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El preparador físico del equipo era un joven universitario esquelético y nervudo con ojos de loco llamado Matteo que chapurreaba un inglés macarrónico a toda velocidad. Tras varios intentos, por fin consiguió hacerse entender: quería darle una friega a su magnífico nuevo quarterback. Estaba estudiando algo relacionado con una nueva teoría del masaje y Rick necesitaba unas friegas desesperadamente, así que el quarterback se estiró en una de las dos camillas y dio carta blanca a Matteo. A los pocos segundos el joven estaba machacándole los tendones de la corva y Rick sintió deseos de ponerse a chillar. Sin embargo, uno no se quejaba durante los masajes, era una norma que jamás había sido violada en toda la historia del fútbol americano profesional. Por mucho que doliera, los jugadores fuertes y grandes no se quejaban nunca durante las friegas.

– ¿Qué tal? -preguntó Matteo, casi sin aliento. -Bien, más lento.

Algo debió de perderse con la traducción, porque Rick acabó enterrando la cara en la toalla. Estaban en los vestuarios, que hacían las veces de sala donde se guardaba el equipamiento y de oficina del equipo técnico. No había nadie más y todavía faltaban cuatro horas para el entrenamiento. Mientras Matteo lo torturaba sin piedad, Rick consiguió abstraerse a la paliza intentando dar con la forma adecuada de dirigirse al entrenador Russo para decirle que prefería no volver a sufrir los ejercicios de calentamiento nunca más. Se acabaron los esprints de resistencia, las flexiones y las abdominales. Estaba en buena forma, al menos lo suficiente para lo que tenía que hacer, y demasiadas carreras podían acabar con una lesión en una pierna, un tirón en un músculo o algo por el estilo. En la mayoría de las concentraciones de pretemporada profesionales, los quarterbacks llevan a cabo sus propias sesiones de estiramientos y calentamiento y tienen sus propias tablas mientras los demás sacan el hígado por la boca.

No obstante, también le preocupaba la opinión del equipo y si lo verían como a un quarterback estadounidense mimado, demasiado bueno para hacer ejercicio y demasiado blando para unas carreras de nada. Los italianos parecían disfrutar con la suciedad y el sudor, y todavía faltaban tres días para poder usar las protecciones.

Matteo se concentró en el trasero y se calmó un poco. El masaje estaba haciendo efecto: los músculos entumecidos y doloridos empezaban a relajarse. Sam apareció y se sentó en la otra camilla.

– Creía que estabas en forma -fue lo primero que dijo, con simpatía.

– Yo también lo creía.

Al ver que tenía público, Matteo retomó el método del martillo neumático.

– Estás bastante dolorido, ¿no?

– Un poco. No suelo correr tantos esprints de resistencia.

– Ya te acostumbrarás. Si aflojas, los italianos creerán que solo eres un niño bonito.

Aquello zanjó el asunto.

– No soy el que vomitó.

– No, pero parecías a punto de hacerlo.

– Gracias.

– Acabo de hablar con Franco. Más problemas con la policía, ¿eh? ¿Estás bien?

– Mientras pueda contar con Franco, que la policía me arreste a diario por cualquier chorrada.

Estaba sudando, de dolor, e intentando aparentar despreocupación.

– Te conseguiremos una licencia temporal y los papeles para el coche. Fue un error mío, lo siento.

– No pasa nada. Franco tiene unas secretarias muy guapas.

– Pues espera a ver a su mujer. También nos ha invitado a Anna y a mí a la cena de mañana.

– Perfecto.

Matteo le dio la vuelta y empezó a pellizcarle los muslos. Rick estuvo a punto de ponerse a gritar, pero consiguió mantener la compostura.

– ¿Podemos hablar de la ofensiva? -preguntó Rick.

– ¿Te has mirado el libro de jugadas?

– Es de instituto.

– Sí, es bastante elemental. Aquí no podemos ponernos demasiado exquisitos. Los jugadores tienen una experiencia limitada y no hay mucho tiempo para entrenar.

– No me quejo, solo me gustaría aportar un par de ideas.

– Adelante.

Matteo se retiró como un cirujano orgulloso y Rick le dio las gracias.

– Buen trabajo -dijo, renqueante.

Sly entró dando brincos con unos auriculares en los oídos, una gorra ladeada y de nuevo con la sudadera de los Broncos.

– ¡Eh, Sly! ¿Por qué no vienes a darte un masaje? -lo llamó Rick-. Matteo es una maravilla.

Intercambiaron algunos puñetazos amistosos -Broncos contra Browns, etcétera- mientras Sly se desvestía hasta quedarse en calzoncillos y se estiraba en la camilla. Matteo hizo crujir los nudillos y se lanzó a la tarea. Sly hizo una mueca de dolor, pero se mordió la lengua.

Dos horas antes del entrenamiento, Rick, Sly y Trey Colby estaban en el campo con el entrenador Russo repasando las jugadas de ataque. Para alivio de Sam, su nuevo quarterback no parecía interesado en cambiarlo todo. Rick propuso un par de cosas, ajustó algunas de las rutas y ofreció ideas para el juego de carrera. Sly le recordó en más de una ocasión que el juego de carrera de los Panthers era muy sencillo: solo había que pasarle el balón a Sly y salir de en medio.

Fabrizio asomó en la otra punta del campo, solo y decidido a seguir así. Empezó una compleja tabla de estiramientos ideada más para lucirse que para relajar los músculos agarrotados.

– Bueno, el segundo día y sigue aquí -dijo Sly observándolo unos momentos.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Rick.

– Que todavía no lo ha dejado -dijo Trey.

– ¿Dejarlo?

– Sí, tiene la costumbre de abandonar por cualquier cosa -explicó Sam-, ya sea un entrenamiento malo, un partido malo o nada.

– ¿Y por qué lo toleráis?

– Porque es nuestro mejor receptor con diferencia -dijo Sam-. Además de que nos sale muy barato.

– El tipo tiene buenas manos -comentó Trey.

– Y vuela -añadió Sly-, es más rápido que yo.

– Venga ya.

– De verdad. Me saca cuatro zancadas en cuarenta yardas.

Niño también llegó pronto y tras una tanda de buon giornos hizo cuatro rápidos estiramientos y se puso a correr alrededor del campo.

– ¿Por qué su trasero da esos respingos? -preguntó Rick mientras lo veían correr.

Sly soltó una sonora carcajada. Sam y Trey también se echaron a reír y Sly aprovechó la oportunidad para ofrecerle un rápido resumen de los glúteos hiperactivos de Niño.

– Durante los entrenamientos no pasa nada, cuando lleva pantalones cortos, pero cuando se pone el equipo y estamos golpeando, entonces se le tensa todo, sobre todo los músculos de las nalgas. A Niño le encanta golpear y a veces incluso se olvida de sacar el balón porque está totalmente concentrado en cargar contra el defensa central. Cuando se posiciona, inclinado, los glúteos le empiezan a temblar, y si los tocas, el tipo da un respingo que casi se sale del campo.

– Tal vez podríamos probar con una formación escopeta -dijo Rick, y todos volvieron a reír, con ganas.

– Claro -dijo Trey-, pero Niño no es demasiado certero. Tendrías que ir detrás del balón por todo el campo.

– Lo hemos probado -dijo Sam-. Es un desastre.

– Hay que hacer que sus saques sean más rápidos -comentó Sly-. Hay veces que he llegado al hueco antes de que le haya pasado el balón al quarterback. Él me persigue, yo no hago más que buscar el maldito balón y mientras tanto Niño ya se ha lanzado a gruñirle a algún pobre desgraciado.

Niño estaba de vuelta y traía a Fabrizio consigo. Rick propuso trabajar la formación escopeta, que hicieran algunas rutas. Sus saques no estaban mal, no se desviaban demasiado, pero eran muy lentos. Llegaron más jugadores de los Panthers y los balones pronto empezaron a volar por el campo mientras los italianos practicaban despejes y pases.

– Una hora y media antes del entrenamiento y ya están ansiosos por empezar -dijo Sam, acercándose a Rick-. Esto levanta el ánimo, ¿eh?

– Lo nunca visto.

– Les encanta este juego.

Franco y su pequeña familia vivían en el último piso de un palazzo que daba a la piazza della Steccata, en el centro de la ciudad. Todo era antiguo: la gastada escalera de mármol por la que tenían que subir, los suelos de madera, las paredes de yeso bellamente agrietado, los retratos de antiguos miembros de la realeza, los techos abovedados con lámparas de araña de plomo y los descomunales sofás de piel y sillas.

Sin embargo, su esposa parecía sorprendentemente joven. Se llamaba Antonella y era una mujer hermosa de cabello oscuro que atraía las miradas, tanto las disimuladas como las más descaradas. Incluso el inglés que empleaba, con fuerte acento italiano, motivó a Rick a querer seguir oyéndola.

Tenían un hijo llamado Ivano, de seis años, y una niña de tres llamada Susanna, a quienes dejaron corretear por allí durante media hora antes de enviarlos a la cama. Una especie de niñera los vigilaba en un segundo plano.

La mujer de Sam, Anna, también era atractiva, y mientras Rick saboreaba su prosecco, dedicó su atención a ambas. Había tenido una breve relación en Florida después de abandonar Cleveland, pero no le costó nada desaparecer sin dejar señales de vida cuando llegó el momento de viajar a Italia. Había visto mujeres bellas en Parma, pero todas hablaban otro idioma. No había animadoras y ya había perdido la cuenta de las veces que había maldecido a Arnie por eso. Rick echaba de menos la compañía femenina, aunque fuera en un cóctel y con las mujeres de sus amigos, de fuerte acento extranjero. Sin embargo, los maridos no se separaban demasiado de ellas y había veces en que Rick se perdía en un mar de italiano cuando los otros cuatro reían las salidas de Franco. Una mujer diminuta y de cabello cano, ataviada con un delantal, se pasaba de vez en cuando con una bandeja de aperitivos: embutidos, queso parmesano y olivas, y luego desaparecía en la estrecha cocina donde estaban preparando la cena.

La mesa donde cenaron fue la sorpresa de la noche: un bloque de mármol negro apoyado sobre dos urnas gigantescas y dispuesto en el patio, una terraza bordeada de flores que daba al centro de la ciudad. La mesa estaba abarrotada de velas, el servicio de plata, flores, porcelana y litros de vino tinto. Se respiraba un aire limpio y tranquilo, aunque algo frío cuando soplaba una suave brisa. Una ópera casi inaudible sonaba desde algún altavoz escondido.

A Rick le concedieron el mejor asiento, desde el que se tenía una vista espectacular de la cúpula de la catedral. Franco sirvió el vino con generosidad y a continuación propuso un brindis por su nuevo amigo.

– Por una Super Bowl para Parma -dijo, casi lujuriosamente, como broche.

¿Dónde estoy?, se preguntó Rick. Por lo general, en marzo solía encontrarse en Florida, viviendo de gorra en el piso de algún amigo, jugaba al golf, levantaba pesas, corría e intentaba mantenerse en forma mientras Arnie se hartaba a llamadas buscando desesperado un equipo que necesitara a alguien con un buen brazo. Nunca perdía la esperanza. La siguiente llamada podía significar el próximo contrato. El siguiente equipo podía significar el gran despegue. Con la primavera siempre se renovaba el sueño de que finalmente encontraría su sitio: un equipo con una gran ofensiva, un magnífico coordinador, unos receptores fabulosos, etcétera. Sus pases serían certeros, los defensas se desmoronarían, la Super Bowl, la liga profesional, un contrato jugoso, publicidad, fama, montones de animadoras…

En marzo todo parecía posible.

¿Dónde estoy?

El primer plato, o antipasto, consistía en gruesas rajas de melón cantalupo cubiertas por finas lonchas de prosciutto. Franco sirvió más vino mientras explicaba que aquel plato era muy popular en toda la región de la Emilia Romagna, algo que Rick había oído más de una vez, aunque, por descontado, el mejor prosciutto solo se hace en Parma. Incluso Sam puso los ojos en blanco.

– Rick, ¿te gusta la ópera? -le preguntó Franco, tras varios bocados entusiastas.

Responder con un sincero «Ni en broma» habría sido un insulto para cualquiera a doscientos kilómetros a la redonda así que Rick prefirió no jugársela.

– No es lo que más se oye en casa.

– Aquí es lo más grande -afirmó Franco. Antonella sonrió a Rick mientras le daba un mordisquito a un trocito de melón-. Te llevaremos algún día, ¿qué te parece? Tenemos el Teatro Regio, el teatro de ópera más bello del mundo -insistió.

– A los parmesanos les vuelve locos la ópera -intervino Anna, sentada junto a Rick.

Tenía a Antonella justo enfrente y Franco, el juez, presidía la mesa.

– ¿De dónde eres? -le preguntó Rick a Anna, deseoso de cambiar de tema.

– De Parma. Mi tío fue un gran barítono.

– El Teatro Regio supera en mucho a La Scala de Milán -comentó Franco, aunque no parecía dirigirse a nadie en concreto, así que Sam decidió cuestionarlo.

– Pero ¿qué dices? La Scala es el mejor.

Franco abrió los ojos como si estuviera a punto de lanzarse al ataque. Tuvo que reprenderlo en italiano y por un momento todo el mundo escuchó en un silencio incómodo. Por fin recobró la compostura y dijo, en inglés:

– ¿Cuándo has ido a La Scala?

– Nunca.-respondió Sam-. Solo la he visto en fotos.

Franco se echó a reír a carcajadas mientras Antonella iba en busca del siguiente plato.

– Te llevo a la ópera -le dijo Franco a Rick, quien se limitó a sonreír intentando imaginar algo peor.

El primo piatto consistía en anolini, una pasta de forma redonda rellena de parmesano y ternera y cubierta de setas de Burdeos, a las que allí llamaban porcini. Antonella explicó que ea un plato muy famoso de Parma e hizo una descripción en el inglés con acento italiano más hermoso que Rick hubiera oído jamás. Al quarterback le daba igual cómo supiera la pasta, solo quería que Antonella siguiera hablando.

Franco y Sam se pusieron a discutir sobre ópera, en inglés. Anna y Antonella de los niños, en inglés. Hasta que finalmente Rick dijo:

– Por favor, hablad en italiano, suena mejor. Y así lo hicieron. Rick disfrutó de la comida, del vino y de la vista. La cúpula de la catedral estaba majestuosamente iluminada y el tráfico y los transeúntes animaban el centro de Parma.

Los anolini dieron paso al secondo piatto, el plato principal, un capón relleno asado al horno. Franco, quien ya llevaba unas cuantas copas de vino, describió gráficamente que el capón era un pollo al que castraban, ¡zas!, cuando cumplía dos meses. -Eso realza el sabor -explicó Antonella, dejando la impresión, al menos en Rick, de que las partes desechadas podrían estar en el relleno.

Sin embargo, tras dos mordiscos de prueba, le dio completamente igual. Con o sin testículos, el capón estaba delicioso. Comió despacio, entretenido por los italianos y su pasión por conversar en la mesa. A veces se centraban en él y le preguntaban sobre su vida, pero luego regresaban poco a poco a su lengua musical y se olvidaban de él. Incluso Sam, de Baltimore and Bucknell, parecía más cómodo charlando con las mujeres en italiano. Por primera vez desde que había llegado a su nuevo hogar, Rick tuvo que admitir que aprender algunas palabras de italiano no estaría tan mal. De hecho, sería una buena idea si quería tener algo que hacer con las chicas.

Tras el capón llegó el queso y otro vino, y luego el postre y el café. Rick se despidió educadamente poco después de medianoche. Fue dando un paseo nocturno de vuelta a casa y cayó redondo en la cama, sin desvestirse.

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