Capítulo 15

– Andrea, soy Emily -croó una voz-. ¿Me oyes bien?

Hacía meses que Emily no me telefoneaba a casa por la noche y enseguida supuse que ocurría algo.

– Sí, te oigo. Tu voz suena horrible -dije mientras me incorporaba en la cama preguntándome si Miranda le había hecho algo.

La última vez que Emily había llamado a esas horas fue el día que Miranda la telefoneó a las once de la noche de un sábado para ordenarle que fletara un avión privado que les llevara a ella y al señor Tomlinson de Miami a Nueva York, porque debido al mal tiempo habían cancelado su vuelo regular. Emily se disponía a salir de casa para asistir a su fiesta de cumpleaños cuando se produjo la llamada, y enseguida se puso en contacto conmigo para rogarme que me hiciera cargo del asunto. No obstante, yo no había recibido el mensaje hasta el día siguiente, y cuando por fin la llamé aún lloraba.

– Me he perdido mi propia fiesta de cumpleaños, Andrea -aulló en cuanto descolgó el auricular-. ¡Me he perdido mi fiesta de cumpleaños porque tuve que fletarles un avión!

– ¿No podían ir a un hotel y regresar al día siguiente como la gente normal? -pregunté.

– ¿Crees que no lo pensé? A los siete minutos de su primera llamada ya les había reservado la suite del ático del Shore Club, del Albion y del Delano, segura de que Miranda no podía hablar en serio. Señor, era un sábado por la noche. ¿Cómo iba a fletar un avión un sábado por la noche?

– Supongo que tu idea no le gustó -dije con suavidad. Me sentía culpable por no haber estado localizable para ayudarla y feliz, al mismo tiempo, de haberme salvado.

– Supones bien. Me llamaba cada diez minutos para saber por qué no le había resuelto aún el problema, y cada vez que lo hacía yo tenía que poner a la gente en espera, y cuando volvía a ellos ya habían colgado. -Tomó aire-. Fue una pesadilla.

– ¿Y qué ocurrió al fin? Casi no me atrevo a preguntarlo.

– ¿Que qué ocurrió al fin? Querrás decir qué no ocurrió al fin. Llamé a todas las compañías aéreas privadas del estado de Florida y, como supondrás, ninguna respondió al teléfono un sábado a medianoche. Llamé a pilotos privados y a compañías aéreas nacionales para que me asesoraran, hasta conseguí hablar con un supervisor del aeropuerto internacional de Miami. Le dije que necesitaba un avión al cabo de media hora para llevar a dos personas a Nueva York. ¿Sabes qué hizo?

– ¿Qué?

– Se echó a reír a carcajada limpia. Me acusó de ser una tapadera para terroristas, traficantes de drogas y demás. Dijo que tenía más probabilidades de que me cayeran veinte rayos seguidos que de conseguir un avión y un piloto a esas horas por mucho dinero que estuviera dispuesta a pagar. Y que si volvía a llamar, se vería obligado a dirigir mi petición al FBI. ¿Puedes creerlo? -Para entonces estaba gritando-. ¿Puedes creerlo? ¡El FBI!

– Supongo que a Miranda no le gustó.

– Qué va, eso le encantó. Luego se pasó veinte minutos negándose a creer que no había un solo avión disponible. Le aseguré que eso no significaba que todos estuvieran ocupados, sino que era imposible fletar un vuelo a esas horas de la noche.

– ¿Qué ocurrió entonces?

No presentía un final feliz.

– En torno a la una y media aceptó por fin que esa noche no llegaría a su casa, aunque tampoco importaba porque las niñas se encontraban con su padre y Annabelle iba a estar en el apartamento todo el domingo por si la necesitaban. Entonces me ordenó que le comprara dos billetes para el primer vuelo de la mañana.

No entendí eso último. Si su vuelo había sido cancelado, era de esperar que la compañía se hubiera encargado de que embarcara en el primer vuelo de la mañana, sobre todo teniendo en cuenta su condición, por acumulación de kilómetros, de miembro VIP-prioritario-plus-oro-platino-diamante-ejecutivo y el coste original de sus billetes de primera clase. Así se lo dije.

– Es cierto que Continental los incluyó en el primer vuelo, el de las 6.50, pero cuando Miranda se enteró de que alguien había conseguido plaza en el vuelo Delta de las 6.35, se puso furiosa. Me llamó idiota e incompetente, y me preguntó una y otra vez qué clase de ayudante era si no podía hacer algo tan sencillo como fletarle un avión privado.

Emily sorbió por la nariz y bebió algo, probablemente café.

– Oh, no, sé lo que ocurrió a continuación. ¡Dime que no lo hiciste!

– Lo hice.

– ¿Bromeas? ¿Por quince minutos?

– ¡Lo hice! ¿Qué otra opción tenía? Miranda estaba muy descontenta conmigo. Por lo menos así daba la impresión de que había hecho algo bien. Supuso otros dos mil dólares, no gran cosa, y Miranda estaba casi contenta cuando colgó. ¿Qué más puedo pedir?

Para entonces ambas estábamos desternillándonos. Sabía sin necesidad de que Emily me lo dijera -y ella sabía que yo lo sabía- que había comprado dos billetes en clase preferente en el vuelo Delta para que Miranda cerrara la boca, para poner fin a sus exigencias e insultos.

A esas alturas estaba a punto de ahogarme.

– Un momento. Cuando conseguiste un coche que la llevara al hotel Delano…

– … eran casi las tres de la noche y me había llamado al móvil exactamente veintidós veces desde las once. El conductor esperó mientras ellos se duchaban y cambiaban de ropa en la suite del ático y los devolvió al aeropuerto a tiempo de coger su vuelo de madrugada.

– ¡Basta, no sigas, te lo ruego! -exclamé, doblada de la risa-. No puede ser verdad.

Emily dejó de reír y fingió seriedad.

– ¿Ah, no? Pues si esto te ha gustado, espera a oír lo mejor.

– ¡Oh, habla, habla!

Estaba encantada de que Emily y yo hubiéramos encontrado, por una vez, algo de que reírnos juntas. Era agradable sentirse parte de un equipo, una mitad en la batalla contra el opresor. Entonces me di cuenta de lo diferente que habrían resultado los meses que llevaba trabajando en Runway si Emily y yo hubiéramos sido amigas, si nos hubiéramos cubierto y protegido, si hubiéramos confiado la una en la otra lo bastante para resistir ante Miranda como un frente unido.

– ¿Lo mejor? -Hizo una pausa para prolongar la diversión-. Miranda no llegó a enterarse, claro, pero el caso es que, aunque el vuelo de Delta despegó antes, tenía programado aterrizar ocho minutos más tarde que el vuelo de Continental.

– ¡Para! -aullé, entusiasmada con ese nuevo dato-. ¡Tienes que estar bromeando!

Cuando por fin colgamos, observé con asombro que habíamos hablado durante más de una hora, tal como habrían hecho dos buenas amigas. El lunes, claro está, habíamos recuperado nuestra hostilidad contenida, pero después de aquel fin de semana mis sentimientos hacia Emily fueron un poco más cálidos. Hasta ese día, naturalmente. No me caía tan bien como para querer oír el irritante asunto que se disponía a volcar sobre mí.

– En serio, tu voz suena horrible. ¿Estás enferma? -Me esforcé por dar a mis palabras un tono compasivo, pero la pregunta sonó agresiva y acusadora.

– Sí -respondió con voz áspera antes de ponerse a toser-. Muy enferma.

Cuando alguien decía que estaba muy enfermo, nunca lo creía; sin un diagnóstico oficial y en potencia mortal, uno siempre estaba lo bastante sano para trabajar en Ruwway. Así pues, cuando Emily dejó de toser y repitió que estaba muy enferma, en ningún momento consideré la posibilidad de que no fuera a trabajar el lunes. Después de todo, ella y Miranda debían viajar a París el 12 de octubre para los desfiles de primavera y solo faltaban cuatro días. Además, yo había superado dos infecciones de garganta, unos cuantos ataques de bronquitis, una espantosa intoxicación alimentaria y una tos crónica de fumadora sin pedir un solo día de baja en casi un año de trabajo.

Había colado una única visita al médico ante la necesidad desesperada de antibióticos para aliviar una de las infecciones de garganta (entré en su consulta y le ordené que me atendiera enseguida mientras Miranda y Emily pensaban que estaba buscando un coche nuevo para el señor Tomlinson), pero no había tiempo para la medicina preventiva. Aunque había disfrutado de una docena de citas para hacerme mechas en Marshall, algunos masajes gratuitos en balnearios que se sentían honrados de tener de invitada a la ayudante de Miranda e incontables manicuras y pedicuras, hacía un año que no visitaba al dentista o al ginecólogo.

– ¿Puedo hacer algo por ti? -pregunté procurando mostrarme despreocupada, mientras me devanaba los sesos tratado de dilucidar por qué me había llamado para decirme que no se encontraba bien.

En mi opinión, el problema carecía de importancia, pues el lunes Emily iría a trabajar se encontrara como se encontrara.

Tosió con fuerza y oí un borboteo de flema en las profundidades de su garganta.

– Pues la verdad es que sí. ¡Dios, no puedo creer que esto me esté pasando a mí!

– ¿El qué? ¿Qué sucede?

– No puedo ir a Europa con Miranda. Tengo mononucleosis.

– ¿Qué?

– Ya me has oído. No puedo ir a Europa. El doctor me ha llamado hoy para comunicarme los resultados de los análisis de sangre y no puedo salir de mi apartamento durante las próximas tres semanas.

¡Tres semanas! Debía de ser una broma. No tenía tiempo de compadecerme de ella, acababa de decirme que no iba a Europa cuando era justamente esa idea -la idea de que ella y Miranda estarían fuera de mi vida dos semanas enteras- lo que me había permitido sobrevivir los dos últimos meses.

– Em, Miranda te matará. ¡Tienes que ir! ¿Lo sabe ya?

Se produjo un silencio amenazador.

– Sí, lo sabe.

– ¿La has telefoneado?

– Sí. Bueno, en realidad pedí a mi médico que la llamara porque Miranda no creía que por tener mononucleosis se me pudiera considerar una enferma, así que él tuvo que decirle que podía infectarlos a ella y a todos los demás. El caso es que… -Su voz se apagó y comprendí que se avecinaba algo mucho peor.

– ¿Qué?

Mi instinto de conservación se había disparado.

– El caso es que… quiere que vayas con ella.

– Quiere que vaya con ella, ¿eh? Qué mona. ¿Qué dijo en realidad? No te amenazó con despedirte por estar enferma, ¿verdad?

– Andrea, hablo… -Una tos mucosa le quebró la voz y por un momento pensé que iba a palmarla en ese mismo instante-. Hablo en serio, totalmente en serio. Dijo que las ayudantes que le asignan en el extranjero son unas incompetentes y que hasta era preferible tenerte a ti que a ellas.

– Ah, bueno, si me lo pide así, encantada. No hay nada como un buen elogio para convencerme de que haga algo. En serio, no tenía por qué decir cosas tan halagadoras. ¡Hasta me he puesto colorada!

No sabía si concentrarme en el hecho de que Miranda quería que la acompañara a París o en que solo quería que fuera porque me consideraba ligeramente menos incompetente que los clones anoréxicos franceses de, en fin… mi persona.

– Andrea, calla de una vez -espetó Emily entre ataques de tos ahora enojosos-. Joder, eres la persona más afortunada del mundo. Yo llevo dos años, dos años, esperando este viaje y ahora no puedo ir. ¿No te parece irónico?

– ¡Por supuesto! Este viaje es tu única razón de existir y una pesadilla para mí; sin embargo, yo voy y tú no. Qué graciosa es la vida, ¿no crees? No puedo parar de reír -dije sin la menor alegría.

– A mí también me fastidia, pero no podemos hacer nada. Ya he llamado a Jeffy para que te prepare el vestuario. Necesitarás ropa para todos los desfiles y cenas a los que tendrás que asistir y, naturalmente, para la fiesta que ofrecerá Miranda en el hotel Costes. Allison te ayudará con el maquillaje. Habla con Stef, de complementos, para los bolsos, los zapatos y las joyas. Solo dispones de cuatro días, así que ponte las pilas mañana mismo, ¿entendido?

– Todavía no puedo creer que Miranda espere eso de mí.

– Pues créelo, porque te aseguro que no bromea. Como esta semana no podré ir a la oficina, también tendrás…

– ¿Qué? ¿No vendrás a la oficina?

Era cierto que yo no había pedido un solo día de baja ni me había ausentado una sola hora de la oficina estando Miranda presente, pero Emily tampoco. El único día que estuvo a punto de hacerlo -cuando murió su bisabuelo- consiguió llegar a Filadelfia, asistir al entierro y volver a su mesa sin perderse un solo minuto de trabajo. Así funcionaban las cosas y punto. Únicamente en caso de fallecimiento (de los familiares más inmediatos), mutilación (propia) y guerra nuclear (si el gobierno de Estados Unidos confirmaba que afectaba directamente a Manhattan) podía una ausentarse. La situación de Emily representaba un momento único en el régimen Priestly.

– Andrea, tengo mononucleosis, una enfermedad muy contagiosa. No es ninguna broma. Si no puedo salir de mi apartamento para tomar un café, cómo quieres que vaya a trabajar. Miranda lo ha comprendido, así que tendrás que arreglártelas sola. Habrá mucho que preparar para vuestro viaje a París.

– ¿Que Miranda lo ha comprendido? ¡Venga ya! Dime lo que dijo en realidad. -Me negaba a creer que Miranda hubiera aceptado como una razón válida para no estar a su disposición algo tan prosaico como una mononucleosis-. Dame ese pequeño placer, aunque solo sea porque mi vida será un infierno durante las próximas semanas.

Emily suspiró y supuse que ponía los ojos en blanco.

– Bueno, no le hizo ninguna gracia. En realidad yo no hablé con ella, pero mi médico me ha dicho que no paraba de preguntar si la mononucleosis era una enfermedad «de verdad». Cuando le aseguró que sí, se mostró muy comprensiva.

Solté una carcajada.

– No lo dudo, Em, no lo dudo. No te preocupes por nada, ¿de acuerdo? Concéntrate en curarte y yo me ocuparé de todo lo demás.

– Te enviaré una lista por correo electrónico para que no te olvides de nada.

– No me olvidaré de nada. Miranda ha estado en Europa cuatro veces durante el último año y me acuerdo de todo. Recoger el dinero en efectivo en el banco del sótano, cambiar unos cuantos miles a francos, comprar algunos grandes en cheques de viaje y confirmar tres veces sus citas con peluquería y maquillaje durante su estancia en París. ¿Qué más? Ah, sí, asegurarme de que esta vez el Ritz le entrega el móvil correcto y hablar con los chóferes para que comprendan que no pueden hacerla esperar ni un segundo. Ya estoy pensando en toda la gente que necesitará copias de su programa de actividades, que yo misma imprimiré y me encargaré de repartir. Miranda, naturalmente, recibirá un programa detallado de las clases, lecciones, ejercicios y días de juego de las gemelas, y una lista completa de los horarios de todo su personal de servicio. ¿Lo ves? No hay razón para preocuparse, lo tengo todo controlado.

– No te olvides del terciopelo -me regañó como un robot-. ¡Ni de los pañuelos!

– ¡Claro que no! Los tengo en mi lista.

Generalmente, antes de que Miranda-o mejor dicho su criada- hiciera las maletas, Emily o yo comprábamos un montón de rollos de terciopelo. Una vez en casa de Miranda, procedíamos junto con la criada a cortar pedazos del tamaño y la forma exactos de cada prenda y envolvíamos esta con la lujosa tela. A renglón seguido apilábamos los fardos de terciopelo en docenas de maletas Louis Vuitton junto con un montón de prendas adicionales para cuando Miranda rechazara inevitablemente la primera partida tras abrirla en París. La mitad de una maleta solía destinarse a media docena de cajas naranjas de Hermés, cada una con un pañuelo blanco en el interior a la espera de ser extraviado, olvidado o simplemente descartado.


Colgué tras esforzarme por mostrarme compasiva con Emily y encontré a Lily estirada en el sofá fumando un cigarrillo y bebiendo un líquido transparente que, sin duda, no era agua.

– Pensaba que no podíamos fumar dentro -observé mientras me dejaba caer a su lado y ponía los pies en la mesita de madera arañada que nos habían pasado mis padres-. No es que me importe, pero fuiste tú quien impuso la norma.

Lily no era una fumadora a tiempo completo como una servidora. Por lo general solo fumaba cuando bebía y no era dada a comprar tabaco. Sin embargo, una cajetilla de Camel Special Lights asomaba por el bolsillo de su enorme camisa. Le zarandeé el muslo con el pie y señalé con la cabeza los cigarrillos. Me pasó uno junto con un mechero.

– Sabía que no te importaría -dijo, y dio una lenta calada a su cigarrillo-. Estoy haciendo tiempo y me ayuda a concentrarme.

– ¿Tienes que entregar algo? -pregunté.

Encendí mi cigarrillo y le devolví el mechero. Lily estaba haciendo ese semestre diecisiete créditos para subir su nota media después del desastre de la primavera. La observé mientras daba otra calada y la bajaba con un buen sorbo de esa bebida que no era agua. No parecía que estuviera en el buen camino.

Suspiró pesada, intencionadamente, y habló con el cigarrillo suspendido de la comisura del labio. El pitillo subía y bajaba amenazando con desprenderse en cualquier momento; eso sumado a su pelo sucio y despeinado y su maquillaje corrido, hizo que pareciera -por un momento- una acusada de la juez Judy (o quizá una querellante, pues todos eran iguales: desdentados, pelo grasiento y ojos apagados).

– Un artículo para el periódico académico, esotérico y confeccionado de forma aleatoria que nadie leerá pero que debo escribir para poder decir que he publicado.

– Menudo palo. ¿Cuándo tienes que entregarlo?

– Mañana -contestó sin inmutarse.

– ¿Mañana? ¿Hablas en serio?

Me lanzó una mirada de advertencia para recordarme que se suponía que estaba de su parte.

– Sí, mañana. Un rollo, sobre todo porque ha de corregirlo Chico Freudiano. A nadie parece importarle que estudie psicología en lugar de literatura rusa, porque tienen pocos correctores. Es imposible que pueda entregárselo a tiempo. Que se joda. -Volvió a verter líquido por su garganta haciendo un esfuerzo visible por no degustarlo e hizo una mueca.

– Lil, ¿qué ha pasado? La última vez que me hablaste de él dijiste que estabais yendo despacio y que era perfecto. Claro que eso fue antes de que trajeras aquella cosa a casa, pero…

Otra mirada de advertencia, esta vez feroz. Había intentado hablar con ella del incidente con Chico Esperpéntico, pero nunca conseguíamos estar solas y últimamente ninguna tenía demasiado tiempo para conversaciones íntimas. Las dos ocasiones en que había abordado el asunto, Lily había cambiado inmediatamente de tema. Me daba cuenta de que, ante todo, sentía vergüenza. Había reconocido que el tipo era repugnante, pero se negaba a hablar del exceso de alcohol que había provocado ese episodio.

– Sí, bueno, por lo visto aquella noche le llamé desde Au Bar y le supliqué que se reuniera conmigo -explicó evitando mi mirada y concentrada en utilizar el mando a distancia para cambiar las canciones del lúgubre CD de Jeff Buckley que sonaba permanentemente en el apartamento.

– ¿Y qué pasó? ¿Fue y te vio hablando con otro?

Procuré no mostrarme crítica para no incomodarla. Era evidente que tenía la cabeza como un torbellino con los problemas de la universidad, el alcohol y el surtido ilimitado de hombres que pasaban por su vida, y yo quería que se sincerara con alguien. Nunca me había ocultado nada, aunque únicamente fuera porque solo me tenía a mí, pero en los últimos tiempos no me contaba muchas cosas.

– No, no exactamente -respondió con amargura-. El caso es que hizo todo el trayecto desde Morningside Heights para no encontrarme en Au Bar. Por lo visto me llamó al móvil y contestó Kenny. No fue muy agradable que digamos.

– ¿Kenny?

– La cosa que traje a casa, ¿recuerdas? -Lo dijo con sarcasmo, pero esta vez sonrió.

– Ajá, y supongo que a Chico Freudiano no le hizo demasiada gracia.

– Ninguna. En fin, igual que vienen se van.

Fue a la cocina con la copa vacía y vi cómo se servía de una botella medio llena de Ketel One. Un chorrito de agua con gas y de vuelta al sofá.

Me disponía a preguntarle con la mayor delicadeza posible por qué estaba ingiriendo vodka cuando tenía que escribir un artículo para el día siguiente cuando sonó el interfono.

– ¿Quién es? -pregunté a John por el auricular.

– El señor Fineman ha venido a ver a la señorita Sachs -anunc ció formalmente, muy serio ahora que había gente delante.

– ¿De veras? Dígale que suba.

Lily enarcó las cejas y comprendí que, una vez más, la conversación no tendría lugar.

– Qué cara de alegría -exclamó con evidente sarcasmo-. No parece que te haga mucha gracia que tu novio te sorprenda.

– Claro que sí -repliqué poniéndome a la defensiva, pero ambas sabíamos que mentía.

La relación con Alex había sido tirante en las últimas semanas. Muy tirante. Hacíamos todo lo que una pareja debía hacer, pues después de casi tres años sabíamos lo que el otro quería oír o necesitaba hacer. No obstante, Alex había compensado el tiempo que yo pasaba en el trabajo volcándose aún más en la escuela, ofreciéndose a promover, preparar, enseñar y dirigir casi todas las actividades imaginables, y el tiempo que nos veíamos era, de hecho, tan estimulante como si lleváramos treinta años casados. Aunque ninguno lo dijera, ambos estábamos esperando a que mi año de servidumbre terminara, pero yo me resistía a pensar qué rumbo tomaría entonces nuestra relación.

Así pues, dos personas próximas a mí -primero Jill, que una noche me había recalcado por teléfono que la relación no iba viento en popa, y ahora Lily- me habían señalado ya que Alex y yo no éramos una pareja demasiado adorable últimamente, y debía reconocer que Lily tenía razón al intuir que no me alegraba de ver a Alex. Temía decirle que debía viajar a Europa, temía la inevitable pelea, una pelea que hubiera preferido retrasar unos días, hasta que me hallara en Europa. Pero no hubo suerte, porque ya estaba llamando a la puerta.

– ¡Hola! -saludé con exagerado entusiasmo al abrirle y arrojarme a sus brazos-. ¡Qué sorpresa tan agradable!

– No te importa que me haya pasado, ¿verdad? Acabo de tomar una copa con Max aquí al lado y se me ocurrió subir para verte.

– ¡Claro que no me importa, tonto! Estoy encantada. Entra, entra.

Sabía que parecía una maníaca, pero cualquier psiquiatra habría deducido que mi entusiasmo externo trataba de compensar carencias internas. Alex cogió una cerveza, besó a Lily en la mejilla y se instaló en el sillón naranja chillón que mis padres habían conservado desde los setenta, sabedores de que algún día podrían legarlo orgullosamente a alguno de sus descendientes.

– ¿Qué ocurre? -preguntó señalando con la cabeza el equipo de música, donde sonaba una versión desgarradora de «Aleluya».

Lily se encogió de hombros.

– Haciendo tiempo, nada más.

– Tengo una noticia -dije con entusiasmo para convencerme no solo a mí misma sino también a Alex de que se trataba de un paso positivo.

Él había preparado con tanta ilusión nuestro fin de semana para la reunión de antiguos alumnos -y yo le había insistido tanto en que lo hiciera- que era una verdadera crueldad informarle de que no le acompañaría cuando faltaba menos de una semana. Habíamos pasado una noche entera decidiendo a quién queríamos invitar al desayuno del domingo y hasta sabíamos dónde y con quién quedaríamos antes del partido Brown-Cornell del sábado.

Los dos me miraron con cautela hasta que Alex por fin habló:

– ¿En serio? ¿De qué se trata?

– Veréis, acabo de recibir una llamada. ¡Me voy dos semanas a París! -Lo dije con la euforia de quien comunica a una pareja estéril que va a tener gemelos.

– ¿Adonde dices que vas? -preguntó Lily, desconcertada y no del todo interesada.

– ¿Por qué? -preguntó simultáneamente Alex con la misma alegría que si le hubiera anunciado que tenía sífilis.

– Emily tiene mononucleosis y Miranda quiere que yo la acompañe a los desfiles. ¿No es fabuloso? -exclamé con una sonrisa.

Era agotador. Me horrorizaba la idea de ir, pero tener que convencer a Alex de que era una gran oportunidad multiplicaba el horror por diez.

– No lo entiendo. ¿Acaso Miranda no va a esos desfiles unas ocho veces al año? -inquirió Alex. Asentí con la cabeza-. Entonces ¿por qué necesita de repente que la acompañes?

Para entonces Lily había desconectado y estaba hojeando un viejo número del New Yorker. Yo había guardado todos los ejemplares de los últimos cinco años.

– Porque en los desfiles de primavera en París organiza una macrofiesta y quiere tener a su lado a una de sus ayudantes estadounidenses. Primero irá a Milán y luego nos reuniremos en París. Para supervisarlo todo, ya sabes.

– Y esa ayudante estadounidense has de ser tú, lo que significa que te perderás la reunión de antiguos alumnos -espetó.

– Bueno, normalmente no ocurre así. Se considera un gran privilegio, por lo que suele ir la primera ayudante, pero, como Emily está enferma, debo sustituirla. Salgo el miércoles, así que no puedo ir a Providence el fin de semana. Lo siento muchísimo.

Me levanté de la silla y me senté a su lado en el sillón, pero Alex se puso rígido.

– Así de sencillo, ¿eh? Por si no lo sabes, ya he pagado la habitación para que no me subieran el precio. Qué importa que yo haya reorganizado toda mi agenda para poder acompañarte ese fin de semana. Dije a mi madre que tenía que buscarse un canguro porque te hacía ilusión ir. Pero qué importa eso, ¿eh? Las obligaciones con Runway son lo primero.

Jamás le había visto tan enfadado en todos los años que llevábamos juntos. Hasta Lily levantó la vista de la revista el tiempo suficiente para disculparse y salir disparada de la habitación antes de que estallara la guerra.

Me acerqué a Alex e intenté acurrucarme en su regazo, pero cruzó las piernas y sacudió una mano.

– En serio, Andrea. -Solo me llamaba así cuando estaba muy irritado-. ¿De verás merece la pena todo esto? Sé franca conmigo. ¿Merece la pena?

– ¿El qué? ¿Que me pierda una reunión de ex alumnos, cuando habrá muchas más, para hacer algo que me exige mi trabajo? ¿Un trabajo que me abrirá puertas que jamás imaginé y mucho antes de lo que esperaba? ¡Sí, merece la pena!

Alex bajó la cabeza y por un momento pensé que estaba llorando, pero cuando volvió a levantarla su cara solo mostraba rabia.

– ¿No crees que preferiría ir contigo a ser la esclava de alguien las veinticuatro horas del día durante dos semanas enteras? -exclamé, olvidando por completo que Lily estaba en casa-. ¿Te has parado a pensar que quizá no quiera ir pero no tenga opción?

– ¿Que no tienes opción? ¡Tienes un montón de opciones! Andy, este empleo ya no es un empleo, por si no lo has notado. ¡Se ha apropiado de tu vida! -gritó él a su vez, y la rojez de su cara se extendió hasta el cuello y las orejas.

Por lo general eso me parecía encantador, incluso sexy, pero esa noche solo quería irme a dormir.

– Alex, escucha, sé que…

– ¡No, escúchame tú a mí! Olvídate de mí por un minuto, aunque no creo que te resulte muy difícil, y olvida que ya no nos vemos debido a todas las horas que pasas en el trabajo y a tus interminables urgencias laborales. ¿Qué me dices de tus padres? ¿Cuándo fue la última vez que los viste? ¿Y tu hermana? ¿Eres consciente de que acaba de tener su primer hijo y todavía no lo conoces? ¿Eso no te hace pensar? -Bajó la voz y se inclinó hacia mí. Creí que iba a disculparse, pero en lugar de eso añadió-: ¿Y qué hay de Lily? ¿Te has percatado de que tu mejor amiga se ha convertido en una alcohólica? -Mi cara debió de ser de puro estupor, porque agregó-: No me digas que no te has dado cuenta, Andy, porque es evidente.

– Claro que bebe. También bebemos tú y yo, y toda la gente que conozco. Lily es estudiante, y eso es lo que hacen los estudiantes, Alex. ¿Qué tiene de raro?

Al decirlo en voz alta me pareció aún más patético y Alex se limitó a menear la cabeza. Permanecimos callados unos minutos, hasta que habló.

– No lo entiendes, Andy. No sé muy bien cómo ha ocurrido, pero tengo la sensación de que ya no te conozco. Creo que necesitamos un descanso.

– ¿Qué? ¿De qué estás hablando? ¿Quieres cortar? -pregunté. Tardé en darme cuenta de que Alex hablaba muy en serio.

Era un hombre tan comprensivo, dulce y atento que había empezado a dar por hecho que siempre estaría a mi lado para escucharme y confortarme después de un duro día, o animarme cuando todos los demás se habían creído con derecho a machacarme. El único problema era que yo no cumplía del todo con mi parte.

– No, no quiero cortar, solo quiero que nos demos un descanso. Creo que nos ayudará a reflexionar sobre lo que está ocurriendo. Es obvio que últimamente tú no estás bien conmigo y yo no puedo decir que sea feliz contigo. Probablemente a los dos nos venga bien dejar de vernos por un tiempo.

– ¿A los dos? ¿Crees que eso nos ayudará? -Quería gritar a esas palabras trilladas, a la idea de que una separación nos uniría de nuevo. Me parecía egoísta que Alex actuara así justo en ese momento cuando me disponía a iniciar lo que esperaba fuera la última fase de mi condena en Runway y el mayor reto de mi vida profesional. La tristeza y la preocupación de unos minutos atrás habían dado paso a la indignación-. Muy bien, démonos un descanso -dije con sarcasmo-. Un descanso me parece un plan estupendo.

Alex me miró, y sus grandes ojos marrones expresaban un dolor y un desconcierto abrumadores. Luego los cerró con fuerza, como si quisiera apartar la imagen de mi cara.

– Está bien, Andy, no contribuiré a aumentar tu evidente desdicha y me iré. Espero que te diviertas en París, en serio. Ya nos llamaremos.

Antes de que me percatara de que todo eso estaba ocurriendo de verdad, ya me había besado en la mejilla, como habría hecho con Lily o con mi madre, y se dirigía a la puerta.

– Alex, ¿no crees que deberíamos hablar? -inquirí procurando mantener la voz serena y preguntándome si de verdad se marcharía.

Me sonrió con tristeza y respondió:

– Por hoy es suficiente, Andy. Deberíamos haber hablado durante los últimos meses, durante el último año, en lugar de haber esperado hasta ahora. Medita sobre todo lo ocurrido, ¿de acuerdo? Te llamaré dentro de dos semanas, cuando hayas vuelto. Y buena suerte en París. Sé que lo harás muy bien. -Abrió la puerta, salió y la cerró lentamente tras de sí.

Entré corriendo en la habitación de Lily para que me dijera que Alex estaba exagerando, que yo debía ir a París porque era lo mejor para mi futuro, que ella no tenía ningún problema con el alcohol, que yo no era una mala hermana por salir del país cuando Jill acababa de tener su primer hijo. La encontré inconsciente sobre la colcha de la cama, totalmente vestida, la copa vacía en la mesita de noche. Su Toshiba portátil descansaba sobre el colchón, abierto a su lado, y me pregunté si habría logrado escribir algo. Miré. ¡Bravo! Había escrito su nombre, la asignatura, el apellido del profesor y el título, seguramente provisional, del artículo: «Las ramificaciones psicológicas de enamorarte de tu lector». Solté una carcajada, pero Lily ni se movió. Así pues, devolví el ordenador a su escritorio, le puse el despertador a las siete y apagué las luces.

Nada más entrar en mi habitación sonó el móvil. Transcurridos los cinco segundos de palpitaciones que sufría cada vez que me llamaban por temor a que fuera Ella, lo abrí a toda prisa convencida de que era Alex. Sabía que no podía dejar las cosas así. Era el mismo niño que no podía dormirse sin que le dieran un beso de buenas noches y le desearan dulces sueños; era imposible que se hubiera marchado tan tranquilo tras proponer que no nos habláramos durante dos semanas.

– Hola, cielo -dije con un suspiro. Ya le echaba de menos, pero me sentía feliz de tenerlo en ese momento al teléfono, en lugar de hablar del asunto cara a cara. Me dolía la cabeza y sentía como si tuviera los hombros pegados a las orejas. Tan solo quería oírle decir que todo había sido un gran error y que me telefonearía al día siguiente-. Me alegro de que hayas llamado.

– ¿Cielo? ¡Vaya, vamos progresando, Andy! A este paso tendré que creerme que me quieres -dijo Christian con una sonrisa que percibí a través del teléfono-. Yo también me alegro de haberte llamado.

– Ah, eres tú.

– He recibido bienvenidas más calurosas. ¿Qué ocurre, Andy? Últimamente me evitas.

– Qué va -mentí-. No ocurre nada, simplemente he tenido un mal día, como de costumbre. ¿Qué tal tú?

Soltó una risa.

– Andy, Andy, Andy, no tienes motivos para estar tan triste. Estás camino de conseguir grandes cosas. Y hablando de eso, llamaba para invitarte a una cena de la Asociación Internacional de Escritores que tendrá lugar mañana por la noche en la James Beard House. Habrá mucha gente interesante y hace tiempo que no te veo. Estrictamente profesional, desde luego.

Después de leer durante años artículos en Cosmopolitan sobre «Cómo saber si está listo para el compromiso», era de esperar que me saltara la alarma. Y saltó, pero decidí no prestarle atención. Había tenido un día duro, así que me concedí el permiso de creer -aunque solo fuera por unos minutos- que tal vez, solo tal vez, Christian era sincero. Al cuerno con todo. Me sentaría bien hablar con un varón imparcial durante unos minutos, aunque se negara a aceptar que estaba cogida. Sabía que no aceptaría la invitación, pero unos minutos de inocente coqueteo por teléfono no hacía daño a nadie.

– ¿De veras? -pregunté tímidamente-. Cuéntamelo todo.

– Voy a enumerarte todas las razones por las que deberías acompañarme, Andy, y la primera es la más simple: porque sé qué te conviene. Punto.

Caramba, qué arrogancia. ¿Por qué lo encontraba tan encantador? Le seguí el juego y en pocos minutos el viaje a París, la inquietante adicción al vodka de Lily y la mirada de tristeza de Alex se desvanecieron en el fondo de mi conversación malsana-y-emocionalmente-peligrosa-pero-muy-sexy-y-divertida con Christian.

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