FRANZ

Ciego es lo que le gustaría ser ahora.

Pero no está ciego Franz Müller, aunque se ha detenido, sin darse cuenta él es el único de los músicos que ha dejado de tocar su instrumento. De repente el jefe lo está mirando, muy fijo, y Franz piensa que enseguida le levantará la voz, que con razón le echará la culpa de que la música se haya tenido que detener. Uno no puede distraerse cuando forma parte de un cuarteto, parece, ni siquiera porque pase por delante de sus ojos una reata de presos escuálidos que tiran de una carreta atestada de cadáveres. Mira a sus compañeros un instante Franz Müller en busca de consuelo, pero ninguno parece haberse querido enterar del espectáculo lamentable que está desfilando por delante de sus narices. Apenas los conoce, solo lleva dos semanas tocando con ellos. No hace mucho que los vaivenes de su vida bohemia lo han llevado hasta Linz, y allí ha terminado encontrando trabajo como violinista en el cuarteto contratado para tocar en Mauthausen.

Franz Müller frunce el ceño, inquiriendo una respuesta, que sus compañeros protesten o que dejen de tocar porque igual que él no pueden seguir ensayando después de haber visto eso. ¿Es que ninguno se pregunta qué está pasando, por qué han muerto esos hombres o adónde los llevan? No. Los otros músicos no dicen nada, no preguntan nada. Se limitan a mirarlo con extrañeza porque ha dejado de tocar el violín como le correspondía, fruncen el ceño fastidiados porque ahora habrán de comenzar de nuevo la pieza. Sus compañeros parecen ajenos a lo que sucede tal vez porque no es la primera vez que vienen al campo de Mauthausen a trabajar y saben lo que les espera o están habituados al horror y ya no les afecta, igual que los hombres flacos que arrastran la carreta en silencio, hombres que seguro han compartido muchos días de cautiverio con quienes ahora yacen amontonados en la carreta y que ahora tiran de ella como si no hubiera pasado nada. Acaso, se pregunta Franz Müller antes de volver a acomodarse el violín entre el hombro y la barbilla, la única manera de poder convivir con el horror sea asumirlo como algo cotidiano, pensar quizá que la muerte es algo inevitable y tratar de sobrellevar los días y las horas de la mejor manera posible, con la esperanza tal vez vana pero legítima de que algún día llegarán tiempos mejores y será posible salir de allí. Cierra los ojos y se pregunta, mientras vuelve a mecer con suavidad el arco del violín y se esfuerza en concentrarse, no tanto para no desentonar con sus compañeros como para que la música le entre por los oídos y actúe como catarsis que le ayude a escapar de ese lugar, aunque sea mentira, cuánto tiempo sería él capaz de aguantar si estuviera encerrado allí y no le quedase otro remedio que tener que arrastrar una carreta con los cadáveres de quienes habían sido sus compañeros de cautiverio. Cierra los ojos más fuerte, tanto que siente que le van a estallar los ojos dentro de los párpados. Se imagina que no está allí, que igual que la música se la lleva el aire más allá de los muros del campo de Mauthausen, él también puede escaparse, volar, igual que un pájaro, tan alto que ni siquiera pueda distinguir el campo desde arriba, tan lejos como si jamás hubiera estado allí.

Les han habilitado un barracón para el almuerzo. No es que la comida se la sirvan en manteles de lino, pero el lugar donde se sientan es más que aceptable dadas las condiciones del campo, sobre todo después de lo que ha visto. Franz Müller no tiene hambre, es incapaz de tragar nada, sobre todo si no puede dejar de mirar por la ventana la fila de prisioneros que hace cola con un cuenco en la mano para que otro preso les eche un poco de sopa aguada. Debe de haber al menos doscientos hombres en la Appelplatz. Ninguno de los músicos con los que comparte comida hace mención al espectáculo horrible de antes, aunque hayan preferido pensar que no existe, que no ha sido más que el producto de su imaginación, como si fuera verdad eso de que dicen que donde hay música el mal no puede existir. Eso es mentira, por mucho que esa frase hecha lleve tantos años en la conciencia colectiva de tanta gente, es una falacia tan grande que Franz Müller se avergüenza de que, a lo mejor, él también alguna vez haya pensado que tenía razón alguien cuando decía eso de que quien oyese cantar podía sentarse tranquilamente porque los malvados no tienen canciones. Era el jefe del campo el que los había contratado para animar con su música el cumpleaños de un niño. Con eso ya no había más que decir. Es incapaz de comerse el pedazo de carne que está en el plato. Ha entretenido el tiempo tocando con el tenedor los trozos después de haberlos cortado, pero no puede tragar nada. Coge un par de manzanas de un plato, aún no sabe muy bien por qué, o quizá es que sí lo sabe pero no quiere que sus compañeros se den cuenta. Dice que no tiene hambre, que lo siente, y luego se levanta después de guardarse la fruta en los bolsillos.

– Prefiero aprovechar la luz del sol.

Coge el violín y sale fuera sin esperar a ver qué hacen los músicos, si aprueban su gesto o si, por el contrario, se les dibuja en el rostro un mohín de desagrado.

Ninguno de los hombres que aguarda la cola de la comida con paciencia o con resignación se fija en él. Al violinista le parece que todos miran el suelo mientras la cola avanza despacio y ellos arrastran los pies, ni siquiera hablan entre ellos, no sabe Franz Müller si por miedo a ser castigados o golpeados por alguno de los Kapo o los SS o porque están tan cansados de trabajar que prefieren aprovechar cualquier instante, por extraño o breve o incómodo que sea, para cerrar los ojos y aislarse de su cautiverio.

Les ha dicho Franz Müller a sus compañeros que se iba fuera para aprovechar el sol, pero en realidad se ha sentado a la sombra. Tiene una manzana en cada bolsillo, dos bultos redondos que le deforman el pantalón, pero sabe que no va a comer. Quizá los otros han pensado que prefería comerse el postre a solas, pero no se puede tomar postre si no se ha comido antes, y a él lo que ha visto le ha quitado el hambre, como si de repente hubiera descubierto una verdad que antes había podido soslayar, como los amantes que de pronto se descubren fallos cuando antes solo querían ver las cosas buenas de las personas de quienes están enamorados a pesar de que la gente que está cerca de ellos les hubiera advertido sobre sus defectos o sus peligros.

Franz Müller se había alejado de Alemania seis años antes porque quería probar suerte como violinista pero también porque no le gustaba lo que veía en Berlín, pero él es alemán, y en algún rincón de su conciencia ha preferido pensar que lo que imaginaba no podía ser verdad, que era imposible que existieran esos campos adonde decían que se llevaban a la gente. Un niño inocente que prefería seguir creyendo que existía Papá Noel es lo que había sido.

Sentado a la sombra de un barracón, a un tiro de piedra de unas chimeneas que no quiere imaginar para qué sirven, el violinista no puede dejar de mirar la cola de hombres escuálidos que espera su turno para que otro preso les vacíe una rácana ración de algo que parece sopa, pero que le dan ganas de vomitar solo con pensar qué puede ser. Cierra los ojos y apoya la cabeza en las tablas del barracón donde sus compañeros siguen comiendo, como si todo lo que sucede les resultase ajeno. Siente que le falta el aire, que la camisa le aprieta en el pecho, que aunque intente respirar hondo, lo único que consigue es ahogarse. Se desabrocha un par de botones, y siente un alivio momentáneo, y sin darse cuenta se ha llevado el violín al hombro y ha empezado a tocarlo. Una música lenta, toca despacio, para él, para relajarse, pero también para los cientos de hombres que esperan su turno en la cola de la comida o que también han buscado un refugio a la sombra.

Uno tiene las armas que tiene, y lo más poderoso de Franz Müller ahora mismo es un violín en sus manos, el mismo instrumento que le ha acompañado durante todos estos años, en Berlín, en Salzburgo, en París, en Viena.

Con los ojos cerrados le gustaría pensar que se encuentra otra vez en Salzburgo, que la guerra en Europa no ha empezado y que tal vez no empezará nunca, que acaba de abandonar Alemania y que tiene toda la vida por delante y la ilusión intacta, que no está en el campo de prisioneros de un lugar llamado Mauthausen, que ha empezado a trabajar como violinista en un teatro de marionetas. Sí. Marionetas. Esa es la clave. Lo que ha visto antes no es más que una ilusión, los hombres que arrastran los pies mientras hacen cola en la comida no son más que marionetas cuyos hilos alguien mueve desde un lugar que no pueden ver los espectadores. Se dice Franz Müller que, si sigue tocando despacio el violín, al final el público aplaudirá, y entonces los que mueven los hilos de los muñecos de trapo asomarán la cabeza detrás de un tablero que los ha ocultado de las miradas del público durante la función, y que él saludará también, una reverencia exagerada, y que luego se girará hacia sus compañeros para compartir con ellos la ovación. Eso es lo que le gustaría, muchas veces lo ha pensado, que la vida a veces pudiera ser como ese teatro de marionetas donde había trabajado en sus primeros tiempos en Salzburgo, y que lo que sucedía delante de sus ojos, por muy malo que fuese, no era más que la representación de unos guiñoles que unas manos expertas manejaban desde la oscuridad.

Sigue tocando el violín, y al hacerlo es como si pudiera volar, muy lejos de allí, siente que la música lo transporta, que nada, por muy malo que sea, podría hacerle daño. No quiere abrir los ojos para no encontrarse la cola de presos delante de la olla, pero también porque, si los abre, sabe que tal vez habrá un grupo de hombres cuyas caras no quiere ver porque no las podrá olvidar mirándolo, escuchando su música, preguntándose quizá qué hace un tipo tocando el violín mientras comen. Pero al cabo de un rato siente la presencia cercana de alguien. Puede ser alguno de sus compañeros que ha terminado de comer y ha salido fuera para hacerle compañía o para sestear un poco antes de volver al ensayo, pero también puede ser un preso que se ha sentado junto a él porque le gusta la música o también porque el bulto de su pantalón es inequívoco, o quizá es que se le ha caído alguna de las manzanas que ha sacado del barracón, o las dos, ya lo mejor alguien se ha cansado de hacer cola delante de la olla de la sopa y se las ha quitado. Eso no le importaría. Reconoce ahora, y sonríe al hacerlo, que si ha sacado las manzanas del barracón es porque esperaba poder dársela a alguno de los presos, pero también es verdad que no ha encontrado la forma de hacerlo, que no es fácil dar algo de comer a alguien que seguro tiene mucha hambre sin sentirse ruin por ello. El violinista se alegra de que las manzanas se le hayan caído al suelo y de que alguien las haya cogido y se las esté comiendo ahora.

Sonríe.

Al menos, venir hasta aquí ha servido para algo.

Pero un momento después escucha a alguien sorber la sopa de un cuenco. Quienquiera que sea está junto a él y, aunque era de esperar puesto que se ha puesto a tocar en la Appelplat: a la hora de comer, no puede dejar de sentirse incómodo. Reacomoda la espalda en las tablas del barracón, y al cabo de unos segundos, aunque no ha dejado de tocar, no puede evitar entreabrir los ojos. A su izquierda está sentado uno de esos hombres flacos, vestido con un traje de rayas, una gorra del mismo color y un triángulo azul en el pecho. Está en cuclillas, como si a pesar de haberse colocado a su lado no se atreviera a sentarse, quizá para no molestarlo mientras toca o tal vez para evitar el castigo de alguno de los Kapo que no dejan de vigilar a los presos ni siquiera durante la hora de la comida. Cuando abre los ojos, el prisionero detiene los labios abiertos en el borde del cuenco, el gesto congelado antes de sorber los últimos restos de sopa aguada, temeroso quizá de que Franz Müller le grite por haberse colocado tan cerca de él, por haber sorbido ruidosamente la comida y haber estropeado el sonido tan hermoso con que el violinista estaba deleitando a los que hacían cola para obtener aquella ridícula ración de comida. Pero el preso sigue mirándolo muy fijo, y lo primero que Franz Müller piensa es que se le han caído las manzanas al suelo y que está esperando a que vuelva a cerrar los ojos mientras toca el violín para robárselas y comérselas tal vez allí mismo, a escondidas de los otros presos porque, quién sabe, puestos a imaginar, tal vez pueda producirse un motín por culpa de unas manzanas.

Deja de tocar un momento, pero ninguno de los presos parece darse cuenta. Se lleva las manos a los bolsillos y comprueba que las dos manzanas siguen allí. Con disimulo saca una y al ofrecérsela al preso que lo está mirando no puede dejar de preguntarse si lo estará ofendiendo, pero ya está hecho. Ya ha tendido el brazo y el prisionero se acerca un poco más a él, no mucho, lo suficiente como para poder estirar un poco el brazo y coger la fruta y esconderla en el bolsillo raído de su pantalón sin que los demás lo vean.

Franz Müller lo mira, el ceño fruncido, como si no comprendiera. Cuarenta o cuarenta y cinco kilos, como mucho, los pómulos marcados, los ojos negros que le brillan más allá de las gafas torcidas. Se mete la otra mano en el bolsillo y repite el gesto, y el preso vuelve a hacer lo mismo, con un movimiento rápido se la guarda también. El violinista traga saliva. No puede hacer más. Piensa incluso que si permanece el preso más tiempo junto a él tal vez al final acabarán castigándolo, y que la reprimenda podría ser más dura incluso si descubren que lleva dos manzanas guardadas en el bolsillo. Vuelve a acomodarse Franz Müller el violín en el hombro. Piensa que si vuelve a tocar será como si no hubiera pasado nada, que nadie se dará cuenta de que le ha dado al preso que se ha colocado junto a él las dos manzanas que había sacado del barracón. Pero, antes de que cierre los ojos y vuelva a perderse en su mundo, le parece que el hombre le ha dicho algo. No está seguro de entenderlo. No es porque su alemán sea rudimentario, que lo es, sino por lo extraño de sus palabras, y Franz Müller se pregunta si tal vez el motivo por el que se ha sentado junto a él ha sido ese y no las manzanas que acaba de darle.

– Tócala otra vez.

El músico sonríe, igual que cuando alguna vez ha estado interpretando en la calle, casi siempre más por el placer de hacerlo que por necesidad, y alguien que pasaba se ha acercado a él y le ha dejado una moneda antes de pedirle que vuelva a interpretar la misma pieza. Sonríe y empieza de nuevo a tocar la misma música de antes. Ahora no cierra los ojos del todo, porque siente curiosidad por ver la reacción del hombre que se lo ha pedido.

Se pregunta cuál será la historia que se oculta detrás de esos ojos hundidos y ese cuerpo tan delgado que cubre un traje gastado de rayas, qué significa esa música para él. El preso se saca con mucho cuidado una de las dos manzanas del bolsillo y le da un bocado, un bocado pequeño, no sabe Franz Müller si porque no confía en la fuerza de sus dientes o porque quiere disfrutar de la fruta despacio, un manjar que no es fácil conseguir en el campo. Luego vuelve a guardarse la manzana en el bolsillo, sigue masticando, y asiente, mueve un poco la cabeza al ritmo del vals. Puede ver el músico cómo la nuez le sube y le baja al tragar en el cuello flaco, pero no puede dejar de mirar sus ojos cerrados. Le parece que bajo los párpados cerrados hay un manto de lágrimas, y no sabe el violinista si dejar de tocar o si debe seguir haciéndolo.

– Sigue, por favor -le dice el preso cuando se detiene un momento, sin abrir los ojos, sin dejar de mover la cabeza, como si las notas del violín no hubieran dejado de sonar-. Me encanta esta música.

Ahora el preso abre los ojos. Se quita las gafas y se restaña las lágrimas con el dorso agrietado de la mano, y mira a Franz Müller, que ha vuelto a tocar. Es lo que todo artista sueña alguna vez, que su trabajo cale tan hondo en los demás que no puedan contener la emoción, que le pidan más. Y entonces piensa el violinista que haber venido hasta este lugar quizá tenga algún sentido, aunque se hubiera arrepentido de haberlo hecho nada más cruzar los muros del campo y ver a los presos

Y las alambradas, se dice el violinista que por este momento quizá haya valido la pena llegar hasta aquí. Pero no puede saber cuánto, todavía no, y, cuando recuerde este momento, se preguntará Franz Müller muchas veces cómo pudo seguir tocando después de haberlo escuchado, y siempre se responderá que si no los hubiera interrumpido la sirena que marcaba la hora en que los presos tenían que volver al trabajo, tal vez su vida hubiera sido diferente.

Pero todo eso vendrá después. Antes, el preso le cuenta que aquel vals es muy importante para él.

– Incluso una vez lo bailé sin música, tarareándolo -le dice, y al hacerlo sonríe, con amargura, como a quien le viene a la cabeza un viejo recuerdo que ya ha aceptado con resignación que no va a volver a vivir-. En París.

París.

Suspira el preso antes de seguir, como si ahora le costase trabajo encontrar las palabras. Y cuando habla, el músico se da cuenta de que lo hace para sí mismo, como si necesitase explicarse algo. Que su presencia allí es circunstancial, que para el preso ahora mismo no existe un violinista llamado Franz Müller, sino solo él mismo, con sus recuerdos, solo él y una música de un violín que le recuerda algo importante.

No deja de tocar. Espera que no salgan sus compañeros todavía, que no venga un soldado a llevarse al preso por estar sentado junto a él.

– Fue el día que le pedí a mi novia que se casara conmigo. Era un domingo por la mañana. Fuimos caminando hasta los jardines de Luxemburgo. Lo hacíamos todos los domingos, sobre todo en primavera. Dábamos un paseo desde nuestra casa, en la rue Lappe, atravesábamos el Sena, el barrio Latino, y casi siempre había un violinista allí que tocaba este mismo vals.

El preso vuelve a sacar la manzana y la muerde despacio, sin abrir los ojos, por eso no puede ver la cara del músico. Ha desafinado tanto al escuchar lo que le ha dicho que de haberlo hecho durante uno de los ensayos, su jefe lo habría despedido sin dudarlo.

París.

El parque de Luxemburgo. Un violinista.

Demasiadas coincidencias. Sigue tocando.

– Aquel domingo no estaba -el preso se encoge de hombros, resignado-. Pero a Anna no le importó. Después de regalarle el anillo, bailamos los dos igual que si el violinista estuviese allí. Los dos con los ojos cerrados bailando un vals sin música. Daba igual que la gente nos estuviese mirando -vuelve la cara y se queda mirando a Franz Müller-. Me alegro de haber escuchado la misma música otra vez.

Se mete el preso la mano en el bolsillo del pantalón donde ha guardado las manzanas. El movimiento es tan lento y, como antes de hacerlo ha mirado con cuidado a un lado y a otro para comprobar que no lo ve nadie, Franz Müller piensa que le va a enseñar un arma, una lima con la que cortar los barrotes o el plano de un túnel secreto por el que se va a fugar en cuanto tenga ocasión. Aún tarda unos segundos el violinista en darse cuenta de que lo que el preso sostiene en su mano con el mismo cuidado que si fuera una joya es un trozo de cartulina cuarteada por el tiempo, una vieja fotografía que ha sobrevivido a duras penas a los rigores del campo. Se pregunta cuántas veces habrá mirado esa foto el hombre que ahora mismo la sostiene en su mano agrietada y ahora la observa con extrañeza, como si no supiera muy bien qué hacer con ella, dónde habrá tenido que esconderla () cuántos sacrificios habrá tenido que hacer para conservarla.

Ha dejado de tocar, y parece que al preso no le ha importado. Ahora mira la foto, un retrato en el que a duras penas se distinguen los rasgos de una mujer morena, mientras mastica despacio el trozo de manzana.

– Han pasado tres años desde esa mañana que bailamos aquel vals sin música en los jardines de Luxemburgo, y es como si hubiera transcurrido una vida entera. Ni siquiera sabe si estoy vivo. A veces pienso que sí, y a veces pienso que no, y otras veces pienso que lo mejor es no pensarlo. Uno se puede volver loco aquí dentro si se pregunta ciertas cosas. Y si está desesperado, enseguida encontrará muchas formas de morir. A mi amigo Santiago le dispararon el otro día en la cantera -señala con la barbilla a la izquierda, al otro lado del muro. Luego traga saliva, como si lo que va a decir le costase mucho trabajo-. Hoy me he enterado de que había recibido una carta de Valencia, de su mujer. Iba a tener un hijo con otro hombre. Habían sido muchos años de ausencia. Primero el frente, en España, luego Francia, y ahora esto -sacude la cabeza el preso, deja escapar el aire despacio y Franz Müller sigue-escuchándolo con atención-. Supongo que es normal. Santiago no lo ha soportado. Tampoco sé si yo sería capaz -coge la foto por uno de los picos y se la enseña al violinista sujetándola con dos dedos-. Desde lo de Santiago he estado dándole muchas vueltas y no sé si Anna me habrá olvidado, si pensará que estoy muerto o si tal vez ella se habrá enamorado de otro hombre y ni siquiera se acuerda de mí.

El músico lo ve encogerse de hombros otra vez, no sabe si por resignación o por costumbre. Está a punto de decirle que ella no lo ha olvidado, que está esperándolo en París, que muy pronto podrán volver a pasear los dos desde su casa en la rue Lappe hasta el parque de Luxemburgo, maldita sea, y que él se compromete a estar allí otra vez, igual que antes, para tocar el vals para ellos. Quiere contarle Franz Müller que hace unos años él acostumbraba a tocar el violín los domingos por la mañana frente al palacio de Luxemburgo, que le gustaba estar allí en primavera, cerca de la fuente inmensa, cerrar los ojos y tocar mientras la gente pasaba. Que era una forma divertida de sacar algún dinero, que lo hacía regularmente desde que se marchó de Berlín cuatro años antes. Pero a ellos no los recuerda, lo lamenta, no los recuerda porque era mucha la gente que pasaba por allí, pero, a pesar de todo, Franz Müller va a decirle que sí se acuerda de ellos, que los había visto llegar paseando desde el palacio en dirección a la fuente, ella cogida del brazo de él, los dos tan enamorados, que cuando aparecían él también se alegraba, y que si hubiera estado aquel día que él le pidió a Anna que se casara con él, habría tocado el violín hasta que se le hubieran engarrotado los dedos solo por verlos bailar a los dos, tan felices, que estar en los jardines de Luxemburgo cuando ellos paseaban le daba un significado a lo que hacía, lo mismo que había pasado ahora, cuando por puro hastío se había puesto a tocar y él se había sentado a su lado.

Yo soy el violinista que tocaba los domingos en el parque de Luxemburgo, está a punto de decir Franz Müller al preso cuyo nombre no sabe, pero llegará un día en que perturbará la tranquilidad de su sueño, cuando suena la campana y el hombre que había sostenido una foto de su prometida se levanta como un resorte a pesar de su endeblez y se marcha. Se queda mirándolo, la boca abierta pero sin haber dicho nada todavía, y hasta que el preso no se ha alejado ya unos cuantos pasos no es capaz de articular palabra y murmurar, ahora para sí, que él es el violinista.

Yo soy el violinista, se escucha decir, muy bajito, como si también se hablara a sí mismo en lugar de contárselo al preso, como si al decírselo pudiera encontrar un significado a esta piruleta caprichosa del destino que lo había llevado a compartir unos minutos con un hombre que no recordaba haber visto nunca y que no sabía que él era el mismo músico que le había alegrado las mañanas de aquella primavera de 1940 en París.

Deja escapar un largo suspiro Franz Müller, y cuando se pone de pie ya ha salido el resto de los músicos del barracón. La comida ha terminado, pero él sigue sin tener hambre.

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