6

Fueron en coche hasta cerca de la universidad y aparcaron en una de las infinitas callejuelas. Ya había oscurecido y varios grupos de estudiantes paseaban por las calles charlando a voz en grito. Rick estaba muy callado, así que Sam tomó las riendas de la conversación.

– Una trattoria, por definición, es un local familiar, modesto, donde sirven platos deliciosos y vinos del lugar, las porciones son generosas y no suele ser demasiado caro. ¿Estás escuchándome?

– Sí, claro -contestó Rick. Caminaban a paso apresurado por la acera-. ¿Va a darme de comer o a matarme de aburrimiento?

– Estoy intentando ayudarte a entender la cultura italiana.

– Con una pizza bastaría.

– ¿Por dónde iba?

– La trattoria.

– Ah, sí, que sería lo contrario a un restaurante, que suele ser más elegante y caro. Luego está la osteria. Tradicionalmente era un comedor de taberna, aunque ahora se utiliza para designar casi todo. Y el bar, por el que ya hemos pasado. Ah, y la enoteca, que suele hacer las veces de vinatería, donde sirven queso y embutido con la copa de vino. Creo que con eso estaría todo.

– Veo que aquí nadie se queda sin comer.

– ¿Bromeas?

Sobre la puerta colgaba un pequeño cartel donde se leía Café Montana. A través del ventanal se veía un amplio y alargado espacio con mesas vacías cubiertas con manteles blancos almidonados y dispuestas con platos azules, servilletas y unas copas de vino descomunales.

– Llegamos un poco pronto -dijo Sam-. No empieza a llenarse hasta las ocho, pero Niño está esperándonos.

– ¿Montana? -preguntó Rick.

– Sí, por Joe. El quarterback.

– ¿En serio?

– Muy en serio. A esta gente le encanta el deporte. Cario jugaba hace años, pero se fastidien una rodilla, así que ahora se limita a cocinar. Según dice la leyenda, ostenta todos los récords en cuanto a faltas personales.

Entraron, y fuera lo que fuera lo que Cario estuviera preparando en la cocina, salió a su encuentro de inmediato. El aroma a ajo, cerdo a la parrilla y el delicioso jugo que soltaba la carne se suspendía en el comedor como una nube de humo. A Rick se le hizo la boca agua. Un fuego ardía en una cavidad que había en la pared, un poco más atrás.

Niño irrumpió en el salón por una puerta lateral y empezó a besar a Sam. Le dio un abrazo de oso y a continuación le plantó un beso varonil y ruidoso más o menos en la mejilla derecha y luego otro en la izquierda. Luego tomó la mano de Rick entre las suyas y dijo:

– Rick, mi quarterback, bienvenido a Parma.

Rick le estrechó la mano con firmeza, pero jurándose que daría un paso atrás a la mínima insinuación de besuqueo. No tuvo que hacerlo.

Niño hablaba inglés con fuerte acento italiano, pero se le entendía bien, aunque su «Rick» sonaba más a «Riick».

– Encantado -dijo Rick.

– Soy centro -anunció Niño, orgulloso-, pero cuidadito con esas manos, que mi mujer es celosa.

Niño y Sam se echaron a reír sin complejos y Rick los imitó, algo cohibido.

Niño rozaba el uno ochenta de estatura, era fornido y estaba en forma; seguramente pesaba unos noventa y cinco kilos. Mientras Niño seguía riéndose de su broma, Rick le echó un rápido vistazo y comprendió que iba a ser una temporada muy larga. ¿Un centro que no llegaba al uno ochenta?

Y tampoco era un jovencito. Niño era moreno y lucía una melena ondulada, pero las primeras canas empezaban a asomar en las sienes: tendría unos treinta y tantos. Sin embargo, también poseía un mentón firme y el brillo salvaje en la mirada del hombre al que le gustan las peleas.

Rick se dijo que tendría que buscarse la vida si quería sobrevivir.

Cario salió en tromba de la cocina con su delantal blanco almidonado y el sombrero de cocinero. Aquello sí que era un centro. Casi uno noventa de estatura, ciento diez kilos como mínimo, ancho de espaldas, aunque con una leve cojera. Saludó a Rick calurosamente: un breve abrazo y nada de besos. Su inglés era bastante peor que el de Niño, por lo que no tardó en aparcarlo y pasar al italiano, lo que dejó a Rick un poco al margen.

Sam se apresuró a intervenir.

– Dice que bienvenido a Parma y a su restaurante. Nunca les había hecho tanta ilusión tener a un verdadero héroe de la Super Bowl americana jugando con los Panthers. Y espera que comas y bebas muchas veces en su pequeño establecimiento.

– Gracias -dijo Rick, dirigiéndose a Cario.

Todavía seguían estrechándose la mano. Cario volvió a hablar de nuevo y Sam lo tradujo.

– Dice que el dueño del equipo es amigo suyo y que suele comer en el Café Montana. Y que toda Parma está emocionada con tener al gran Rick Dockery vistiendo de negro y plata.

Silencio. Rick volvió a darle las gracias, esbozó la sonrisa más amable de la que era capaz y se repitió las palabras «Super Bowl». Cario por fin le soltó la mano y empezó a vociferar en dirección a la cocina.

– Super Bowl, ¿de dónde han sacado eso? -le preguntó Rick a Sam en un susurro mientras Niño los acompañaba a su mesa.

– No lo sé. Tal vez no lo haya entendido bien.

– Genial. Dijo que hablaba italiano con fluidez.

– Casi siempre.

– ¿Toda Parma? ¿El gran Rick Dockery? ¿Qué les ha estado contando a esta gente?

– Los italianos lo exageran todo.

Su mesa se encontraba cerca del hogar. Niño y Cario retiraron las sillas para que tomaran asiento, y antes de que Rick se hubiera acomodado en la suya ya tenían a tres jóvenes camareros vestidos de un blanco impecable a punto para servirles. Uno llevaba una enorme bandeja llena de comida, otro una botella tamaño mágnum de vino espumoso y el tercero una cesta de panes y dos botellas, una de aceite de oliva y otra de vinagre. Niño chascó los dedos y señaló algo, Cario gritó a uno de los camareros, quien replicó acaloradamente, y todos se fueron hacia la cocina sin dejar de discutir por el camino.

Rick se lanzó sobre la bandeja. En el centro había un trozo enorme de queso curado de color dorado rodeado de lo que parecían lonchas de fiambre dispuestas en rollitos perfectos. Embutidos suculentos y de sabor intenso que no tenían nada que ver con lo que Rick hubiera visto antes. Mientras Sam y Niño charlaban en italiano, un camarero descorchó el vino y llenó tres copas. Luego se quedó a un lado, pendiente, con la servilleta almidonada doblada sobre el brazo.

Niño las repartió y alzó la suya.

– Un brindis por el gran Riick Dockery y por la Super Bowl para los Panthers de Parma. -Sam y Rick dieron un sorbo a su copa mientras Niño apuraba la mitad de la suya-. Es un malvasia secco de un viñedo de por aquí cerca -les informó-. Toda la cena procede de la Emilia: el aceite de oliva, el vinagre balsámico, el vino y la comida, todo es de aquí -añadió, muy ufano, golpeándose el pecho duramente con el puño-. Los mejores alimentos del mundo.

Sam se inclinó hacia delante.

– Parma se encuentra en la Emilia Romagna, una de las regiones italianas.

Rick asintió con un gesto de cabeza y dio otro sorbo al vino. Durante el vuelo, había ojeado una guía de viajes y sabía dónde estaba… más o menos. Italia tiene veinte regiones y, según el rápido vistazo que le había dado a la guía, casi todas aseguraban ofrecer la mejor gastronomía y el mejor vino del país.

Y ahora, a comer.

Niño dio otro trago a su copa y a continuación se inclinó hacia delante, uniendo las manos por la punta de los dedos, la viva imagen del profesor a punto de impartir una lección sabida de memoria.

– Seguro que conoces el mejor queso de todos: el Parmigiano Reggiano -dijo, señalando el queso con un gesto desenfadado de la mano-, al que vosotros llamáis parmesano. El rey de los quesos, y se elabora aquí mismo. El parmigiano auténtico procede de nuestra pequeña ciudad. Este lo hace mi tío, a cuatro kilómetros de aquí. El mejor. -Se besó la punta de los dedos y, a continuación, cortó varios tacos con habilidad y los dejó en la bandeja mientras continuaba la lección-. Al lado -dijo, señalando la primera loncha enrollada- tenemos el mundialmente famoso prosciutto, al que llamáis jamón de Parma. Solo se hace aquí, con cerdos especiales que se alimentan exclusivamente con cebada, avena y la leche que sobra de hacer el parmigiano. Nuestro prosciutto no se cuece -advirtió, muy serio, negando con el dedo unos instantes para demostrar su desaprobación-, sino que se cura con sal, aire fresco y mucho amor. Dieciocho meses y listo.

A continuación, cogió con pericia una rebanada de pan moreno, la roció con aceite de oliva y le puso encima una loncha de prosciutto y un taco de parmigiano. Cuando consideró que estaba perfecto, se lo tendió a Rick.

– Un minibocadillo -dijo.

Rick se lo comió de un bocado, cerró los ojos y saboreó el momento.

Para alguien a quien seguía gustándole la comida rápida, los sabores le parecieron asombrosos, se apoderaron de hasta la última papila gustativa de su boca y lo obligaron a masticar lentamente. Sam estaba cortando más para él y Niño servía vino.

– ¿Está bueno? -le preguntó Niño.

– Ya lo creo.

Niño le pasó un nuevo bocado a su quarterback y continuó, señalando los embutidos.

– Luego tenemos el culatello, que se obtiene de las patas del cerdo, de la parte que se deshuesa, aunque solo de las mejores; luego se cubre con sal, vino blanco, ajo, muchas hierbas y se frota a mano durante muchas horas antes de embutirlo en una vejiga de cerdo y dejarlo curar durante catorce meses. El aire estival lo seca y los inviernos húmedos lo mantienen tierno. -Mientras hablaba, no dejó de mover las manos: señaló con los dedos, dio un trago, cortó más queso y mezcló vinagre balsámico con aceite de oliva en un cuenco-. Los mejores cerdos se reservan para el culatello -dijo, volviendo a fruncir el ceño-, cerdos pequeños y negros con unas cuantas manchas rojas, seleccionados con sumo cuidado y criados únicamente con alimentos naturales. No se los encierra, no. Estos cerdos corretean libres y comen bellotas y castañas.

Se refería a las criaturas con tanta deferencia que era difícil creer que estuvieran a punto de comerse una.

Rick estaba deseando hincarle el diente al culatello, un embutido que no había visto nunca. Finalmente, tras una pausa en la exposición, Niño le tendió otra pequeña rebanada de pan con una gruesa rodaja de culatello coronada con parmigiano.

– ¿Está bueno? -preguntó.

Rick lo devoró en un abrir y cerrar de ojos y tendió la mano pidiendo más. Volvieron a llenar las copas de vino.

– El aceite de oliva lo hacen en una finca que hay junto a la carretera -le informó Niño-, y el vinagre balsámico es de Módena, a cuarenta kilómetros al este, donde nació Pavarotti. El mejor vinagre balsámico es el de Módena, pero la cocina de Parma es mejor.

La última loncha de embutido, al borde de la bandeja, era el salami Felino, que se hacía prácticamente en el local, se dejaba curar durante doce meses y, por supuesto, era el mejor salami de toda Italia. Después de servírselo a Rick y a Sam, Niño se alejó de repente hacia la entrada del establecimiento para recibir a los clientes que acababan de llegar. Por fin solos, Rick cogió un cuchillo y empezó a cortar gruesos tacos de parmesano. Se llenó el plato de embutido, queso y pan y empezó a devorarlos como si llevara cuatro días sin comer.

– Puede que te conviniera moderarte -le avisó Sam-. Esto es solo el antipasto, el calentamiento.

– Al cuerno con el calentamiento.

– ¿Estás en tu peso?

– Más o menos. Ando alrededor de los cien kilos, unos cuatro por encima de mi peso. Pero los quemaré.

– Esta noche no, no podrás.

Dos hombres enormes, Paolo y Giorgio, se unieron a ellos. Niño se los presentó al quarterback mientras los insultaba en italiano, y cuando acabaron los abrazos y los saludos, los recién llegados se plantificaron en las sillas y miraron fijamente el antipasto. Sam le explicó a Rick que tanto podían jugar en la línea de defensa como en la de ataque, según le conviniera al equipo. Rick se sintió algo más animado al ver que tenían veinte y pocos años, que medían más de uno ochenta, que eran anchos de pecho y que parecían muy capaces de pasarse una persona entre ellos como si fuera una pelota.

Llenaron las copas, cortaron más tacos y atacaron el prosciutto con ganas.

– ¿Cuándo has llegado? -preguntó Paolo en inglés, sin apenas acento italiano.

– Esta tarde -dijo Rick.

– ¿Estás nervioso?

– Sí, claro -contestó Rick, con cierta convicción. Estaba nervioso por saber cuál sería el siguiente plato y nervioso por conocer a las animadoras italianas.

Sam le explicó que Paolo había estudiado una licenciatura en la Universidad de Texas A &M y que trabajaba para la empresa de su familia, la cual fabricaba pequeños tractores y herramientas agrícolas.

– Entonces eres un Aggie -dijo Rick.

– Sí -contestó Paolo, orgulloso-. Me encanta Texas. Allí es donde entré en contacto con el fútbol americano.

Giorgio se limitaba a sonreír, a comer y a escuchar la conversación. Sam le dijo a Rick que Giorgio estaba estudiando inglés y luego le susurró que las apariencias engañaban porque Giorgio no era capaz ni de bloquear una. puerta. Genial.

Cario había vuelto y estaba dando órdenes a los camareros y redisponiendo la mesa. Niño sacó otra botella, la cual, qué sorpresa, procedía de la vuelta de la esquina. Era un lambrusco, un tinto espumoso, y Niño conocía al dueño de la bodega. Les explicó que había muchos y muy buenos lambruscos en la región de la Emilia Romagna, pero que aquel era el mejor. Y el acompañamiento perfecto para los tortellini in brodo que su hermano estaba sirviendo en esos momentos. Niño retrocedió un paso y Cario lanzó una rápida perorata en italiano.

Sam fue traduciéndolo a toda prisa, en voz baja.

– Tortelinis en caldo de carne, un plato muy famoso por aquí. Los pequeños anillos de pasta se rellenan con ternera en su jugo, prosciutto y parmesano. El relleno varía de una ciudad a otra, pero, por descontado, Parma cuenta con la mejor receta para el relleno. La pasta la ha hecho Cario esta tarde al estilo tradicional. Según dice la leyenda, el tipo que creó los tortelinis se inspiró en el ombligo de una bella mujer desnuda. Por aquí corren todo tipo de leyendas relacionadas con la cocina, el vino y el sexo. El caldo está hecho con ternera, ajo, mantequilla y unas cuantas cosas más.

Rick tenía la nariz a pocos centímetros de su cuenco, inhalando los aromas.

Cario hizo una pequeña inclinación y añadió algo más a modo de advertencia.

– Dice que son raciones reducidas porque el primer plato ya está de camino -dijo Sam.

El primer tortelini que Rick probaba en su vida estuvo a punto de hacerle saltar las lágrimas. Nadando en caldo, la pasta y el relleno asaltaron sus sentidos.

– Esto es lo mejor que he probado en mi vida -exclamó de manera espontánea.

Cario sonrió y se retiró a la cocina.

Rick acompañó su primer tortelini con lambrusco y atacó el resto, que nadaba en el espeso caldo. ¿Raciones reducidas?. Paolo y Giorgio no decían nada, completamente concentrados en sus tortelinis. El único que aún guardaba algo de compostura era Sam.

Niño acomodó a una joven pareja cerca de ellos y enseguida apareció con una nueva botella, un maravilloso tinto sangiovese de un viñedo cerca de Bolonia que él visitaba en persona una vez al mes para controlar el progreso de las uvas.

– El siguiente plato es un poco más pesado -advirtió-, por lo que el vino también debe ser más fuerte. -Descorchó la botella con estilo, inspiró el aroma, puso los ojos en blanco a modo de aprobación y comenzó a servir-. Nos espera un verdadero festín -dijo, mientras llenaba cinco copas, sirviéndose él una medida algo más generosa.

Un nuevo brindis, aunque fue más un insulto dirigido a los Lions de Bérgamo, y todos cataron el vino.

Rick siempre había preferido beber cerveza, por lo que aquella inmersión en el mundo de los vinos italianos le resultaba apabullante, pero también deliciosa.

Uno de los camareros empezó a recoger las sobras de los tortelinis mientras otro colocaba en su lugar platos limpios. Cario salió de la cocina dirigiendo el tráfico con aire triunfal y dos camareros pisándole los talones.

– Este es mi plato favorito -anunció Cario en inglés, aunque no tardó en cambiar a una lengua que le era más cercana.

– Es un rollo de pasta relleno -dijo Sam, mientras miraban boquiabiertos el manjar que tenían delante-. Está relleno de ternera, cerdo, hígado de pollo, salchicha, requesón y espinacas y cubierto con pasta fresca.

Todo el mundo dijo «Grazie» menos Rick, y Cario repitió una breve inclinación y desapareció. El restaurante estaba casi lleno y empezaba a haber mucho ruido. Rick sentía curiosidad por la gente que tenía alrededor, aunque eso no le hacía perder bocado. Parecía gente del lugar disfrutando de una salida típica al restaurante del barrio. En Estados Unidos, unos platos como aquellos provocarían una estampida. Allí, eran lo más normal del mundo.

– ¿Vienen muchos turistas por aquí? -preguntó.

– No muchos -contestó Sam-. Los estadounidenses van a Florencia, Venecia y Roma. Tal vez aparecen unos cuantos en verano, aunque casi todos son europeos.

– ¿Qué puede verse en Parma? -preguntó Rick.

La sección que la guía de viajes dedicaba a Parma era bastante escueta.

– ¡Los Panthers! -contestó Paolo, riendo.

Sam también rió, le dio un sorbo al vino y se quedó pensativo unos instantes.

– Es una ciudad pequeña y encantadora de unos ciento cincuenta mil habitantes. La comida y el vino son magníficos. La gente es estupenda, trabaja duro y vive bien. Pero no atrae demasiada atención, y eso es bueno. Estarás de acuerdo, ¿no, Paolo?

– Sí. Nos gusta Parma tal como es.

Rick saboreó un bocado e intentó distinguir la ternera, pero no lo consiguió. Las carnes, el queso y las espinacas se mezclaban en un sabor único. Había saciado el hambre, pero no estaba lleno. Llevaban una hora y media en el restaurante, una comida muy larga para lo que estaba acostumbrado, aunque en Parma con ese tiempo solo habían conseguido llegar a los entrantes. Imitando a los otros tres, empezó a comer muy, muy despacio. Los italianos que los rodeaban hablaban más que comían y un leve ambiente bullicioso dominaba el restaurante. Era evidente que la gente salía a cenar por la comida, pero al mismo tiempo era un acontecimiento social.

Niño se dejaba caer por su mesa de vez en cuando con un rápido «¿Está bueno?» dirigido a Rick. Buenísimo, formidable, delicioso, increíble.

Para el segundo plato, Cario dejó la pasta a un lado. Los platos estaban repletos, aunque en pequeñas porciones, de cotolette alia parmigiana, otro plato famoso de Parma y uno de los favoritos de toda la vida del cocinero.

– Chuletas de ternera a la parmesana -tradujo Sam-. Primero golpean las chuletas de ternera con un pequeño mazo, luego las meten en huevo batido, las fríen en una sartén y a continuación las meten en el horno con una mezcla de queso parmesano y un poco de caldo hasta que el queso se funde. El tío de la mujer de Cario crió la ternera y la trajo esta tarde.

Mientras Cario iba dando explicaciones y Sam las traducía, Nino se encargaba del siguiente vino, un tinto seco de la región de Parma. Les trajeron copas nuevas, incluso más grandes que las anteriores. Nino dio varias vueltas al vino, lo olió y se lo bebió de un trago. Volvió a repetir el gesto orgiástico de poner los ojos en blanco antes de dictaminar su idoneidad. Un amigo íntimo hacía aquel vino, que tal vez era el favorito de Nino.

– Parma es famosa por su cocina, pero no por sus vinos -susurró Sam.

Rick probó el vino, sonrió a la ternera y se prometió que durante lo que quedara de la velada comería más despacio que los italianos. Sam lo miró con atención, convencido de que el primer impacto cultural comenzaba a remitir tras aquella avalancha de platos y vino.

– ¿Suelen comer así todos los días? -le preguntó Rick.

– No a diario, pero es bastante normal -contestó Sam con naturalidad-. Esto es lo habitual en Parma.

Paolo y Giorgio estaban cortando la ternera y Rick atacó la suya lentamente. Las chuletas duraron media hora y cuando ya no quedó nada en los platos, estos fueron retirados con una fioritura. Transcurrió un buen rato durante el que Nino y los camareros atendían las otras mesas.

El postre era obligatorio porque Cario había preparado su especialidad: torta nera, un pastel negro, y porque Nino había reservado un vino muy especial para la ocasión, un blanco espumoso de la provincia. Estaba explicando que el pastel negro, originario de Parma, se hacía con chocolate, almendras y café, y como estaba recién salido del horno, Cario iba a acompañarlo con un toque de helado de vainilla. Nino encontró un hueco, acercó una silla y se unió a sus compañeros de equipo y a su entrenador para comer los postres, a menos que también les apeteciera un poco de queso y una infusión digestiva.

No, no les apetecía. El restaurante seguía medio lleno cuando Sam y Rick empezaron a dar las gracias e intentaron despedirse. Abrazos, palmadas en la espalda, fuertes apretones de manos, promesas de repetir la velada, de nuevo bienvenido a Parma, muchas gracias por la cena inolvidable… El ritual duró una eternidad.

Paolo y Giorgio decidieron quedarse para probar ese queso y acabarse el vino.

– No voy a conducir -dijo Sam-. Podemos ir andando. Tu apartamento no está muy lejos y yo ya cogeré un taxi allí.

– He engordado cinco kilos -dijo Rick, sacando barriga, siguiendo al entrenador un paso por detrás de este.

– Bienvenido a Parma.

Загрузка...