribir un discurso de agradecimiento por un premio del que no sé nada en un idioma que desconozco. De lo contrario estoy acabada. ¿Qué voy a hacer?

– Muy bien, relájate, yo te ayudaré. En primer lugar, el almuerzo se celebrará en el mismo Ritz, en uno de sus salones, así que Miranda solo tendrá que bajar. Lo ofrece el Consejo Francés de la Moda, una organización parisina que siempre entrega sus premios durante los desfiles porque es cuando todo el mundo está en la ciudad. Runway recibirá un premio por Reportajes de Moda. No es gran cosa, casi una formalidad.

– Bueno, al menos ya sé qué es. ¿Qué debo escribir exactamente? ¿Por qué no me lo dictas en inglés y luego pido a monsieur Renuad que me lo traduzca? Adelante, estoy lista.

Mi voz había recuperado cierta firmeza, pero apenas conseguía sostener el bolígrafo. La mezcla de agotamiento, tensión y hambre me impedía enfocar debidamente la mirada en el papel del Ritz que tenía sobre el escritorio.

– Andrea, vuelves a estar de suerte.

– ¿De veras? Pues ahora mismo no me siento muy afortunada que digamos, Briget.

– Estos actos son siempre en inglés, así que no hace falta traducción. Bueno, empecemos. ¿Tienes boli?

Comenzó a dictar deprisa mientras yo me afanaba por escribir las frases asombrosamente elocuentes que parecían fluir de su boca sin esfuerzo alguno. Cuando colgué y procedí a teclearlas a un ritmo de sesenta palabras por minuto -la mecanografía era la única clase útil que había recibido en el instituto-, me di cuenta de que Miranda apenas tardaría dos o tres minutos en leer el discurso. Tuve el tiempo justo para beber algo de Pellegrino y devorar algunas fresas que alguien había dejado atentamente en mi pequeño bar. Ojalá hubiera dejado una hamburguesa con queso, pensé. Recordé que había metido un Twix en el equipaje, que descansaba pulcramente apilado en un rincón, pero no tenía tiempo de buscarlo. Habían pasado exactamente cuarenta minutos desde que recibiera la orden. Era el momento de descubrir si había aprobado.

Una criada diferente -pero igualmente aterrada- abrió la puerta de Miranda y me invitó a pasar al salón. Naturalmente, hubiera debido quedarme de pie, pero los pantalones de cuero, que llevaba puestos desde el día anterior, parecían haberse pegado a mis piernas, y las sandalias de tiras, que no me habían molestado durante el vuelo, se estaban convirtiendo en cuchillas de afeitar sobre mis dedos y talones. Decidí sentarme en el sofá, pero nada más doblar las rodillas y entrar en contacto con el cojín la puerta del dormitorio se abrió y me incorporé de un salto.

– ¿Dónde está mi discurso? -preguntó Miranda mientras otra criada la seguía sosteniendo un pendiente que había olvidado ponerse-. Supongo que habrás escrito algo.

Vestía uno de sus clásicos trajes Chanel -cuello redondo ribeteado de pieles- y un collar de perlas enormes.

– Por supuesto, Miranda -dije con satisfacción-. Creo que esto servirá.

Caminé hasta ella puesto que ella no parecía dispuesta a acercarse, y antes de que pudiera tenderle la hoja me la arrebató de las manos. Solo cuando sus ojos dejaron de ir de izquierda a derecha me di cuenta de que había estado conteniendo la respiración.

– Bien. Está bien. Nada del otro mundo, pero correcto. Vamos.

Cogió un bolso Chanel a juego y se llevó la cadena al hombro.

– ¿Cómo?

– He dicho vamos. Esa estúpida ceremonia empieza dentro de quince minutos. Con suerte habremos terminado dentro de veinte. Cómo detesto esos actos.

No podía negarlo, había dicho «vamos». Era evidente que esperaba que la acompañara. Me miré la chaqueta y el pantalón de cuero, y pensé que si ella no tenía reparos con mi aspecto -pues de haberlos tenido seguro que me lo habría hecho saber-, yo tampoco. Probablemente habría un montón de ayudantes atendiendo a sus jefes y a nadie le importaría cómo vestíamos.

El salón era una estancia para reuniones típica de hotel a la que habían añadido dos docenas de mesas redondas y un estrado con un podio. Me quedé en la pared del fondo con otros empleados mientras el presidente del consejo mostraba un vídeo increíblemente soso y aburrido sobre cómo afectaba la moda a nuestras vidas. Algunos asistentes acapararon el micrófono durante media hora, y acto seguido, antes de la entrega de los premios, un ejército de camareros empezó a servir ensaladas y llenar copas de vino. Miré con cautela a Miranda, que parecía muy harta e irritada, y me encogí detrás del arbolito contra el que estaba apoyada para evitar dormirme. Ignoro cuánto tiempo permanecí con los ojos cerrados, pero justo cuando perdía el control de los músculos del cuello y la cabeza empezaba a caerme, oí su voz.

– ¡An-dre-aaa, no tengo tiempo para estas tonterías! -surruró lo bastante alto para que unas cuantas ayudantes de moda de una mesa cercana levantaran la vista-. No se me dijo que iba a recibir un premio y no tengo ánimo para eso. Me voy.

Dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta. Fui tras ella reprimiendo el deseo de agarrarla del hombro.

– ¡Miranda! ¡Miranda! ¿Quién quieres que acepte el premio en nombre de Runway?-murmuré.

Se volvió y me miró directamente a los ojos.

– ¿Crees que me importa? Sube y recógelo tú misma. -Y sin darme tiempo a responder, se fue.

Dios, no podía ser verdad. Seguro que de un momento a otro me despertaría en mi cama y descubriría que todo ese día -caray, todo ese año- había sido una pesadilla especialmente espantosa. Esa mujer no esperaba que yo, la segunda ayudante, subiera al estrado y aceptara en nombre de Runway el premio a reportajes. ¿O sí? Miré frenéticamente alrededor para ver si había alguien más de Runway, pero no hubo suerte. Me derrumbé en mi asiento y traté de decidir si debía pedir consejo a Emily o Briget, o si simplemente debía marcharme yo también, dado que a Miranda le traía sin cuidado recibir el galardón. Mi móvil acababa de conectar con la oficina de Briget (confiaba en que llegara a tiempo para que recogiera ella el maldito premio) cuando oí las palabras «… expresar nuestro más profundo reconocimiento a Runway de Estados Unidos por sus reportajes de moda precisos, entretenidos y siempre informativos. Por favor, den la bienvenida a su directora, célebre en todo el mundo e icono de la moda, señora Miranda Priestly».

La sala estalló en aplausos justo en el momento en que noté que el corazón dejaba de latirme.

No tenía tiempo de pensar, de maldecir a Briget por dejar que estuviera ocurriendo todo eso, de maldecir a Miranda por marcharse y llevarse el discurso consigo, de maldecirme a mí misma por haber aceptado ese odioso empleo. Mis piernas avanzaron solas, derecha-izquierda, derecha-izquierda, y subieron los tres peldaños del estrado sin incidentes. Si no hubiera estado tan desconcertada, quizá habría notado que los aplausos habían dado paso a un silencio sepulcral mientras la gente trataba de dilucidar quién era yo. Pero no lo noté. Una fuerza superior me impulsó a sonreír, alargar los brazos para aceptar la placa de las manos del severo presidente y colocarla con calma sobre el podio. Cuando levanté la cabeza y vi cientos de ojos clavados en mí -intrigados, penetrantes, desconcertados-, tuve la certeza de que iba a dejar de respirar y morir ahí mismo.

Supongo que permanecí así no más de diez o quince segundos, pero el silencio era tan abrumador que me pregunté si, de hecho, ya estaba muerta. Nadie pronunció una palabra. No se oía ni un cubierto rozando un plato, ni el tintineo de una copa. Nadie preguntó en un susurro a su vecino quién era la persona que ocupaba el lugar de Miranda Priestly. Solo me observaban, un segundo tras otro, hasta que no me quedó más remedio que hablar. No recordaba una sola palabra del discurso que Briget me había dictado, así que debía arreglármelas sola.

– Hola -comencé, y la voz me resonó en los oídos. No sabía si era el micrófono o el ruido de mi sangre palpitando en mi cabeza, pero poco importaba. De lo único que estaba segura era de que temblaba… descontroladamente-. Me llamo Andrea Sachs y soy la… y trabajo para Runway. Por desgracia, Miranda… la señora Priestly ha tenido que salir un momento, pero me gustaría aceptar este premio en su nombre y, naturalmente, en nombre de todo el equipo de Runway. Gracias… -me interrumpí, pues no recordaba el nombre del consejo ni de su presidente- por este… este maravilloso honor. Sé que hablo por todos cuando digo que nos sentimos muy honrados.

¡Idiota! Estaba tartamudeando, mascullando, temblando, y ahora estaba lo bastante alerta para notar que la gente había empezado a reírse por lo bajo. Sin pronunciar otra palabra bajé del estrado de la forma más digna que pude y no fue hasta que alcancé la puerta del fondo cuando advertí que me había olvidado la placa. Una empleada me siguió hasta el vestíbulo, donde me había desplomado atacada de agotamiento y humillación, y me la entregó. Esperé a que se marchara y pedí a un portero que la tirara. Se encogió de hombros y la guardó en su bolsa.

¡La muy hija de puta!, pensé, demasiado enfadada y cansada para concebir un nombre más original o un método para terminar con su vida. El móvil sonó y, sabiendo que era ella, ahogué el sonido y pedí un gin-tonic a una recepcionista.

– Por favor, por favor, haga que alguien me lo traiga.

La mujer me miró y asintió con la cabeza. Apuré la copa en dos tragos y subí para ver qué quería Miranda. Apenas eran las dos de la tarde de mi primer día en París y ya quería morirme, solo que la muerte no era una opción.

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