RUBÉN

Más que los culatazos de las ametralladoras de los SS son los propios compañeros, que tiran de él para salvarle la vida, los que consiguen apartarlo. Pero no es aquí donde va a terminar la perversión macabra, el juego cruel del que tanto parecen estar disfrutando los SS, los Kapo, e incluso los propios presos que aún sostienen la boca de la manguera a dos palmos del vagón. Un compañero ha cogido el cubo de las inmundicias del rincón y les ha gritado a los SS que esperen. Las dos ametralladoras le apuntan al pecho, y lo primero que piensa Rubén es que ese preso es un hombre muerto. Piensa que ni siquiera va a tener tiempo de echar el cubo de la mierda a la cara de los soldados antes de que lo acribillen, pero se extraña al verle levantar la mano en son de paz y luego coger el cubo y vaciárselo encima de los pies, salpicando de porquería a cuantos compañeros que están a su alrededor. Pero nadie protesta, ninguno es capaz de decir nada, y Rubén no puede estar seguro de si la razón es porque como él no entienden lo que está pasando o si por el contrario saben lo que va a hacer y lo aprueban, además. Por favor, les dice, en español, acercando muy despacio el cubo a la boca de la manguera de la que todavía brota un débil caño de agua. Por favor, y la sonrisa del Kapo sigue ahí, inmutable, como si nunca en su vida hubiera disfrutado tanto o como si el gesto del preso español que está pidiendo que le dejen llenar el cubo de los excrementos lo divirtiese de una manera retorcida. Los SS bajan las ametralladoras y también sueltan una carcajada.

Ja wohlt -dice uno, y le hace un gesto al español para que pueda coger agua. Dentro del vagón se han quedado todos callados. Al preso lo han dejado bajar para que pueda llenar el bidón con comodidad. Pasan dos o tres minutos hasta que la manguera recupera de nuevo esa forma de serpiente flácida, pero el preso espera hasta que haya salido la última gota, y entonces es cuando los SS le ordenan que suba al tren de nuevo.

Rubén no cree que el cubo se haya llenado ni hasta la mitad, y no quiere pensar en lo que hay dentro, una mezcla repugnante de agua sucia y excrementos y orines. Pero su compañero lo agarra como si fuera un tesoro, lo sujeta como si lo abrazara cuando se dirige de nuevo al rincón, y antes de que pueda ocupar su sitio, el Kapo ordena a uno de los presos con traje de rayas que cierre la puerta del vagón, y en un instante todo se vuelve negro otra vez, y hasta que sus ojos vuelvan a acostumbrarse a la penumbra de nuevo, sabe que lo único que va a poder ver es oscuridad, formas confusas quizá de sus compañeros, gente desesperada que ala mejor, igual que él mismo, lo que preferiría es que las tinieblas continuasen hasta el final del viaje, que no pudieran ver nada hasta que el tren llegase a su destino. Pero comparado con el espacio del que disponían antes de llegar a esa estación y el vagón se vaciase de cadáveres, el sitio del que ahora disponen Rubén y sus compañeros les permite sentarse con relativa comodidad.

Rubén sabe que no va a ser capaz de conciliar ni un mal sueño a pesar de que se ha olvidado ya de cuántas horas lleva sin dormir, pero cierra los ojos y se deja resbalar en las tablas mojadas del vagón hasta sentarse. Se abraza a las piernas, hunde la cabeza entre las rodillas y se cubre con las manos la nuca y aprieta los párpados, y se dice que por muchas cosas que le pasen, por mucho sufrimiento que tenga que padecer, por más dificultades que encuentre en el infierno que le espera -ya no duda de las palabras del Kapo de Sandbostel que se abstuvo de traducir a sus compañeros- él no se va a convertir en un animal. Se lo promete a sí mismo, se lo promete a Anna, a su madre, a sus hermanas, incluso a su padre, que aunque está seguro de que sufriría mucho si pudiera verlo, no podría evitar pensar, decirle incluso que, de alguna manera, lo que le había pasado era porque él se lo había buscado, por destacarse entre los demás cuando lo mejor era pasar desapercibido, por señalarse políticamente cuando lo más sensato era todo lo contrario, por abrir la maldita boca cuando todo el mundo optaba por callarse, por querer hacerse el valiente cuando a él no le correspondía ser un héroe y además carecía de las hechuras y condiciones para ello. Le gustaría estar con su padre ahora, sentir la mano sobre su hombro que lo consuela, escuchar algún consejo de sus labios, por muy rancio que fuese, aunque no estuviera ni fuera a estar nunca de acuerdo con él, Y no es en el sueño en lo que se ha instalado al cabo de un rato, no sabe cuánto tiempo ha pasado en la misma postura, como si estuviese petrificado, si acaso una falsa duermevela de la que se despierta encogido, tiritando porque la ropa mojada, y la pared del vagón y el suelo también mojados y la falta de luz no van a ayudar a que pueda secarse. Tiene frío, mucho, tal vez más del que ha tenido nunca, ni siquiera en los tres últimos inviernos de su vida que ha pasado en París. Y es raro, muy raro, una sensación muy extraña es la que tiene, tanto frío y tanta sed al mismo tiempo. Se acuerda del cubo de las inmundicias y le sobreviene una arcada que enseguida se transforma en un regusto ácido de bilis en la boca. Se muerde la manga de la chaqueta, y la tela húmeda apenas consigue aliviar la sensación de sequedad, los labios agrietados, el picor de la garganta o la lengua, que siente tan gorda que está seguro de que ni siquiera sería capaz de hablar.

Levanta la cabeza y, aunque está oscuro, puede distinguir las formas de sus compañeros, el contorno confuso de sus cuerpos, incluso la cara de algunos de los que están más cerca de la puerta por la que consiguen colarse algunos rayos de luz, muy poca luz ya, porque no debe faltar mucho para que anochezca.

Ya nadie protesta en el tren. Ahora es todo silencio, como si los compañeros prefiriesen guardar sus energías para más adelante, por lo que pueda pasar, o quizá lo que hacen es, como él, rumiar su destino en silencio, masticar para sí mismos la suerte tan mala que les espera. Nadie la ha tomado con él o le ha recriminado lo que a lo mejor sospechan que no les dijo en Sandbostel. Tal vez es que eso ya ni siquiera importa. Sandbostel queda ya muy lejos en el tiempo, una vida que ahora le parece una ficción, tres semanas en las que han hecho poco más que holgazanear, como si fueran ganado a los que han tratado con mimo para engordarlos antes de meterlos a todos en un tren y llevarlos a su destino, el averno que todavía ni conocen ni son capaces de imaginar.

Rubén vuelve a encajar la cabeza entre las rodillas y a cerrar los ojos. Si se queda dormido, piensa que durante un tiempo podrá soslayar la sed, y el frío, que va aumentando sin que pueda hacer nada a medida que pasan las horas y se va la luz y se dé cuenta de que su ropa mojada ya no se va a secar. Tal vez el final del viaje sea quedarse dormido y no despertar más. Y durante los próximos meses, lo que más deseará es que hubiera sido así, haberse quedado dormido y no haber despertado. Pero abre los ojos antes de que sea de día, mucho antes, tal vez no se haya rendido al sueño más que un rato, apenas unos minutos. No puede saberlo, porque durante el viaje ha perdido la noción del tiempo. Los minutos se estiran, parecen eternos, y la única referencia es el lento discurrir del convoy sobre las vías, el choque continuo y sistemático de las ruedas del tren con las juntas de dilatación de los raíles, un metrónomo perfecto que marca la duración del viaje.

Lo primero que se pregunta al abrir los ojos es si ya ha llegado a su destino o si, por el contrario, se ha quedado dormido para siempre y ahora lo que ve es lo mismo que veían los muertos en los cuentos de terror de la biblioteca de su padre cuando era un niño, los libros que lo envenenaron con el vicio de la lectura. A lo mejor, por fin, ya es un alma en pena, un ectoplasma desorientado que aún no sabe desenvolverse en su nuevo estado, un fantasma errabundo y perdido en un tren con otros presos que no tardarán en acompañarlo. Pero escucha voces Rubén, y está tiritando y no puede contener un acceso de tos, y el hambre, y la sed, la sed que es insoportable, más que el frío y el hambre y el sueño. Y los fantasmas no tienen ni hambre ni frío ni sed ni sueño. Sigue vivo, pero no le da tiempo a pensar si prefiere estar muerto. Lo que está escuchando son voces de sus compañeros. Están discutiendo. Levanta la cabeza y suspira. Hasta ahora, todas las disputas se han solucionado en muy poco tiempo, en cuestión de minutos, a puñetazos, y luego el viaje ha continuado en silencio, como si no hubiera pasado nada, como el lento discurrir del convoy sobre los raíles. Pero ahora es distinto, o eso le parece a Rubén. Ahora se pelean por el cubo.

– Tú, danos un poco de agua.

Pero el que había llenado el cubo de la manguera en la estación sigue abrazado a él, como si estuviese poseído. Sacude la cabeza, enérgica, compulsivamente, y Rubén piensa que ha perdido la razón.

– El agua no es tuya, camarada -le insiste otro preso-. Tienes que compartirla con los demás.

– Todos tenemos sed -dice otro.

Pero el del cubo sigue sacudiendo la cabeza, y luego mete la mano en el agua sucia, y como si fuera un cuenco se lleva el líquido a los labios. Rubén desvía la mirada y se alegra de que dentro del vagón esté tan oscuro como para no tener que contemplar a plena luz esa imagen que sabe que le va a repugnar tanto. Ni siquiera aunque haya desviado la vista puede contener otro regusto de bilis en la boca. Él tiene muchísima sed, la misma o tanta que los compañeros, pero pensar en el hedor del cubo le da tanto asco que prefiere mirar para otro lado. Vuelve a hundir la cabeza entre las piernas, pero ni siquiera así puede evitar escuchar la discusión, las voces de los otros compañeros que reclaman compartir agua del cubo de las inmundicias. Le parece escuchar también a Santiago protestar, pero le da lo mismo. Aprieta las rodillas contra las orejas para amortiguar los sonidos, las voces que suben de tono, las palabras que se convierten en amenazas, las amenazas que se convierten en gritos y los gritos que se convierten en puñetazos. Un zafarrancho que sucede dentro de ese vagón oscuro por apenas lamer un cubo que ha servido durante todo el viaje para llenarlo de excrementos. Rubén se pega a la pared todo lo que puede, trata de mantenerse al margen de lo que está pasando, aislarse, como si eso fuera posible, no escuchar a sus compañeros gritar, pelearse entre ellos, matarse incluso por beber del cubo. Pero es imposible no escuchar, sustraerse a los gritos, a los golpes y al silencio que sobreviene luego cuando el cubo se derrama en la refriega, todos se quedan callados un instante, antes de lamentarse y seguir peleando de nuevo.

Ahora Rubén no puede evitar levantar la cabeza y entrever lo que está ocurriendo. Hombres hechos y derechos tirados, la boca abierta en la madera del suelo para poder beber al menos alguna gota del líquido pardusco antes de que se escape todo por el fondo del vagón. Cierra los ojos, pero es lo mismo ver que no ver. Por mucho que quiera no va a poder escapar, va a tener que seguir ahí dentro y, además, se pregunta también cuánto tiempo va a tardar él en hacer lo mismo que los demás, agacharse y arrastrarse por el suelo del vagón, tratar de humedecerse la lengua en el agua que se ha derramado del cubo, por muy repugnante que sea. Incluso se alegra porque ya se haya derramado toda; El impulso de agacharse es muy fuerte y Rubén no sabe cuánto tiempo más podrá mantenerlo a raya, no levantarse y buscar un sitio a empujones entre los compañeros que lloran desconsolados, como niños a los que sus madres no les prestan atención, porque apenas han podido mojarse los labios en esa agua inmunda. Los escucha llorar Rubén y vuelve a taparse los oídos. A lo lejos, muy lejos, suena una tormenta, un relámpago solitario, nubes que pueden estar descargando agua ahora mismo en algún sitio. Piensa en la lluvia fresca, el agua limpia que mojaría su cabeza y sus ojos y sus labios, sobre todo sus labios, si no estuviera encerrado. O que al menos lloviera sobre el vagón, que el agua se colase por el techo igual que el líquido asqueroso se ha escapado por las tablas del suelo. Pero ni siquiera el cielo tiene piedad de ellos, la tormenta suena muy lejos y, tal vez, ni Rubén ni ninguno de los compañeros puede verlo desde dentro, ni siquiera está descargando agua, y son solo truenos que escupen unas nubes secas. O quizá es un espejismo, piensa. Los espejismos no tienen por qué suceder solo en los desiertos, sino también en un convoy que cruza Alemania. A lo mejor no llueve en ninguna parte y lo que está ocurriendo es que Rubén se lo imagina. Sigue escuchando truenos. Lo hace hasta que se abandona de nuevo, y en el fondo se alegra por ello, a una duermevela, un remedo de sueño que, al menos, aunque no consigue transportarlo lejos de allí, sí amortigua el frío, la ropa húmeda que le ha calado ya hasta los tuétanos, el agujero del estómago, las grietas de los labios por culpa de la sed que ya no puede soportar.

Cuando la puerta del vagón se abre, aún no ha amanecido. El tren se ha detenido y Rubén ni siquiera se ha dado cuenta. Se despierta tiritando. Seguro que tiene fiebre, porque tiene frío pero también tiene calor. Escucha voces. Ahora no los iluminan con un foco, pero también gritan desde fuera. Rausl, Schn elll, Rausl, Schnell! Esta vez nadie ha preguntado si alguien habla alemán, y Rubén siente que ahora no tendría fuerzas para traducir órdenes. Se levanta a duras penas. Le duelen todos los huesos. Los Kapo les gritan y los golpean con las porras al salir. Es igual en todos sitios. Siempre hay unos presos privilegiados que se encargan de pegarles y de gritarles. Rubén apenas puede esquivar un golpe al bajar. Menos de dos minutos después están todos fuera, y también los del otro vagón del convoy donde todavía quedan presos. Los que no han salido es porque ni siquiera tienen fuerzas para levantarse o porque ya se han cansado de aguantar y han bajado los brazos o se han quedado helados durante la noche y ya no han despertado.

No sabe si este es el final del viaje, si por fin han llegado al infierno, o tal vez es otra parada para que se bajen algunos presos y vuelvan a llenarles de agua el cubo de la mierda. Pero ya no puede pensar en eso. Tan solo aspira el aire húmedo de lluvia reciente, el olor de la tierra mojada del campo que le gusta tanto. Debía de ser verdad y no un sueño lo de la tormenta. Había llovido durante el viaje, seguramente en este lugar donde el tren se ha detenido. Entre la vía y el pequeño edificio de la estación donde están los SS hay un charco enorme. Ya no puede aguantar más. Ha tenido que esforzarse más allá de donde él creía que estaba su propio límite para no pelear también por un sorbo de agua del cubo de las inmundicias, pero ahora no va a contenerse. No sabe si ha llegado a su destino y les van a dar de beber aunque estén en el infierno o si dentro de un instante los van a volver a meter en el vagón y no sabrá si podrá llegar vivo a la siguiente estación.

Comparado con el cubo de las heces el charco le parece una fuente de agua limpia, un manantial que brota de una roca en la montaña en primavera. No soy un animal, se dice, antes de agacharse, y cuando flexiona las piernas piensa que tal vez los Kapo no lo dejen siquiera llegar con los labios al charco, que lo aporrearán o lo empujarán antes de que lo consiga, pero a él le va a dar igual. Incluso que alguno de los SS que están junto al edificio de piedra de la estación le pegue un tiro no le importa nada. Ya está de rodillas. No soy un animal, se repite, antes de hundir la cara en el charco. Los ojos cerrados mientras espera los golpes en la espalda, las manos que le sujetarán los hombros y lo empujarán lejos del agua. Pero le da igual. Ya está bebiendo, y nunca habría creído que el agua sucia de un charco supiese tan rica. Está helada, pero nada en su vida le parece que haya tenido mejor sabor. Ha hincado las manos en el agua también, y espera aguantar varios golpes en esa postura, resistir todo lo que pueda hasta que lo aparten de allí, pero, incomprensiblemente, nadie le pega ni lo empuja, y Rubén sigue bebiendo hasta que le duele el estómago. Tiene que parar de cuando en cuando para respirar, pero solo levanta un poco la cabeza, sin abrir los ojos, piensa que a lo mejor ha tenido suerte y ninguno de los Kapo y los SS se han fijado en él, que como aún está oscuro nadie se ha dado cuenta de que uno de los presos está bebiendo en un charco, como un animal. Pero no es un animal, no lo es. Rubén lo repite mentalmente mientras bebe el último trago. Entonces levanta la cabeza, esperando que por fin la porra de un Kapo le haga estallar la cabeza o el disparo de un SS impaciente le reviente el pecho.

Pero ha abierto los ojos y lo que ve es como una alucinación. Tan sorprendido lo deja que vuelve a cerrarlos, muy fuerte, como si quisiera despojarse de un velo que le impide darse cuenta de lo que pasa con claridad, pero nada ha cambiado a su alrededor cuando los abre de nuevo. No hay un solo preso que haya salido de los vagones que ahora mismo esté de pie. Quizá con las mismas dudas o con la misma incertidumbre respecto a lo que va a pasar si lo hacen, si les van a golpear o los van a matar por ello, pero a ninguno le ha importado, y es que todos han llegado al mismo límite que él. De rodillas, todavía sin ser capaz de levantarse, Rubén se da cuenta de que todos los presos han hundido la cabeza en los charcos que la tormenta ha formado entre las vías y la estación, el andén precario que se ha convertido en un abrevadero improvisado, yextrañamente nadie les ha golpeado mientras lo hacen, pero no por pena o por solidaridad con el estado lamentable en el que se encuentran, sino porque todos, sin excepción, tanto los Kapo que los han sacado a gritos y a golpes del tren como los SS están ahora mismo riéndose, a carcajadas, algunos se llevan la mano a la barriga y los señalan, como si fueran niños pequeños que nunca en su vida hubieran visto algo tan divertido.

Beben todos igual, con los ojos cerrados, la misma concentración que si estuvieran realizando un trabajo difícil, de precisión. De todos los presos que han bajado de los vagones él es el primero que se ha incorporado después de beber. Aún no ha amanecido del todo pero, mientras se ponen de pie sus compañeros, se fija en el nombre del lugar donde se han detenido. Al otro lado de la vía, en el pequeño edificio de piedra de la estación hay un cartel que lo indica. Mauthausen, lee Rubén, moviendo despacio los labios aún mojados de agua sucia. Nunca en su vida había escuchado hablar de ese lugar. Se pregunta si es su destino final, el infierno que le había anticipado aquel Kapo de Sandbostel.

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