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El Stadio Lanfranchi se encuentra al noroeste de Parma, dentro de los límites de la ciudad, pero alejado de los edificios antiguos y las calles estrechas. Es un campo de rugby, donde juegan dos equipos profesionales, que los Panthers alquilan para practicar fútbol americano. Las gradas laterales están resguardadas por una cubierta, cuenta con cabinas para la prensa y con una superficie de hierba natural bien cuidada a pesar del ajetreo que tiene que soportar.

En el Stadio Tardini, un campo bastante más grande, a un kilómetro y medio al sudeste de la ciudad, se juega al fútbol europeo y atrae a una mayor cantidad de público, que se reúne allí para celebrar la actual razón de vivir de Italia. Aunque tampoco hay mucho que celebrar. El humilde equipo parmesano a duras penas se mantiene en la primera división de la prestigiosa liga italiana de fútbol. A pesar de todo, el equipo todavía consigue arrastrar a sus fieles; unos treinta mil sufridos seguidores los siguen con devoción religiosa un año tras otro, partido tras partido.

Esos son unos veintinueve mil más de los que suelen ir a ver a los partidos de los Panthers en el Stadio Lanfranchi. A pesar de dar cabida hasta a tres mil seguidores, casi nunca consiguen vender todas las localidades. De hecho, no hay nada que vender: la entrada es gratuita.

Rick Dockery caminó lentamente hasta la mitad del campo mientras las sombras se alargaban a sus pies, con las manos metidas en los bolsillos del tejano y los andares sin rumbo de un hombre en otro mundo. De vez en cuando se detenía y pisoteaba el suelo con el mocasín para comprobar la consistencia del césped. No había pisado un campo desde el último partido en Cleveland.

Sam estaba sentado en la quinta fila de la zona local, observando a su quarterback y preguntándose qué estaría pensando.

Rick pensaba en una concentración de pretemporada que había realizado en verano, no hacía mucho; un breve pero despiadado suplicio con un equipo profesional, aunque no recordaba exactamente con cuál. Ese verano, la concentración se había llevado a cabo en una pequeña universidad con un campo similar al que ahora estaba inspeccionando. Una universidad que jugaba en tercera, una diminuta institución con su obligatoria residencia rústica de estudiantes, su cafetería y sus vestuarios diminutos, el típico lugar que algunos equipos de la NFL elegían para que la concentración fuera lo más dura y austera posible.

Y también pensaba en el instituto. En Davenport South había jugado todos los partidos delante de más gente, tanto en casa como fuera. El tercer año de instituto perdió la final estatal ante once mil personas, una cifra tal vez algo baja para las que suelen reunirse en Texas, pero aun así una buena asistencia para tratarse de fútbol americano de instituto y en Iowa.

Sin embargo, en aquellos momentos Davenport South quedaba muy lejos, igual que muchas otras cosas que en alguna ocasión le parecieron importantes. Se detuvo en la zona de anotación y observó atentamente los postes, que eran un poco extraños: altos, pintados de azul y amarillo, asegurados al suelo y envueltos con colchonetas verdes donde se anunciaba una cerveza. Rugby.

Subió los escalones y se sentó junto al entrenador.

– ¿Qué te parece? -preguntó Sam.

– Bonito campo, pero le faltan algunas yardas.

– Diez, para ser exactos. Los postes tienen una separación de 110 yardas, pero necesitamos veinte para las dos zonas de anotación, así que jugamos en lo que queda, en las 90 yardas restantes. La mayoría de los campos en los que jugamos están pensados para el rugby; por lo tanto tenemos que apañarnos con lo que hay.

Rick se lamentó y sonrió.

– Pues vale.

– No tiene nada que ver con el estadio de los Browns, en Cleveland.

– Gracias a Dios. Cleveland nunca me gustó, ni la ciudad, ni los seguidores, ni el equipo, y odiaba el campo. Estaba junto al lago Erie, viento cortante y un suelo duro como el cemento.

– ¿Qué parada te ha gustado más?

Rick soltó una risa forzada.

– Parada, se podría describir así. He estado aquí y allí, pero nunca he encontrado mi sitio. Dallas, supongo. Prefiero el tiempo un poco más cálido. -El sol casi se había puesto y el aire se estaba volviendo más frío. Rick metió las manos en los bolsillos del tejano ajustado-. Bueno, hábleme del fútbol americano en Italia. Cuándo llegó aquí y eso.

– Los primeros equipos aparecieron hace unos veinte años y se extendieron como la pólvora, sobre todo aquí, en el norte. La Super Bowl de 1990 atrajo a cerca de veinte mil seguidores, aunque el año pasado fueron muchos menos. Luego decayó por un tiempo, pero ahora vuelve a estar en auge. Hay nueve equipos en primera, unos veinticinco en segunda y los pequeños juegan al fútbol flag.

Se hizo otro silencio mientras Rick volvía a recolocar las manos. Los dos meses en Florida le habían dejado un bronceado intenso, pero también la piel sensible. El moreno estaba empezando a desaparecer.

– ¿Cuántos seguidores vienen a ver a los Panthers?

– Depende. La entrada es gratuita, así que nadie lo cuenta. Tal vez unos mil, pero cuando viene el Bérgamo no queda ni un asiento libre.

– ¿El Bérgamo?

– Los Lions de Bérgamo, los eternos campeones.

Rick lo encontró divertido.

– Lions y Panthers. ¿Todos llevan nombres de la NFL?

– No, también están los Warriors de Bolonia, los Gladiatori de Roma, los Rhinos de Milán, los Marines Lazio, así como los Dolphins de Ancona y los Giants de Bolzano.

Rick rió entre dientes al oír los nombres.

– ¿Qué tiene de gracioso? -preguntó Sam.

– Nada. ¿Dónde me he metido?

– Es normal, aunque la primera impresión se pasa rápido. En cuanto metas la primera y empieces a anotar, te sentirás como en casa.

Yo no anoto, se vio tentado a decir Rick, pero se lo pensó dos veces.

– Entonces, ¿el Bérgamo es el equipo a batir?

– Sí, han ganado ocho Super Bowls consecutivas y sesenta y un partidos seguidos.

– La Super Bowl italiana, ¿cómo no he oído hablar antes de ella?

– Hay mucha gente que no sabe ni que existe. En las páginas de deportes salimos al final de todo, después de la natación y las motos, aunque la Super Bowl se emite por televisión. Claro que en uno de los canales minoritarios.

Tan aterrorizado estaba ante la idea de que sus amigos descubrieran que estaba jugando a un fútbol para escolares en Italia, que la perspectiva de que no hubiera prensa ni partidos televisados era bastante atractiva. Rick no buscaba la gloria en Parma, solo una pequeña paga mientras Arnie y él esperaban a que ocurriera un milagro en casa. No quería que nadie supiera dónde estaba.

– ¿Con qué frecuencia se entrena?

– Nos dejan el campo los lunes, miércoles y viernes, a las ocho en punto de la tarde. Estos tipos trabajan durante todo el día.

– ¿De qué trabajan?

– De todo. Hay un piloto de aerolínea, un ingeniero, varios camioneros, un agente inmobiliario, contratistas, uno de los chicos tiene una quesería, otro es dueño de un bar, un dentista, un par o tres trabajan en un gimnasio, dos albañiles y un par de mecánicos.

Rick repasó la lista mentalmente, poco a poco. La impresión inicial empezaba a desvanecerse.

– ¿Qué tipo de ofensiva utilizan?

– Nos atenemos a lo básico. Formación Power I, mucho movimiento y despistar al contrario. El quarterback que teníamos el año pasado no sabía lanzar, lo que limitaba bastante nuestro ataque.

– ¿El quarterback no sabía lanzar?

– Bueno, saber, sabía, pero no mucho.

– ¿Tenemos un corredor?

– Sí, por supuesto: Slidell Turner. Un jovencito negro de Colorado, seleccionado en el último momento por los Coks hace cuatro años. Luego se deshicieron de él, dijeron que era demasiado bajo.

– ¿Cuánto mide?

– Uno ochenta. Demasiado bajo para la NFL, pero perfecto para los Panthers. Aquí tienen problemas para alcanzarlo.

– ¿Qué cono está haciendo un tipo negro de Colorado en Parma?

– Jugar al fútbol americano mientras espera la llamada. Lo mismo que tú.

– ¿Tengo receptor?

– Sí, Fabrizio, uno de los italianos. Grandes manos, grandes pies, gran ego. Cree que es el mejor jugador italiano de fútbol americano de todos los tiempos. Muy absorbente, pero es un buen tipo.

– ¿Sabrá atrapar mis pases?

– Lo dudo. Para ello tendría que entrenar mucho más. No te lo cargues el primer día.

– Tengo frío -dijo Rick, poniéndose en pie de un salto-. Movámonos un poco.

– ¿Quieres ver el vestuario?

– Claro, ¿por qué no?

Los vestuarios estaban junto a la zona de anotación norte, y mientras se dirigían hacia allí un tren pasó cerca de ellos, a un tiro de piedra. El interior del alargado y achatado edificio estaba adornado con gran cantidad de pósters de propaganda de los patrocinadores. El rugby acaparaba casi todo el espacio, pero los Panthers disponían de una pequeña habitación llena de taquillas y equipamiento.

– ¿Qué te parece? -preguntó Sam.

– Un vestuario -contestó Rick.

Intentó evitar las comparaciones, pero por un instante no pudo evitar recordar las lujosas dependencias de los flamantes estadios de la NFL. Alfombras, taquillas forradas de madera lo bastante grandes para aparcar un coche pequeño en su interior, asientos reclinables de cuero para los jugadores de las líneas defensiva y ofensiva y compartimentos privados en unas duchas más grandes que aquello. En fin. Se dijo que podría soportar cualquier cosa durante cinco meses.

– Esta es la tuya -dijo Sam, señalando una taquilla.

Rick se acercó a su consigna, una vieja caja de metal en la que solo había un casco blanco de los Panthers colgando de un gancho. Había pedido el número ocho, el mismo que estaba dibujado en la parte trasera del casco. Talla siete y medio. La taquilla de Slidell Turner estaba a la derecha y Trey Colby era el nombre que aparecía en la de la izquierda.

– ¿Quién es este? -preguntó Rick.

– Colby es nuestro profundo libre. Jugaba en el Universidad de Miss. Comparte piso con Slidell, son los dos únicos jugadores negros del equipo. Este año solo tenemos tres estadounidenses. El año pasado eran cinco, pero volvieron a cambiar las normas.

Las camisetas y los pantalones del equipo estaban doblados y apilados con sumo cuidado en una mesa en el centro. Rick los inspeccionó con detenimiento.

– Son buenos -dijo al fin.

– Me alegro de que te gusten.

– Antes mencionó algo de cenar. No sé si es una cena, una comida o un desayuno lo que mi cuerpo necesita ahora, pero sea lo que sea será bienvenido.

– Conozco el lugar perfecto. Es una vieja trattoria que llevan dos hermanos. Cario se encarga de la cocina y de los fogones mientras que Niño es el que está de cara al público y se asegura de que todo el mundo esté bien servido. Niño también es tu centro, y no te sorprendas cuando lo conozcas. Seguramente el centro de tu instituto era más grande que él, pero en el campo es duro como una roca y machacar a la gente un par de horas a la semana es lo que él entiende por pasárselo bien. También es el traductor de la ofensiva. Tú comunicas las jugadas en inglés, Niño hace una rápida versión en italiano, tú deshaces el agrupamiento y rezas para que Niño no se haya equivocado con la traducción mientras caminas hacia la línea. La mayoría de los italianos se defienden más o menos en inglés y no dudan en dejarse llevar por el primer impulso. A menudo ni siquiera esperan a que Niño acabe de hablar. Hay jugadas en que cada uno va por su lado y tú no tienes ni idea de lo que está pasando.

– Y cuando eso ocurra, ¿qué hago?

– Correr como si te fuera la vida en ello.

– Puede ser divertido.

– Tal vez, pero esta gente se lo toma en serio, sobre todo en el fragor de la batalla. Les encanta golpear, tanto antes como después de que suene el silbato. Despotrican y pelean, pero luego se dan un abrazo y se van a beber juntos. Puede que esta noche nos acompañe durante la cena un jugador llamado Paolo que habla muy bien el inglés, igual que tal vez uno o dos más. Tienen muchas ganas de conocerte. Niño se encargará de la comida y el vino, así que no te preocupes por el menú. Te chuparás los dedos, créeme.

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