3

Aunque hacer las maletas y mudarse casi se había convertido en un ritual, la partida de Cleveland estaba siendo un poco más estresante de lo habitual. Alguien había descubierto que tenía alquilado un apartamento en la séptima planta de un edificio de cristal, cerca del lago, y había dos periodistas greñudos con sus cámaras merodeando cerca de la garita del vigilante cuando Rick atravesó la entrada en su todoterreno negro. Aparcó en la planta subterránea y se dirigió al ascensor a toda prisa. El teléfono de la cocina sonaba cuando estaba abriendo la puerta de casa. El mismísimo Charley Cray dejó grabado un agradable mensaje de voz.

Tres horas después había cargado la ropa, los palos de golf y un equipo de música en el todoterreno. Después de trece viajes de ascensor -los contó- arriba y abajo, el cuello y los hombros lo estaban matando y tenía un dolor de cabeza punzante que los analgésicos no conseguían calmar. No debería conducir bajo los efectos de la medicación, pero iba a conducir.

Se iba, dejaba el apartamento y los muebles alquilados que contenía, huía de Cleveland, de los Browns y de sus odiosos seguidores, se largaba a otro lugar. Aunque no sabía seguro adonde.

Con buen juicio, había arrendado el piso solo por seis meses. Desde la universidad, había vivido a base de contratos cortos y muebles alquilados y había aprendido a no acumular demasiadas cosas.

Se abrió camino entre el tráfico del centro y echó un último vistazo al horizonte de Cleveland a través del retrovisor. ¡Adiós y buen viaje! Estaba la mar de contento de irse de allí. Se juró que no volvería jamás, salvo que tuviera que jugar contra los Browns, por descontado, aunque también se había prometido no pensar en el futuro. Al menos durante una semana.

A medida que dejaba atrás las afueras de la ciudad, tuvo que reconocer que Cleveland se alegraba más de su partida que él.

Había puesto rumbo hacia el oeste, más o menos en dirección a lowa, un poco a desgana, porque no le entusiasmaba la idea de volver a casa. Había llamado a sus padres desde el hospital. Su madre se había interesado por su cabeza y le había suplicado que dejara de jugar. Su padre había querido saber en qué cono estaba pensando al lanzar aquel último pase.

– ¿Cómo van las cosas por Davenport? -le preguntó Rick al final a su padre.

Ambos sabían a qué se refería. A Rick no le interesaba en absoluto la economía local.

– No muy bien -contestó su padre.

Las noticias del tiempo llamaron su atención. Nevadas abundantes en el oeste y una tormenta de nieve en lowa. Rick giró a la izquierda y, encantado, puso rumbo hacia el sur.

Una hora después el móvil empezó a vibrar. Era Arnie, que estaba en Las Vegas, y parecía bastante animado.

– ¿Dónde estás, hijo? -preguntó.

– Acabo de salir de Cleveland.

– Gracias a Dios. ¿Vas a casa?

– No, por ahora solo conduzco, hacia el sur. Tal vez vaya a Florida a jugar un poco al golf.


– Buena idea. ¿Qué tal la cabeza?

– Bien.

– ¿Alguna otra lesión cerebral?-preguntó Arnie, con una risotada impostada.

Rick había oído la misma bromita al menos un centenar de veces.

– Sí, grave -contestó.

– Mira, hijo, tengo algo entre manos, un lugar en la plantilla y la titularidad asegurada. Unas animadoras preciosas. ¿Te interesa oír más?

Rick lo repitió lentamente, convencido de que lo había entendido mal. La vicodina tenía empantanadas varias partes de su delicado cerebro.

– Adelante -dijo al fin.

– Acabo de hablar con el entrenador de los Panthers y te ofrecen un contrato ahora mismo, en el acto, sin hacer preguntas. No es mucho dinero, pero es un trabajo. Seguirás siendo el quarterback, ¡el quarterback titular! Está hecho. Todo depende de ti, hijo.

– ¿Los Panthers?

– Eso mismo. Los Panthers de Parma.

Se hizo un largo silencio durante el cual Rick intentó echar mano a sus conocimientos de geografía. Estaba claro que debía de tratarse de una liga menor, de alguna liguilla independiente tan alejada de la NFL que no se la podía tomar en serio. Seguro que ni siquiera se jugaba en estadios. Arnie tenía mejores cosas que hacer que perder el tiempo con esos equipos.

Sin embargo, no conseguía ubicar Parma.

– ¿Has dicho los Panthers de Carolina, Arnie?

– No estás escuchándome, Rick, los Panthers de Parma.

Había un pueblo llamado Parma en los alrededores de Cleveland. No entendía nada.

– Vale, Arnie, perdona por la lesión cerebral, pero ¿por qué no me dices dónde está Parma exactamente?

– En el norte de Italia, a una hora más o menos de Milán.

– ¿Dónde está Milán?

– También en el norte de Italia. Te compraré un atlas. De todos modos…

– Allí llaman fútbol a otra cosa, Arnie. Te has equivocado de deporte.

– Escúchame bien. En Europa también tienen ligas establecidas desde hace mucho tiempo. Es un deporte con mayúsculas en Alemania, Austria e Italia. Puede ser divertido. ¿Dónde está ese espíritu aventurero?

Rick empezó a notar las punzadas de dolor en la cabeza; necesitaba otra pastilla, pero ya estaba prácticamente colocado y que lo detuvieran conduciendo bajo los efectos de las drogas era lo último que necesitaba. El poli le echaría un vistazo al carnet e iría a buscar las esposas, o incluso la porra.

– Creo que no me interesa.

– Deberías pensarlo, Rick. Tómate un año libre, ve a jugar a Europa, deja que las aguas vuelvan a su cauce por aquí. Tengo que decírtelo, hijo, no me importa seguir haciendo llamadas, pero la cosa está mal, muy mal.

– No me interesa oírlo, Arnie. Mira, ya hablaremos más tarde. Este dolor de cabeza está matándome.

– Claro. Consúltalo con la almohada, pero tenemos que hacer algo, y pronto. El equipo de Parma busca un quarterback. La temporada allí está a punto de empezar y están desesperados. Es decir, no por fichar a cualquiera, pero…

– Ya lo he entendido, Arnie. Ya hablaremos.

– ¿Te suena el queso parmesano?

– Claro.

– Pues lo hacen allí. En Parma. ¿Lo captas?

– Si quisiera queso, iría a Green Bay -contestó Rick, creyéndose muy despierto, a pesar de los medicamentos.

A la afición de los Packers de Green Bay se la conocía como los «cabezaqueso».

– He llamado a los Packers, pero todavía no me han devuelto la llamada. -No quiero oírlo.

Se acomodó en uno de los reservados del restaurante de un abarrotado bar de carretera cerca de Mansfield y pidió patatas fritas y un refresco de cola. Veía un poco borrosas las letras del menú, pero se tomó otra pastilla; el dolor de la zona lumbar estaba matándolo. Había cometido el error de acabar viendo lo más destacado en la ESPN en el hospital cuando el televisor volvió a funcionar. Se había encogido, incluso se había estremecido al ver con qué dureza lo habían golpeado y luego había quedado tumbado en el suelo, hecho un guiñapo.

Dos camioneros de la mesa de al lado empezaron a mirarlo. Genial. ¿Por qué no se habría puesto una gorra y unas gafas de sol?

Susurraban entre ellos y lo señalaban, hasta que al cabo de poco otros clientes empezaron a mirarlo también, algunos sin demasiada simpatía. Rick sintió deseos de salir de allí, pero la vicodina dijo que no, que se lo tomara con tranquilidad. Pidió una ración más de patatas fritas e intentó llamar a sus padres. O bien estaban fuera o no querían responder al teléfono. Llamó a un amigo de la universidad, en Boca, para asegurarse un lugar donde quedarse unos días.

Los camioneros se rieron. Rick intentó no hacerles caso y empezó a garabatear unos números en una servilleta blanca de papel. Los Browns le debían 50.000 dólares por las finales. Seguro que el equipo le pagaba. Tenía unos 40.000 en el banco, en Davenport. Debido a lo inconstante de su carrera, no había invertido en bienes inmuebles. El todoterreno era alquilado: 700 dólares al mes. No tenía más ingresos. Estudió las cifras y calculó que podía contar con unos 80.000.

Dejar de jugar con tres conmociones cerebrales y 80.000 dólares no estaba tan mal como parecía. Un corredor medio de la NFL jugaba tres años, se retiraba con todo tipo de lesiones y con unos 500.000 dólares en su haber.

Los problemas financieros de Rick procedían de inversiones desastrosas. Un compañero de equipo de Iowa y él habían intentado acaparar el mercado de los túneles de lavado en Des Moines. Les habían llovido demandas y su nombre seguía en préstamos bancarios. Era dueño de la tercera parte de un restaurante mexicano en Fort Worth, y los otros dos propietarios, antiguos amigos de Rick, le exigían más capital. La última vez que comió los burritos de allí le entraron retortijones.

Había conseguido evitar la bancarrota con la ayuda de Arnie, los titulares se habrían cebado con él, pero las deudas seguían acumulándose.

Un gigantesco camionero con una impresionante barriga cervecera se acercó, se detuvo junto a él y lo miró con sorna. Era el prototipo del camionero: patillas pobladas, gorra y mondadientes encajado entre los labios.

– Eres Dockery, ¿verdad?

Por un instante, Rick se planteó negarlo, pero al final decidió ignorarlo.

– Eres una porquería, que lo sepas -insistió el camionero en voz alta, para quien quisiera oírlo-. Eras una porquería en Iowa y sigues siéndolo ahora.

Se oyeron varias carcajadas detrás de él, la gente ya se había unido al espectáculo.

Un derechazo directo al barrigón y el tipo estaría gimoteando en el suelo. El simple hecho de que Rick hubiera pensado en ello lo entristeció. Los titulares, ¿por qué estaba tan obsesionado con los titulares?, no tendrían desperdicio: «Dockery se zurra con camioneros». Además, estaba claro que quien leyera el artículo estaría de parte de los otros. Charley Cray haría su agosto.

Rick le sonrió a su servilleta y se mordió la lengua.

– ¿Por qué no vas a Denver? Seguro que alelí te adoran.

Más risas.

Rick añadió unas cuantas cifras más inventadas a la lista y fingió no haber oído nada. Al final, el camionero siguió su camino, con aire arrogante. No todos los días se tiene la oportunidad de increpar a un quarterback de la NFL.

Tomó la 171 hacia Columbus, casa de los Buckeyes. No hacía muchos años que allí mismo había lanzado cuatro pases de anotación delante de cien mil personas, en una preciosa tarde de otoño, y se había abierto camino a través de la defensa con la precisión de un cirujano. El jugador de los Diez Grandes de la semana. Y eso solo sería el principio. El futuro era tan fulgurante que lo cegaba.

Tres horas después se detuvo para repostar gasolina y vio un motel nuevo junto a la estación de servicio. Estaba cansado de conducir. Se había dejado caer en la cama y había decidido dormir varios días de un tirón cuando sonó el móvil.

– ¿Dónde estás ahora? -preguntó Arnie.

– No lo sé. En Londres.

– ¿Qué? ¿Dónde?

– En el Londres de Kentucky, Arnie.

– Hablemos de Parma -dijo Arnie, seco y al grano.

Se traía algo entre manos.

– Creía que habíamos decidido hacerlo más tarde.

Rick se pinzó el puente de la nariz y estiró las piernas lentamente.

– Ya es más tarde. Necesitan una respuesta.

– Vale. Dame detalles.

– Te pagarán tres mil euros al mes durante cinco meses, además de un apartamento y un coche.

– ¿Qué es un euro?

– La moneda de Europa. ¿Hola? Hoy día vale un tercio más que el dólar.

– Entonces, ¿cuánto es eso, Arnie? ¿Cuál es la oferta?

– Sobre unos cuatro mil al mes.

Fue fácil hacer los cálculos, porque no había que hacer muchos.

– ¿El quarterback cobra veinte mil al año? ¿Cuánto cobra un línea?

– ¿Y eso a quién le importa? No eres un línea.

– Por curiosidad. ¿Por qué estás de tan mal humor?

– Porque estoy dedicándole demasiado tiempo a esto, Rick. Tengo otros contratos pendientes de negociar. Ya sabes que la postemporada es un caos.

– ¿Estás deshaciéndote de mí Arnie?

– Claro que no. Lo único que pasa es que, mira, creo que te convendría salir al extranjero una temporada para recargar pilas, ¿sabes?, y dejar que se cure esa pobre cabeza. Dame un poco de tiempo aquí, en casa, para evaluar los daños.

Los daños. Rick intentó incorporarse, pero ninguna parte de su cuerpo colaboró. No había hueso o músculo de la cintura para arriba que no estuviera dolorido. Si Collins no hubiera fallado el bloqueo, no habrían machacado a Rick. Líneas, no puedes vivir ni con ellos ni sin ellos. ¡Él quería líneas!

– ¿Cuánto cobra un línea?

– Nada. Los líneas son italianos y juegan porque les gusta el fútbol americano.

Rick pensó que allí los agentes debían de morirse de hambre. Respiró hondo e intentó recordar él último jugador que conociera que hubiera jugado únicamente por amor al juego.

– Veinte mil -musitó Rick.

– Que es veinte veces más de lo que estás ganando ahora mismo -le recordó Arnie, con bastante crueldad.

– Gracias, Arnie. Siempre puedo contar contigo.

– Mira, hijo, solo será un año. Visita Europa. Dame tiempo.

– ¿Qué tal se juega por allí?

– ¿Y eso qué más da? Tú serás la estrella. Todos los quarterbacks son estadounidenses, pero proceden de universidades menores y ni siquiera entraron en el draft. Los Panthers están emocionados con la sola idea de que consideres su oferta.

A alguien le emocionaba tenerlo en su equipo. Aquello era reconfortante. Pero ¿qué iba a decirles a su familia y a sus amigos?

¿Qué amigos? En la última semana le habían llamado dos personas, ni una más ni una menos.

– Hay algo más -dijo Arnie al cabo de un rato, aclarándose la garganta.

Por el tono, no podía ser nada bueno.

– Te escucho.

– ¿A qué hora te has ido hoy del hospital?

– No lo recuerdo. Puede que sobre las nueve.

– Bueno, debes de habértelo encontrado en el pasillo.

– ¿A quién?

– A un investigador privado. Tu amiguita la animadora vuelve a la carga, Rick, más preñada que nunca, y ahora se ha buscado abogados, unos verdaderos sinvergüenzas que quieren armar jaleo para que salgan sus jetas en el periódico. No dejan de llamar con todo tipo de exigencias.

– ¿Qué animadora? -preguntó Rick, al tiempo que una nueva y dolorosa punzada le atravesaba los hombros y el cuello.

– Tiffany no sé cuántos. -No tiene nada que hacer, Arnie. Se acostaba con la mitad de los Browns. ¿Por qué va a por mí?

– ¿Te acostaste con ella?

– Pues claro, cuando me llegó el turno. Si está buscando el niño del millón de dólares, ¿por qué me acusa a mí?

Una pregunta excelente, proviniendo del miembro del equipo peor pagado. Arnie había hecho hincapié en lo mismo mientras discutía con los abogados de Tiffany.

– ¿Es posible que seas el padre?

– Pues claro que no. Tomé medidas. Hay que ser precavido.

– Bueno, no puede hacerlo público hasta que no te notifique la demanda y si no puede encontrarte, no puede entregártela.

Rick lo sabía muy bien, ya lo habían demandado antes.

– Me esconderé en Florida durante un tiempo. Allí no podrán encontrarme.

– Yo no estaría tan seguro. Esos abogados son bastante agresivos y van en busca de publicidad. Hay formas de dar con la gente. -Hizo una pequeña pausa antes de utilizar el golpe de efecto-. Pero no pueden entregarte la notificación en Italia.

– No he estado nunca en Italia.

– Siempre hay una primera vez.

– Deja que lo piense.

– Por supuesto.

Rick no tardó en quedarse dormido. Había caído en un profundo sueño de diez minutos cuando una pesadilla lo despertó de la siesta con un sobresalto. Las tarjetas de crédito dejan rastro. Estaciones de servicio, moteles, bares de carretera… todos esos lugares estaban conectados a una inmensa red de información electrónica que viajaba por todo el mundo en una fracción de segundo y estaba seguro de que un obseso de la informática con un ordenador potente podía acceder aquí o allá por un buen pellizco para encontrar el rastro y enviar tras él a los sabuesos con una copia de la demanda de paternidad de Tiffany. Más titulares. Más problemas legales.

Cogió la bolsa, que todavía no había deshecho, y huyó del hotel. Estuvo conduciendo una hora más, bastante atontado por la medicación, y encontró un tugurio donde podía alquilarse una habitación barata por horas o por toda una noche y donde aceptaban dinero en efectivo. Se derrumbó sobre la polvorienta cama y no tardó en caer en un profundo sueño de torres inclinadas y ruinas romanas, roncando a pleno pulmón.

Загрузка...