7

El timbre tenía ese gemido agudo de una moto barata sin tubo de escape. Llegaba en largas rachas, y puesto que Rick no lo había oído antes, al principio no tenía la menor idea de qué estaba ocurriendo o de dónde procedía. De todos modos, tampoco era capaz de pensar con demasiada lucidez. Después del maratón en el Montana, Sam y él, por razones que ya no estuvieron claras entonces y mucho menos en esos momentos, se habían detenido en un pub para tomar un par de cervezas. Lo último que Rick recordaba vagamente era haber entrado en el apartamento cerca de la medianoche, pero desde ese momento, nada más.

Estaba tumbado en el sofá, demasiado pequeño para que un hombre de su corpulencia consiguiera acomodarse en él y dormir a gusto. Mientras seguía escuchando el zumbido misterioso, intentó acordarse de por qué había elegido el salón en vez de su dormitorio. No recordaba una razón convincente…

– ¡Vale, vale! – le gritó a la puerta cuando alguien llamó con los nudillos-. ¡Ya voy!

Iba descalzo, pero todavía llevaba puestos los téjanos y la camiseta. Se quedó mirándose los morenos dedos de los pies y pensando en las vueltas que le daba la cabeza. Otra vez ese timbre estridente.

– ¡Que sí! -volvió a gritar.

Tambaleante, se acercó a la puerta y la abrió de golpe. Se encontró de frente con un amable Buon giorno con el que le saludó un hombre bajo y fornido con un enorme bigote canoso y una arrugada gabardina marrón. A su lado había un joven policía uniformado que se limitó a saludarlo con una breve inclinación de cabeza.

– Buenos días -dijo Rick con todo el respeto que consiguió reunir.

– ¿Il signor Dockery?

– Sí.

– Soy policía. -Extrajo la identificación de alguna parte del interior de la gabardina, se la paseó a Rick por las narices y la devolvió a su escondite con un movimiento tan natural que parecía advertir: «No haga preguntas». Podría haber sido un tíquet de aparcamiento o el resguardo de la lavandería-. II signor Romo, policía de Parma -añadió entre las hebras del bigote, aunque este apenas se movió.

Rick miró a Romo, luego al poli de uniforme y de nuevo a Romo.

– Muy bien -dijo.

– Tenemos quejas. Tiene que acompañarnos. Rick hizo una mueca e intentó decir algo, pero una arcada retumbó en su estómago y creyó que tendría que salir corriendo, aunque al final se le pasó. Le sudaban las manos y tenía la sensación de que las rodillas estaban a punto de fallarle. -¿Quejas? -repitió, sorprendido.

– Sí. -Roma asintió muy serio, como si ya hubiera tomado una decisión y Rick fuera culpable de algo mucho peor de lo que pudiera tratarse la queja-. Acompáñenos. -Eh, ¿adonde? -Acompáñenos, ahora.

¿Quejas? El pub estaba medio vacío cuando llegaron, y Sam y él, por lo que podía recordar, únicamente habían hablado con el barman. Solo habían charlado de fútbol americano mientras bebían sus cervezas. Una conversación agradable, no había habido ni insultos ni peleas con los demás clientes. No había pasado nada durante el paseo por el centro hasta su apartamento. Tal vez había roncado más alto de lo habitual por culpa del atracón de pasta y vino, pero eso no era un crimen, ¿verdad?

– ¿Quién se ha quejado? -preguntó Rick.

– Se lo explicará el juez. Tenemos que irnos. Los zapatos, por favor.

– ¿Está arrestándome?

– No, eso tal vez luego. Vamos. El juez está esperando.

Para darle más efecto, Romo se volvió y, muy serio, recitó un parlamento de un tirón en italiano al joven policía, quien frunció aún más el ceño y sacudió la cabeza como si las cosas no pudieran ir peor.

Era evidente que no iban a irse de allí sin el signor Dockery. El calzado que tenía más a mano eran los mocasines granate, que encontró en la cocina, y mientras se los ponía y buscaba una chaqueta, se dijo que tenía que tratarse de un malentendido. Se lavó los dientes a toda prisa e intentó deshacerse del regusto a ajo y a vino rancio haciendo gárgaras. Un vistazo al espejo fue suficiente: desde luego parecía culpable de algo. Ojos enrojecidos e hinchados, barba de tres días, pelo enmarañado… Intentó peinarse como pudo y luego recogió la cartera, el dinero, que todavía no había cambiado, las llaves del apartamento y el móvil. Tal vez lo mejor sería llamar a Sam.

Romo y su ayudante lo esperaban pacientemente en el descansillo, fumando, pero sin esposas a la vista. Tampoco parecían demasiado emocionados por ponerse a cazar criminales. Romo había visto demasiadas series de detectives y no había movimiento que no estuviera estudiado.

– Después de usted -dijo, señalando hacia el pasillo con un gesto de cabeza.

Apagó el cigarrillo en un cenicero del descansillo y luego enterró las manos en los bolsillos de la gabardina. El poli de uniforme acompañaba al presunto infractor y Romo cerraba la retaguardia. Bajaron los tres pisos hasta la calle. Faltaba poco para las nueve de la mañana de un espléndido día de primavera.

Había otro policía esperando junto a un pequeño coche italiano con toda la parafernalia: su juego de luces y la palabra «Polizia» pintada en color naranja en los guardabarros. El segundo agente, que jugueteaba con un cigarrillo y estaba estudiando el trasero de dos señoritas que acababan de pasar por su lado, lanzó a Rick una mirada cargada de indiferencia y le dio una calada al cigarrillo.

– Vayamos a pie -dijo Romo-. No queda muy lejos y tengo la sensación de que necesita que le dé el aire.

Ya lo creo, pensó Rick. Decidió cooperar, ganarse algunos puntos con aquellos chicos y ayudarlos a descubrir la verdad, cualquiera que fuera. Romo señaló la calle con un gesto de cabeza y caminó junto a Rick, detrás del primer policía.

– ¿Puedo hacer una llamada? -preguntó Rick.

– Por supuesto. ¿A su abogado?

– No.

Ni siquiera dio señal de llamada, el buzón de voz saltó de inmediato. Rick pensó en Arnie, pero poco podía esperar por esa parte. Cada vez era más difícil localizarlo por teléfono.

Siguieron caminando, cruzaron la strada Farini, pasaron las pequeñas tiendas con las puertas y las ventanas abiertas y junto a las cafeterías en cuyas terrazas la gente se sentaba casi inmóvil con su periódico y su café. Rick empezaba a despejarse y el estómago se le había asentado. No le vendría mal uno de esos cafés bien cargados.

Romo se encendió otro cigarrillo.

– ¿Le gusta Parma? -le preguntó a Rick después de soltar una pequeña bocanada de humo.

– Creo que no.

– ¿No?

– No. No llevo aquí ni un día y ya me arrestan por algo que no he hecho. Así es difícil que te guste ningún sitio.

– No está arrestado -dijo Romo mientras se bamboleaba de un lado al otro como si estuvieran a punto de cederle las rodillas.

Cada tres o cuatro pasos golpeaba el brazo derecho de Rick con el hombro antes de volver a tambalearse.

– ¿Y cómo lo llama usted entonces? -preguntó Rick.

– Aquí las cosas funcionan de otra manera. No es un arresto.

Ah, bueno, eso sí que lo explicaba todo. Rick se mordió la lengua y decidió dejarlo pasar, discutiendo no iba a llegar a ninguna parte. No había hecho nada malo y la verdad pronto saldría a la luz y pondría las cosas en su sitio. Al fin y al cabo aquello no era la dictadura de un país tercermundista donde detenían a la gente al azar para torturarla durante meses. Aquello era Italia, parte de Europa, el corazón de la civilización occidental. Ópera, el Vaticano, el Renacimiento, Da Vinci, Armani, Lamborghini. Todo eso estaba en su guía turística.

Rick se había visto en peores aprietos. La única vez que lo habían arrestado había sido en la universidad, durante la primavera del primer año, cuando se unió de manera voluntaria a un grupo de borrachos decidido a colarse en una fiesta de una fraternidad fuera del campus, lo que acabó en una pelea, varios huesos rotos y la aparición de la policía. Varios camorristas fueron reducidos, esposados, maltratados por los policías y finalmente subidos a la fuerza a la parte de atrás de un furgón policial donde recibieron unos cuantos porrazos más de regalo. Una vez en comisaría, durmieron en el frío suelo de cemento de las celdas de detención en las que solían recluir a los borrachos. Cuatro de los arrestados pertenecían al equipo de fútbol americano de los Hawkeye y varios periódicos airearon de manera sensacionalista su encuentro con la justicia.

Además de la humillación, Rick fue suspendido durante un mes, recibió una multa de cuatrocientos dólares, una bronca monumental de su padre y la promesa de su entrenador de que una sola infracción más, por leve que fuera, le costaría la licenciatura y lo enviaría o bien a la cárcel o a una escuela universitaria.

Rick consiguió que en los cinco años siguientes no le pusieran ni una multa de tráfico.

Cambiaron de acera y doblaron bruscamente hacia un tranquilo callejón adoquinado donde un agente con un uniforme diferente custodiaba la mar de tranquilo una entrada sin indicativo alguno. Se intercambiaron algunos saludos con la cabeza y unas cuantas palabras, y acompañaron a Rick al interior, subieron por nana escalera de peldaños de mármol desgastados hasta la segunda planta y luego siguieron por un pasillo que obviamente albergaba despachos gubernamentales. La decoración no era nada del otro mundo, las paredes necesitaban una capa de pintura y había retratos de funcionarios que ya nadie recordaba colgados en una hilera deprimente.

– Siéntese, por favor -dijo Romo, señalándole un banco de madera basta.

Rick obedeció e intentó ponerse en contacto con Sam una vez más. El mismo mensaje de voz.

Romo desapareció en uno de los despachos. No había ningún nombre en la puerta, nada que indicara adonde habían llevado al acusado o ante quién estaba a punto de comparecer. No parecía que hubiera ninguna sala de tribunal por allí cerca, ni tampoco se oía el bullicio habitual de los abogados, las familias preocupadas y las bromas que se intercambiaban los policías. Se oía el tecleo de una máquina de escribir a lo lejos, timbres de teléfono y alguna que otra voz.

El policía de uniforme se alejó y se puso a hablar con la joven sentada tras el escritorio al cabo del pasillo, a unos diez metros. Pronto se olvidó de Rick quien, solo y sin vigilancia, podría haberse ido con toda tranquilidad. Aunque, ¿para qué?

Pasaron diez minutos y el policía de uniforme se fue sin decir nada. Romo tampoco estaba.

Se abrió la puerta.

– ¿El señor Dockery? -preguntó una mujer agradable, con una sonrisa, franqueándole el paso al despacho.

Rick entró. En la aglomerada habitación que daba a la fachada principal había dos mesas y dos secretarias que le sonreían como si supieran algo que él desconocía. Una de ellas era muy guapa y Rick sintió el impulso innato de decir algo, pero ¿y si no sabía inglés?

– Un momento, por favor -dijo la mujer que lo había hecho pasar, y Rick esperó, incómodo, mientras las otras dos mujeres fingían que reanudaban su trabajo.

Era evidente que Romo había encontrado la puerta lateral y que a esas horas estaría de nuevo en la calle dándole la lata a otro.

Rick se volvió y se fijó en las enormes puertas dobles de madera oscura junto a las cuales había una imponente placa de bronce que anunciaba a su eminencia Giuseppe Lazzarino, Giudice. Rick se acercó unos pasos, luego unos cuantos más y al final señaló la palabra «Giudice».

– ¿Qué pone aquí? -preguntó.

– Juez -dijo la mujer que lo había llamado.

Las puertas se abrieron de golpe y Rick se encontró de frente con el juez.

– ¡Riick Dockery! -exclamó este, tendiéndole con brío una mano mientras lo cogía por el hombro con la otra, como si llevaran años sin verse. De hecho, así era-. Me llamo Giuseppe Lazzarino, un Panther. Soy corredor de poder.

Le estrechó la mano con fuerza, le estrujó el hombro y lo deslumbró con su sonrisa radiante.

– Encantado de conocerte -dijo Rick, intentando retroceder unos centímetros.

– Bienvenido a Parma, amigo -dijo Lazzarino-. Pasa, por favor -añadió tirando de la mano con la que continuaba apresando la de Rick, sin dejar de moverla arriba y abajo.

En cuanto entraron en el despacho, soltó a Rick, cerró ambas puertas y volvió a darle la bienvenida.

– Gracias -dijo Rick, sintiéndose ligeramente violentado-. ¿Eres juez?

– Llámame Franco -le pidió, indicándole un sofá de cuero que había en un rincón.

Saltaba a la vista que Franco era demasiado joven para ser un juez veterano y demasiado mayor para ser un corredor de poder útil. Llevaba la redonda y enorme cabeza completamente rapada; el único cabello que le quedaba era una extraña tirilla en la barbilla. Treinta y tantos, Gomo Nino, pero medía más de uno ochenta y estaba fuerte y en forma. Se dejó caer en una silla y se acercó con ella a Rick, quien se había acomodado en el sofá.

– Sí, soy juez, pero lo que verdaderamente importa es que soy corredor de poder. Franco es mi mote. Franco es mi héroe.

Rick miró a su alrededor y enseguida lo entendió. Franco Harris estaba por todas partes. Una figura recortada de Franco a tamaño natural cubierto de barro y corriendo con el balón. Una foto de Franco y otros Steelers alzando el trofeo de la Super Bowl de manera triunfal por encima de sus cabezas. Una camiseta blanca enmarcada, con el número 32, aparentemente firmada por el propio jugador. Una pequeña figura que representaban Franco Harris con una cabeza desproporcionada sobre el imponente escritorio del juez. Y ocupando un lugar de preferencia en la pared de los diplomas, dos grandes fotografías a todo color, una de Franco Harris con todo el equipamiento de los Steelers menos el casco, y la otra de Franco, el juez, vestido con el equipamiento de los Panthers, sin casco, y con el número 32, tratando de emular a su héroe.

– Adoro a Franco Harris, fue un magnífico jugador italiano -dijo Franco, con los ojos prácticamente húmedos y la voz algo rota-. No hay más que verlo. -Extendió las manos con aire triunfal señalando el despacho, que era un altar a Franco Harris.

– ¿Franco era italiano? -preguntó Rick despacio.

Aunque nunca había sido seguidor de los Steelers y era demasiado joven para recordar la época dorada de la dinastía de Pittsburgh, a Rick siempre le había interesado el juego y su historia. Estaba seguro de que Franco Harris era un tipo negro que jugaba en Penn State y que luego condujo a los Steelers a ganar varias Super Bowls en los años setenta. Era dominante, un verdadero profesional y consiguió un puesto entre las estrellas de todos los tiempos. No había aficionado al fútbol americano que no conociera a Franco Harris.

– Su madre era italiana y su padre era un soldado estadounidense. ¿Te gustan los Steelers? Adoro a los Steelers.

– Bueno, en realidad no mucho…

– ¿Por qué no has jugado con los Steelers?

– Todavía no me han llamado.

Franco estaba sentado en el borde de la silla, emocionado ante la presencia de su nuevo quarterback.

– ¿Te apetece un café? -dijo, poniéndose en pie de un salto. Antes de que Rick pudiera responder, Franco estaba junto a la puerta, gritándole instrucciones a una de las chicas. Iba muy elegante: traje negro ajustado y mocasines italianos en punta, del número 48 como mínimo-. En Parma estamos deseando ganar la Super Bowl -dijo, recogiendo algo de la mesa-. Mira.

Apuntó el mando a distancia hacia el televisor de pantalla plana que había en un rincón y de repente volvió a aparecer Franco, cargaba contra la línea al tiempo que los bloqueadores salían despedidos por los aires, saltaba sobre la pila para un touchdown, zafándose con el brazo de un Brown de Cleveland (¡sí!) y conseguía un nuevo touchdown, recibía una entrega de balón de Bradshaw y derribaba a dos líneas. Se trataba de las épicas, largas y duras carreras de Franco tan agradables de ver. El juez, completamente hipnotizado, agitaba, blandía y sacudía los puños arriba y abajo acompañando cada gran movimiento.

¿Cuántas veces lo habría visto?, se preguntó Rick.

La última jugada era la más famosa, la Inmaculada Recepción, la recepción involuntaria de Franco de un pase desviado y su milagrosa galopada hasta la zona de anotación en un partido de playoff de 1972 contra Oakland. La jugada había dado pie a más debates, reposiciones, análisis y discusiones que cualquier otra en toda la historia de la NFL, y el juez había memorizado hasta el último fotograma.

La secretaria llegó con los cafés y Rick consiguió musitar un precario «Grazie».

Luego volvieron al vídeo. La segunda parte fue interesante, pero también un poco deprimente. Franco, el juez, había añadido sus propias gestas, unas cuantas carreras lentas alrededor o entre los líneas y los apoyadores, quienes eran aún más lentos que él. Le dirigió una amplia sonrisa a Rick mientras veían a los Panthers en acción, el primer atisbo de Rick de su futuro.

– ¿Qué tal? -preguntó Franco.

– No está mal -dijo Rick, una expresión con la que parecía contestar la mayoría de las preguntas que le hacían en Parma.

La última jugada era un pase de pantalla que Franco recibía de un quarterback desmarcado. Se puso el balón en la barriga, se inclinó como un soldado de infantería y empezó a buscar al primer defensa al que derribar. Un par rebotaron contra él, Franco se zafó de ellos con un giro y, desmarcado, puso la quinta y empezó a correr. Dos esquineros hicieron un breve amago de meter los cascos entre aquel remolino de piernas, pero salieron despedidos por los aires como moscas.

Franco se dirigía directo a la línea de banda, esforzándose al máximo por emular al mejor Franco Harris.

– ¿Está puesto a cámara lenta? -preguntó Rick, tratando de parecer gracioso. -Franco se quedó boquiabierto. Lo había ofendido-. Solo bromeaba -se apresuró a decir Rick-, era un chiste.

Franco consiguió fingir que reía. Cuando cruzó la línea de gol, lanzó el balón contra el suelo y se fue la imagen de la pantalla.

– Llevo siete años jugando como corredor de poder -dijo Franco, regresando al borde de la silla- y nunca hemos ganado al Bérgamo. Este año, con nuestro gran quarterback, ganaremos la Super Bowl. ¿Verdad?

– Por supuesto. ¿Dónde aprendiste a jugar al fútbol americano?

– Con unos amigos.

Ambos tomaron un sorbo de café y guardaron un silencio incómodo, a la espera de que el otro dijera algo.

– ¿Qué tipo de juez eres? -preguntó Rick, al final.

Franco se frotó la barbilla y estuvo meditándolo un buen rato, como si nunca antes hubiera pensado en lo que hacía.

– Hago muchas cosas -dijo finalmente, con una sonrisa.

El teléfono del escritorio empezó a sonar y aunque no contestó, Franco le echó un vistazo al reloj.

– Estamos muy contentos de tenerte aquí, en Parma, amigo Rick. Mi quarterback.

– Gracias.

– Te veré en los entrenamientos de esta tarde.

– Por supuesto.

Franco se había puesto en pie; sus otras obligaciones lo reclamaban. Rick no esperaba que lo multaran ni que lo castigaran de ninguna otra manera, pero había que atender las «quejas» de Romo, ¿no?

Era evidente que no. Franco despidió a Rick con los obligatorios abrazos, encajadas de mano y promesas de ayudar en lo que hiciera falta, y Rick se encontró al cabo de poco en el pasillo. Bajó la escalera y salió al callejón, solo, como un hombre libre.

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