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Debido a un conflicto con el rugby, el entrenamiento del miércoles empezó a las seis de la tarde y fue mucho peor que el del lunes. Bajo una fina y fría lluvia, los Panthers sudaron la camiseta durante treinta minutos de ejercicios y carreras poco entusiastas, pero cuando acabaron, el suelo estaba demasiado húmedo para poder seguir haciendo nada más. El equipo volvió rápidamente a los vestuarios, donde Alex preparó el vídeo y el entrenador Russo intentó ponerse serio con el tema de los Rhinos de Milán, un equipo en expansión que el año anterior había jugado en la categoría inferior. Solo por esa razón los Panthers decidieron no tomarlos en consideración como verdaderos oponentes. Mientras Sam pasaba el vídeo, entre los jugadores corrían los chistes, los golpes bajos y las risas. Al final, cambió la cinta y puso el partido contra el Nápoles. Empezó con una secuencia de bloqueos fallidos por parte de la línea ofensiva y Niño y Franco no tardaron en enzarzarse en una discusión. Paolo, el Aggie de Texas y tackle izquierdo, se ofendió por algo que dijo Silvio, un apoyador, y el ambiente se enrareció. Los golpes bajos se lanzaban con más mala saña y se extendieron por todo el vestuario. Las palabras subieron de tono. Alex, pasando al italiano, no dejó títere con cabeza tras su repaso de todo aquel que llevaba una camiseta negra.

Rick se sentó junto a su taquilla, tranquilo, disfrutando de la bronca generalizada, pero consciente de lo que estaba haciendo Sam. Sam quería problemas, luchas internas, emoción. A menudo, un entrenamiento fastidioso o una sesión de vídeo aburrida pueden ser productivos. El equipo había perdido gas y estaba demasiado seguro de sí mismo.

Cuando encendieron las luces, Sam los envió a todos a casa. Casi nadie abrió la boca mientras se duchaban y se cambiaban. Rick salió a hurtadillas del estadio y se dirigió a toda prisa a su apartamento, se puso sus mejores ropas italianas y a las ocho en punto de la tarde estaba sentado en la quinta fila, a contar desde la orquesta del Teatro Regio. Ahora se sabía Otello al dedillo. Gabriella se lo había explicado todo.

Soportó el primer acto hasta que Desdémona apareció en la tercera escena, cuando entró en el escenario y se postró a los pies de su marido, el loco Otelo. Rick la observó con detenimiento y, con una sincronización perfecta, mientras Otelo se lamentaba de algo, Gabriella echó un rápido vistazo a la quinta fila para comprobar si él estaba allí. A continuación, empezó a cantar la réplica y contrarréplica con Otelo hasta que terminó el primer acto.

Rick esperó un segundo, tal vez dos, y luego empezó a aplaudir. La corpulenta signora de su derecha al principio se sorprendió, pero luego juntó las manos lentamente y acabó imitándolo. Su marido hizo lo mismo y el tímido aplauso se contagió al resto de asistentes. Se habían adelantado a quienes podrían haberse sentido tentados de abuchearla y de repente el público en conjunto decidió que Desdémona merecía un trato mejor del que se le había concedido hasta el momento. Envalentonado, y sabiendo que, de todos modos, a los demás también iba a darles igual, Rick lanzó un estentóreo «¡Bravo!». Dos filas más atrás, un caballero lo imitó, sin duda tan deslumbrado por la belleza de Desdémona como Rick. Unos cuantos sabios más coincidieron con ellos y, al tiempo que caía el telón, Gabriella esperó en el centro del escenario, con los ojos cerrados y una sonrisa apenas perceptible.

A la una de la noche volvían a estar en el pub galés tomando unas copas y hablando de ópera y fútbol americano. La última representación de Otello se llevaría a cabo el domingo, cuando los Panthers estuvieran en Milán dándose de tortas con los Rhinos. Gabriella quería asistir a un partido y Rick la convenció para que se quedara en Parma otra semana.

Los tres estadounidenses tomaron el tren nocturno de las 10.05 del viernes a Milán, poco después del último entrenamiento de la semana, con la ayuda de Paolo el Aggie, quien les hacía de guía. El resto de los Panthers estaba en el Pólipo atracándose de la pizza semanal.

El carrito de las bebidas se detuvo en sus asientos y Rick compró cuatro cervezas, la primera ronda, la primera de muchas. Sly dijo que apenas bebía, que su mujer no lo veía con buenos ojos, pero que en ese momento ella estaba en Denver, muy, muy lejos. Y aún le parecería más remota cuanto más avanzara la noche. Trey dijo que él prefería el whisky, pero que se conformaría con una cerveza. Paolo parecía dispuesto a vaciar un barril.

Una hora después se encontraban a la entrada de la iluminada periferia de Milán y Paolo les aseguró que se conocía la ciudad al dedillo. El chico de campo parecía visiblemente animado por pasar un fin de semana en la ciudad.

El tren se detuvo en la cavernosa Milano Céntrale, la mayor estación de trenes europea, un lugar que había intimidado por completo a Rick un mes antes, al pasar por allí. Se apretujaron en un taxi y se dirigieron al hotel. Paolo se ocupó de todo. Habían escogido un hotel pasable, no demasiado caro, en una zona de la ciudad conocida por su vida nocturna. No hubo visitas culturales a la parte vieja de Milán, no les interesaban ni la historia ni el arte. Sobre todo a Sly, quien ya estaba harto de tantas catedrales, iglesias y calles adoquinadas. Se registraron en el hotel Johnny, al norte de Milán. Era un albergo dirigido por una familia, con cierto encanto y pequeñas habitaciones dobles. Una la ocuparían Sly y Trey y la otra Rick y Paolo. Las camas estrechas no estaban demasiado separadas y, mientras deshacía la maleta a toda prisa, Rick se preguntó hasta qué punto resultaría cómoda aquella distribución si ambos compañeros de habitación tenían suerte con las chicas.

La cena era una prioridad, al menos para Paolo, aunque los estadounidenses podrían haber pasado con un bocadillo por el camino. El italiano escogió un lugar llamado Quattro Morí por el pescado que preparaban; según él necesitaba descansar de tanta pasta y tanta carne parmesana. Comieron lucio recién pescado en el lago Garda y perca a la brasa del lago Como, pero el plato fuerte fue una tenca al horno rellena de miga de pan, queso parmesano y perejil. Paolo, por descontado, prefería una cena como está mandado, calmada, acompañada de vino y seguida del postre y el café. Los estadounidenses estaban listos para salir de marcha.

El primer bar fue un establecimiento al que llamaban discopub, un pub genuinamente irlandés con una larga happy hour tras la que todo el mundo se ponía a bailar sin que quedara un centímetro cuadrado libre. Llegaron sobre las dos de la noche y el pub trepidaba con un estridente grupo de punk británico y cientos de jóvenes que se convulsionaban como poseídos por la música. Apuraron unas cuantas cervezas y se acercaron a unas cuantas chicas. El idioma acabó siendo una barrera.

El segundo local resultó un lugar más tranquilo en el que cobraban diez euros por entrar, pero Paolo conocía a alguien que conocía a alguien más y pasaron gratis. Encontraron una mesa en el piso superior con vistas al escenario y a la pista de baile. Llegó una botella de vodka danés con cuatro vasos con hielo y la velada dio un giro distinto. Rick sacó una tarjeta de crédito y pagó las bebidas. Sly y Trey iban justos de dinero, igual que Paolo, aunque él intentaba disimularlo. Rick, el quarterback, con sus veinte mil al año, estaba encantado en su papel de pez gordo. Paolo desapareció y volvió con tres chicas, tres italianas muy atractivas dispuestas a conocer a los estadounidenses. Una chapurreaba el inglés, pero al cabo de unos minutos de conversación dificultosa, volvieron al italiano con Paolo, y los estadounidenses quedaron educadamente relegados a un segundo plano.

– ¿Cómo vas a ligar si no hablan inglés? -le preguntó Rick a Sly.

– Mi mujer habla inglés.

Trey acompañó a una de las chicas a la pista de baile. -Estas chicas europeas siempre queriendo ver qué tal se les da a los tipos negros -dijo Sly. -Qué tragedia.

Al cabo de una hora, las italianas se fueron y el vodka se acabó.

La fiesta empezó pasadas las cuatro, cuando entraron en un abarrotado bar bávaro con un grupo de música reggae en el escenario. Casi todo el mundo hablaba inglés gracias a la cantidad de estudiantes estadounidenses y veinteañeros que por allí proliferaban. Cuando se alejaba de la barra con cuatro jarras de cerveza, Rick se encontró arrinconado por un grupo de señoritas que, a juzgar por el acento, debían de ser del sur. -De Dallas -dijo una.

Eran agentes de viajes, treintañeras y seguramente casadas, aunque no se veían las alianzas por ninguna parte. Rick dejó las cervezas en la mesa de las chicas y se las ofreció. Al cuerno con sus colegas y el compañerismo. Al cabo de pocos segundos estaba bailando con Beverly, una pelirroja algo entradita en carnes y de piel muy suave. Cuando Beverly bailaba el contacto era total. La pista estaba abarrotada, todos chocaban contra todos y, para mantenerse cerca, Beverly no le sacaba las manos de encima. Lo abrazaba, se abalanzaba sobre él, lo manoseaba, hasta que entre canción y canción propuso al quarterback que se retirasen a un rincón para estar solos, lejos de la competencia. Era una lapa y una lapa muy decidida.

No había señal de los demás Panthers.

Sin embargo, Rick la acompañó de vuelta a la mesa, donde sus amigas agentes de viajes asaltaban a todo tipo de hombres. Bailó con una llamada Lisa, de Houston, cuyo ex marido se había fugado con su socia de bufete, etcétera. Era un aburrimiento; si tenía que elegir, prefería a Beverly.

Paolo apareció por allí para comprobar la integridad de su quarterback, y con su inglés de marcado acento italiano emocionó a las damas con una sarta increíble de mentiras. Rick y él eran jugadores de rugby famosos de Roma que viajaban por todo el mundo con su equipo, ganaban millones y vivían a lo grande. Rick no acostumbraba mentir para ligar porque no solía necesitarlo, pero le divertía ver cómo el italiano se ganaba a su público.

Según le dijo Paolo mientras se trasladaban a otra mesa, Sly y Trey se habían ido con dos rubias que hablaban inglés, aunque con acento extraño. Rick pensó que seguramente serían irlandesas.

Al tercer baile, o tal vez fuera el cuarto, Beverly lo convenció al fin para escabullirse con ella por una puerta lateral y así despistar a sus amigas. Caminaron unas cuantas manzanas sin tener ni la más remota idea de dónde estaban y finalmente llamaron a un taxi. Se manosearon durante diez minutos en el asiento trasero, hasta que el coche se detuvo en el Regency. La habitación de Beverly estaba en la quinta planta. Cuando Rick corrió las cortinas, vio que empezaba a amanecer.

Consiguió abrir un ojo a primera hora de la tarde, con el que vio una uña de pie pintada de rojo y comprendió que Bev seguía durmiendo. Lo cerró y volvió a dormirse. Se sintió todavía más aturdido la segunda vez que se despertó. Ella no estaba en la cama, sino en la ducha, momento que Rick aprovechó para pensar en cómo salir de allí.

Aunque no solía tardar en despedirse y quitárselas de encima, no por eso lo odiaba menos. Siempre era igual. ¿El sexo fácil valía las mentiras precipitadas? «Eh, estuviste genial, pero tengo que irme.» «Claro, te llamaré.»

¿Cuántas veces había abierto los ojos intentando recordar el nombre de la chica, intentando decidir dónde la había conocido, intentando recuperar los detalles del hecho en cuestión o por lo menos el momento trascendental en que se las llevaba a la cama?

El grifo de la ducha seguía abierto. Rick tenía la ropa amontonada junto a la puerta.

De repente se sintió mayor, no necesariamente más maduro, pero desde luego sí cansado del papel del soltero con el brazo de oro que va de cama en cama. Todas las mujeres habían sido de usar y tirar, desde las guapas animadoras de la universidad hasta aquella extraña en una ciudad extranjera.

El número del futbolista semental se había acabado y lo había hecho con el último partido en Cleveland.

Pensó en Gabriella, aunque enseguida intentó borrarla de su mente. Era extraño sentirse culpable tumbado bajo unas sábanas finas oyendo caer el agua de la ducha sobre el cuerpo de una mujer cuyo apellido desconocía…

Se vistió rápidamente y esperó. Cerraron el grifo y Bev salió envuelta en un albornoz.

– Ah, estás despierto -dijo, con una sonrisa forzada.

– Por fin -contestó él, levantándose y con ganas de terminar con aquello lo más rápido posible. Esperaba que ella no intentara retenerlo y quisiera ir a tomar algo, salir a cenar y otra noche de lo mismo-. Tengo que irme.

– Hasta la vista -contestó ella, volviendo sin más al baño y cerrando la puerta.

Rick oyó que corría el pasador.

Fantástico. Ya en el pasillo Rick pensó que Beverly seguramente estaba casada y que se sentía bastante más culpable que él.

Los cuatro amigos intentaron sobrellevar sus resacas mientras daban cuenta de una pizza y unas cervezas e intercambiaban sus historias. Para su sorpresa, Rick encontró absurda aquella conversación de adolescentes.

– ¿Habéis oído hablar alguna vez de la regla de las cuarenta y ocho horas? -preguntó, aunque se apresuró a contestar antes de que ninguno tuviera tiempo de responder-: Es bastante conocida en el fútbol profesional: nada de alcohol cuarenta y ocho horas antes de la patada inicial.

– La patada inicial es de aquí a veinticuatro horas -dijo Trey.

– Al cuerno con esa norma -dijo Sly, apurando su jarra.

– Solo digo que esta noche nos lo tomemos con calma -se explicó Rick.

Los demás asintieron con un gesto de cabeza, pero no se comprometieron a nada. Encontraron un discopub medio vacío y estuvieron lanzando dardos durante una hora mientras el local se llenaba y el grupo de música se preparaba en un rincón. De repente, el pub se atestó de estudiantes alemanes, la mayoría chicas, con ganas de pasárselo bien. Los dardos quedaron olvidados cuando empezó la música.

Y los dardos no fueron lo único.

El fútbol americano era menos popular en Milán que en Parma. Se decía que había unos cien mil yanquis viviendo en Milán y era evidente que la mayoría odiaba ese deporte, ya que apenas unos doscientos acudieron a la patada inicial.

El campo de los Rhinos era un viejo estadio de fútbol europeo con varias gradas, todas descubiertas. El equipo había jugado muchos años en la liga inferior antes de subir aquella temporada. No eran rivales para los magníficos Panthers, lo que complicaba el encontrar una explicación para los veinte puntos de ventaja que los Rhinos les sacaban en el descanso.

El primer tiempo fue la peor pesadilla de Sam. Tal como había temido, el equipo estaba apagado y apático y no había gritos que consiguieran motivarlos. Tras cuatro carreras, Sly estaba en la línea de banda sin aliento. Franco perdió el balón en su primera y última carrera. Su fantástico quarterback parecía un poco lento y no había manera de que completara un pase. En dos de ellos vaciló el tiempo suficiente para que el asegurador de los Rhinos se hiciera con ellos. Rick perdió una entrega de balón y se negó a correr con él. Parecía que llevara botas de cemento.

Mientras abandonaban el campo en el descanso, Sam fue tras su quarterback.

– ¿Estás resacoso? -le preguntó en voz bastante alta, o al menos lo suficiente para que el resto del equipo lo oyera-. ¿Cuánto llevas en Milán? ¿Todo el fin de semana? ¿Has estado borracho todo el fin de semana? ¡Tienes un aspecto que da pena y así es como juegas, y lo sabes!

– Gracias, entrenador -contestó Rick, sin detenerse.

Sam lo siguió, sin separarse de él, y los italianos les abrieron paso.

– Se supone que eres el capitán, ¿de acuerdo?

– Gracias, entrenador.

– Y te presentas con los ojos enrojecidos, resacoso y encima eres incapaz de dar pie con bola. Eres una vergüenza, ¿lo sabes?

– Gracias, entrenador.

En el vestuario, Alex Olivetto lo relevó en italiano y no fue nada agradable. Muchos Panthers lanzaban miradas asesinas a Rick y a Sly, quien apretaba los dientes intentando detener las náuseas. Trey no había cometido errores garrafales en la primera parte, pero desde luego tampoco se había lucido. Hasta el momento, Paolo había conseguido sobrevivir ocultándose entre la masa de humanidad en la línea de golpeo.

Rick tuvo un flashback: volvía a estar en la habitación de hospital de Cleveland, viendo las noticias destacadas de la ESPN y con ganas de alcanzar la bolsa de intravenoso y girar la válvula para que la vicodina entrara libremente en su riego sanguíneo y lo sacara de su miseria.

¿Dónde estaban las drogas cuando las necesitaba? ¿Y se podía saber por qué le gustaba aquel juego?

Cuando Alex se cansó, Franco pidió a los entrenadores que salieran del vestuario, lo que hicieron encantados. A continuación, el juez se dirigió a sus compañeros y, sin levantar la voz, les pidió que se esforzaran más. Todavía tenían tiempo. Los Rhinos eran inferiores.

Lo hizo en italiano, pero Rick captó el mensaje.

El regreso de los Panthers empezó de manera espectacular, aunque terminó casi antes de empezar. En la segunda jugada del tercer cuarto, Sly atravesó la línea como una bala y corrió sesenta y cinco yardas para completar un sencillo touchdown, pero cuando llegó a la zona de anotación, ya no podía más. Apenas le dio tiempo de volver a la línea de banda antes de agacharse detrás del banquillo y vomitar los restos de la juerga del fin de semana. Rick lo oyó, pero prefirió no mirar.

Voló un pañuelo, y al cabo de una pequeña discusión, la jugada fue anulada. Niño había tirado de la máscara de un apoyador y luego había metido una rodilla en su ingle. Fue expulsado y aunque la acción infundió ánimos a los Panthers, también enfureció a los Rhinos. Los insultos y las provocaciones alcanzaron cotas desagradables y Rick escogió el peor momento para amagar una entrega y salir corriendo con el balón. Avanzó quince yardas y, para demostrar su determinación, agachó la cabeza en vez de salir del campo. Acabó masacrado por la mitad de la defensa de los Rhinos. Regresó tambaleante a la agrupación y comunicó una jugada de pase para Fabrizio. El nuevo centro, un hombre de cuarenta años llamado Sandro, hizo un saque defectuoso desde la línea, el balón acabó en pelota suelta y Rick cayó sobre él. Un enorme y enojado tackle lo clavó al suelo, para asegurarse. En tercera y catorce, Rick le lanzó un pase a Fabrizio. La bala iba con demasiada fuerza y alcanzó al joven en el casco, quien se lo quitó de inmediato y se lo lanzó enfadado a Rick en cuanto dejaron el terreno de juego.

Fabrizio también abandonó el campo. La última vez que se le vio iba corriendo en dirección al vestuario.

Sin juego de carrera ni aéreo, al equipo atacante de Rick le quedaban muy pocas opciones. Franco intentaba meter el balón en medio de la pila de jugadores una y otra vez, toda una heroicidad.

Al final del último cuarto, arrastrando un 340, Rick se sentó solo en el banquillo y vio cómo la defensa luchaba con valentía para salvar su orgullo. Pietro y Silvio, los dos apoyadores psicópatas, golpeaban como poseídos y gritaban a la defensa que matara a quien tuviera el balón.

Rick no recordaba haberse sentido peor en ningún otro partido de fútbol. Lo enviaron al banquillo en la última posesión.

– Descansa -le dijo Sam entre dientes, y Alberto salió al campo para unirse a la agrupación.

El avance necesitó de diez jugadas, todas por tierra, y consumió cuatro minutos. Franco machacaba por el centro, y Andreo, que había sustituido a Sly, barrió a izquierda y derecha, un poco lento y sin apenas moverse, pero con absoluta determinación. Jugando únicamente para salvar el orgullo, los Panthers por fin anotaron a diez segundos del final, cuando Franco se abrió camino dando bandazos hasta la zona de anotación. El punto adicional fue bloqueado.

El viaje en autocar de vuelta a casa resultó largo e incómodo. Nadie se sentó con Rick, quien sufrió solo. Los entrenadores se sentaron al principio, indignados. Alguien se enteró por el móvil que el Bérgamo había ganado fuera de casa al Nápoles por 427, lo que empeoró un día ya malo de por sí.

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