24

Durante la sesión del pase de vídeo del lunes por la noche se consumió mucha menos cerveza de lo habitual. Hubo menos bromas, insultos y risas. No se respiraba pesimismo, seguían estando muy orgullosos de la victoria arrolladora del día anterior, pero tampoco se trataba del típico visionado de la noche de lunes. Sam repasó los puntos fuertes del Bolzano y luego pasó a una recopilación de cortes del Bérgamo en los que Rick y él habían trabajado el día anterior.

Coincidían en lo que era evidente: en Bérgamo estaban bien entrenados, bien financiados, bien organizados y tenían jugadores algo más preparados que los del resto de la liga en algunas posiciones, pero desde luego no en todas. Sus estadounidenses eran: un quarterback lento de la Universidad de San Diego State, un profundo libre que golpeaba duro y que intentaría cargarse a Fabrizio en cuanto empezara el partido y un esquinero que podía cortar el juego de carrera largo, pero del que se rumoreaba que tenía un tirón en el ligamento de la corva. El Bérgamo era el único equipo de la liga con dos de sus tres estadounidenses en la defensa. No obstante, el jugador clave no era estadounidense. El apoyador central era un italiano llamado Maschi, un extravagante bufón de pelo largo, botas blancas y actitud egocéntrica copiada de la NFL, en la que por lo visto creía que merecía jugar. Rápido y fuerte, Maschi era muy intuitivo, le encantaba golpear, cuanto más tarde mejor, y solía encontrársele debajo de todas las pilas. Con sus cien kilos de peso, era lo bastante voluminoso para infundir pánico en Italia. Podría haber jugado en la mayoría de las universidades estadounidenses de la primera división. Llevaba el número 56 e insistía en que lo llamaran L.T., igual que su ídolo, Lawrence Taylor.

El Bérgamo era fuerte en defensa, pero no acostumbraba hacer virguerías con el balón. Contra el Bolonia y el Bolzano -huesos duros de roer- fueron a la zaga hasta el último cuarto y podrían haber perdido ambos partidos fácilmente. Rick estaba convencido de que los Panthers eran mejores, pero Sam había sufrido tantas derrotas a manos del Bérgamo en tantas ocasiones que se negaba a confiarse, al menos interiormente. Después de ocho títulos de la Super Bowl consecutivos, los Lions de Bérgamo se habían hecho con una aureola de imbatibilidad con la que ya tenían ganados diez puntos en cada partido.

Sam volvió a poner la cinta e insistió machaconamente en los puntos débiles de la ofensiva del Bérgamo. El corredor de habilidad era rápido, pero se resistía a agachar la cabeza y a arriesgarse. Casi nunca pasaban hasta que no les quedaba más remedio, siempre en el tercer intento, y sobre todo porque carecían de un receptor fiable. La línea de ataque estaba compuesta por hombres grandes y fuertes en general, pero también solía ser demasiado lenta para detener la carga.

Cuando Sam acabó, Franco se dirigió al equipo y, con excelentes maneras de abogado experimentado, presentó una entusiasta y emotiva apelación a su entrega durante la dura semana que tenían por delante, lo que los conduciría a una victoria aplastante. Como colofón, propuso entrenar todos los días hasta el sábado. La idea fue aprobada por unanimidad. A continuación, Niño, para no ser menos, tomó el relevo y empezó anunciando que, para demostrar la solemnidad del momento, había decidido dejar de fumar hasta después del partido, cuando le hubieran dado una paliza al Bérgamo. La noticia fue recibida con calurosas felicitaciones porque, evidentemente, Niño ya se había comprometido a lo mismo en otras ocasiones y Niño, privado de nicotina, era temible en el campo. Acto seguido, añadió que se celebraría una cena de equipo en el Café Montana el sábado por la noche, a cuenta de la casa. Cario ya se había puesto con el menú.

Los Panthers tenían los nervios a flor de piel, estaban ansiosos. Rick recordó por un instante el partido en el Davenport Central, el mayor acontecimiento del año de Davenport. El instituto había planificado toda la semana empezando desde el lunes y en la ciudad no se hablaba de otra cosa. El viernes por la tarde, los jugadores estaban tan nerviosos que algunos tenían náuseas y vomitaron horas antes del partido.

Rick ignoraba si a algún Panther le ocurriría lo mismo, pero era muy posible.

Salieron de los vestuarios con una solemne determinación. Aquella era su semana. Aquel era su año.

Livvy llegó el jueves por la tarde en todo su esplendor y con una sorprendente cantidad de equipaje. Rick había estado en el campo con Fabrizio y Claudio, trabajando sin descanso rutas de precisión y audibles rápidos. En un descanso fue a mirar el móvil y vio que Livvy ya había subido al tren.

Durante el trayecto en coche desde la estación hasta el apartamento, Rick se enteró de que de Livvy: 1) había terminado los exámenes, 2) estaba harta de sus compañeras de cuarto, 3) estaba considerando seriamente no volver a Florencia hasta los últimos diez días de su semestre en el extranjero, 4) estaba enfadada con su familia, 5) no se hablaba con nadie de su familia, ni siquiera con su hermana, una persona con la que llevaba peleándose desde parvulario y que en esos momentos estaba demasiado implicada en el divorcio de sus padres, 6) necesitaba un lugar donde quedarse unos días, y de ahí todo aquel equipaje, 7) estaba preocupada por el visado, porque quería quedarse en Italia por un período indeterminado de tiempo y 8) estaba más que dispuesta a irse a la cama con él. No lloriqueaba ni buscaba que la consolaran, de hecho, le relató la lista de problemas con una calma distante que a Rick le resultó admirable. Livvy necesitaba a alguien y había acudido corriendo a él.

Rick arrastró las pesadas maletas por la escalera hasta el tercer piso, y lo hizo sin esfuerzo y con energía, contento de subirlas. El apartamento estaba muy tranquilo, casi sin vida, y Rick acababa pasando más tiempo fuera que dentro, paseaba por las calles de Parma, tomaba café y cerveza en las terrazas, daba una vuelta por mercados y vinaterías, e incluso hacía pequeñas visitas a iglesias viejas, cualquier cosa que lo alejara del aburrimiento de su apartamento vacío. Y siempre estaba solo. Sly y Trey lo habían abandonado y los correos electrónicos que les enviaba casi nunca recibían contestación. No valía la pena molestarse. Sam estaba ocupado la mayoría de los días, además de que estaba casado y tenía su propia vida. Algunas veces salía a comer con Franco, el compañero con el que más congeniaba, pero su trabajo también le exigía muchas horas. Todos los Panthers trabajaban; tenían que hacerlo. No podían permitirse dormir hasta el mediodía, pasar un par de horas en el gimnasio y deambular por Parma para matar el tiempo y sin ganar ni un euro.

Sin embargo, Rick no estaba preparado para una relación estable y duradera. Aquello implicaba complicaciones y exigía un compromiso que ni siquiera estaba dispuesto a plantearse. Nunca había vivido con una mujer, de hecho, no había vuelto a vivir con nadie desde Toronto, y no se planteaba la posibilidad de buscar un compañero a tiempo completo.

Mientras ella deshacía las maletas, Rick se preguntó por primera vez cuánto tiempo habría planeado quedarse Livvy.

Pospusieron el encuentro amoroso hasta después del entrenamiento. Iba a ser una sesión suave, sin las protecciones almohadilladas, pero aun así prefería estar en perfecto uso de piernas y pies.

Livvy se sentó en las gradas a leer un periódico mientras los chicos realizaban los ejercicios y repasaban los planes. Había un puñado de esposas y novias repartidas por los asientos, incluso algún que otro niño pequeño brincando por la tribuna.

A las diez y media del jueves por la noche, apareció un funcionario y se presentó a Sam. Su trabajo consistía en apagar las luces.

Los castillos estaban esperándolos. Rick oyó la noticia por primera vez a las ocho de la mañana, pero dio media vuelta y volvió a dormirse. Livvy se puso los téjanos y fue a buscar café. Cuando volvió, una media hora después, con dos enormes tazas para llevar, volvió a anunciar que los castillos estaban esperándolos y que quería empezar por uno en la ciudad de Fontanellato.

– Es muy temprano -dijo Rick, tomando un trago. Se sentó en la cama e intentó orientarse a una hora tan intempestiva.

– ¿Has estado en Fontanellato? -preguntó Livvy mientras se quitaba los téjanos, cogía una guía de viajes con sus anotaciones y volvía a su lado de la cama.

– Es la primera vez que oigo este nombre.

– ¿Has salido alguna vez de Parma desde que estás aquí?

– Sí. Hemos jugado en Milán, en Roma y en Bolzano.

– No, Ricky, me refiero a salir con tu pequeño coche cobrizo e ir a hacer turismo por el país.

– No, ¿porqué…?

– ¿No sientes ni la más mínima curiosidad por tu nuevo hogar? -lo interrumpió.

– He aprendido a no encariñarme con los sitios. Todos son temporales.

– Eso es bonito. Mira, no voy a quedarme holgazaneando en este apartamento todo el día, echando polvos a todas horas y pensando únicamente en comer y cenar.

– ¿Por qué no?

– Porque estoy de viaje. O conduces tú o cojo un autobús. Hay muchas cosas para ver. Además, ni siquiera hemos acabado con Parma.

Salieron media hora después y se dirigieron hacia el noroeste, en busca de Fontanellato, un castillo del siglo s.f. que Livvy se moría por ver. Hacía un día cálido y soleado e iban con las ventanillas bajadas. Livvy llevaba una minifalda tejana y una blusa de algodón, y el suave roce del viento embelesaba a Rick. Le tocó las piernas y ella le retiró la mano mientras seguía leyendo la guía de viajes.

– Aquí producen ciento veinte mil toneladas de queso parmesano al año -dijo la joven, mientras contemplaba el paisaje-. Aquí mismo, en esas granjas.

– Como mínimo. Esta gente se lo echa hasta en el café.

– Hay quinientas lecherías y todas se encuentran en una pequeña área alrededor de Parma. Está regulado por ley.

– También hacen helados.

– Y diez millones de jamones de Parma al año. Cuesta creerlo.

– No cuando vives aquí. Te lo ponen en la mesa antes de que te haya dado tiempo a sentarte. ¿Por qué estamos hablando de comida? Tenías tanta prisa que nos hemos ido sin desayunar.

– Me muero de hambre -anunció Livvy, dejando la guía a un lado.

– ¿Te apetece un poco de jamón y queso?

Iban por una estrecha carretera con poco tráfico y pronto llegaron al pueblo de Baganzola, donde encontraron un bar en el que pidieron café y cruasanes. Livvy tenía ganas de practicar su italiano y aunque a Rick le sonó perfecto, la signora de la barra tuvo problemas para entenderla.

– Hablan un dialecto -dijo Livvy cuando se dirigían al coche.

La Rocca, o fortaleza, de Fontanellato había sido construida hacía unos quinientos años y ciertamente parecía inexpugnable. Estaba rodeada por un foso y defendida por cuatro torres enormes con amplias aberturas destinadas a la observación y la defensa. Sin embargo, en el interior había un palacio extraordinario con paredes cubiertas de obras de arte y estancias sorprendentemente decoradas. Quince minutos después Rick ya había visto suficiente, pero su amiguita no había hecho más que empezar.

Cuando por fin consiguió volver a meterla en el coche, continuaron hacia el norte, siguiendo las indicaciones de Livvy, hasta la ciudad de Soragna. Estaba situada en una llanura fértil en la margen izquierda del río Stirone y había sido escenario de muchas antiguas batallas, según la historiadora del coche, a quien le faltaba tiempo para asimilar toda la información. Mientras Livvy iba enunciando datos, Rick empezó a pensar en los Lions de Bérgamo y sobre todo en el signor Maschi, el ágil apoyador central que, en su opinión, era la clave del partido. Recordó todas las jugadas y los esquemas que había concebido con entrenadores de renombre para neutralizar a un gran apoyador central. Casi nunca funcionaban.

El castillo de Soragna (¡donde todavía vivía un príncipe de verdad!) se remontaba al siglo S/n y, tras una rápida visita, se detuvieron a comer en un pequeño delicatessen. Luego prosiguieron hasta San Secondo, famoso hoy en día por su spalla, un jamón cocido. El castillo de la ciudad, construido en el siglo XV como una fortaleza, había interpretado un papel destacado en muchas y decisivas batallas.

– ¿Por qué se peleaba tanto esta gente? -preguntó Rick.

Livvy le dio una explicación rápida sin explayarse demasiado, no le interesaban las guerras. Le atraía más el arte, el mobiliario, las chimeneas de mármol, etcétera. Rick se escabulló y fue a echar una siesta bajo un árbol.

Terminaron en Colorno, también llamado el «pequeño Versalles del Po». Era una fortaleza majestuosa que había sido reconvertida en una residencia espléndida, con inmensos jardines y patios. Cuando llegaron, Livvy estaba tan emocionada como siete horas antes, en la visita del primer castillo, el cual Rick ya apenas recordaba. La siguió arrastrando los pies y sin protestar, pero se rindió hacia el final del exhaustivo tour.

– Estaré en el bar -dijo, y la dejó sola en el inmenso salón, contemplando los frescos de los techos, perdida en otro mundo.

Rick se negó a repetirlo el sábado y tuvieron una pequeña discusión. Era su primera pelea y ambos lo encontraron divertido. Fue muy breve y ninguno de los dos pareció guardarle rencor al otro, una señal prometedora.

Livvy había pensado viajar hacia el sur, a Langhirano, a través del país del vino, donde había un par de castillos que valía la pena visitar. Rick tenía en mente un día tranquilo, dar descanso a sus pies e intentar concentrarse más en el Bérgamo y menos en las piernas de Livvy. Llegaron a un acuerdo: se quedarían en la ciudad y terminarían de ver un par de iglesias.

Rick estaba despejado y descansado, sobre todo porque el equipo había decidido saltarse el ritual de la pizza y los barreños de cerveza del viernes en el Pólipo. Habían sudado la camiseta durante una rápida sesión de ejercicios en pantalón corto, habían escuchado más tácticas de juego de Sam, habían oído otro discurso emotivo, esta vez dado por Pietro, y finalmente se habían ido a las diez. Ya habían entrenado suficiente.

El sábado por la noche se encontraron en el Café Montana para la cena previa al partido, una fiesta gastronómica de tres horas con Niño en la pista central y Cario bramando en la cocina. El signor Bruncardo estaba presente y dedicó unas palabras al equipo. Les agradeció aquella temporada tan emocionante, aunque no estaría completa hasta que al día siguiente aplastaran al Bérgamo.

No había mujeres -solo los jugadores ya llenaban el pequeño restaurante-, lo que motivó dos poemas picantes y una despedida final, una oda salpicada de irreverencias compuesta por el lírico Franco, quien la recitó con un estilo desternillante.

Sam los envió a casa antes de las once.

Загрузка...