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El jugador de mayor edad de los Panthers era Tommaso, o simplemente Tommy. Tenía cuarenta y dos años y había empezado a jugar a los veinte. Su idea, de la que todo el mundo había oído hablar demasiado a menudo en los vestuarios, era retirarse únicamente cuando el Parma hubiera ganado su primera Super Bowl. Varios compañeros pensaban que ya hacía tiempo que debía haberlo hecho y su deseo de aguantar era otra buena razón para que los Panthers se dieran prisa en ganar el gran título.

Tommy jugaba de ala ofensiva y solía ser efectivo durante el primer tercio del partido. Era alto y pesaba cerca de noventa kilos, pero era bastante rápido en la salida y sabía cómo presionar al pasador. Sin embargo, en las jugadas de carrera, no podía medirse con un línea a la carga o un corredor de poder y Sam utilizaba a Tommy en contadas ocasiones. Había varios Panthers, los más mayores, que tenían suficiente con unos cuantos saques por partido.

Tommy era funcionario de carrera, tenía un trabajo indefinido y un apartamento muy moderno en el centro de la ciudad. Lo único viejo era el edificio, pues Tommy había eliminado cualquier concesión a la edad o a la historia en el interior. Los muebles eran de cristal, cromo y piel, los suelos eran de roble dorado sin encerar, las paredes estaban cubiertas de obras de desconcertante arte contemporáneo y tenía lo último en cuanto a aparatos relacionados con la tecnología del ocio, diseminados con gusto por todas partes.

La mujer que lo acompañaba esa velada, que no su esposa, encajaba a la perfección con la decoración. Se llamaba Maddalena, era igual de alta que Tommy, aunque pesaba unos cuarenta kilos menos, y era quince años más joven que él como mínimo. Mientras Rick la saludaba, Tommy abrazó y besó a Livvy y se comportó como si fuera a llevársela al dormitorio en cualquier momento.

Livvy había llamado la atención de los Panthers, aunque no era de extrañar. Era una guapa jovencita estadounidense que vivía con su quarterback allí mismo, en Parma, y como ardientes italianos que eran, no podían evitar revolotear a su alrededor para acercarse a ella. Rick siempre había recibido invitaciones para cenar, pero desde la llegada de Livvy, casi tenía que dar tanda.

Rick consiguió rescatarla del lado de Tommy y alabó la colección de trofeos y otros objetos interesantes relacionados con el fútbol americano que este poseía. Había una foto de Tommy con un joven equipo de fútbol.

– En Texas -dijo Tommy-. Cerca de Waco. Voy todos los años en agosto para entrenar con el equipo.

– ¿En un instituto?

– Si. Aprovecho las vacaciones para asistir a uno de esos campamentos de entrenamiento.

– Ah, sí, los campamentos de entrenamiento, siempre son en agosto.

Rick estaba anonadado. Jamás había conocido a nadie que se hubiera sometido voluntariamente a los horrores de un campamento de entrenamiento de verano. Además, en agosto ya no había liga italiana, ¿por qué iba nadie a querer soportar esa preparación brutal?

– Ya lo sé, es de locos -dijo Tommy.

– Sí, sí que lo es. ¿Sigues yendo?

– Oh, no. Lo dejé hace tres años. Mi mujer, mi segunda esposa, no lo veía con buenos ojos. -Lanzó una mirada cauta a Maddalena y luego continuó-: Me dejó, y yo ya estaba muy mayor. Esos críos tienen diecisiete años, son demasiado jóvenes para un cuarentón como yo, ¿no crees?

– Sin duda.

Rick siguió adelante, todavía atónito ante la idea de que Tommy, o cualquiera, pasara las vacaciones bajo el sol abrasador de Texas haciendo carreras de resistencia y lanzándose contra sacos de bloqueo.

Había una estantería de cuadernos de piel perfectamente alineados, de unos tres centímetros de ancho y con el año grabado en dorado, uno por cada una de las veinte temporadas de Tommy.

– Este es el primero -dijo Tommy.

En la primera página aparecía el calendario de partidos de los Panthers en papel satinado con los resultados añadidos a mano. Cuatro victorias, cuatro derrotas. A continuación venían los programas de los partidos, artículos de periódico y páginas de fotografías. Tommy se señaló en una foto de grupo y dijo:

– Ese soy yo, ya entonces era el número 82, aunque con diez kilos más.

Tenía un aspecto imponente y a Rick estuvo a punto de escapársele que ahora les iría bien parte de ese volumen. Sin embargo, a Tommy le gustaba ir atildado, a la última y tener buen aspecto. Era evidente que la pérdida de ese peso extra había tenido mucho que ver con su vida amorosa.

Hojearon unos cuantos anuarios más y las temporadas empezaron a mezclarse.

– Nunca hemos ganado una Super Bowl -repitió Tommy en más de una ocasión. Señaló un espacio vacío en el centro de una estantería y añadió-: Este es el lugar especial, Riick. Aquí es donde pondré una gran foto de mis Panthers en cuanto ganemos la Super Bowl. Tú saldrás en ella, ¿no, Riick? -Por supuesto.

Tommy le pasó un brazo por encima de los hombros y se dirigieron al comedor, donde les esperaban las bebidas, como dos viejos amigos.

– Estamos preocupados, Riick -dijo, muy serio de repente.

Se hizo un breve silencio. -¿Por qué estáis preocupados?

– Por el partido. Estamos tan cerca… -Se quitó la chaqueta y sirvió dos vasos de vino blanco-. Eres un gran futbolista, Riick, el mejor de toda Parma, tal vez incluso de Italia. Un verdadero quarterback de la NFL. Riick, ¿puedes asegurarnos qué ganaremos la Súper Bowl?

Las mujeres estaban en la terraza, contemplando las flores de la jardinera.

– Nadie puede saberlo, Tommy. Este juego es muy impredecible.

– Riick, tú tienes mucha experiencia, has jugado con grandes jugadores en estadios magníficos. Tú sabes lo que es jugar de verdad, Riick. Seguro que sabes si podemos ganar. -Sí, podemos ganar.

– ¿Es una promesa? -Tommy sonrió y le dio un golpecito en el pecho con el pulgar-. Vamos, amigo, entre nosotros dos. Dime lo que quiero oír.

– Creo firmemente que tenemos posibilidades de ganar los siguientes dos partidos y, por tanto, la Super Bowl, pero, Tommy, solo un idiota lo prometería.

– El señor Joe Namath lo garantizó. ¿Qué fue, en la tercera o en la cuarta Super Bowl?

– En la tercera, y yo no soy Joe Namath. Tommy era tan poco tradicional que no sacó ni queso parmesano in proscitto para picar mientras esperaban la cena. El vino era español. Maddalena sirvió ensalada de espinacas y tomate y a continuación unas pequeñas porciones de bacalao al horno, un plato difícil de encontrar en un recetario de la Emilia Romagna. La pasta brilló por su ausencia. El postre consistió en un bizcocho quebradizo y seco, oscuro como si fuera de chocolate, pero prácticamente insípido.

Rick abandonaba una mesa con hambre por primera vez desde que había llegado a Parma. Después de un café suave y una despedida interminable, se fueron y se detuvieron a comprar un helado de camino a casa.

– Es un baboso -dijo Livvy-, no dejaba de manosearme.

– No le culpo.

– Calla.

– Además, yo le metía mano a Maddalena.

– Es mentira. He estado vigilándote.

– ¿Estás celosa?

– Mucho. -Se metió una cucharada de helado de pistacho entre los labios y dijo, sin sonreír-: ¿Me oyes, Riick? Estoy loca de celos.

– Sí, señora.

Y así sin más alcanzaron un nuevo hito, avanzaron un nuevo paso, juntos: del flirteo al sexo ocasional y de ahí a algo más intenso. De correos electrónicos breves a largas charlas por teléfono. De una historia a distancia a jugar a las casitas. De un futuro próximo incierto a uno que tal vez compartirían. Y ahora a un acuerdo de exclusividad, a la monogamia, sellado con una cucharada de helado de pistacho.

El entrenador Russo estaba harto de oír hablar de la Super Bowl. El viernes por la noche reprendió a su equipo a voz en grito: si no se tomaban en serio al Bolonia, por cierto, un equipo contra el que habían perdido, no jugarían ninguna Super Bowl. Los partidos se juegan de uno en uno, merluzos.

Y volvió a gritarles el sábado mientras practicaban una tanda de ejercicios suaves que habían pedido Niño y Franco. Se presentaron todos los jugadores, la mayoría de ellos una hora antes de lo acordado.

Partieron hacia Bolonia en autobús a las diez de la mañana del día siguiente. Tomaron una comida ligera, unos bocadillos en una cafetería de las afueras de la ciudad, y a la una y media los Panthers bajaron del vehículo y se pasearon por el mejor campo de fútbol americano de Italia.

Bolonia tiene medio millón de habitantes y muchos son amantes del fútbol americano. Los Warriors cuentan con una larga tradición de buenos equipos, ligas juveniles muy activas y dueños competentes, y el césped (que hace las veces de campo de rugby) ha sido reformado para responder a las particularidades del fútbol americano y es objeto de un cuidado mantenimiento. Antes de la ascensión del Bérgamo, el Bolonia dominaba la liga.

Dos autocares llenos de seguidores del Parma llegaron tras su equipo e hicieron una bulliciosa entrada en el estadio. Poco después, ambas aficiones se habían enzarzado en una entusiasta competición para ver cuál de las dos armaba más jaleo. Aparecieron las pancartas. Rick se fijó en una de la zona local que decía: «Comeos al Asno».

Según Livvy, Bolonia era famosa por su gastronomía y, lo que no era de sorprender, aseguraba poseer la mejor cocina de toda Italia. Tal vez el asno asado fuera una especialidad de la región.

En el primer encuentro de ambos equipos, Trey Colby había interceptado tres pases de touchdown en el primer cuarto. En el descanso ya eran cuatro, pero su carrera terminó al principio del tercer cuarto. Ray Montrose, un corredor de habilidad que había jugado en la Rutgers y que había ganado con facilidad el título de corredor de la temporada con 228 yardas por partido, había campado a sus anchas entre la defensa de los Panthers y había anotado tres touchdowns y 200 yardas. El Bolonia había ganado por 35 a 34.

Desde entonces, los Panthers no habían perdido, pero tampoco habían vuelto a jugar un partido con un resultado tan ajustado. Rick esperaba que ese día no fuera diferente. El Bolonia era un equipo que se apoyaba en un solo hombre: Montrose. El quarterback era el prototipo de jugador de universidad pequeña: duro, pero algo lento e irregular incluso en los pases cortos. El tercer estadounidense era un asegurador de Dartmouth que no había conseguido cubrir a Trey. Y Trey no era ni tan versátil ni tan veloz como Fabrizio.

El partido sería emocionante y se anotarían muchos puntos. Rick quería sacar, pero los Warriors ganaron el sorteo de campo. Cuando los equipos se alinearon para la patada inicial, las gradas estaban llenas y en plena ebullición. El retornador era un italiano diminuto. Rick se había fijado en los pases de vídeo que el hombre solía sujetar el balón bajo, lejos del cuerpo, algo que en Estados Unidos lo habría relegado al banquillo.

– ¡Arrancadle el balón! -había gritado Sam como un millar de veces durante la semana-. Si el número 8 recibe el lanzamiento, quitadle el maldito balón.

Sin embargo, primero tendrían que atraparlo. Mientras se abría paso a través del medio del campo, el número 8 ya olía el perfume de la línea de gol. Cogió el balón con la mano derecha, separándolo del cuerpo. Silvio, el apoyador tamaño pinta de cerveza y de gran velocidad, lo atrapó por el costado y le dio un tirón al brazo derecho con tanta fuerza que casi lo descoyuntó. El balón empezó a rodar por el campo. Un Panther lo recuperó. Montrose tendría que esperar.

En la primera jugada, Rick amagó un drive para Franco, luego fintó a Fabrizio en un cinco y fuera. El esquinero, imaginando que iba a realizar una intercepción espectacular a la primera de cambio, picó el anzuelo y Fabrizio quedó desmarcado un largo segundo cuando salió disparado campo arriba.

Rick lanzó el balón con demasiada fuerza, pero Fabrizio sabía lo que le esperaba. Lo atrapó con los dedos, lo detuvo con el tronco y luego se cerró sobre él como si el asegurador se le acercara para placarlo. Sin embargo, el asegurador no consiguió atraparlo. Fabrizio salió corriendo de nuevo, encendió el turbo y poco después cruzaba la línea de gol. Siete a cero.

Para prolongar un poco más la entrada del señor Montrose, Sam ordenó un onside kick. La habían practicado cientos de veces durante la semana anterior. Filippo, el pateador de pies grandes, golpeó la punta del balón a la perfección y este salió rebotando como un loco a través del medio campo. Franco y Pietro se lanzaron tras él, aunque no con intención de tocarlo, sino de aniquilar a los dos Warriors más cercanos. Tumbaron a dos jóvenes pillados por sorpresa que, regresando tranquilamente a la formación en cuña, habían cambiado de opinión y habían decidido probar de anotar el intento tímidamente. Giancarlo saltó la pila con una voltereta y aterrizó sobre el balón. Tres jugadas después, Fabrizio volvía a estar en la zona de anotación.

Montrose por fin tocó el balón en primera y diez desde la treinta y uno. El pase corto al corredor de habilidad era tan predecible como que al día siguiente saldría el sol, y Sam envió a todo el mundo tras el balón menos al profundo libre, por si acaso. A aquello le siguió un placaje de grupo, pero Montrose aun así consiguió un avance de tres. Luego cinco, y cuatro y de nuevo tres. Sus carreras eran cortas y tenía que arrancarle cada yarda a una defensa implacable. El Bolonia por fin se atrevió a probar algo creativo en tercera y uno. Sam ordenó otra carga y cuando el quarterback arrancó el balón del vientre de Montrose y buscó un receptor, encontró uno completamente solo que daba saltos en la línea de banda, agitando los brazos y gritando porque no había un Panther en veinte yardas a la redonda. El pase fue largo y alto, y cuando el receptor lo atrapó en la línea de las diez yardas, los seguidores locales se levantaron y lo vitorearon. Agarró el balón con ambas manos, las mismas que lo dejaron resbalar a continuación, penosa y lentamente, como si todo ocurriera a cámara lenta. Mientras aquel balón de oro se alejaba dando botes de la punta de los dedos del receptor, este se lanzó a por él, cayó de bruces en la línea de las cinco yardas y se golpeó contra el césped.

Casi se lo oía llorar.

El despejador tenía un promedio de veintiocho yardas por patada, media que consiguió bajar desviando una pelota hacia sus propios seguidores. Rick decidió avanzar la ofensiva y sin reunión previa dirigió tres jugadas seguidas a Fabrizio: una ruta de slant a través del centro para doce yardas, una de gancho para once y una de poste para treinta y cuatro yardas y el tercer touchdown en los primeros cuatro minutos del partido.

El Bolonia no se dejó llevar por el pánico y abandonó su plan de juego. Montrose recibía el balón en todas las jugadas y en todas las jugadas Sam ordenaba una carga con un mínimo de nueve defensas. El resultado fue un festival de tortas mientras el equipo atacante hacía avanzar el balón una y otra vez. Cuando Montrose anotó con una carrera de tres yardas, el primer cuarto había acabado.

El segundo cuarto fue muy similar. Rick y su ofensiva anotaban con facilidad mientras que Montrose y la suya pasaban por serias dificultades. En el descanso, los Panthers iban ganando por 38 a 13 y Sam tuvo problemas para encontrar algo de lo que quejarse. Montrose había anotado dos touchdowns en veintiuna carreras y casi doscientas yardas, pero ¿a quién le importaba?

Sam los sermoneó con el típico discurso de los entrenadores sobre las recaídas de la segunda parte, pero hizo una pésima actuación. Lo cierto era que jamás había visto a un equipo, de la categoría que fuera, articularse de una manera tan bella y sencilla después de un inicio tan desastroso. Era evidente que su quarterback se sentía como gallina en corral ajeno y que Fabrizio no solo era bueno, sino genial, y que valía hasta el último céntimo de los ochocientos euros que cobraba al mes. Sin embargo, los demás Panthers habían subido un escalafón. Franco y Giancarlo corrían con seguridad y arrojo. Niño, Paolo el Aggie y Giorgio salían disparados y casi nunca fallaban un bloqueo. A Rick rara vez lo derribaban o lo presionaban. Y la defensa, con Pietro reinando en el centro y Silvio cargando con total abandono, se había convertido en un frenesí de bloqueadores que se arremolinaban alrededor del balón en cada jugada como una jauría de perros.

Los Panthers habían tenido que sacar de algún sitio esa arrogante seguridad en sí mismos con la que soñaba cualquier entrenador, y seguramente el milagro lo había obrado la presencia de su quarterback. Ahora caminaban con la frente alta. Aquella era su temporada y no volverían a perder.

Anotaron en la ofensiva inicial de la segunda parte sin lanzar un pase. Giancarlo hizo un largo recorrido a izquierda y derecha mientras Franco se abría paso como una locomotora a través de la zona intermedia de la línea defensiva. El ataque consumió seis minutos y, con un marcador de 45 a 13, Montrose y compañía salieron al campo con la sensación de derrota. El corredor de habilidad no se dio por vencido, pero tras treinta carreras, perdió fuelle. Tras la treinta y cinco, obtuvo su cuarto touchdown, pero los prodigiosos Warriors iban muy por detrás en el marcador. El resultado final fue de 51 a 27 a favor de los Panthers.

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