Capítulo 14

– No puedes aparecer en un taxi -dijo Lily mientras yo me clavaba en el ojo mi nuevo rímel Maybelline Great Lash-. Es una fiesta de etiqueta. Joder, pide un coche. -Tras observarme durante otro minuto, me arrebató la varita y me cerró los párpados.

– Supongo que tienes razón. -Suspiré, todavía negándome a creer que iba a pasar la noche del viernes en el Met embutida en un vestido de gala, dando la bienvenida a nuevos-ricos-pero-todavía-viejos-paletos de Georgia y Carolina del Norte y del Sur, marcando una sonrisa falsa tras otra en mi cara mal maquillada.

La noticia me había dejado con apenas tres horas para encontrar un vestido, comprar maquillaje, arreglarme y reorganizar mis planes para el fin de semana, y en medio de la confusión había olvidado ocuparme del transporte.

Por suerte, trabajar en una de las revistas de moda más importantes del país (un puesto por el que millones de chicas darían un ojo de la cara) tiene sus ventajas, y a las 16.40 ya era la orgullosa prestataria de un impresionante vestido negro hasta los pies de Óscar de la Renta, amablemente facilitado por Jeffy, gurú del ropero y amante de todo lo femenino («Chica, si has de ir de largo, has de ir de Óscar, y no se hable más. Ahora, no seas tímida, quítate esos pantalones y pruébate este vestido para Jeffy.» Empecé a desabrochármelos y Jeffy experimentó un escalofrío. Le pregunté si tan repulsivo encontraba mi cuerpo medio desnudo, y me contestó que claro que no, que lo que encontraba repulsivo eran las marcas de las bragas). Las ayudantes de moda ya habían pedido unos Manolo plateados de mi número y Samantha, de complementos, había seleccionado un bolsito plateado de Judith Leiber con una larga y sonora cadena. Yo había mostrado interés por un bolso de mano de Calvin Klein, pero Samantha soltó un bufido y, sin más, me entregó el de Judith. Stef dudaba entre si debía llevar gargantilla o colgante, y Alison, la nueva redactora de belleza, se hallaba al teléfono con la manicura que hacía visitas a la oficina. «Se reunirá contigo en la sala de conferencias a las 16.45 -me informó AUison-. Vas de negro, ¿verdad? Insiste en Chanel Rojo Rubí. Dile que nos envíe la factura.»

La oficina al completo había trabajado hasta rozar la histeria a fin de que ofreciera un aspecto presentable en la fiesta de esa noche. No porque me adoraran y estuvieran deseando ayudarme, sino porque sabían que Miranda había dado la orden y ansiaban demostrarle su elevado gusto y clase.

Lily terminó su lección de maquillaje benéfica y me pregunté si no estaba ridicula con un vestido hasta los pies de Óscar de la Renta y unos morros Bonne Belle Lipsmackers. Probablemente, pero me había negado a que una maquilladora fuera a mi apartamento. Pese a la insistencia no demasiado sutil de todo el personal de Run-way, me había mantenido firme. Hasta yo tenía mis límites.

Entré en el dormitorio encaramada sobre los diez centímetros de mis Manolo y besé a Alex en la frente. Abrió los ojos, sonrió y se dio la vuelta.

– Estaré aquí sin falta a las once, así podremos salir a cenar o a tomar una copa, ¿de acuerdo? Siento mucho tener que hacer esto, de veras. Si decides salir con los chicos, llámame para que pueda reunirme con vosotros.

Alex había venido directamente de su colegio, como prometió, para que pasáramos la noche juntos y no le había hecho demasiada gracia la noticia de que él sí tendría una noche tranquila en casa pero yo no formaría parte del plan. Lo había encontrado sentado en el balcón de mi dormitorio leyendo un viejo número de Vanity Fair que rondaba por la casa y bebiendo una de las cervezas que Lily guardaba en la nevera para los invitados. Fue después de explicarle que tenía que trabajar cuando caí en la cuenta de que él y Lily no estaban juntos.

– ¿Dónde está? -pregunté-. No tiene clases y sé que no trabaja los viernes hasta pasado el verano.

Alex bebió un trago de Pale Ale y se encogió de hombros.

– Creo que está en casa. Tiene la puerta cerrada y antes vi a un tipo rondando por aquí.

– ¿Un tipo? ¿Podrías ser un poco más explícito? -Me pregunté si habían entrado a robar o si Chico Freudiano había sido finalmente invitado.

– Lo ignoro, pero asusta un poco. Lo tiene todo, tatuajes, piercings, camiseta sin mangas. No me explico dónde lo ha conocido.

Alex tomó otro trago de cerveza con aire indiferente.

Yo tampoco podía explicármelo, sobre todo teniendo en cuenta que había dejado a Lily a las once de la noche anterior en compañía de un hombre muy educado llamado William que no tenía pinta de llevar tatuajes y camisetas sin mangas.

– ¡Alex! ¿Me estás diciendo que hay un criminal paseándose por mi apartamento, criminal que no sabemos si ha sido invitado, y te quedas tan tranquilo? ¡Es increíble! Tenemos que hacer algo -dije, y tras levantarme de la silla me pregunté, como siempre, si el balcón se vendría a bajo por el cambio de peso.

– Andy, tranquilízate, no es ningún criminal. -Pasó una página-. Puede que sea un punkie-grunge, pero no es un criminal.

– Genial, sencillamente genial. Ahora levanta el culo y vayamos a ver qué está ocurriendo. ¿O es que piensas pasarte toda la noche ahí sentado?

Alex seguía sin mirarme y por fin caí en la cuenta de que estaba molesto por lo de esa noche. Lo entendía perfectamente, pero yo estaba igual de molesta por tener que trabajar y no podía hacer nada al respecto.

– ¿Por qué no me llamas si me necesitas?

– Muy bien -bufé, y entré en mi habitación echando pestes-. No te sientas culpable si encuentras mi cuerpo mutilado en el suelo del cuarto de baño. De veras, no será nada…

Me paseé por el apartamento durante un rato buscando pistas sobre la presencia de ese tipo. Lo único fuera de lugar era una botella vacía de Ketel One que descansaba en el fregadero. ¿De veras Lily había conseguido comprar, abrir y beberse una botella entera de vodka después de la medianoche del día anterior? Llamé a su puerta. Nada. Llamé con algo más de insistencia y oí a un tío manifestar el hecho obvio de que alguien estaba llamando a la puerta. Como seguía sin obtener respuesta, giré el pomo.

– Hola, ¿hay alguien ahí? -pregunté procurando no mirar, pero incapaz de aguantarme más de cinco segundos.

Deslicé la mirada por los dos tejanos apilados en el suelo, el sujetador que colgaba de la silla del escritorio y el cenicero repleto de colillas que hacía que la habitación apestara a casa de estudiantes varones, y fui directa a la cama, donde encontré a mi mejor amiga tumbada de costado, completamente desnuda. Un tío de aspecto nauseabundo, con una línea de sudor sobre el labio y la cabeza llena de pelo grasiento, yacía fundido entre las sábanas de Lily; su docena de tortuosos y aterradores tatuajes funcionaba como un camuflaje perfecto contra el edredón verdiazul. Lucía un aro dorado en la ceja, mucho metal brillante en las orejas y dos clavos pequeños en el mentón. Por suerte llevaba puestos unos calzoncillos, pero estaban tan asquerosos y viejos que casi -casi- deseé que no los llevara. Se quitó el cigarrillo de la boca, espiró lentamente y asintió en mi dirección.

– Eh, colega -dijo agitando el cigarrillo-, ¿te importaría cerrar la puerta?

¿Qué? ¿Colega? ¿Era posible que ese tipo sórdido de acento australiano estuviera fumando crack en la cama de mi amiga? ¿O es que siempre actuaba así?

– ¿Estás fumando crack? -le pregunté, envalentonada y harta ya de modales.

Era más bajo que yo y no debía de pesar más de 55 kilos. En mi opinión, lo peor que podía hacerme era tocarme. Me estremecí al pensar en las numerosas formas en que con toda probabilidad había tocado a Lily, que seguía durmiendo profundamente bajo su sombra protectora.

– ¿Quién coño crees que eres? Esta es mi casa y te quiero fuera de ella. ¡Ya! -añadí, mi coraje alimentado por la falta de tiempo: disponía exactamente de una hora para acicalarme para la noche más estresante de mi carrera profesional, y vérmelas con ese tío esperpéntico no había entrado en mis planes.

– Tranqui, tiiiti. -Espiró y volvió a inspirar-. No parece que tu amiga quiera que me vaya…

– ¡Lo querría si estuviera consciente, mamón! -vociferé, horrorizada ante la idea de que Lily se hubiera enrollado con ese sujeto-. Te aseguro que hablo por las dos cuando digo: ¡Largo de mi apartamento!

Noté una mano en el hombro y al volverme vi a Alex, que analizaba la situación con semblante grave.

– Andy, ¿por qué no vas a la ducha y me dejas esto a mí?

Aunque no podía decirse que fuera un tipo corpulento, parecía un luchador al lado del cerdo demacrado que en ese momento frotaba su metal facial contra la espalda desnuda de mi mejor amiga.

– Lo. Quiero -pronuncié lentamente para que no hubiera malentendidos- Fuera. De. Mi. Casa.

– Lo sé, y creo que ya se iba, ¿verdad, amigo? -dijo Alex con el tono que utilizaría con un perro de aspecto rabioso al que no quisiera enojar.

– Ningún problema, tiiiti. Solo me estaba divirtiendo un poco con Lily, eso es todo. Anoche se me tiró encima en Au Bair, pregúntaselo a los demás. Me suplicó que viniera a su casa.

– No lo dudo -repuso Alex con suavidad-. Es una chica muy simpática cuando quiere, pero a veces se emborracha demasiado para saber qué está haciendo. Por lo tanto, como amigo suyo que soy, debo pedirte que te vayas.

El tipo aplastó el cigarrillo y levantó burlonamente las manos para indicar que se rendía.

– Ningún problema, tío, ya me voy -trinó después de examinar a Alex y darse cuenta de que tenía que estirar el cuello para mirarle a la cara-. Me visto y me largo.

Recogió los tejanos del suelo y encontró su camiseta raída debajo del cuerpo todavía destapado de Lily, que se movió cuando el tipo tiró de la camiseta y, unos segundos después, abrió los ojos.

– ¡Tápala! -le ordenó bruscamente Alex, que ahora disfrutaba de su papel de hombre intimidador.

Sin decir una palabra Chico Esperpéntico extendió la sábana sobre el cuerpo de Lily y apenas dejó al descubierto una maraña de rizos negros.

– ¿Qué ocurre? -croó Lily al tiempo que se esforzaba por mantener los ojos abiertos.

Se volvió y vio que yo estaba en la puerta, temblando de furia, que Alex exhibía una pose viril y que Chico Esperpéntico intentaba atarse sus Diadoras azules y amarillas para largarse antes de que la cosa se pusiera más fea. Demasiado tarde. Su mirada se había detenido en él.

– ¿Quién eres? -preguntó irguiéndose de golpe, sin darse cuenta de que estaba completamente desnuda.

Alex y yo nos volvimos de manera instintiva mientras Lily recuperaba la sábana con cara de espanto, pero Chico Esperpéntico sonrió con lascivia y le miró ávidamente los pechos.

– Nena, ¿no me dirás que no te acuerdas de mí? -preguntó con un acento australiano cada vez menos adorable-. Te aseguro que anoche sí sabías quién era.

Se acercó e hizo ademán de sentarse en la cama, pero Alex le agarró del brazo y tiró de él hacia arriba.

– Lárgate o tendré que sacarte yo -ordenó con dureza, guapísimo y muy satisfecho de sí mismo.

Chico Esperpéntico levantó las manos y chasqueó la lengua.

– Ya me largo. Llámame algún día, Lily. Anoche estuviste genial. -Salió con paso presuroso seguido de Alex-. Tío, menuda fiera -le oí decir antes de que la puerta principal se cerrara, pero Lily no pareció oírlo.

Se había puesto una camiseta y había logrado levantarse de la cama.

– Lily, ¿quién demonios era ese? En mi vida he visto un capullo semejante, y encima tan repulsivo.

Meneó lentamente la cabeza, como si estuviera esforzándose por recordar en qué momento había entrado en su vida.

– Repulsivo. Tienes razón, es totalmente repulsivo y no tengo ni idea de qué ha pasado. Recuerdo que anoche te fuiste mientras hablaba con un tío muy simpático, todo trajeado. Estábamos bebiendo chupitos de Jaeger, ignoro por qué, y no recuerdo más.

– Lily, imagina lo borracha que debías de estar no solo para aceptar acostarte con alguien así, sino para traerlo a nuestro piso.

En mi opinión estaba señalando algo evidente, pero sus ojos se abrieron de par en par.

– ¿Insinúas que me enrollé con él? -preguntó, negándose a reconocer lo que era obvio.

Las palabras que Alex había pronunciado unos meses antes volvieron a mí: Lily bebía más de la cuenta. Faltaba a muchas clases, la habían arrestado y ahora había llevado a casa al mutante más asqueroso que había visto en mi vida. También recordé el mensaje que uno de sus profesores había dejado en nuestro contestador después de los exámenes finales; por lo visto, aunque el trabajo final de Lily era brillante, se había saltado demasiadas clases y había entregado las cosas demasiado tarde para que pudiera darle el sobresaliente que merecía. Decidí tantearla.

– Lil, cariño, creo que el problema no es ese tipo. Creo que el problema es la bebida.

Se estaba cepillando el pelo, y solo entonces caí en la cuenta de que eran las seis de la tarde de un viernes y acababa de levantarse. Como no se defendía, seguí hablando.

– No tengo nada contra la bebida -añadí, procurando mantener una conversación relativamente serena-. De veras, no estoy contra la bebida, pero quizá últimamente te estés excediendo un poco. ¿Va todo bien en la universidad?

Abrió la boca para decir algo; pero en ese momento Alex asomó la cabeza y me pasó el móvil.

– Es ella -anunció, y se marchó.

¡Arggghhh! Esa mujer tenía el don de amargarme la vida.

– Lo siento -dije a Lily mientras la pantallita aullaba MP una y otra vez-. Generalmente solo tarda un segundo en humillarme, así que aguarda.

Lily dejó el cepillo y me observó.

– Desp… -Otra vez había estado a punto de contestar como si fuera el teléfono de Miranda-. Soy Andrea -rectifiqué preparándome para el ataque.

– Andrea, sabes que te espero a las seis y media, ¿verdad? -ladró Miranda sin saludarme ni identificarse.

– Dijiste a las siete. Todavía tengo que…

– Dije a las seis y media antes y lo digo ahora. Seeeis y mee-dia. ¿Entendido?

Clic. Había colgado. Miré mi reloj: 18.05. Estaba en un apuro.

– Me quiere allí dentro de veinticinco minutos -anuncié-. Debo asistir a una fiesta de gala.

Lily pareció aliviada por la distracción.

– Será mejor que pongamos manos a la obra.

– Estábamos en medio de una conversación importante. ¿Qué ibas a decirme antes?

Mis palabras eran sinceras, pero ambas sabíamos que mi mente se hallaba a miles de kilómetros de distancia. Ya había decidido que no tenía tiempo de ducharme, pues solo disponía de quince minutos para vestirme y subir a un coche.

– En serio, Andy, tienes que arreglarte. Ya hablaremos luego.

Una vez más me vi obligada a actuar a toda prisa y con el corazón acelerado para meterme en el vestido, pasarme un cepillo por el pelo y tratar de relacionar los nombres con las fotos de los invitados que Emily me había entregado. Lily contemplaba la escena con cierto regocijo, pero yo sabía que le preocupaba lo sucedido con Chico Esperpéntico y lamenté terriblemente no poder quedarme con ella para hablar. Alex estaba al teléfono con su hermano pequeño, intentando convencerle de que era demasiado joven para ir al cine a las nueve de la noche y que su madre no era cruel por prohibírselo.

Le di un beso en la mejilla mientras él me silbaba y me informaba de que cenaría con unos amigos pero que le llamara si quería quedar después, y corrí tanto como me lo permitían los tacones de aguja hasta la sala, donde encontré a Lily sosteniendo una preciosa tela de seda negra. La miré sin comprender.

– Un chal para tu gran noche -dijo sacudiéndolo como si fuera una sábana-. Quiero que mi Andy vaya tan elegante como esos paletos millonarios de Carolina a los que tendrá que atender como una vulgar camarera. Mi abuela me lo regaló hace muchos años para la boda de Eric. No sé si me gusta o me repele, pero es elegante y de Chanel.

La abracé.

– Prométeme que si Miranda me mata por decir algo inapropiado quemarás este vestido y me enterrarás con mis pantalones de chándal Brown. ¡Prométemelo!

– Estás fantástica, Andy, de veras. Jamás pensé que te vería en un vestido de Osear para ir a una fiesta de Miranda Priestly. Estás deslumbrante. Ahora, vete. -Me tendió el bolso odiosamente brillante de Judith Leiber y me sostuvo la puerta mientras salía al rellano-. ¡Diviértete!

El coche me esperaba frente a la portería y John, que iba camino de convertirse en un pervertido de primer orden, silbó cuando el chófer me abrió la portezuela.

– Déjalos sin habla, bombón -dijo con un guiño exagerado-. Hasta luego.

John ignoraba por completo mi destino, claro, pero me tranquilizó que diera por hecho que iba a volver. Quizá no lo pasaría tan mal, me dije mientras entraba en el Town Car. En ese momento, el vestido se me subió hasta las rodillas y mis pantorrillas tocaron el cuero helado, erizándome el vello recién afeitado. O quizá lo pasaría tan mal como esperaba.


El chófer se apeó y corrió a abrirme la portezuela, pero yo ya me hallaba de pie en la acera. Solo había estado en el Met en una ocasión, durante una visita de un día a Nueva York con mamá y Jill. No recordaba las exposiciones que vimos, solo el daño que me hacían los zapatos nuevos, pero sí me acordaba de la interminable escalinata blanca y la sensación de que podía pasarme la vida subiéndola.

Se hallaba donde la recordaba, pero parecía diferente a la luz del crepúsculo. Todavía acostumbrada a los días cortos y tristes de invierno, se me hacía extraño que el cielo apenas hubiera empezado a apagarse a las seis y media. Esa noche, la escalinata tenía un aspecto ciertamente regio, era más hermosa que la Escalera Española, los escalones de la biblioteca de Columbia, e incluso que la impresionante escalinata del edificio del Capitolio. Fue al alcanzar el décimo peldaño cuando empecé a detestarla. ¿Qué sádico cruel haría que una mujer con un vestido de noche ceñido hasta los pies y tacones de aguja subiera por semejante colina infernal? Como no podía odiar al arquitecto ni a la persona que le había encargado el proyecto, no tuve más remedio que odiar a Miranda, a quien podía culpar directa o indirectamente de todas mis desgracias.

La cima se me aparecía inalcanzable y me remonté a las clases de spinning que había tomado cuando aún tenía tiempo de ir al gimnasio. En dichas clases una instructora nazi subía a su bicicleta y ladraba órdenes con entonación militar: «¡Bombea, bombea! ¡Respira, respira! Adelante, adelante con esa colina. Ya casi habéis llegado, no os desaniméis ahora. ¡Subid como si en ello os fuera la vida!».

Cerré los ojos e imaginé que pedaleaba con el viento azotándome el cabello, que atropellaba a la instructora y seguía subiendo, subiendo. Cualquier cosa con tal de olvidar el dolor feroz que me atacaba desde el meñique hasta el talón. Diez escalones más, eso era todo, solo diez escalones más. Dios mío, ¿era sangre esa humedad que notaba en los zapatos? ¿Tendría que presentarme ante Miranda con un vestido de Óscar sudado y sangrando por los pies? Por favor, por favor, dime que ya casi he llegado… ¡Ya! ¡Por fin! Mi sensación de triunfo no fue menor que la de un velocista profesional que acabara de ganar su primera medalla de oro. Respiré hondo, apreté los dedos para luchar contra la necesidad del cigarrillo de la victoria y me retoqué los labios. Había llegado el momento de comportarse como una dama.

El vigilante me abrió la puerta, se inclinó y sonrió. Probablemente pensaba que era una invitada.

– Hola, señorita, usted debe de ser Andrea. Ilana ha dicho que la espere ahí sentada, que enseguida estará con usted. -Habló discretamente a un micrófono prendido de una manga y asintió al recibir una respuesta-. Sí, justo ahí, señorita. Ilana enseguida estará con usted.

Contemplé el enorme vestíbulo, mas no me apetecía pasar por la incomodidad de ajustarme todo el vestido para poder sentarme. Además, ¿cuándo tendría otra oportunidad de estar en el Metropolitan Museum of Art después de la hora de cierre, aparentemente sin otra persona salvo yo? Las taquillas estaban vacías y las galerías de la planta baja a oscuras, pero el olor a historia, a cultura, inspiraba mucho respeto. Reinaba un silencio ensordecedor.

Después de quince minutos de contemplación, cuidando de no alejarme demasiado del aspirante a agente secreto, una chica de aspecto corriente con un vestido azul marino cruzó el amplio vestíbulo. Me sorprendió que una persona con un empleo tan glamouroso (trabajaba en la oficina de eventos especiales del museo) vistiera con tanta sencillez, y de repente me sentí ridicula, como una muchacha de provincias acicalada para una fiesta de etiqueta en la gran ciudad, justamente lo que era. Ilana daba la impresión de que no se hubiese molestado en cambiarse, y más tarde supe que no lo había hecho. «¿Por qué iba a molestarme? -había dicho entre risas-. Esta gente no ha venido a mirarme a mí.»

Llevaba el cabello moreno limpio y liso, pero le faltaba elegancia, y sus zapatos marrones estaban pasados de moda. Sus ojos eran brillantes y amables, y enseguida supe que me caería bien.

– Tú debes de ser Ilana -dije, e intuí que, por mi posición, esperaba que yo tomara el mando de la situación-. Yo soy Andrea, ayudante de Miranda, y estoy aquí para echar una mano en lo que haga falta.

Me miró con tal alivio que al instante me pregunté qué le había dicho Miranda. Las posibilidades eran infinitas, pero supuse que algo relacionado con su vestimenta a lo Lady's Home Journal. Me estremecí al imaginar los comentarios crueles que había dirigido a esa dulce chica y recé para que no se echara a llorar, pero en lugar de eso se volvió hacia mí con sus ojos grandes e inocentes y declaró sin bajar la voz:

– Tu jefa es una hija de puta de primer orden.

La miré atónita por un instante.

– ¿Verdad que sí? -dije, y rompimos a reír-. ¿Qué deseas que haga? Miranda no tardará ni diez segundos en intuir que he llegado, así que he de fingir que estoy ocupada.

– Te enseñaré la mesa -anunció Ilana mientras me conducía por un pasillo oscuro hasta la exposición de Egipto-. Es una pasada.

Llegamos a una galería menor, quizá del tamaño de una pista de tenis, con una mesa rectangular dispuesta en el centro para veinticuatro comensales. Robert Isabell merecía la pena, me dije. Era el organizador de fiestas de Nueva York por antonomasia, el único en cuyo gusto se podía confiar y que prestaba una atención asombrosa a los detalles: modernidad y elegancia, lujo sin ostentación, exclusividad sin exageración. Miranda había insistido en que Robert se encargara de todo («Siempre está irritado y puede ser muy perverso, pero es el mejor»), si bien yo solo había visto su trabajo en la fiesta de cumpleaños de Cassidy y Caroline. Sabía que podía convertir la sala de estilo colonial de Miranda en un elegante club para niñas (con barra para refrescos servidos en copas de martini, naturalmente, bancos de ante y una pista de baile bajo una gran tienda marroquí en una terraza con calefacción), pero esto era realmente espectacular.

Todo era blanco. Blanco pálido, blanco liso, blanco chillón, blanco con relieve, blanco luminoso. De la mesa brotaban ramilletes de peonías blancas deliciosamente exuberantes pero lo bastante bajas para que la gente pudiera hablar por encima de ellas. La vajilla, de porcelana de color blanco hueso (con un dibujo de cuadros blancos), descansaba sobre un impecable mantel de hilo blanco, y las sillas de roble estaban forradas de un exquisito ante blanco (¡peligro!), todo ello sobre una lujosa alfombra blanca especialmente dispuesta para la ocasión. Velas blancas sobre candelabros de porcelana blanca proyectaban una suave luz blanca que hacía resaltar las peonías, sin achicharrarlas, y proporcionaba una iluminación tenue alrededor de la mesa. El único toque de color lo brindaban los elaborados lienzos de las paredes con sus sorprendentes azules, verdes y dorados, que representaban la vida del antiguo Egipto. El blanco de la mesa contrastaba deliberadamente con los inestimables cuadros.

Cuando miré en derredor para absorber el exquisito contraste («¡Este Robert es un genio!»), una vibrante silueta roja me llamó la atención. En un rincón, tiesa como un palo debajo de un cuadro, estaba Miranda, ataviada con el vestido de cuentas de Chanel encargado, confeccionado, retocado y limpiado en seco exclusivamente para esa noche. Aunque habría sido una exageración decir que valía la pena cada centavo gastado (pues dichos centavos sumaban muchos miles de dólares), había que reconocer que cortaba la respiración. Miranda era, en sí misma, un objet d'art. Con su mentón elevado y sus músculos perfectamente tonificados parecía un relieve neoclásico vestido de Chanel. Miranda no era hermosa -tenía los ojos demasiado redondos, el cabello demasiado severo y una expresión demasiado dura-, pero resultaba impresionante de una forma que no alcanzaba a explicar y, por mucho que intentara actuar con indiferencia y fingir que estaba admirando la sala, no podía apartar la vista de ella.

Como siempre, su voz me sacó de mi ensimismamiento.

– An-dre-aaa, espero que te sepas los nombres y las caras de nuestros invitados. Supongo que habrás estudiado las fotografías. Confío en que no nos humilles esta noche por no saludarles por su nombre -dijo a nadie en particular.

La mención de mi nombre fue lo único que me indicó que sus palabras iban dirigidas a mí.

– Me los sé -afirmé, reprimiendo el instinto de saludar y consciente de que seguía mirándola fijamente-, pero me tomaré unos minutos para repasarlos.

Miranda me miró como diciendo: «Más te vale, idiota», tras lo cual me obligué a desviar la mirada y abandonar la galería. Ilana me siguió.

– ¿De qué habla? -susurró-. ¿Fotos de invitados? ¿Está loca?

Abrumadas por la necesidad de ocultarnos, nos sentamos en un banco de madera de un pasillo oscuro.

– Ah, eso. Bueno, en otras circunstancias me habría pasado la semana buscando fotos de los invitados de esta noche para memorizar su cara y poder recibirles por su nombre -expliqué a Ilana, que me miraba horrorizada-. Pero como Miranda no me ha dicho hasta hoy que tenía que venir, solo he tenido unos minutos en el coche para memorizarlas. ¿Qué? -pregunté-. ¿Te parece extraño? Pues todo es así con las fiestas de Miranda.

– Pensaba que esta noche no vendría nadie famoso -observó, pues estaba al tanto de las otras fiestas que había celebrado Miranda en el Met.

Como hacía importantes donaciones, solían otorgarle el privilegio especial de alquilar el Metropolitan Museum of Art para fiestas y cócteles privados. El señor Tomlinson solo tuvo que pedírselo una vez y Miranda enseguida puso manos a la obra para que la fiesta de su cuñado fuera la mejor de las celebradas hasta la fecha en el Met. Había supuesto que a los ricos del sur y sus esposas trofeo les impresionaría cenar una noche en el Met. Y tenía razón.

– No habrá nadie a quien nosotras conozcamos, solo un montón de millonarios con casas por debajo de la línea Mason-Dixon. Normalmente, cuando tengo que memorizar la cara de los invitados, las busco en la red o en WWD. Es fácil dar con una foto de la reina Noor, Michael Bloomberg o Yohji Yamamoto, pero intenta encontrar al señor y la señora Packard de algún barrio residencial de San Francisco y verás que no es tan fácil. La otra ayudante de Miranda se puso a buscar a toda esa gente mientras el resto del personal me ponía a punto. Al final encontró a casi todos los invitados en las páginas de sociedad de sus periódicos locales y en las páginas web de sus empresas, pero fue un palo.

Ilana seguía mirándome con estupefacción.

Yo me daba cuenta de que hablaba como un robot, pero no podía parar. Su estupor solo me hizo sentir aún peor.

– Solamente me falta por identificar a una pareja, así que la reconoceré por descarte -dije.

– Caray, no entiendo cómo lo aguantas. Yo estoy molesta por tener que pasarme aquí la noche de un viernes, pero no me imagino haciendo tu trabajo. ¿Cómo lo soportas? ¿Por qué permites que te hablen y traten de ese modo?

Tardé un momento en comprender que la pregunta me pillaba desprevenida; hasta ese instante nadie había hecho ningún comentario negativo sobre mi trabajo. Siempre había pensado que yo era la única -de los millones de chicas que «darían un ojo de la cara por mi empleo»- que veía algo mínimamente preocupante en mi situación. Me horrorizó más el estupor de la cara de Ilana que las infinitas ridiculeces que veía cada día en la oficina. La forma en que Ilana me miraba, con verdadera compasión, accionó algo dentro de mí e hice lo que no había hecho en todos esos meses de trabajo en condiciones infrahumanas para una jefa inhumana, lo que siempre conseguía aplazar para un momento más adecuado. Rompí a llorar.

Ilana estaba más atónita que nunca.

– ¡Oh, cariño, ven aquí! ¡Lo siento mucho! No era mi intención hacerte llorar. Eres una santa por soportar a esa bruja, ¿me oyes? Ven conmigo. -Me cogió de la mano y me condujo por otro pasillo oscuro hasta un despacho-. Ahora siéntate y olvídate de la cara de toda esa gente.

Sorbí por la nariz y empecé a sentirme como una estúpida.

– Y no te cohibas, ¿me oyes? Tengo la sensación de que llevas mucho, mucho tiempo guardándote eso y una buena llorera es necesaria de vez en cuando.

Se puso a buscar algo en la mesa mientras yo me quitaba el rímel de las mejillas.

– Mira esto -dijo con satisfacción-. Lo destruiré después de que lo hayas visto, y si alguna vez se lo cuentas a alguien te destrozaré la vida. Pero tienes que verlo, es formidable.

Me tendió un sobre amarillo sellado con una pegatina que rezaba «Confidencial» y sonrió. Arranqué la pegatina y extraje una carpeta verde. Dentro había una foto -en realidad, una fotocopia en color- de Miranda estirada sobre un banco de un restaurante. Inmediatamente reconocí la foto que había hecho un fotógrafo famoso durante una fiesta de cumpleaños de Donna Karan en Pastis. Había aparecido en las páginas de la revista New York. Miranda lucía su característica trinchera de piel de serpiente marrón y blanca, la que yo siempre pensaba que le daba aspecto de serpiente.

Por lo visto no era la única, porque en esa versión alguien había pegado hábilmente sobre las piernas el recorte del cascabel de una serpiente. El efecto era una transformación fabulosa de Miranda en Serpiente, que aparecía con el codo apoyado sobre el banco, la palma de la mano en el mentón y el cuerpo estirado a lo largo del cuero con el cascabel en forma de medio círculo colgando del borde del asiento. Era perfecta.

– ¿No te parece genial? -preguntó Ilana inclinándose sobre mi hombro-. Linda entró una tarde en mi despacho con ella. Se había pasado todo un día al teléfono con Miranda seleccionando la galería para una cena. Linda, como es lógico, insistía en una galería porque es, con mucho, la más bonita, pero Miranda ordenó que se celebrara en la galería de Egipto situada al lado de la tienda de regalos. Discutieron hasta que al final Linda, tras varios días de negociaciones, obtuvo permiso del consejo para organizarla en la otra galería y llamó toda ilusionada a Miranda a fin de darle la buena noticia. Adivina qué ocurrió entonces.

– Miranda cambió de parecer, naturalmente -dije con voz queda, percibiendo su irritación-. Decidió hacer exactamente lo que Linda había propuesto desde el principio, pero solo después de asegurarse de que todo el mundo había pasado por el aro.

– Exacto. Pues bien, eso me indignó. Jamás había visto el museo puesto patas arriba por nadie. Caray, si ni siquiera dejarían celebrar aquí una cena para el Departamento de Estado aunque lo pidiera el mismísimo presidente de Estados Unidos. Y para colmo tu jefa se cree que puede presentarse aquí y dar órdenes a todo el mundo, convirtiendo nuestra vida en un infierno interminable. En fin, el caso es que confeccioné este pequeño retrato como reconstituyente para Linda. ¿Y sabes lo que hizo con él? Reducirlo en la fotocopiadora para poder llevarlo en el billetero. Pensé que te gustaría verlo, aunque solo sea para recordarte que no estás sola. Eres la peor parada, de eso no hay duda, pero no estás sola.

Devolví la foto al sobre y se lo tendí.

– Eres estupenda -dije acariciándole el hombro-. Te lo agradezco de veras. Si te prometo que nunca contaré a nadie de dónde lo he sacado, ¿me lo enviarías por correo? No me cabe en el bolso Leiber, pero daría cualquier cosa porque me lo enviaras a casa. Te lo ruego.

Ilana sonrió y me indicó que escribiera mi dirección. Nos levantamos y regresamos (yo cojeando) al vestíbulo. Iban a dar las siete y los invitados llegarían en cualquier momento. Miranda y MUSYC estaban hablando con el hermano de este, el invitado de honor y novio, que parecía que hubiera jugado a fútbol, lacrosse y rugby en un instituto del Sur, siempre rodeado de dulces rubias. La dulce rubia de veintiséis años que iba a convertirse en su esposa estaba a su lado mirándole con adoración. Sostenía una copa y se reía ahogadamente de los chistes de su prometido.

Miranda estaba agarrada al brazo de MUSYC con la más falsa de las sonrisas emplastada en la cara. No necesitaba oír la conversación para saber que se limitaba a responder en los momentos oportunos. La cortesía no era su fuerte, pues no toleraba las charlas banales, pero yo sabía que esa noche su comportamiento sería impecable. Había llegado a la conclusión de que sus «amigos» se dividían en dos categorías. En primer lugar estaban aquellos a quienes veía como «superiores» a ella y a los que debía impresionar. La lista era corta e incluía a gente como Irv Ravitz, Óscar de la Renta, Hillary Clinton y todas las estrellas de cine de primer orden. Luego estaban los «inferiores» a ella, aquellas personas a quienes debía rebajar y tratar con condescendencia para que no olvidaran su lugar, y ese grupo lo formaba, básicamente, el resto: todo el personal de Runway, todos los miembros de su familia, todos los padres de los amigos de sus hijas -a menos que, casualmente, pertenecieran a la primera categoría-, casi todos los diseñadores y directores de revistas, y cada uno de los individuos del sector de servicios, tanto en el país como en el extranjero. Yo siempre disfrutaba de las raras ocasiones en que conseguía ver cómo Miranda trataba de impresionar a otros, sobre todo porque la simpatía no era en ella un don natural.

Intuí la llegada de los primeros invitados antes de divisarlos. La tensión en la sala era palpable. Recordando los retratos, me acerqué a la pareja que acababa de entrar y me ofrecí a recoger la estola de pieles de ella.

– Señor y señora Wilkinson, muchas gracias por acompañarnos esta noche. Por favor, yo me encargo de su estola. Ilana les conducirá hasta el atrio donde se están sirviendo los cócteles.

Confiaba en estar disimulando mi pasmo, porque el espectáculo era ciertamente escandaloso. Había visto a mujeres vestidas de fulanas, a hombres vestidos de mujeres y a modelos sin atuendo alguno en las fiestas de Miranda, pero jamás había visto a nadie con semejante pinta. Sabía que no acudiría gente chic de Nueva York y había esperado que los invitados parecieran salidos de Dallas. En lugar de eso me encontré con una versión más engalanada del reparto de la película Defensa.

El hermano del señor Tomlinson, con su pelo plateado y su aspecto distinguido, había cometido el terrible error de ponerse frac -para colmo, a finales de abril-, el cual acompañaba con un pañuelo escocés y un bastón. Su prometida lucía una pesadilla de tafetán verde esmeralda que giraba, se hinchaba, se apelotonaba y hacía que su enorme busto de silicona sobresaliera por el escote del vestido amenazando con asfixiarla. De sus orejas colgaban brillantes del tamaño de tazones y uno aún mayor refulgía en su mano izquierda. Llevaba el pelo blanco oxigenado, y también los dientes, y unos tacones tan altos y finos que caminaba como si hubiera corrido en la Liga Nacional de Fútbol durante los últimos doce años.

– Queridos, estoy encantada de que hayáis podido acompañarnos en nuestra fiestecita. A la gente le encantan las fiestas, ¿no es cierto? -trinó Miranda con voz de falsete.

La señora Wilkinson parecía a punto de desmayarse. ¡Ahí mismo, ante sus ojos, estaba la grande y única Miranda Priestly! Su entusiasmo nos incomodó a todos, y los invitados se dirigieron al atrio encabezados por Miranda.

El resto de la velada transcurrió más o menos como su inicio. Reconocí los nombres de todos los invitados y conseguí no decir nada demasiado humillante. El desfile de esmoqúines blancos, gasas, peinados llamativos, joyas aún más llamativas y mujeres casi adolescentes dejó de divertirme a medida que pasaban las horas, pero nunca me cansé de mirar a Miranda. Era la verdadera dama y la envidia de todas las mujeres que había esa noche en el museo. Aunque sabían que ni todo el dinero del mundo podría comprarles su clase y elegancia, nunca dejaban de ambicionarlo.

Sonreí a gusto cuando Miranda me despachó a media cena, naturalmente sin un gracias ni un buenas noches. («An-dre-aaa, ya no vamos a necesitarte. Puedes irte.») Busqué a Ilana, pero ya se había marchado. El coche solo tardó diez minutos en llegar -había considerado la posibilidad de ir en metro, pero no estaba segura de que Óscar o mis pies pudieran superar la prueba- y me hundí, exhausta pero tranquila, en el asiento trasero.

Cuando me dirigía al ascensor, John introdujo una mano debajo de su mesa y sacó un sobre amarillo.

– Han traído esto hace unos minutos. Pone «Urgente».

Le di las gracias y me senté en un rincón del vestíbulo preguntándome quién podía haberme enviado un sobre a las diez de la noche de un viernes. Lo abrí y encontré una nota:


Querida Andrea:

Ha sido un placer conocerte esta noche. ¿Crees que podríamos vernos la semana que viene para comer sushi o lo que sea? Te he dejado esto camino de mi casa. Pensé que te iría bien el reconstituyente después de la noche que hemos tenido. Disfrútalo.

Un abrazo,

Ilana


Dentro estaba la foto de Miranda la Serpiente, pero Ilana la había aumentado a 25 x 30. La contemplé con detenimiento mientras me hacía un masaje en los pies, que por fin había liberado de los Manolo, y observé los ojos de Miranda. Parecía imponente, mala y exactamente la hija de puta que veía cada día. Sin embargo, esa noche también parecía triste y muy sola. Añadir esa foto a mi nevera y reírme de ella con Lily y Alex no aliviaría mi dolor de pies ni me devolvería mi noche del viernes. La rompí y subí a casa.

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