FRANZ

Hacía frío en la pista del aeródromo de Tempelhof. El techo de chapa era un resguardo demasiado precario para el final del otoño. Aún no había nevado en Berlín, pero los copos de nieve que blanquearían los árboles que habían sobrevivido a la guerra aparecerían muy pronto, y tal vez podrían maquillar la triste postal de la ciudad destrozada.

El mismo chófer y el mismo Jeep que la habían llevado a la cárcel el día antes la habían traído hasta el aeropuerto.

Anna se había pasado toda la noche en vela esperando un milagro. Que Rubén llamase a su puerta esa noche, que la abrazara, la besara y le contara que lo habían liberado, daba igual cómo pero que todo hubiera sido posible. Pero los milagros no existen, o al menos nunca suceden cuando una los espera. Eso era algo que ella siempre había sospechado, pero que había aprendido de verdad durante los últimos años.

Cuántas veces había sentido en París lo mismo que ahora, sentada en una butaca, junto a la ventana, mirando los hombres que pasaban por la calle por si alguno de ellos era Rubén que regresaba de donde quiera que se lo hubiera llevado la Gestapo, atenta al motor de los coches que se detenían en la calle, cruzando los dedos cuando escuchaba una puerta abrirse, entreteniéndose en un juego infantil que le daba esperanzas a pesar de ser una mujer adulta. Si soy capaz de contar cuántos pasos da este hombre que ahora mismo cruza la calle, el próximo coche que pase será un taxi que traerá a Rubén desde la estación. Si soy capaz de aguantar la respiración hasta que el coche que ahora mismo circula por la rue Lappe doble la esquina, el próximo hombre que vea pasar será Rubén. Lo pensaba y veía a Rubén quieto en la acera antes de cruzar el umbral, mirando la ventana, seguro de que ella lo estaba esperando. Muchas veces se había pasado así tardes enteras esperando que llegase Rubén. Tantas veces lo había hecho que había temido incluso perder la razón o la cordura.

Y esa noche en Berlín había sido lo mismo. Atenta a cualquier ruido, a cualquier coche que pasase por la calle, a los pasos imposibles de alguien que camina por la ciudad a pesar del toque de queda implacable. Imaginaba que el juez había sido benévolo, que se había ablandado al saber que Rubén había pasado los últimos cinco años de su vida encerrado en un campo de exterminio, que había matado a un sargento pendenciero del ejército de los Estados Unidos para salvarla a ella, que era un buen hombre que había sufrido mucho y que no era justo que lo hicieran pasar por eso.

No había logrado quedarse dormida, ni siquiera cuando se rindió a la evidencia de que Rubén no aparecería, y acabó claudicando ante la lógica de lo que pensaba por la mañana, cuando esperaba el coche que la llevaría al aeropuerto, de que tal vez aunque a Rubén lo hubieran dejado salir esa noche o esa mañana de la cárcel no iría a buscarla, que, a pesar de estar libre y de haber venido hasta Berlín para encontrarla, él ya nunca más querría volver a estar con ella, que, como le había dicho, no era sino un muerto que arrastra sus pasos cansados por el mundo y que, en la prórroga que le había concedido la vida, no encajaban los planes de volver a estar con ella, que habían cambiado tanto que ya no tenía sentido que volvieran a estar juntos. Al cabo, se lamentó Anna, eso era lo único que le había dejado la guerra, una transformación, un gusano que se convierte en mariposa, o al revés, una mariposa que había recorrido el camino inverso para ser un gusano.

Si todo lo que había hecho había servido para acelerar el final de la guerra nunca lo sabría, pero le gustaba pensar que quizá sí había valido para que tal vez los aliados liberasen antes el campo donde estaba recluido Rubén y que hubiera podido salir vivo del infierno, aunque ya jamás quisiera volver a estar con ella, aunque ya nunca pudiera ser como antes, no tanto porque hubiese entablado una relación sentimental con Franz Müller, sino porque había llegado a enamorarse de él, apartar a Rubén de sus pensamientos, aliviarse del luto, y él se había dado cuenta, y, lo peor de todo, ella no podía sino reconocer la verdad.

Rubén saldría de la prisión antes o después, Anna quería pensar que sí, y lo devolverían a París igual que ahora la iban a devolver a ella, en un avión o en un tren por cuenta de la OSS. Luego pasaría lo que tuviera que pasar. Bishop seguiría con su trabajo de funcionario estricto, se moriría sin haber aprendido nunca a sonreír.

Y Franz Müller. De todos, probablemente era Franz Müller el único que podía elegir. Marcharse con los americanos, pasarse al bando soviético o desaparecer para siempre con sus proyectos y sus secretos. Anna pensaba que lo más probable era que aceptase la oferta de Bishop, y al final terminaría dando clases en alguna universidad de Estados Unidos, viviendo en una casa con jardín, un coche enorme en la puerta y una mujer norteamericana que lo hiciera padre de unos cuantos chiquillos rubios de ojos claros.

Encendió un cigarrillo y se apoyó en una pared helada del edificio que hacía las veces de terminal improvisada. Fumar era otra de las huellas que estos años le habían dejado. Antes de conocer a Robert Bishop no había probado en su vida el tabaco, y como ahora mientras esperaba que llegase el avión que la iba a devolver a París, cada vez que necesitaba calmar los nervios no podía evitar sacar un paquete y encender un pitillo, darle una calada profunda y cerrar los ojos, dejar que la nicotina se colase en su cuerpo y sentir su efecto sosegante.

Igual que los trenes no podían circular todavía con la misma regularidad que antes de la guerra y muchas veces había que pasar horas esperando con paciencia geológica en una estación la llegada o la salida de un expreso, con los aviones, pensó Anna, lo más probable es que sucediera lo mismo. El que habría de llevarla de vuelta a París debería salir a las doce de la mañana, pero, según le había contado el chófer que Bishop le había asignado, que parecía ser su hombre de confianza, tal vez su mismo chófer, un soldado joven y callado del ejército de los Estados Unidos, se trataba del mismo avión que tenía que salir de París esa misma mañana y que luego volaría de vuelta a Francia después de repostar y de una revisión técnica rutinaria, con lo que el horario de salida, y dado el estado del aeródromo de Tempelhof, era poco menos que aproximado y no era imposible que tuvieran que pasarse allí tres o cuatro horas antes de subir al avión.

El soldado había aparcado el Jeep y la había acompañado hasta la terminal. Anna apenas llevaba equipaje. El bolso y una pequeña maleta. No era necesario que nadie la acompañase para ayudarla, pero estaba claro que la razón por la que el joven soldado estaba allí con ella no se debía a un gesto de galantería, sino para asegurarse de que subía al avión de vuelta a París.

Anna había abandonado el edificio de la terminal porque quería estar sola, fumar tranquilamente y poder pensar, pero con el rabillo del ojo veía al chófer pendiente de sus movimientos. La pequeña maleta se había quedado dentro, custodiada por él, pero no pudo evitar una sonrisa al darse cuenta del celo con el que el joven observaba todos sus gestos, como si temiese que escapase entre las ruinas del aeropuerto de Tempelhof aprovechando la confusión de algún aparato al despegar o aterrizar.

Y no iba desencaminado del todo el soldado al desconfiar de ella. Por supuesto que se había planteado huir, no solo ahora, sino durante la noche que había pasado despierta. Y que no lo hubiera hecho entonces, o que no tuviera intención de hacerlo ahora, no se debió a que, cuando pasaba sus últimas horas en Berlín, hubiera tenido la certeza de que había alguien apostado en la puerta del edificio donde se alojaba por si acaso se le ocurría escapar y detenerla, o que, si ahora aprovechaba la confusión de algún movimiento en el aeropuerto no solo el chófer que la había traído hasta allí, sino también algún soldado o quizá alguno de los tipos de paisano que había visto en la terminal se encargarían de seguirla o de detenerla antes de llegar siquiera a la calle.

Si Anna no había intentado escapar era porque, aunque le costase mucho reconocerlo, no había nada ya que tuviera que hacer en Berlín. Había cerrado por fin, o al menos eso le parecía, la vieja herida que tenía con Robert Bishop, y podría volver a París sin tener miedo de que algún viejo compañero de la Resistencia fuera a su casa de madrugada para ajustar cuentas con ella. Había vuelto a ver a Franz Müller después de tantos meses, y se alegraba de que hubiera sobrevivido a la guerra, y estaba segura de que el ingeniero saldría adelante si jugaba bien sus cartas y sus secretos. Ninguno de los dos hombres a los que había amado se había mostrado enfadado con ella por no haberse portado bien o por no haber sido del todo fiel a los dos. Franz Müller había aceptado con resignación la vuelta de Rubén del mundo de las tinieblas, y no le había reprochado que no viniese a Berlín con él cuando los alemanes abandonaron París, que al final se arrepintiese y diera media vuelta, que el camino que emprendiera fuera el de regreso a una ciudad liberada por los aliados en lugar de cruzar la frontera de un país cuyo territorio estaba claro que se haría cada vez más pequeño, hasta que fueran las ruinas de Berlín el último bocado que los aliados podrían arrebatar a Alemania.

Pero, cuando pensaba en Rubén, enseguida se le quebraba el ánimo. Era la única cuenta que le quedaba por saldar, la más importante. Aquel para quien su traición había sido mayor, el hombre por el que se sentía más culpable, al que más daño había hecho, seguro, el que más había sufrido y cuyas heridas no podría reparar si no se dejaba. Lo único que podía hacer era volver a París y esperarlo, esperar otra vez. No lo culpaba. No tenía más que ponerse en su lugar para entender que no quisiera volver a dirigirle la palabra. Pero tal vez con el tiempo él cambiaría de idea y entendería que si hizo lo que hizo fue porque no le quedó otro remedio. Esperar que la perdonara y quisiera volver a su lado, aunque solo fuese como dos buenos amigos. Con eso se conformaba Anna.

Aplastó la colilla con la punta del zapato y miró al otro lado del cristal. En cuanto la vio volver la cara, el chófer giró la cabeza, como si ella no se hubiera dado cuenta de que no había dejado de observarla todo el tiempo con más o menos disimulo. Tranquilo, chaval, pensó Anna. Tranquilo que no me vaya escapar.

Había otros viajeros esperando al avión. Varios militares de uniforme, algunos oficiales norteamericanos, otros franceses. También algunas mujeres. Anna se preguntó si alguna era alemana. No resultaba sencillo salir de Berlín, y a ella, que hubiera querido quedarse al menos hasta que Rubén saliera de la cárcel, le habían proporcionado un pase para marcharse porque no querían que estuviese allí más tiempo una vez que todo parecía haberse solucionado. Pero le gustaría volver a esta ciudad, pensó, mientras encendía otro pitillo y caminaba unos pasos hacia delante y luego giraba sobre los tacones y vuelta a empezar, como un soldado de guardia. Volver a Berlín cuando se hubiera recuperado de las ruinas. Aún tardaría muchos años en volver a ser la misma ciudad que había visitado por primera vez cuando viajó con su madre de niña, pero seguro que con el tiempo todo volvería a ser como antes. Sería más vieja, tal vez seguiría sola porque Rubén al final no había querido volver a estar con ella, pero se imaginaba dentro de diez o quince años en ese mismo aeropuerto, que lo habrían reformado, y que ya no quedaría el menor rastro de la guerra, como si nunca hubiera sucedido, y ella bajando la escalerilla de un avión moderno, tal vez con uno de esos motores a reacción en los que Franz Müller había trabajado y que por fin se habían hecho realidad. Con los años todo se olvidaría, incluso las cicatrices de la guerra quedarían atrás.

Mientras apuraba el nuevo pitillo, Anna volvió a echar un vistazo dentro de la terminal. Había gente que la miraba, como si no entendiera que pudiera estar ahí, a la intemperie, parecía que tuviera prisa por subir al avión que la llevaría a París o tal vez tuviera miedo a volar, y la única manera de soslayarlo fuese apurando cigarrillos uno tras otro o dando paseos nerviosos desafiando el aire frío del otoño berlinés. También había varios hombres de paisano que esperaban la llegada del avión de París. Seguro que alguno de ellos era un tipo como Bishop, un funcionario escrupuloso que había terminado una misión en la capital de la Alemania derrotada o que iba a continuar su trabajo en París, o tal vez este vuelo no era más que la primera escala de otras hasta que llegase de vuelta a Londres o a Estados Unidos. El mundo ya no era el mismo, no volvería a serlo nunca, se dijo Anna, sin dejar de mirar a los hombres que también fumaban tranquilamente en la terminal. Los aliados habían ganado la guerra, en Europa y en el Pacífico, después de lanzar dos bombas atómicas sobre Japón, ya nada podría ser igual, y tampoco ella volvería a ser nunca, qué lástima, la misma joven ingenua a cuyo prometido se llevó la Gestapo detenido una tarde de domingo en París

Aplastó el segundo cigarrillo y de nuevo apoyó la espalda en la pared. No sabía en qué dirección estaba París. El cielo estaba cubierto, y era imposible orientarse. Desde que estaba allí fuera, había aterrizado un avión y habían despegado otros dos desde la única pista que se podía utilizar en el aeródromo. Si el avión que había aterrizado era el mismo que debía regresar a París no lo sabía, pero no podía sino esperar. Quién sabe. A lo mejor no podría irse hoy y tendría que pasar otra noche en Berlín. Seguro que a Bishop no le haría gracia.

Quienes estaban al otro lado del cristal de la terminal se le antojaban maniquíes de un escaparate. El propio chófer que la había traído y que no se marcharía hasta que el avión despegase, las mujeres alemanas que quizá esperaban con ansiedad la llegada del avión antes de que quien hubiera firmado los pases que les permitían abandonar Berlín cambiasen de idea, los militares uniformados o los hombres de paisano. Catorce personas, dieciséis a lo sumo, contando a los que no podía ver. Caminó un poco frente al cristal, como si estuviera de compras y quisiera estar segura de lo que iba a llevarse antes de entrar en la tienda.

El chófer no dejaba de mirarla, temeroso de que estuviera a punto de empezar a correr por la pista. En la esquina tenía una visión más amplia de la sala de espera. Para distraerse, se propuso mirar uno por uno a esos hombres de paisano hasta identificar cuáles tenían el mismo oficio que Robert Bishop. No era difícil. Al cabo, se trataba de tipos que, de no hacerlo nunca, habían perdido la capacidad de expresar sus emociones si es que alguna vez las tuvieron. Contó uno, dos, tres, hasta cuatro hombres que podían encajar en el perfil que buscaba. Tipos del montón, que no destacasen demasiado ni llamasen la atención, hombres que procuraban no quedarse mirando fijamente a nadie para que no los recordasen, gente inteligente cuyo mayor afán era pasar desapercibidos y cualquiera que viera su rostro lo olvidase enseguida. Pero, aún no había terminado Anna el barrido visual del interior de la terminal, cuando sintió que las piernas le fallaban, como si estuviera a punto de desmayarse porque de pronto se había quedado sin fuerzas. No había reparado hasta ahora en el hombre que estaba sentado en un rincón de la sala, las manos metidas en los bolsillos de un abrigo que parecía estar hecho para alguien que vistiera tres tallas más grandes. De repente era como si todavía estuviera medio dormida esperando a que se hiciera de día para que el chófer viniese a buscarla al aeropuerto. Como estar soñando. Y Bishop no podía haberla engañado de esa manera, haberle gastado esa broma como despedida. Algo había ocurrido, y más tarde se preguntaría por qué, pero ahora no podía apartar los ojos de ese tipo tan flaco, con el pelo encanecido prematuramente, que estaba sentado en un rincón de la sala. Lo habían soltado antes de tiempo. Mucho antes. Y era como para dar saltos de alegría, pero se abstuvo de hacer ningún aspaviento porque no quería llamar la atención, o que el soldado que la observaba se diera cuenta de que sucedía algo. Entraría y se sentaría junto a él, como si no lo conociera. Volvía a ser un hombre libre, y aunque aquella era la mejor noticia que le podían dar, la que más deseaba, antes de entrar en la terminal Anna no dejaba de preguntarse por qué había sucedido tan pronto cuando Robert Bishop le había asegurado que era imposible, que todavía pasarían algunas semanas, tal vez más de un mes, hasta que se celebrase un juicio. Que quizá ella tendría que volver a Berlín para declarar. Y, menos de veinticuatro horas después, Rubén estaba en la calle, esperando en la terminal, ojalá que para subir al mismo avión que los llevaría a los dos de vuelta a París.

La cuestión era por qué. Frunció el ceño Anna, incapaz de relajarse hasta que no lograse encajar todas las piezas del rompecabezas. Robert Bishop, Franz Müller, Rubén, ella misma, Berlín.

No había una frontera clara entre los sectores en que estaba divida la ciudad, pero antes de bajar del coche en la zona soviética, Franz Müller pensó que cuando pusiera los pies en el suelo estaría pisando otro país. A pocas manzanas de allí estaba el mismo barrio donde se había criado en Berlín, donde había jugado con su amigo Dieter Block, pero era como si ya nada de aquello le perteneciera.

Antes de que el coche parase, se frotó los ojos para aliviar el escozor de la falta de sueño. Había sido una noche muy larga para él y para el agente norteamericano que ocupaba el otro lado del asiento trasero del Mercedes confiscado a algún alto funcionario del Reich. Bishop llevaba la carpeta con los documentos en el regazo, un tesoro del que, según le había contado, llevaba detrás más de un año. Franz Müller no había visto jamás en su vida a Robert Bishop ni había escuchado hablar de él hasta que Anna fue a buscarlo al destartalado piso de la Invalidenstrasse, pero, cuando el agente norteamericano le abrió la puerta de su casa, primero lo miró como si fuera un fantasma, extrañado, incluso parecía que estaba a punto de pellizcarse para cerciorarse de que no estaba soñando, y luego parecía que lo conociese de toda la vida.

– Me han contado que está usted buscándome -le dijo, para que el otro estuviese seguro de que no le había abierto la puerta a un espectro.

– No puede usted imaginar desde cuándo -respondió el americano, todavía vestido de calle a pesar de la hora que era pero con la ropa arrugada, como si hubiera pasado una mala noche.

– También me han dicho que tiene algo que ofrecerme. Bishop asintió y se quedó callado unos segundos porque enseguida pensó en Anna. Al final ir a buscarla a París para traerla a Berlín había servido para algo, incluso haberle pedido dos años antes que se hiciera amiga del hombre que ahora había llamado a su puerta había acabado arrojando un resultado inesperado, como una carambola extraña que nadie en el París ocupado hubiera podido prever. Se dio cuenta de que no lo había invitado a pasar todavía.

Casi tres años desde que leyó su informe por primera vez y nueve meses buscándolo, primero en la Alemania que todavía no se había rendido, luego en el Berlín que habían ocupado los rusos, y ahora que él había venido a verlo por propia voluntad no había tenido la educación de invitarlo a pasar.

Se hizo a un lado Bishop, y le indicó con un gesto que entrase. Antes de cerrar la puerta, se asomó al pasillo, por si alguien lo había visto llegar, pero estaba vacío. El ingeniero se había arriesgado para llegar hasta su piso saltándose el toque de queda y nadie debía de haberle dado el alto en la calle.

– Mi nombre es Franz Müller -le había dicho.

Bishop asintió, satisfecho. Había tomado demasiados vasos de bourbon, estaba mareado y sus reflejos no eran tan rápidos como le hubiera gustado, pero Franz Müller había venido a verlo. No era la forma en que habría imaginado que se encontraría con el alemán, pero las cosas en la vida casi nunca suceden como uno espera y había que adaptarse a las circunstancias. Aunque le hubiera gustado que la prueba vacía de su desaliño no estuviera presente en la mesa cuando le ofreció sentarse.

Por fortuna aquella no era una visita de cortesía. -Anna Cavour me ha dicho que podía confiar en usted. Bishop aún tardó un momento en sentarse. Se tomaba como un cumplido que Anna confiase en él. Tal vez, al final ella no lo odiaba tanto como le había dicho algunas veces. Puede que él no se hubiera portado tan mal después de todo.

– Usted tiene algo que me interesa y yo puedo ofrecerle salir de Berlín -dijo sentándose frente a Müller-. Es posible que, si los dos somos razonables, al final podamos entendernos.

Y no había sido una negociación larga. Todo lo contrario. Había sido mucho más sencilla de lo que Robert Bishop había imaginado. Ni siquiera había tenido que mencionar el nombre de una prestigiosa universidad norteamericana para que Franz Müller se hubiera visto a sí mismo sentado en un despacho, una cátedra tranquila, una vida apacible en la que estuvieran incluidos una casa con jardín y un Chevrolet en la puerta. Y quién sabe. Tal vez también una hermosa mujer americana en el futuro. Uno nunca puede estar seguro de conocer a alguien solo por haber leído muchos informes sobre él, o por los comentarios de las personas que lo han conocido. Cada persona guarda una sorpresa emboscada, un detalle que se nos revela en el momento más insospechado, cuando más desprevenidos estamos o ya creíamos ingenuamente que no era posible encontrar nada que nos sorprendiera.

Algo así le había pasado a Robert Bishop con Franz Müller. Tanto tiempo tras sus pasos y ahora lo tenía al lado, sentado en el mismo asiento trasero del coche que él mismo, mirando distraídamente la calle que marcaba la línea que separaba el sector soviético del norteamericano en Berlín, preguntándose tal vez si había llegado ya el momento de bajar del coche y cumplir su parte del trato.

Bishop ya había cumplido la suya. No había resultado fácil, pero al final lo había conseguido. Había tenido que despertar a Marlowe de madrugada para contárselo, y luego se había reunido con él en su despacho para perfilar los detalles. Su jefe tuvo que hacer un par de llamadas, pero al final todo se había resuelto y cada uno ganaba algo. Bishop tenía los planos, Marlowe estaba satisfecho, y a esa hora Rubén Castro debería de ir camino del aeródromo de Tempelhof porque era lo que Franz Müller había pedido.

No estaba seguro Robert Bishop de si al final Franz Müller se habría salido con la suya si no hubiera sacado de la manga aquella última carta. Tal vez sí, pero tenía la certeza de que, si no lo hubiera hecho, él no habría podido convencer a Marlowe tan rápidamente. No bastaba con entregar los planos, con abrir su alma o vender sus secretos, y Franz Müller lo sabía. De todos los que habían participado en el negocio, había sido el ingeniero el que menos beneficio había obtenido, bien mirado, puede que ninguno, y por más vueltas que le daba Bishop no era capaz de entender la razón, probablemente un argumento íntimo que solo Franz Müller sabía pero que no quería contar a nadie.

No había llegado a conocer a ese hombre como le hubiera gustado, pero Robert Bishop le estrechó la mano antes de bajar del coche. Bien mirado, el ingeniero nunca había sido su enemigo. Les había tocado estar en bandos opuestos durante la guerra, pero Franz Müller ni siquiera había sido un soldado. Y estaba seguro de que más adelante volverían a coincidir, que con el tiempo tal vez desarrollarían esa clase de amistad que se da entre los hombres adultos, una confianza que muchas veces tenía más que ver con el respeto o con la admiración, o acaso con los intereses comunes, que con la camaradería adolescente con la que a mucha gente le gustaba tratarse a pesar de ya no ser jóvenes. Aún se quedó unos minutos sentado en el coche, observando cómo su figura se iba haciendo más pequeña hasta perderse caminando por la avenida Unter den Linden en dirección hacia Alexanderplatz.

Anna se sentó al lado de Rubén. Lo miró sin decir nada, como si al hacerlo él pudiera darle una respuesta a lo que estaba sucediendo, a la razón por la que al final lo habían soltado tan pronto, antes incluso de que el avión en el que ella tenía que volar despegase hacia París. Ella no podía ocultar la emoción. Le hubiera gustado abrazarlo allí mismo, en la sala de espera, pero, igual que a ella, también había un soldado custodiando a Rubén, como si temiese que echase a correr y se escondiese en Berlín de nuevo en lugar de subir al avión. Le cogió la mano, la apretó entre las suyas. Sin embargo Rubén sonrió desganado, bajó la cabeza y retiró sus manos del calor de las de Anna. Era como si no quisiera estar allí o como si la confusión que sentía le impidiese reaccionar de otra manera. Había estado dos días encerrado en una celda por haber matado a un sargento del ejército de los Estados Unidos y de pronto alguien había venido a liberarlo esa mañana y lo había llevado al aeródromo para devolverlo a París. No entendía nada, y estaba demasiado cansado como para sacar conclusiones.

No quería pensar Anna en las concesiones que Franz Müller había tenido que hacer a Bishop para conseguir que a Rubén lo soltasen esa mañana. Le gustaría agradecérselo, pero estaba segura de que jamás volvería a verlo.

Antes de salir para subir al avión, tuvo que contenerse para no cogerse de su brazo y subir los dos juntos la escalerilla. Pero se miraron los dos, como unos desconocidos, como si fuera en la pista del aeródromo la primera vez que se hubieran visto. Ojalá que fuera así, pensó Anna, que fuera esta la primera vez que se encontraban, que el pasado no hubiera sucedido, que tuvieran toda la vida por delante. Pero aunque Rubén caminaba a su lado, apenas la había saludado. Parecía aturdido todavía. Siente que él ya no querrá volver a estar con ella, le da miedo que ni siquiera aunque tenga toda la vida por delante, el hombre delgado que se dirige cansado hacia el avión vuelva a querer compartir su vida otra vez con ella, que nada de lo que había sucedido importase, que pudieran olvidarse de todo, de lo que ella había hecho, de lo que él había sufrido, ser capaces otra vez de bailar un vals sin música en el parque de Luxemburgo, sin importarles que la gente que los miraba los tomase por locos, como si ellos dos fuesen las únicas personas que existieran en el mundo.

Diez minutos después de salir del coche en el que lo había traído Bishop, Franz Müller se detuvo. En una esquina de Alexanderplatz aún quedaba un banco de madera lo bastante firme como para poder acomodarse sin correr el riesgo de que se hiciera pedazos. Se sentó, apoyó la espalda, respiró hondo y cerró los ojos. Hacía frío. Tal vez la nieve llegaría antes del invierno y la gente acabaría cortando los troncos de los árboles maltrechos de los parques para calentar las estufas. Pero él estaba acostumbrado a esa temperatura. Le gustaba. Y en Moscú, o a donde se lo llevaran, haría mucho más. No había sido una decisión difícil: cambiar secretos militares por personas y aceptar la oferta de los rusos para colaborar en la sombra con los americanos. No es que la vida que le aguardaba en América hubiera sido más sencilla que la que le esperaba a partir de ahora en la Unión Soviética. Estaba seguro de que los rusos también lo tratarían bien. Se habían vuelto todos locos, los rusos y los americanos, les habían entrado prisas por empezar una carrera que seguramente acabaría llevándolos de nuevo a una guerra. Él trabajaría en un despacho, con un equipo reducido de ingenieros, y algún día Bishop o alguien a sus órdenes se pondría en contacto con él, le pediría que le contara sus avances, le sugeriría que condujera a su equipo por el camino más largo o equivocado, aquel cuyo único destino es un callejón sin salida.

A Franz Müller, puesto que Anna no lo iba a acompañar, le daba igual un bando que otro. Tal vez los rusos le habrían hecho la misma oferta y, al final se habría pasado al bando norteamericano para contarles en el futuro los secretos militares a los rusos. Pero habían sido los americanos quienes habían traído a Berlín a Anna para buscarlo y convencerlo, los que tenían encerrado en una cárcel a Rubén.

Cambiar secretos por personas no era un mal trato, se dijo, de nuevo. Ya no tenía que preocuparse de ello. Pronto sus nuevos jefes vendrían a buscarlo y se lo llevarían muy lejos de allí. Lo que sucediera a partir de ahora no estaba en sus manos adivinarlo, y tampoco le preocupaba. En lugar de incertidumbre lo asaltaba una paz extraña, como si nada de lo que sucediese a partir de ahora pudiera afectarle.

Sin abrir los ojos del todo, sacó el violín de la funda. En cuanto acarició el instrumento, la madera bruñida, las cuerdas tensas, la superficie áspera del arco, dejó de sentir el frío en las manos. Sonrió, satisfecho. Lo que más había deseado en su vida Franz Müller era eso, no ser un ingeniero, sino un músico bohemio que toca en la calle sin preocuparse de lo que sucederá mañana. Se acomodó en el banco, la espalda recta, la cabeza ligeramente ladeada, lo justo para sujetar el violín, y cuando empezó a tocar sintió que volaba, muy lejos de allí, que la música lo transportaba, que nada, por muy malo que fuese, podría hacerle daño.


Abril de 2009

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