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Por fortuna, la Gazzettadi Parma no mencionó el partido. Sam leyó la página de deportes a primera hora del lunes y por una vez se alegró de estar justo en medio de la tierra del fútbol europeo. Pasó las hojas del periódico mientras esperaba a Hank y a Claudelle Withers, de Topeka, aparcado en la acera del hotel Palace María Luigia. Se había pasado el sábado anterior enseñándoles los lugares más destacadas del valle del Po y habían pedido otro día entero de visitas.

Sam se lamentaba de no haber pasado el domingo también con ellos y haberse saltado Milán.

En ese momento sonó su teléfono móvil.

– ¿Sí?

– Sam, soy Rick.

Sam dio un pequeño respingo, tuvo un mal presentimiento y al final dijo:

– ¿Qué ocurre?

– ¿Dónde está?

– Hoy hago de guía. ¿Por qué?

– ¿Tiene un momento?

– No, como ya te he dicho, estoy trabajando.

– ¿Dónde está?

– En la entrada del hotel Palace María Luigia.

– Llegaré en cinco minutos.

Poco después Rick dobló la esquina, corriendo y sudando como si llevara haciéndolo una hora. Sam bajó lentamente del coche y se apoyó contra el guardabarros.

Rick se acercó, se detuvo en la acera y respiró hondo un par de veces antes de hablar.

– Bonito coche -dijo, fingiendo que admiraba el caro automóvil negro.

– Es de alquiler -contestó Sam, quien no tenía ganas de hablar.

Rick hizo otra honda inspiración y a continuación se adelantó un paso más.

– Siento lo de ayer -se disculpó, mirando a su entrenador directamente a los ojos.

– Puede que para ti sea un pasatiempo -protestó Sam-, pero para mí es trabajo.

– Tiene derecho a estar cabreado.

– Vaya, gracias.

– No volverá a suceder.

– Ya lo creo que no. Si vuelves a aparecer en ese estado, te aseguro que chuparás banquillo. Prefiero perder con Alberto y un poco de dignidad que perder con una diva con resaca. Fue vergonzoso.

– Adelante, desahóguese. Me lo merezco.

– Ayer perdiste mucho más que un partido. Perdiste a tu equipo.

– No estaban precisamente en forma.

– Cierto, pero no les cuelgues a ellos el muerto. Tú eres la clave, te guste o no. Se nutren de ti, o al menos lo hacían.

Rick se quedó mirando al vacío, viendo pasar varios coches.

– Lo siento, Sam. No volverá a suceder.

– Eso ya lo veremos. -Hank y Claudelle salieron del hotel y saludaron a su guía-. Ya hablaremos -le dijo entre dientes, y subió al coche.

El domingo de Gabriella había sido tan desastroso como el de Rick. En la última representación de Otello, la soprano había estado apagada y poco inspirada según su opinión y, evidentemente, también la del público. Se lo explicó con desgana mientras comían, y aunque Rick quería saber si habían vuelto a abuchearla, no se lo preguntó. Gabriella estaba triste y preocupada, y Rick intentó animarla describiéndole el lamentable partido de Milán. Mal de muchos, consuelo de tontos, y estaba seguro de que su actuación había sido mucho peor que la de ella.

No funcionó. A mitad de la comida Gabriella le informó, con pesar, de que se iba a Florencia en unas horas. Necesitaba ir a casa y alejarse de Parma y de la presión del escenario.

– Prometiste quedarte otra semana -protestó Rick, intentando no parecer desesperado.

– No, tengo que irme.

– Creía que querías ver un partido de fútbol.

– Quería, pero ahora ya no. Lo siento, Rick.

Rick dejó de comer e intentó fingir que no le afectaba la decisión de Gabriella y que la apoyaba, pero se le notaba la frustración en la cara.

– Lo siento -insistió Gabriella, aunque Rick dudó de su sinceridad.

– ¿Es por Carletto?

– No.

– Pues yo creo que sí.

– Carletto siempre está ahí, en algún lugar. No va a irse a ningún sitio. Llevamos juntos demasiado tiempo.

Exacto, demasiado tiempo. Deja al gilipollas ese y pasémonoslo bien. Rick se mordió la lengua y decidió no suplicarle. Llevaban juntos siete años y tenían una relación muy complicada. Si se metía en medio, o si tan solo revoloteaba alrededor, podía salir escaldado. Rick apartó el plato unos centímetros y juntó las manos. Gabriella tenía los ojos húmedos, pero no lloraba.

Estaba hecha un guiñapo. Había llegado a un punto sobre el escenario en que su carrera se tambaleaba. Rick sospechaba que Carletto le había lanzado más amenazas que prestado apoyo, aunque ¿cómo iba él a saberlo?

De modo que acabó así, como la mayoría de los breves idilios que había echado a perder a lo largo del camino. Un abrazo en la acera, un beso incómodo, un par de lagrimillas por parte de ella, despedidas, promesas de volver a llamarse y, finalmente, un saludo final con la mano. Sin embargo, al verla alejarse por la calle,.deseó echar a correr detrás de ella y suplicarle como un tonto. Rezó para que se detuviera, se diera la vuelta y volviera corriendo con él.

Rick caminó varias manzanas intentando sacudirse el aturdimiento de encima, pero al ver que no lo conseguía, se puso la ropa de correr y se fue al Stadio Lanfranchi.

No había nadie en los vestuarios salvo Matteo, el preparador físico, quien no se ofreció a darle un masaje. Se mostró educado con él, pero había perdido parte de su habitual jovialidad. Matteo quería estudiar medicina deportiva en Estados Unidos y por esa razón dedicaba a Rick toneladas de atención que este no deseaba. Sin embargo, ese día el joven parecía contrariado y no tardó en desaparecer.

Rick se estiró en la mesa de masaje, cerró los ojos y pensó en la chica. Luego pensó en Sam y en su plan de pescarlo antes del entrenamiento de ese día y, con el rabo entre las piernas, volver a intentar reparar el daño. Pensó en los italianos y casi temió el vacío que pudieran hacerle. Sin embargo, siendo de la casta que eran, no parecía muy probable que reprimieran sus sentimientos e imaginó que tras unos cuantos encontronazos y algunas palabras duras todos volverían a abrazarse y a ser amigos de nuevo.

– Eh, amigo -dijo alguien, sacándolo de su ensimismamiento con un respingo.

Era Sly, vestido con téjanos y chaqueta, con aspecto de ir a algún sitio. Rick se incorporó y los pies le quedaron colgando por el borde de la camilla.

– ¿Qué hay?

– ¿Has visto a Sam?

– Todavía no ha llegado. ¿Adonde vas?

Sly se apoyó en la otra mesa de masaje, dobló los brazos y frunció el ceño.

– A casa, Ricky, me voy a casa -dijo, en voz baja.

– ¿Lo dejas?

– Llámalo como quieras. Todos lo dejamos en algún momento.

– No puedes largarte ahora, Sly, después de solo dos partidos. ¡Venga ya!

– He hecho las maletas y el tren sale de aquí a una hora. Mi amada esposa estará esperándome en el aeropuerto de Denver cuando llegué allí mañana. Tengo que irme, Ricky, se acabó. Estoy cansado de perseguir un sueño que no alcanzaré jamás.

– Te entiendo, Sly, pero te vas en mitad de la temporada. Me dejas con una línea ofensiva en que nadie corre las cuarenta yardas en menos de cinco segundos, salvo yo, y se supone que yo no soy de los que tienen que correr.

Sly asentía con4a cabeza y miraba a su alrededor. Era obvio que había pensado entrar sin que le vieran, hablar con Sam y salir del mismo modo. Rick tenía ganas de estrangularlo; la idea de entregar el balón al juez Franco veinte veces por partido no le seducía en absoluto.

– No tengo elección, Rick -se justificó Sly, bajando aún más la voz, con mayor tristeza-. Mi mujer me ha llamado esta mañana, embarazada y muy sorprendida de estar embarazada. Está harta. Quiere tener un marido de verdad, en casa. Además, ¿qué hago yo aquí? Ligar con jovencitas en Milán como si todavía estuviera en la universidad. Estamos engañándonos.

– Te has comprometido a jugar toda la temporada. Nos dejas sin juego por tierra. No es justo.

– Nada es justo.

Sly había tomado una decisión y, por mucho que Rick protestara, no iba a cambiar de idea. Siendo ambos estadounidenses, se habían visto obligados a jugar juntos en una tierra extranjera, habían sobrevivido juntos y se lo habían pasado bien, pero nunca llegarían a ser amigos íntimos.

– Encontrarán a otro -dijo Sly, poniéndose derecho y preparándose para irse-. Es el pan de cada día.

– ¿A media temporada?

– Sí. Espera y verás. El domingo Sam ya tendrá un corredor de habilidad. -Rick se relajó un poco-. ¿Vuelves a casa en julio?

– Sí.

– ¿Lo intentarás en algún otro sitio?

– No lo sé.

– Si vas a Denver, llámame, ¿vale?

– Claro.

Tras un breve y masculino apretón de manos, Sly se fue. Rick lo siguió con la mirada mientras este escapaba con prisa por la puerta lateral y supo que no volvería a verlo nunca más. Y Sly no volvería a ver ni a Rick, ni a Sam, ni a ninguno de los italianos. Desaparecería de Italia y no volvería jamás.

Una hora después, Rick informó a Sam, a quien el día se le había hecho eterno junto a Hank y a Claudelle. Sam lanzó una revista contra la pared mientras profería la esperada retahíla de improperios.

– ¿Conoces a algún corredor? -le preguntó a Rick, cuando consiguió calmarse un poco.

– Sí, a uno muy bueno: a Franco.

– Muy gracioso. Estadounidenses, preferiblemente jugadores universitarios que corran que se las pelen.

– Ahora mismo no.

– ¿No podrías llamar a tu agente?

– Podría, pero no parece tener mucha prisa en devolverme las llamadas. Creo que se ha deshecho de mí extraoficialmente.

– Estás en buena racha.

– Estoy teniendo un día magnífico, Sam.

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