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Nevaba y Arnie estaba harto de Cleveland. Se encontraba en el aeropuerto, esperando el anuncio del vuelo a Las Vegas, y aun sabiendo que cometía un error, hizo una llamada a uno de esos directivos que apenas deciden nada de los Cardinals de Arizona.

En esos momentos, y sin incluir a Rick Dockery, Arnie llevaba a siete jugadores de la NFL y a cuatro en Canadá. Era, si pudiera obligársele a admitirlo, un agente del montón con grandes aspiraciones, y realizar llamadas en nombre de Rick Dockery no iba a beneficiar en nada su credibilidad. Posiblemente Rick era el jugador del que más se hablaba en el país en ese triste momento, pero lo que se decía de él no era lo que Arnie necesitaba. El directivo se mostró educado, pero fue muy breve, se notaba que tenía prisa por colgar el teléfono.

Arnie fue a un bar, pidió una copa y consiguió encontrar un sitio lejos de cualquier televisor, pues la única noticia que seguía animando las veladas de Cleveland eran las tres intercepciones de un quarterback que nadie sabía que estuviera en el equipo. La temporada de los Browns había ido sobre ruedas con una línea ofensiva a la que le faltaba fuelle, pero con una defensa durísima que había pulverizado récords en cuanto a la baja cesión de yardas y puntos al adversario. Solo habían perdido en una ocasión y cada victoria conseguía que una ciudad sedienta de trofeos se enamorara cada vez más de sus viejos y amados perdedores. De repente, y en una sola temporada, los Browns eran los que mandaban.

Si hubieran ganado el domingo anterior, su siguiente rival en la Super Bowl habría sido los Vikings de Minnesota, un equipo al que habían vencido y enviado a casita en noviembre.

Toda la ciudad empezaba a saborear la dulce victoria de un campeonato, pero todo se había esfumado en once catastróficos minutos.

Arnie pidió un segundo trago. Dos viajantes estaban emborrachándose en la mesa de al lado, recreándose en el pinchazo de los Browns. Eran de Detroit.

La noticia del día había sido el despido del director técnico de los Browns, Clyde Wacker, un hombre que había sido aclamado como un genio no hacía ni una semana, el sábado anterior, y que ahora se había convertido en la cabeza de turco perfecta. Había que despedir a alguien, y no solo a Rick Dockery. Cuando acabó por descubrirse que había sido Wacker quien había fichado a Dockery de la lista de «disponibles» el octubre anterior, el dueño lo echó a la calle. La ejecución fue pública: una gran conferencia de prensa, ceños fruncidos, promesas varias de mejorar la eficiencia, etcétera. ¡Los Browns volverían a la carga!

Arnie había conocido a Rick cuando este cursaba el último año de universidad en Iowa, al final de una temporada que había empezado con mucha expectación, pero que estaba desvayéndose en un juego de tercera regional. Rick había jugado como quarterback titular las dos últimas temporadas y parecía tener aptitudes para un juego de ataque abierto muy poco habitual entre los Diez Grandes. Había momentos en que destacaba: se anticipaba a la defensa, decidía la jugada con sangre fría y lanzaba la pelota a una velocidad vertiginosa. Tenía un brazo increíble, sin duda el mejor del draft que había de celebrarse, y lanzaba lejos y con fuerza, además de soltar el balón a la velocidad del rayo, pero era demasiado irregular para poder confiar en él. Cuando Buffalo lo escogió en la última ronda, aquello debería haberle servido de clara señal para que se dedicaran estudiar un posgrado o a sacarse una licencia de corredor de Bolsa.

Sin embargo, estuvo en Toronto dos temporadas lamentables y a partir de ahí empezó a saltar de un equipo de la NFL a otro. A pesar de su brazo, a Rick le faltaba mucho para aparecer en la lista de titulares, aunque todos los equipos necesitan un tercer quarterback. En las pruebas, y había habido muchas, solía deslumbrar a los entrenadores con su brazo. Un día, en Kansas City, Arnie vio cómo Rick lanzaba un balón a ochenta yardas y cómo pocos minutos después disparaba una bala a cerca de ciento cincuenta kilómetros hora.

Pese a todo, Arnie sabía lo que la mayoría de entrenadores ahora sospechaba: que Rick, para ser un jugador de fútbol americano, rehuía el contacto. No el contacto fortuito, ni el breve e inofensivo placaje de un quarterback que intenta escabullirse. Rick, con toda razón, temía a los tackles en ataque y a los apoyadores a la carga.

En todos los partidos existen una o dos ocasiones en que un quarterback tiene a un receptor desmarcado, una fracción de segundo para lanzar el balón y a un corpulento jugador atacante que carga contra el bolsillo protector con un rugido sin que nadie lo bloquee. El quarterback tiene dos opciones: o bien hace de tripas corazón, se sacrifica, pone el equipo por delante, lanza el maldito balón, hace la jugada y acaba machacado, o bien puede quedarse el balón, echar a correr y rezar para volver a ver la luz del día. Rick, desde que Arnie lo había visto jugar, nunca, ni una sola vez, había puesto el equipo por delante. A la primera insinuación de un placaje de quarterback, Rick se echaba a temblar y se ponía a correr como un loco hacia la línea de banda.

Aunque con esa propensión a las conmociones cerebrales, ¿quién era Arnie para echárselo en cara?

Llamó a un sobrino del dueño de los Rams, quien contestó al teléfono con un gélido:

– Espero que esta llamada no tenga nada que ver con Dockery.

– Pues sí, tiene que ver -respondió Arnie, armándose de valor.

– La respuesta es: una mierda.

Arnie había hablado con cerca de la mitad de los equipos de la NFL desde el domingo hasta entonces y la respuesta de los Rams solía ser la habitual. Rick no tenía ni la más mínima idea de hasta qué punto su anodina carrera había terminado.

Le echó un vistazo a un monitor y vio que habían retrasado su vuelo. Solo una llamada más, se prometió. El último esfuerzo para encontrarle un trabajo a Rick y luego se dedicaría a sus otros jugadores.

Los clientes eran de Portland y aunque él se apellidaba Webb y ella era tan blanca como una sueca, los dos aseguraban tener sangre italiana y estar ansiosos por ver el viejo país de sus orígenes. Entre ambos no sabían más de una docena de palabras en italiano y mal pronunciadas. Sam sospechaba que habían comprado una guía de viajes en el aeropuerto y que habían memorizado cuatro cosas durante el vuelo sobre el Atlántico. En la anterior visita a Italia, les había servido de guía y chofer un nativo con un inglés pésimo, por lo que el matrimonio había insistido en que esta vez se tratara de un estadounidense, un buen yanqui que supiera organizarles las comidas y encontrarles entradas. Al cabo de un par de días juntos, Sam se moría de ganas de empaquetarlos de vuelta a Portland.

En realidad, Sam no era ni guía ni chofer, aunque sí estadounidense, y dado que su trabajo principal no estaba muy bien pagado, de vez en cuando se pluriempleaba cuando sus compatriotas pasaban por allí y necesitaban que alguien los llevara de la manita.

Estaba esperándolos fuera, en el coche, mientras ellos disfrutaban de un almuerzo inacabable en el Lazgaro, una vieja trattoria en el centro de la ciudad. Hacía frío y caían cuatro copos, y mientras saboreaba su fuerte café, sus pensamientos volvieron a la lista de rotaciones, como siempre. Lo sobresaltó el móvil. Lo llamaban de Estados Unidos. Contestó.

– Con Sam Russo, por favor -dijeron al otro lado, de manera seca.

– Soy yo.

– ¿El entrenador Russo?

– Sí, el mismo.

El interlocutor se identificó como un tal Arnie no sé cuántos, dijo que era una especie de agente y aseguró que había sido uno de los directores técnicos del equipo de fútbol americano de Bucknell, en 1988, unos cuantos años después de que Sam jugara con ellos. Puesto que ambos habían ido a Bucknell, no tardaron en encontrar temas en común y al cabo de unos minutos de intercambiar recuerdos, ya se habían hecho amigos. Para Sam era un placer charlar con alguien de su vieja universidad, aunque fuera un completo extraño.

Y no era habitual que recibiera llamadas de agentes.

Arnie por fin decidió ir al grano.

– Claro que he visto las finales -dijo Sam.

– Bueno, pues represento a Rick Dockery y, en fin, los Browns lo han echado -se explicó Arnie. Sam pensó que no le sorprendía, pero siguió escuchando-. Rick está buscando por ahí, sopesando otras opciones. Me ha llegado el rumor de que necesitas un quarterback. A Sam estuvo a punto de caérsele el teléfono. ¿Un quarterback de verdad, de la NFL, jugando en Parma?

– No es un rumor -contestó-, mi quarterback se fue la semana pasada y encontró un trabajo de entrenador no sé dónde, al norte de Nueva York. Nos encantaría tener a Dockery. ¿Está bien? Físicamente, me refiero.

– Sí, por supuesto, un poco magullado, pero listo para empezar.

– ¿Y quiere jugar en Italia?

– Tal vez. Verás, todavía no lo hemos hablado, sigue en el hospital, pero no cerramos ninguna puerta. Sinceramente, necesita cambiar de aires.

– ¿Sabe cómo se juega por aquí? -preguntó Sam, algo nervioso-. Es fútbol americano, pero está a años luz de la NFL y de los Diez Grandes. Es decir, estos tipos no son profesionales en el sentido estricto de la palabra.

– ¿Qué nivel tienen?

– No sé, es difícil de concretar. ¿Has oído hablar alguna vez de una universidad que se llama Washington and Lee, en Virginia? Es una buena universidad, juegan bien al fútbol, en la tercera división.

– Sí, claro.

– Vinieron el año pasado durante el descanso de primavera y jugamos contra ellos un par de veces. El asunto estuvo bastante igualado.

– Tercera división, ¿eh? -dijo Arnie, desanimándose ligeramente.

Sin embargo, Rick necesitaba un juego más suave. Una nueva conmoción y podría acabar sufriendo el daño cerebral del que tanto solía bromearse. En realidad, a Arnie no le importaba. Un par de llamadas y Rick Dockery sería historia.

– Mira, Arnie -dijo Sam, poniéndose serio. Había llegado el momento de la verdad-, los equipos de aquí son completamente amateurs o quizá un poco por encima de esa categoría. Todos los equipos de la serie A cuentan con tres jugadores estadounidenses, quienes suelen recibir dietas y, de vez en cuando, incluso les pagan la estancia. Los quarterbacks acostumbran ser estadounidenses y reciben un pequeño salario. El resto de la plantilla está compuesta por un grupo de italianos corpulentos que se dedican a esto porque les gusta el fútbol americano. Si tienen suerte y el dueño está de buen humor, puede que incluso les caiga una pizza y una cerveza después del partido. Se juega una liguilla entre ocho equipos, con finales, y de ahí se accede a la Super Bowl italiana. El campo es viejo, pero no está mal, está bien cuidado, tiene un aforo de unos tres mil espectadores y podríamos llenarlo con un buen partido. Tenemos patrocinadores, el equipamiento está bien, pero no tenemos contratos televisivos ni tampoco nos sobra el dinero. Estamos en el corazón del fútbol europeo, por lo que nuestros incondicionales son seguidores de culto.

– ¿Cómo has acabado ahí?

– Adoro Italia. Mis abuelos eran de esta región y emigraron a Baltimore, donde yo me crié. Pero tengo muchos primos por aquí. Además, mi mujer también es italiana. Es un lugar estupendo para vivir. No se gana demasiado dinero como entrenador de fútbol americano, pero nos lo pasamos bien.

– Entonces, ¿los entrenadores sí cobran un sueldo?

– Sí, más o menos.

– ¿Algún otro paria de la NFL?

– De vez en cuando alguno pasa por aquí, un alma en pena que todavía sueña con un anillo de la Super Bowl, pero los estadounidenses suelen ser jugadores de universidades pequeñas a quienes les gusta jugar a fútbol y les va la aventura.

– ¿Cuánto podríais pagarle a mi chico?

– Deja que lo hable con el dueño.

– De acuerdo, yo también veré qué le parece a mi cliente.

Se despidieron después de otra batallita de Bucknell y Sam regresó a su café. ¿Un quarterback de la NFL jugando al fútbol americano en Italia? Era difícil de imaginar, pero había precedentes. Hacía dos años, los Warriors de Bolonia estaban en la Super Bowl italiana con un quarterback de cuarenta años que apenas había jugado en Oakland. Lo dejó al cabo de dos temporadas y se fue a Canadá.

Sam bajó un poco la calefacción y volvió a poner los últimos minutos del partido entre los Browns y los Broncos. Que él recordara, nunca había visto a un jugador conseguir una derrota y perder un partido que estaba tan claramente ganado. Incluso él había estado a punto de aplaudir cuando se habían llevado a Dockery del campo.

Sin embargo, le fascinaba la idea de entrenarlo en Parma.

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