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Sam estaba matando el tiempo en una cafetería vacía con el libro de jugadas de los Panthers, una gruesa carpeta con miles de equis y de circulitos, un centenar de jugadas de ataque y unos cuantos esquemas defensivos. Por gruesa que fuera, ni siquiera se acercaba a las que utilizaban los equipos universitarios, las cuales a su vez apenas eran una nota interna comparadas con los tochos que se utilizaban en la NFL. Y aun así le sobraban páginas, según los italianos. A menudo, en medio del aburrimiento de una larga sesión ante la pizarra se oía mascullar que no era de extrañar que el fútbol europeo tuviera tanto éxito en el resto del mundo. Era fácil de aprender, jugar y comprender.

Pues esto es solo lo básico, siempre tenía la tentación de avisarles Sam.

Rick llegó puntualmente a las once y media y la cafetería seguía vacía. Solo a un par de estadounidenses se les ocurriría pedir que les sirvieran la comida a aquellas horas intempestivas, aunque la comida en sí consistiera únicamente en ensalada y agua.

Rick se había duchado, afeitado y tenía un aspecto mucho menos sospechoso. Le relató la historia de la visita del detective Romo, de su «no arresto» y del encuentro con el juez Franco con gran animación. Sam le escuchó con suma atención y le aseguró que era el primer estadounidense que había recibido una bienvenida como aquella por parte de Franco. Sam había visto el vídeo. Sí, Franco era tan lento en la vida real como en la pantalla, pero era un bloqueador muy duro capaz de abrirse camino a través de un muro de piedra o, al menos, de intentarlo con todas sus fuerzas.

Sam le explicó que, hasta donde llegaba su escaso conocimiento, los jueces italianos eran diferentes de sus colegas estadounidenses. Franco tenía amplia autoridad para iniciar investigaciones y procedimientos, y también presidía juicios. Tras un resumen de treinta segundos sobre el sistema judicial italiano, Sam había agotado lo que sabía sobre el tema, por lo que retomaron el del fútbol americano.

Le dieron vueltas a k lechuga y juguetearon con los tomates, ninguno de los dos tenía demasiada hambre. Al cabo de una hora, se fueron dando un paseo a encargarse de varios asuntos. Lo primero era abrir una cuenta. Sam escogió su propio banco, básicamente porque había un subdirector que chapurreaba inglés y podría solucionarle los problemas que pudieran surgir. Sam insistió en que Rick lo hiciera él mismo y solo le echó una mano cuando las cosas parecieron llegar a un punto muerto. Tardaron una hora, tras la que Rick se sintió frustrado y bastante cohibido. Sam no estaría siempre a su lado para hacerle de traductor.

Después de dar una pequeña vuelta por el barrio de Rick y el centro de Parma, encontraron una pequeña tienda de comestibles que exponía la fruta y la verdura en la acera. Sam le explicó que los italianos preferían comprar fruta fresca a diario en vez de apilar y almacenar alimentos en latas y botellas. El carnicero estaba junto a la pescadería y cada dos pasos había una panadería.

– El concepto de gran supermercado aquí no se estila tanto -dijo Sam-. Las amas de casa planifícala el día según lo que toque comprar.

Rick lo seguía de buen grado, más o menos entretenido con lo que iba viendo aunque muy poco interesado en la idea de tener que cocinar. ¿Para qué preocuparse? Había muchos sitios a los que podía ir a comer. La vinatería y la quesería apenas llamaron su atención, al menos hasta que Rick vio a una jovencita bastante atractiva apilando botellas de vino tinto. Sam le señaló un par de tiendas de ropa de caballero y una vez más dejó caer algún que otro comentario mordaz sobre lo de desechar el uniforme de Florida y adecuar el vestuario a la moda del lugar. También encontraron una tintorería, un bar donde servían un capuchino delicioso, una librería donde solo había libros italianos y una pizzería con el menú en cuatro idiomas.

Luego llegó el momento del coche. En alguna parte del pequeño imperio del signor Bruncardo había quedado Ubre un pequeño coche italiano bastante usado, aunque limpio y reluciente, que durante los siguientes cinco meses pertenecería al quarterback. Rick lo rodeó y lo estudió con detenimiento sin abrir la boca, aunque no pudo evitar pensar que al menos habrían cabido cuatro como aquel en el todoterreno que conducía hasta hacía tres días.

Se encajonó en el asiento del conductor e inspeccionó el salpicadero.

– Está bien -dijo al fin, dirigiéndose a Sam, quien estaba a unos pasos de él, en la acera.

Tocó el cambio de marchas y descubrió que no era rígido y que se movía, demasiado. A continuación, tocó algo con el pie izquierdo que no era el pedal del freno. ¿Un embrague?

– Es manual, ¿no? -dijo.

– Aquí todos los coches son manuales. No es ningún problema, ¿no?

– No, no, claro que no.

No recordaba la última vez que su pie izquierdo había pisado un embrague. Un amigo del instituto tenía un coche con cambio de marchas y Rick había practicado con él un par de veces, aunque de eso hacía unos diez años. Salió rápidamente del vehículo, cerró la puerta de golpe y estuvo tentado de preguntar si no tenían ninguno automático. Pero no lo hizo. No podía parecer preocupado por algo tan tonto como un coche con embrague.

– Es esto o una moto -dijo Sam.

Rick estuvo a punto de pedir la moto.

Sam lo dejó allí, con el automóvil que no se atrevía a conducir. Acordaron que se verían en un par de horas en los vestuarios porque tenían que ponerse con el libro de jugadas lo antes posible. Puede que los italianos no se las aprendieran todas, pero el quarterback estaba obligado a ello.

Rick dio la vuelta ala manzana pensando en todos los libros de jugadas que había tenido que soportar en su nómada carrera. Arnie lo llamaba con un nuevo contrato, Rick tomaba un vuelo para presentarse en el equipo de turno, entusiasmado, lo recibían con una breve y escueta bienvenida en las oficinas y lo llevaban a dar una vuelta rápida por el estadio, los vestuarios y todo lo demás. Luego, el entusiasmo se apagaba en el instante en que el segundo entrenador entraba con el gigantesco libro de jugadas y lo dejaba caer delante de él. «Memorízalo para mañana» era la orden de rigor.

Claro, entrenador. Un millón de jugadas. No hay problema.

¿Cuántos libros habían sido? ¿Cuántos asistentes del entrenador? ¿Cuántos equipos? ¿Cuántas paradas a lo largo del camino en una carrera frustrante que había acabado llevándolo a una pequeña ciudad del norte de Italia? Pidió una cerveza en la terraza de una cafetería y no pudo sacudirse de encima la deprimente sensación de que aquel no era su sitio.

Se paseó por la vinatería, aterrorizado por si a algún dependiente se le ocurría preguntarle si podía ayudarlo en algo. La atractiva joven que apilaba las botellas de tintos se había esfumado.

Y allí volvía a estar otra vez, contemplando el coche de cinco marchas con embrague incorporado. Ni siquiera le gustaba el color, un cobrizo oscuro que no había visto nunca. Estaba en una calle de único sentido y bastante tráfico, en una hilera de coches similares aparcados casi pegados los unos a los otros. Apenas había treinta centímetros entre un parachoques y el siguiente. Cualquier intento por sacarlo de allí implicaría tener que tirar el coche hacia delante y hacia atrás una y otra vez hasta que pudiera asomar las ruedas delanteras a la calle. Era imprescindible una coordinación perfecta entre el embrague, la palanca de cambios y el acelerador.

Si con uno automático ya se vería en un aprieto… ¿Por qué la gente aparcaba tan pegada la una a la otra? Llevaba las llaves en el bolsillo.

Tal vez luego. Se fue andando a su apartamento y se echó una siesta.

Rick se cambió rápidamente y se puso el uniforme de entrenamiento de los Panthers: camiseta negra, pantalones plateados y calcetines blancos. Cada jugador se compraba sus botas y Rick se había traído tres pares para los partidos de marca que los Browns les entregaban sin reparos. La mayoría de los jugadores de la NFL tenían contratos con fabricantes de zapatillas deportivas. A Rick nunca le habrían ofrecido uno.

Estaba solo en el vestuario, ojeando el libro de jugadas, cuando Sly Turner entró de sopetón con una sonrisa deslumbrante y una llamativa sudadera naranja de los Broncos de Denver. Se presentaron y se estrecharon la mano con educación.

– ¿La llevas por alguna razón en particular? -no tardó en preguntarle Rick.

– Sí, adoro a mis Broncos -contestó Sly, sin dejar de sonreír-. Me crié cerca de Denver. Fui a la Colorado State.

– No está mal. He oído que soy bastante famoso en Denver.

– Te queremos, tío.

– Siempre he querido que me quisieran. ¿Vamos a ser amigos, Sly?

– Por supuesto, tú pásame el balón veinte veces por partido.

– Hecho. -Rick sacó una bota de la taquilla, se la calzó sin prisa y empezó a atarse los cordones-. ¿Te seleccionaron?

– Hace cuatro años, los Colts, en la séptima ronda. Fui el último jugador que reclutaron. Luego pasé un año en Canadá y dos en la AFL.

La sonrisa había desaparecida y Sly estaba desvistiéndose. No parecía llegar al uno setenta, pero era puro músculo.

– Y aquí el año pasado, ¿no?

– Sí. No está tan mal, hasta cierto punto es divertido si decides tomártelo con humor. Los chicos del equipo son estupendos. Si no hubiera sido por ellos, no habría vuelto a jugar.

– ¿Por qué estás aquí?

– Por lo mismo que tú: demasiado joven para renunciar al sueño. Además, ahora tengo mujer y un hijo y necesito el dinero.

– ¿El dinero?

– Triste, ¿verdad? Un jugador profesional de fútbol americano ganando diez mil dólares por cinco meses de trabajo. Pero, como ya te he dicho, no estoy listo para dejarlo.

Se quitó la sudadera naranja y se puso la camiseta de entrenamiento de los Panthers.

– Vamos a calentar -dijo Rick.

Dejaron los vestuarios y salieron al campo.

– Tengo el brazo bastante entumecido -comentó Rick, tras un lanzamiento flojo.

– Tienes suerte de que todavía puedas andar -dijo Sly.

– Gracias.

– Menudo golpe. Estaba en casa de mi hermano viendo la tele. El partido estaba perdido, pero de repente Marroon se lesiona. Once minutos para el final, no hay nada que hacer, y entonces…

Rick retuvo el balón un segundo.

– Sly, de verdad, preferiría no recordarlo. ¿De acuerdo?

– Claro, perdona.

– ¿Tu familia está aquí? -preguntó Rick, cambiando rápidamente de tema.

– No, están en Denver. Mi mujer es enfermera y tiene un buen trabajo. Me dijo que un año más de fútbol y que luego se acabó. ¿Estás casado?

– No, ni de lejos.

– Te gustará esto.

– Háblame de este lugar.

Rick retrocedió cinco yardas y empezó a afinar los pases.

– Bueno, es una cultura muy diferente. Las mujeres son muy guapas, pero muy reservadas. Es una sociedad bastante chovinista. Los hombres no se casan hasta los treinta, viven en casa con sus madres, quienes casi les hacen de sirvientas, y cuando se van de casa, esperan que sus mujeres hagan lo mismo. Las mujeres son reticentes al matrimonio. Tienen que trabajar, así que cada vez tienen menos hijos. La tasa de natalidad está descendiendo a marchas forzadas.

– No me refería exactamente al matrimonio y la tasa.denatalidad, Sly. Me interesa saber qué tipo de vida nocturna hay por aquí, ¿sabes a lo que me refiero?

– Sí, hay muchas chicas, y muy guapas, pero el idioma es un problema.

– ¿Y las animadoras?

– ¿Qué pasa con ellas?

– ¿Están bien, son fáciles? ¿No serán unas estrechas?

– Ni idea, no hay.

Rick retuvo el balón, paralizado, y miró fijamente a su corredor de habilidad.

– ¿Que no hay animadoras?

– No.

– Pero mi agente… -se interrumpió antes de ponerse en una situación comprometida.

De modo que su agente le había prometido algo que era mentira. ¿Qué otras sorpresas le esperaban?

Sly se echó a reír sin complejos con una risa contagiosa que decía: «Te ha salido el tiro por la culata, payaso».

– ¿Has venido hasta aquí por las animadoras? -preguntó, en un tono agudo y burlón. Rick le lanzó una bala, que Sly atrapó sin dificultad con la punta de los dedos y luego siguió riendo-. Debe de ser amigo de mi agente. No puedes creer la mitad de lo que dice.

Rick finalmente acabó riéndose de sí mismo, retrocediendo cinco yardas más.

– ¿Cómo se juega por aquí? -preguntó.

– La mar de bien, porque no hay quien me atrape. El año pasado hice una media de doscientas yardas por partido. Te lo pasarás bien, siempre que recuerdes que tienes que pasar a nuestros jugadores en vez de a los del otro equipo.

– Eso es un golpe bajo.

Rick disparó otra bala, que Sly volvió a atrapar sin problemas y que le devolvió en un globo. La ley no escrita se seguía al pie de la letra: nunca hay que pasar con demasiada fuerza a un quarterback.

En esos momentos, el otro Panther negro salía a la carrera de los vestuarios; Trey Colby, un tipo alto y desgarbado, demasiado flaco para jugar al fútbol americano. Tenía una sonrisa natural.

– ¿Todo bien, tío? -no tardó en preguntarle a Rick.

– Voy haciendo, gracias.

– Es que la última vez que te vi estabas tumbado en una camilla y…

– Estoy bien, Trey. Hablemos de otra cosa.

Sly estaba disfrutando.

– Prefiere no hablar de ello. Yo ya lo he intentado -dijo.

Durante una hora estuvieron ensayando recepciones y hablando de jugadores que conocían.

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