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Era una cama de hospital, eso parecía claro, aunque a veces la certeza iba y venía. Era estrecha, dura y tenía unos relucientes barrotes metálicos alzados a los lados a modo de rejas, para que no escapara. Las sábanas eran lisas y muy blancas. De hospital. La habitación estaba a oscuras, pero la luz del sol intentaba colarse a través de las lamas que cubrían la ventana.

Volvió a cerrar los ojos. Incluso hacer eso le dolía. Los abrió de nuevo y durante un largo y silencioso minuto consiguió apartar la vista de las lamas y concentrarse en su pequeño y borroso mundo. Estaba tumbado de espaldas e inmovilizado por unas sábanas remetidas con firmeza bajo el colchón. Se fijó en un tubito que colgaba a su izquierda. Llegaba hasta su mano y luego desaparecía por detrás. Oyó una voz lejana, en el pasillo. A continuación, cometió el error de intentar moverse, solo quería recolocar ligeramente la cabeza, pero fue peor el remedio que la enfermedad: un dolor punzante le atravesó el cráneo y el cuello y soltó un quejido.

– Rick, ¿estás despierto?

La voz, a la que de inmediato le siguió un rostro, le sonaba. Arnie estaba respirándole en la cara.

– ¿Arnie? -lo llamó, con voz ronca y débil. Tragó saliva.

– Sí, soy yo, Rick. Gracias a Dios que te has despertado.

Arnie, el agente, siempre al pie del cañón cuando se le necesitaba.

– ¿Dónde estoy, Arnie?

– Estás en el hospital, Rick.

– Eso ya lo sé, pero ¿por qué?

– ¿Cuánto hace que estás despierto?

Arnie encontró un interruptor y se encendió una luz junto a la cama.

– No lo sé. Unos minutos.

– ¿Cómo te sientes?

– Como si alguien me hubiera aplastado la cabeza.

– Por poco. Te pondrás bien, confía en mí.

Confía en mí, confía en mí. ¿Cuántas veces le había pedido Arnie que confiara en él? Lo cierto era que jamás había llegado a confiar en Arnie por completo y no había ninguna razón convincente para empezar a hacerlo en esos momentos. ¿Qué sabía Arnie sobre traumas craneales o cualquier otro golpe definitivo que pudieran haberle infligido?

Rick cerró los ojos y respiró hondo.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, con un hilo de voz.

Arnie vaciló y se pasó una mano por la calva. Consultó la hora, las cuatro de la tarde, así que su cliente había permanecido inconsciente cerca de veinticuatro horas. No lo suficiente, pensó apenado.

– ¿Qué es lo último que recuerdas? -preguntó Arnie, apoyando los codos con cuidado sobre las barras laterales e inclinándose hacia delante.

– Recuerdo a Bannister viniendo hacia mí -contestó Rick, tras un breve silencio.

Arnie se pasó la lengua por los labios antes de contestar.

– No, Rick. Esa fue la segunda conmoción cerebral, la de hace dos años, en Dallas, cuando estabas con los Cowboys.

Rick lanzó un gruñido al recordarlo. Tampoco era un buen recuerdo para Arnie: su cliente estaba agachado en cuclillas en la línea de banda mirando a cierta animadora cuando la jugada que estaba desarrollándose en el campo se desvió hacia él y Rick, que no llevaba puesto el casco, fue arrollado por una tonelada de cuerpos en pleno vuelo. Los de Dallas se deshicieron de él al cabo de dos semanas y encontraron a otro quarterback de tercer equipo.

– Rick, el año pasado estabas en Seattle y ahora estás en Cleveland, con los Browns, ¿lo recuerdas?

Rick lo recordó y el quejido fue aún más hondo.

– ¿Qué día es hoy? -preguntó, con los ojos abiertos.

– Lunes. El partido se jugó ayer. ¿No recuerdas nada? -Arnie se mordió la lengua para no añadir que, por el bien de Rick, eso sería lo mejor-. Iré a buscar a una enfermera. Estaban esperando a que te despertaras.

– Todavía no, Arnie. No te vayas. ¿Qué ocurrió?

– Lanzaste un pase y luego te placaron. Purcell cargó por el lado débil y te arrancó la cabeza. No lo viste venir.

– ¿Qué hacía yo en el campo?

Bueno, magnífica pregunta, la misma que había desatado la controversia en todos los programas de las emisoras deportivas de Cleveland y el Medio Oeste. ¿Qué hacía él en el campo? ¿Qué hacía él en el equipo? ¿De dónde cono había salido?

– Ya hablaremos luego de eso -dijo Arnie.

Rick estaba demasiado débil para protestar. Con gran reticencia, su dañado cerebro empezaba a funcionar lentamente tratando de sacudirse el coma de encima y despejarse. Los Browns. El estadio de los Browns, una gélida tarde de domingo, ante una asistencia de público que había batido récords. Las finales, no, más que eso: el título de la AFC.

El terreno estaba helado, duro como el cemento e igual de frío.

En la habitación había una enfermera.

– Creo que está empezando a reaccionar -le informó Arnie.

– Pues qué bien -contestó ella, con poco entusiasmo-. Iré a buscar al médico -añadió, aún menos entusiasmada.

Sin mover la cabeza, Rick la vio salir. Arnie hizo crujir los nudillos, preparándose para partir.

– Oye, Rick, tengo que irme.

– Claro, Arnie. Gracias.

– De nada. Escucha, no hay otra manera de decirte esto, así que seré sincero: los Browns han llamado esta mañana, Wacker, y, bueno… te han cortado.

Los cortes de final de temporada casi se habían convertido en un ritual anual.

– Lo siento -dijo Arnie, aunque solo porque se sintió obligado a hacerlo.

– Llama a los demás equipos -dijo Rick, y desde luego no era la primera vez.

– Es obvio que no va a hacer falta, ya están llamándome ellos.

– Eso es genial.

– No tanto. Están llamándome para avisarme de que no los llame. Me temo que se acabó lo que se daba, hijo.

Era evidente que se había acabado, pero Arnie no tenía valor para decírselo claramente. Tal vez al día siguiente. Ocho equipos en seis años. Solo los Argonauts de Toronto se habían arriesgado a ficharlo por una segunda temporada. Todos los equipos necesitaban un quarterback suplente para su quarterback de reserva, y Rick era el hombre indicado para eso. Sin embargo, los problemas empezaban cuando salía al campo.

– Tengo que irme pitando -dijo Arnie, volviéndole a echar otro vistazo a la hora-. Escucha, hazte un favor y no enciendas la tele. Son despiadados, sobre todo los del ESPN.

Le dio unas palmaditas en la rodilla y salió de la habitación a toda prisa. Junto a la puerta había dos fornidos guardias de seguridad que intentaban no dormirse sentados en unas sillas plegables.

Arnie se detuvo en el puesto de recepción de las enfermeras y habló con el médico, quien al final cruzó el pasillo, pasó junto a los guardias de seguridad y entró en la habitación de Rick. No hubo calidez alguna en el trato con el paciente: se limitó a realizar una rápida comprobación de lo básico sin darle demasiada conversación.

– Habrá que vigilar la evolución neurológica. Solo es una conmoción cerebral normal y corriente más, ¿no es la tercera?

– Creo que sí -contestó Rick.

– ¿Ha pensado en cambiar de trabajo? -preguntó el médico.

– No.

Pues igual le convendría, pensó el facultativo, y no solo por los posibles daños cerebrales. Tres intercepciones en once minutos deberían bastar para convencerte de que el fútbol americano no es lo tuyo. Dos enfermeras aparecieron sin decir nada y se encargaron de las pruebas y el papeleo. En ningún momento se dirigieron al paciente a pesar de tratarse de un atleta profesional soltero, bastante apuesto y en forma. Justo ahora, cuando él más las necesitaba, ellas no podrían haberle hecho menos caso.

En cuanto volvieron a dejarlo solo, Rick empezó a buscar con cuidado el mando a distancia. En un rincón de la habitación había colgado un televisor de tamaño considerable. Quería sintonizar la ESPN y acabar con aquello de una vez por todas. Cada minuto que pasaba era un suplicio, y no solo por el dolor de cabeza o el del cuello, sino porque también tenía la sensación de que alguien le había clavado un cuchillo en la zona lumbar y por la aguda molestia del codo izquierdo, con el que no lanzaba.

¿Placado? Se sentía como si lo hubiera aplastado una hormigonera.

Volvió a entrar la enfermera y esta vez llevaba una bandeja con varias pastillas.

– ¿Dónde está el mando a distancia? -preguntó Rick.

– Ah, la televisión no funciona.

– Arnie la ha desenchufado, ¿no?

– ¿El qué?

– La televisión.

– ¿Quién es Arnie? -preguntó, mientras manipulaba una aguja bastante grande.

– ¿Qué es eso? -quiso saber Rick, olvidando a Arnie por un momento.

– Vicodina. Le ayudará a dormir.

– Estoy cansado de dormir.

– Ordenes del médico, ¿de acuerdo? Tiene que descansar, y mucho.

Inyectó la vicodina en la bolsa de suero intravenoso y comprobó el goteo de los líquidos transparentes.

– ¿Es seguidora de los Browns? -preguntó Rick.

– Mi marido.

– ¿Estuvo ayer en el estadio?

– Sí.

– ¿Tan mal fue?

– No quiera saberlo.

Cuando se despertó, Arnie volvía a estar allí, sentado en una silla junto a la cama, leyendo el Cleveland Post. Al final de la primera plana, Rick consiguió distinguir un titular: «Los seguidores toman el hospital al asalto».

– ¡Qué! -exclamó Rick, reuniendo todas sus fuerzas.

Arnie cerró el periódico de golpe y se puso en pie de un salto.

– ¿Estás bien, hijo?

– De maravilla, Arnie. ¿Qué día es hoy?

– Martes, temprano por la mañana. ¿Cómo estás, hijo?

– Dame ese periódico.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Qué está ocurriendo, Arnie?

– ¿Qué quieres saber?

– Todo.

– ¿Has visto la televisión?

– No. Tú la desenchufaste. Dime la verdad, Arnie.

Arnie hizo crujir los nudillos y se acercó lentamente a la ventana, donde apenas se atrevió a separar las lamas de la persiana. Echó un vistazo al exterior, como si el problema estuviera allí fuera.

– Ayer algunos gamberros vinieron aquí y montaron una escena. La poli supo manejarlos y arrestó a cerca de una docena. Solo era una panda de matones. Seguidores de los Browns. -¿Cuántos?

– El periódico dice que unos veinte. Unos borrachos.

– Y ¿por qué vinieron aquí, Arnie? Solo estamos nosotros dos, agente y jugador. La puerta está cerrada. Por favor, rellena los vacíos.

– Se enteraron de que estabas aquí. Estos días hay mucha gente a la que le gustaría pegarte un tiro. Has recibido un centenar de amenazas de muerte. La gente está disgustada. Incluso yo he recibido amenazas. -Arnie se apoyó contra la pared con cierto aire de suficiencia ahora que alguien consideraba que su vida valía lo suficiente para amenazarlo de muerte-. ¿Sigues sin recordar nada? -preguntó.

– Nada.

– Los Browns van diecisiete a cero por delante de los Broncos a tan solo once minutos del final, aunque decir cero es decir poco para la paliza que les estabais dando. Después del tercer cuarto, los Broncos han conseguido ochenta y una yardas en ataque y tres, sí, lo que oyes, tres primeros downs. ¿Y ahora?

– Nada.

– Ben Marroon está jugando de quarterback porque a Nagle se le desgarró el tendón de la corva en el primer cuarto.

– Eso sí lo recuerdo.

– A once minutos del final, Marroon recibe un golpe a destiempo tremendo y lo sacan del campo. Nadie parece preocupado porque la defensa de los Browns podría detener al general Patton y sus tanques. Entras tú, tercera y doce, lanzas un bello pase cerca de la línea de golpeo hacia Sweeney, quien, mira por dónde, juega con los Broncos y quien cuarenta yardas después se encuentra en la zona de anotación. ¿Recuerdas algo de eso?

– No -contestó Rick, cerrando los ojos lentamente.

– No te esfuerces demasiado. Ambos equipos despejan y a continuación los Broncos pierden el balón. A seis minutos del final, en la tercera y ocho, cambias la jugada y le lanzas a Bryce en una ruta de gancho, pero la pelota sale alta y la atrapa alguien con camiseta blanca, no recuerdo su nombre, pero desde luego corre que se las pela. Diecisiete a catorce. El ambiente está tenso, más de ochenta mil espectadores. Unos minutos antes estaban celebrando la primera Super Bowl de la historia y todo eso. Los Broncos patean, los Browns corren el balón tres veces porque Cooley no consigue que cuaje una jugada de pase, así que los Browns despejan. O lo intentan. El saque es defectuoso, los Broncos se hacen con el balón en la línea de las treinta y cuatro yardas de los Browns, lo cual no es un problema porque en tres jugadas, la defensa de los Browns, que en esos momentos está muy, pero que muy cabreada, los hacen retroceder quince yardas, lejos del gol de campo. Los Broncos despejan, tú tomas el mando en tu yarda seis y en los siguientes cuatro minutos consigues meter el balón en medio de la línea defensiva. El avance se detiene a medio campo, tercera y diez, solo quedan cuarenta segundos para el final. Los Browns no quieren pasar el balón, y mucho menos despejarlo. No sé qué intenciones tiene Cooley, pero tú vuelves a cambiar la jugada, disparas un misil a la banda derecha en dirección a Bryce, que está desmarcado. Justo en el blanco.

Rick intentó incorporarse y por un segundo olvidó sus achaques.

– Sigo sin recordar nada.

– Justo en el blanco, pero demasiado fuerte. La pelota golpea a Bryce en el pecho, rebota y Goodson la atrapa. El tipo galopa hacia la tierra prometida. Los Browns pierden veintiuno a diecisiete. Tú estás en el suelo, casi partido por la mitad. Te suben a una camilla y al tiempo que te sacan del campo, la mitad del público está abucheándote y la otra mitad está celebrándolo como locos. Había bastante jaleo, nunca había oído nada semejante. Un par de borrachos saltan de las gradas y corren hacia la camilla. Te habrían matado, pero aparecen los de seguridad. Se arma una buena y eso también aparece en todos los programas.

Rick se había desplomado en la cama, más hundido que nunca, con los ojos cerrados. Notaba que le costaba respirar. El dolor de cabeza había vuelto, junto con las punzadas de dolor en el cuello y a lo largo de la columna vertebral. ¿Dónde estaban las drogas?

– Lo siento, hijo -dijo Arnie.

La habitación era más acogedora en penumbra, así que Arnie bajó la persiana y volvió a sentarse en la silla, con el periódico. Su cliente parecía difunto.

Los médicos querían darle el alta, pero Arnie había insistido fervientemente en que necesitaba unos cuantos días más de descanso y protección. Los Browns pagaban a los guardias de seguridad y no les hacía ninguna gracia. El equipo también corría con los gastos médicos, por lo que no tardarían en quejarse.

Además, Arnie también estaba harto. La carrera de Rick, si podía llamársela así, estaba acabada. Arnie se llevaba el cinco por ciento y el cinco por ciento de la paga de Rick no llegaba para cubrir los gastos.

– Rick, ¿estás despierto?

– Sí-contestó, con los ojos cerrados.

– Escúchame, ¿de acuerdo?

– Te escucho.

– La parte más difícil de mi trabajo es decirle al jugador que ha llegado el momento de dejarlo. Tú has jugado toda la vida, es lo único que sabes hacer, lo único con lo que sueñas. Nadie está nunca preparado para dejarlo, pero, Rick, viejo amigo, ha llegado el momento de retirarse. No te queda otro remedio.

– Tengo veintiocho años, Arnie -protestó Rick, abriendo los ojos. Unos ojos muy tristes-. ¿Qué quieres que haga?

– Mucha gente se dedica a entrenar. Y a los negocios inmobiliarios. Eras listo, te sacaste una licenciatura.

– Mi licenciatura es en educación física, Arnie, y eso significa que no voy a encontrar un trabajo donde me paguen cuarenta mil al año por enseñar voleibol a niños de sexto. No estoy preparado.

Arnie se levantó y rodeó los pies de la cama como si estuviera reflexionando.

– ¿Por qué no vuelves a casa, descansas un poco y te lo piensas?

– ¿A casa? ¿Qué casa? He vivido en demasiados sitios.

– Tu casa está en Iowa, Rick. Allí todavía te quieren.

Y en Denver ya no digamos, pensó Arnie, pero con gran tino se lo guardó para él.

La idea de que lo vieran por las calles de Davenport, en Iowa, aterrorizaba a Rick, por lo que dejó escapar un gemido ronco. El pueblo seguramente se sentía humillado por el juego de su paisano. Mierda. Pensó en sus pobres padres y cerró los ojos.

Arnie miró el reloj y entonces, sin saber por qué, se percató de que en la habitación no había ni flores ni tarjetas de felicitación deseando que se recuperara. Las enfermeras le habían dicho que ni un solo amigo, ni la familia, ni sus compañeros de equipo, ni nadie que estuviera remotamente relacionado con los Browns de Cleveland se habían pasado por allí.

– Tengo que irme, hijo. Vendré a verte mañana.

Al salir, lanzó el periódico a la cama de Rick con aire despreocupado. En cuanto la puerta se cerró a su espalda, Rick lo recogió, aunque no tardó en desear no haberlo hecho. La policía calculaba que una turba de unas cincuenta personas había iniciado una escandalosa protesta delante del hospital. La cosa había empeorado con la aparición de un equipo de televisión de una cadena de noticias, que empezó a grabarlos. Rompieron una ventana y unos cuantos seguidores borrachos tomaron la recepción de urgencias al asalto, supuestamente en busca de Rick Dockery. Ocho acabaron arrestados. Una foto de grandes dimensiones -primera plana, mitad inferior- mostraba a la turba antes de los arrestos. En dos pancartas rudimentarias podía leerse con claridad: «¡Desenchufadlo ya!» y «Sí a la eutanasia».

Aunque la cosa no quedaba ahí. En el Post trabajaba un periodista deportivo bastante conocido que se llamaba Charley Cray, un gacetillero de tres al cuarto cuya especialidad era la prensa amarilla deportiva. Suficientemente ingenioso para resultar creíble, Cray contaba con una legión de lectores gracias a que se refocilaba en los traspiés y en las debilidades de los deportistas profesionales que ganaban millones, pero que no eran perfectos. Creía saberlo todo y nunca desaprovechaba la oportunidad de lanzar un golpe bajo. La columna del martes, en la primera plana de la sección de deportes, empezaba con el siguiente titular: «¿Podría Dockery encabezar la lista del mayor asno de todos los tiempos?».

Conociendo a Cray, era evidente que Rick Dockery la encabezaba.

La columna, bien documentada y escrita sin piedad, se estructuraba alrededor de la opinión de Cray sobre los mayores pinchazos, cagadas y fracasos individuales de la historia deportiva. Se mencionaba el roletazo que se coló entre las piernas de Bill Buckner en las Series Mundiales de 1986, el pase de anotación que dejó caer Jackie Smith en la decimotercera edición de la Super Bowl, etcétera.

Sin embargo, tal como Cray anunciaba en grandes caracteres de imprenta a sus lectores, aquellas habían sido jugadas muy concretas. En cambio, el señor Dockery había conseguido realizar tres, sí, nada más y nada menos que tres pases nefastos en tan solo once minutos y, por lo tanto, Rick Dockery era incuestionablemente el peor atleta de toda la historia del deporte profesional. El veredicto era irrefutable y Cray retaba a cualquiera a que se lo discutiera.

Rick arrojó el periódico contra la pared y pidió otra pastilla. En la oscuridad, solo, con la puerta cerrada, esperó a que las drogas hicieran efecto, que lo noquearan limpiamente y, con un poco de suerte, que se lo llevaran para siempre.

Se hundió aún más en la cama, se cubrió la cabeza con la sábana y rompió a llorar.

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