ANNA

Sola, en un tren que viaja al sur de Europa es el principio de una misión que no sabe adónde la va a llevar. Por lo visto, y aunque aún no ha recibido esas dos semanas de instrucción en Inglaterra sobre las que tanto le ha advertido Bishop, ya es una agente que trabaja para los aliados, y este viaje en tren hacia el sur de España, donde no ha estado nunca, tal vez forma parte también del entrenamiento, pero no puede estar segura. No puede estar segura de nada. Mirándolo bien, piensa Anna, la cabeza apoyada en el cristal a través del que mira el manto verde azulado de los olivos en Jaén, con algunas copas nevadas a lo lejos, seguro que el resultado de una helada tempranera, la situación para ella no deja de tener cierta extrañeza: parece estar ejerciendo de espía sin tener ni idea de cómo hacerlo para un hombre que, a su vez, trabaja para otros hombres de un país que, en el invierno de 1940, todavía permanece ajeno a la guerra que se libra en Europa.

De vez en cuando, Anna deja de mirar por la ventana y se entretiene imaginando las vidas de los pasajeros que la acompañan en el vagón. Lo hace con discreción, los mira como si no le interesase en realidad lo que están haciendo, como si estuviera de verdad aburrida de mirar por la ventana y los olivos de Andalucía se hubieran transformado de tanto verlos en un paraje tan rutinario que incluso había dejado de percibir que estaban ahí.

Tal vez alguna de las personas que viajan en el mismo vagón que ella, incluso en otro vagón, controla sus movimientos discretamente, y en cada parada se asoma para comprobar que no se baja antes de llegar a su destino, aprovechar que el tren se ha detenido para salir en el último momento y ella intenta darle esquinazo. O incluso podía ser alguien a quien Bishop le había encargado que la acompañase en el viaje aunque ella no estuviese enterada, para vigilar sus movimientos, para ayudarla si en algún momento era necesario.

El único entrenamiento que ha recibido han sido sus encuentros con Bishop y, cuando está sola en un tren que la lleva a visitar a los padres de Rubén, piensa que no es fácil pasar desapercibida. Hay momentos en los que la ansiedad se apodera de ella. De repente es como si todo el mundo estuviese mirándola, como si cada uno de los que viajan en el vagón supiera todo sobre su vida, que su nombre es Anna, Anna Cavour, que hace seis semanas aceptó trabajar para un hombre que se llamaba Robert Bishop, ayudarle a echar a los alemanes de París, y que ahora, antes de ir a Inglaterra para recibir instrucción como agente, tenía que viajar hasta el sur de España para encontrarse con la familia de Rubén, aunque no le parecía buena idea.

Pero, por fortuna, la ansiedad desaparece con la misma rapidez que se presenta, y Anna no tarda en distraerse de nuevo mirando el paisaje que se extiende al otro lado de la ventanilla. Lo mira y se acuerda de Rubén, como si acaso le faltasen motivos para hacerlo a cada instante. Piensa en las veces que él le había descrito con tanto detalle, como si su memoria fuera un álbum de fotografías, el mismo paisaje que lleva viendo ya durante muchos kilómetros, las montañas de Sierra Morena que quedaron atrás hace rato, la postal de olivares infinitos que atraviesa la provincia de Jaén.

Cuando llega a Sevilla ya es de noche. Han sido casi doce horas de tren mal contadas desde Madrid. No sin esfuerzo, Anna se traga el lamento de no haber venido hasta aquí con Rubén. Él no es muy dado a la nostalgia, pero ella había visto más de una vez cómo le brillaban los ojos cuando alguna vez le decía que llegaría el día, antes o después, en que cruzarían los dos la frontera y viajarían hacia el sur, a Sevilla. Hace dos meses se lo habría tomado a broma. Incluso se habría reído a carcajadas si alguien le hubiera dicho que antes de terminar el año ella viajaría sola a España para conocer a la familia de su prometido, sin haber sido invitada, porque un supuesto periodista norteamericano le había dicho que tenía que hacerlo. Su español no es perfecto, pero sí lo bastante correcto como para hacerse entender sin demasiados problemas. Tal vez por haber crecido utilizando al mismo tiempo dos idiomas, el francés y el alemán, aparte del inglés que había estudiado en París, no le había costado mucho hacerse con el duro, seco, y a ratos complicado idioma que había aprendido el tiempo que pasó con Rubén.

Aparte de unas luces que indican que falta muy poco para la Navidad, Sevilla en una noche de diciembre es una postal oscura. Solo hace veinte meses que ha terminado la guerra civil y las restricciones que padece el país son evidentes, mucho más a medida que se adentra en el sur que en San Sebastián o en Madrid. Sin embargo, a pesar de estar a mediados de diciembre, y aunque las temperaturas son bajas, el frío es mucho menos intenso y cortante que en París. Vuelve a acordarse de Rubén. No puede evitarlo. Dos años en París y aún no se había habituado al clima. Yo vengo del sur de España, decía, y no sé si me acostumbraré nunca. Piensa en él ahora, en un campo de prisioneros de Alemania, en cuánto estará sufriendo. Para animarse se dice que Rubén es fuerte, que a él no podrá ocurrirle nada malo, que aguantará hasta que los alemanes pierdan esta guerra. Porque Anna quiere creer que al final los alemanes serán derrotados, o que Bishop o las personas para las que ha empezado a trabajar harán lo posible para ayudar a Rubén a salir de donde está.

Firma con su nombre verdadero al registrarse en la pensión. Bishop le ha dicho que conviene que se deje ver, que procure dejar un rastro de su visita a la ciudad. La mejor coartada, le había insistido, es siempre la que resulta más creíble, la que nadie puede rebatir, la que incluso es verdad. No podría haber firmado con otro nombre, además, mientras no le proporcionaran una identidad impostada y unos documentos falsos. Esa era otra de las cosas que le había comentado Bishop que haría en Inglaterra, adoptar varias identidades inventadas. Pero ahora, su pasaporte verdadero, con su nombre y su foto, es lo único que tiene.

La pensión está a un paso de la catedral, pero es tan tarde y Anna está tan cansada que solo tiene fuerzas para tumbarse en la cama. Le gustaría deshacer la pequeña maleta, desnudarse, darse un baño caliente y dormir doce horas seguidas, pero no le apetece salir de la habitación y encerrarse en un cuarto de baño que no está muy limpio al otro lado del pasillo. No sabe cuántos clientes más hay en la pensión, si hay alguno siquiera, y tal vez no sea lo más recomendable meterse en una bañera tibia a media noche.

Trata de mantener los ojos abiertos. Se esfuerza en estirar los párpados, quiere escuchar cualquier ruido que le parezca extraño, pero es la primera noche que pasa en la pensión y no es posible que pueda compararlos con nada. Lo mismo este silencio es lo habitual. Nadie que abra o cierre la puerta, nadie que llame al timbre para preguntar por una habitación. Tal vez sea ella el único cliente, pero prefiere no quedarse dormida todavía. Cierra los ojos, pero enseguida los vuelve a abrir. Se pregunta cuánto tiempo se habrá quedado dormida. Tal vez solo unos segundos. El cuerpo no le responde. Es como si su cerebro se hubiera despertado mientras sus piernas y sus brazos todavía siguen dormidos. Mira de reojo la silla con la que ha apuntalado la puerta. Si alguien quiere entrar al menos se despertará y así tal vez tendrá una oportunidad de salvarse. Pero, ¿por qué he de preocuparme?, se pregunta, antes de rendirse al sueño, como si cayese en un pozo profundo del que no va a poder salir porque sabe que, tan adentro, por mucho que grite, nadie la podrá escuchar.

No soy más que una mujer que ha venido a esta ciudad para hacer una visita de cortesía a la familia de su novio. No soy una espía, al menos no todavía, se escucha decir, dormida ya. No es una espía, todavía no lo es. Ella no es más que Anna Cavour, francesa, de madre alemana, que hasta hace una semana trabajaba en la academia de madame Froissard en París.

Le cuesta a Anna esa mañana unos minutos tomar conciencia de dónde se encuentra. Estira el brazo, que se derrama al borde de la cama, tan estrecha, y se da la vuelta enseguida, como si temiera caer al vacío. El día se cuela a través de la cortina agujereada, una docena de pequeños haces de luz que se proyectan en la pared, puntos blancos en la sombra de la cal. Abre los ojos, no sin esfuerzo, porque los párpados le pesan tanto que cree que no va a poder abrirlos sin ayuda. Sin fuerzas todavía para levantarse, en la precaria oscuridad que le proporciona la cortina raída, distingue la silla inclinada que atranca la puerta. Se permite una sonrisa. No hace falta que haya recibido entrenamiento aún en Inglaterra para tomar precauciones. Está en Sevilla. Ya ha tomado conciencia de ello y se ha levantado, y esa mañana le va a tocar una tarea muy desagradable.

Media hora después sale de la pensión, gira a la derecha y, al atravesar la avenida donde está la catedral, se levanta las solapas del abrigo y se ajusta la bufanda. Es temprano todavía y hace bastante frío. La casa de la familia de Rubén se encuentra en dirección opuesta, cerca de la plaza de toros, pero es demasiado pronto, piensa, para hacer una visita. Recorre despacio la calle paralela a uno de los laterales de la catedral y gira a la derecha, en una plaza donde tiene la sensación de que, si pudiera estirar los brazos un poco, podría tocar al mismo tiempo la pared del palacio arzobispal y la Giralda. No le apetece mucho hacer turismo. Lo que tiene es prisa por marcharse a Inglaterra para recibir ese adiestramiento que Bishop dice que es tan importante y regresar a París. A veces piensa que Rubén puede regresar en cualquier momento y que ella no estará en casa. Es un pensamiento que procura evitar, pero le cuesta mucho, porque enseguida la ansiedad se apodera de ella. Rubén que regresa, como Lázaro resucitado, llama a la puerta de su casa y ella está muy lejos, y entonces deambula durante días por las calles de París. Nadie lo reconoce porque ha perdido mucho peso durante el tiempo que ha estado en prisión, su salud se ha resentido tanto que ya no es el mismo, y acaba marchándose de la ciudad para no volver jamás porque cree que ella lo ha abandonado.

Pero ahora, mientras espera, no le queda más remedio que pasear por la ciudad, dejarse ver junto a la catedral, la Giralda, recorrer las callejuelas estrechas del barrio de Santa Cruz. Camina despacio, procurando soslayar el deseo de que Rubén estuviese a su lado, guiándola por los rincones de los que tanto le había hablado en París.

Pasan más de diez minutos del mediodía cuando, después de caminar sin rumbo, ha llegado al río, a la misma embocadura del puente de Triana, donde Rubén le había contado que estuvo los primeros días de la guerra civil manifestándose junto a sus camaradas, los sindicalistas. Al otro lado del río, recuerda Anna de pronto, como una iluminación, que hay una taberna en la que Rubén acostumbraba a reunirse de vez en cuando para hablar de política con sus amigos, unos cuantos idealistas como él, gente de la más diversa procedencia, pero que comulgaban todos con los mismos ideales. Miguel Carmona, el jornalero de Almería que se había venido a Sevilla para trabajar en las obras de la Exposición del 29; Gordon Pinner, un inglés grandullón y pelirrojo que hablaba español tan bien como si se hubiera criado en el barrio del Arenal; Márquez, el dueño de la taberna, al que luego acabaron fusilando los primeros días del alzamiento; o Rosa, su viuda, que se había sobrepuesto a la tragedia y se había hecho cargo del negocio con una presencia de ánimo que Rubén nunca había dejado de admirar. Le había hablado tanto de aquellos amigos, que Anna no pudo evitar recordar sus nombres ahora y, aunque era la primera vez que visitaba Sevilla, sentía como si ya hubiera estado allí antes. Pero al final decide no cruzar el puente. Tal vez la taberna de la que le hablaba Rubén ya no exista si los fascistas fusilaron al dueño y, también, Anna sabe que en España no está bien visto que las mujeres frecuenten solas las tabernas. Y, además, ya es hora de cumplir la misión para la que ha venido hasta aquí.

Desde el puente que no ha querido cruzar se ve la Maestranza, y no muy lejos de allí está la casa de la familia de Rubén. Su prometido le había contado muchas cosas, pero quizá porque no tenía previsto ir en un futuro próximo nunca le había dicho la dirección exacta de su casa. Anna solo sabía que era una vivienda antigua y a ratos lujosa situada en una calle del barrio del Arenal, muy cerca de la plaza de toros. Sin embargo, Robert Bishop no había tardado en conseguir el nombre de la calle y el número, y le había asegurado que la familia de Rubén todavía vivía allí: su madre, su padre, sus dos hermanas pequeñas. A Anna le gusta pensar que Bishop es como un mago, o tal vez un embaucador, al que no le cuesta conseguir lo que quiere. Enseguida la había convencido para que trabajase para él y para sus jefes con la vaga promesa de que trataría de informarla sobre la situación de Rubén, y estaba segura de que, en pocas horas, había conseguido toda la información necesaria sobre la familia de su novio, si es que no la tenía desde mucho antes, antes incluso tal vez de haberse presentado en su casa por primera vez. Lo más probable era que tuviera a alguien en la ciudad que lo pusiera al corriente de todo, tal vez la misma persona que ahora la seguía a ella, de una forma discreta, atenta a sus movimientos mientras paseaba por la ciudad, mientras cumplía con el desagradable trámite de ir a visitar a los padres de Rubén.

Menos de diez minutos después de haber clavado la barbilla en el pecho para protegerse del aire helado y encaminarse en dirección a la plaza de toros, estaba delante de la casa de la familia de Rubén. Una puerta gruesa de dos hojas de madera que estaba abierta la conducían a un amplio zaguán con baldosas blancas y negras, como un tablero enorme de ajedrez desgastado por las pisadas y por el tiempo. Delante de ella, un cancel de hierro y cristal le impedía pasar dentro de la casa en la que Rubén había nacido hasta que golpease el aldabón.

Es Enriqueta la que abre. Anna contiene una sonrisa al ver a la mujer. Aunque entrada en años y habiendo pasado con creces la edad de jubilarse, la mujer no le parece tan mayor como se la ha descrito Rubén. Ya trabajaba en su casa antes de que él naciera, y si aún seguía haciéndolo era porque nunca se había casado y con los años se había convertido en un miembro más de la familia, como una tía soltera que se ha quedado a vivir con ellos porque Rubén y sus hermanas son como sus propios hijos. El uniforme y la cofia, le había asegurado Rubén, como si quisiera disculparse o despojarse de un prejuicio clasista que lo avergonzaba, son unos aderezos de los que Enriqueta nunca querrá desprenderse, como la línea que marca la frontera entre los dueños de la casa y la que, a pesar de todo, no dejaba de ser una criada. Pero Anna guarda silencio. No quiere empezar diciendo que Rubén le ha hablado mucho de ella. Ya se lo contará más adelante, si es que tiene ocasión. Todo dependerá de cómo se desarrolle el encuentro con los padres de Rubén.

– Buenos días -le dice Anna, despacio, procurando vocalizar bien cada sílaba, por si acaso su español no es tan bueno como le gustaría-. Vengo a ver al señor Antonio Castro -hace una pausa, espera un segundo para comprobar que se ha expresado bien, y también porque recuerda que Rubén le ha contado que Enriqueta, con los años, se ha vuelto un poco dura de oído-. O a la señora de la casa. Cualquiera de los dos estaría bien.

Enriqueta le dice que espere un momento. Le pregunta que a quién tiene que anunciar.

– Anna, Anna Cavour. Puede decirles que vengo de París. Enriqueta asiente, y aunque se queda un momento pensativa antes de seguir su camino no dice nada. N o tarda mucho en volver.

– ¿Pero no ha pasado todavía? No se quede ahí.

La toma del brazo, le ayuda a quitarse el abrigo, la invita a pasar a un estudio después de atravesar un patio con una fuente adornada con la imagen de un ángel del que no brota agua.

La criada le pide que se siente en el estudio, detrás de una puerta acristalada de la que cuelgan unas cortinas de encaje, elaboradas con mimo y paciencia. Ahí dentro huele a madera vieja, a páginas gastadas. Anna lleva el orden del estudio de la casa de Rubén grabado en la memoria, pero no lo ha sabido hasta estar dentro. Las estanterías colmadas de libros, dispuestos de una forma idéntica a como se lo había descrito él. Mi padre es un notario jubilado. En mi casa nunca faltaron libros. Una vez me dijo que lo mejor que podía haber hecho era sacarlos todos al patio y hacer una hoguera, como en El Quijote, que los poetas me habían sorbido el seso igual que al hidalgo los libros de caballería. Era una de las contradicciones de la vida. Si no hubiera tenido tantos libros en su casa, su hijo habría estudiado Derecho y se habría convertido en un próspero notario como su padre, como su padre y como su abuelo, y no habría estudiado Latín para convertirse en un mediocre profesor de instituto, con sueldo escaso e ínfulas de poeta.

El hombre que abre la puerta no se parece a Rubén. Yo me parezco más a mi madre, recuerda Anna al verlo. Tiene el pelo blanco y el labio superior coronado por un fino y cuidado bigote.

– Buenos días -le pide a Anna que vuelva a sentarse-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Soy amiga de Rubén.

Lo mejor es ser directa. No andarse por las ramas. Le parece que los ojos del notario jubilado se contraen de repente. Por lo demás, ningún gesto. Al final, asiente con la cabeza, levemente, y luego parpadea, despacio.

– De Rubén, su hijo -termina por aclarar Anna, aunque sabe que no es necesario-. Lo conozco de París.

Mi familia nunca aprobaría que viviéramos juntos sin estar casados. Mi padre va a misa todas las mañanas desde que tengo memoria, cada día antes de ir a trabajar. Yo también lo he tenido que hacer durante muchos años, en el colegio, a veces incluso lo echo de menos, fíjate, concluía Rubén con una sonrisa.

– Somos amigos. He venido a pasar unos días a España, aprovechando las vacaciones de Navidad, y he querido visitar a su familia.

– ¿Le ha pedido Rubén que venga a vernos? -le pregunta el padre después de asentir con la cabeza de nuevo y quedarse pensativo un instante.

– No, no me lo ha pedido.

Anna quiere ser todo lo sincera que pueda.

– Pero estoy segura de que no le importará que lo haga, incluso más, que le alegrará que haya venido a ver su familia. -Sabrá usted que hace más de tres años que Rubén se fue.

– Losé.

El padre de Rubén ha inclinado un poco el cuerpo desde el otro lado del escritorio.

– Entonces estoy seguro de que también sabrá, si es amiga de mi hijo, que hace mucho tiempo que no tenemos contacto con él.

Es como si la interrogase. Antonio Castro se asemeja ahora más a un juez en activo que a un notario jubilado.

Anna asiente.

– Lo sé. Pero también estoy segura de que la familia siempre es la familia.

El anciano deja que se le escape el aire por las fosas nasales, como un dragón cansado.

– La sangre -le dice, y mira por la ventana, como si buscase la respuesta en el recuadro de la calle que enmarca el cristal-. ¿Cómo está Rubén?

Ahora Anna prefiere mentir. Bishop le ha dicho que lo mejor es que sea sincera con la familia de Rubén, que más adelante quizá pueda serles útil que el servicio secreto alemán se entere de que ella les ha contado que a su hijo se lo llevaron preso los nazis. Nunca se sabe lo que puede traer el futuro, le había advertido. Antes de que empieces a trabajar para nosotros, no sería una mala idea que dejases constancia, aunque fuera lejos de París, de que no tienes un buen recuerdo de los alemanes. La vida da muchas vueltas. Quién sabe si más adelante tendrás que cambiar de bando y necesitarás una coartada para volver a nuestro lado.

Pero Anna no quiere pensar en eso, y lo más importante es que no está dispuesta a permitir que la familia de Rubén sufra más de lo que ha sufrido ya si es que ella puede evitarlo.

– Rubén está muy bien. Enseña latín en un instituto de París, pero tuvo la buena idea de pedir el traslado antes de que los alemanes ocupasen la ciudad. Se marchó al sur, cerca de la frontera española. No es que allí esté completamente a salvo pero desde luego es menos peligroso que haberse quedado en París.

El padre de Rubén suspira, como si de repente hubiera sentido un gran alivio.

– ¿Es verdad que es peligroso para los republicanos españoles que están en Francia que ahora los alemanes hayan ocupado el país?

A Anna le hubiera gustado decirle que tan peligroso como si estuviera en España, pero sacude la cabeza.

– Depende del lugar. Ahora mismo el sur es más seguro.

Se permite cierta libertad.

– Libertad -repite el anciano, deteniéndose en cada sílaba, como si quisiera asegurarse de que no se le quedaban en la boca -. Libertad. ¿Sabe usted, señorita, cuántos problemas ha traído esa palabra? ¿Sabe usted cuánta sangre se ha derramado sin que nadie sepa lo que significa? Libertad. Rubén todavía viviría aquí si no estuviese obsesionado con esa palabra.

Aquí, en su casa, con su familia. Tendría un trabajo decente y una buena vida en lugar de ser un exiliado en un país extranjero, un nómada al que no le permiten volver.

Anna apenas balbucea una respuesta. No sabe muy bien qué decir, pero en realidad tampoco quiere decir nada que moleste al padre de Rubén. No es necesario. Que la visita se desarrolle así es lo esperado. Por eso le resultaba tan incómodo venir. Rubén ya le había contado cómo estaban las cosas en su casa. Que pudo haberse quedado en España y no quiso, que pudo haber vuelto pero prefirió quedarse en París porque no quería tratos de favor. Rubén era así, por desgracia, y Anna nunca había dejado de lamentar que por haberse mostrado tan cerril y no haberse querido marchar de París, al final la Gestapo se lo hubiera llevado detenido.

Por suerte, el padre de Rubén sigue su discurso. -Podría haberse quedado aquí. No tenía que haberse metido nunca en política. La política solo trae problemas. N ada más que problemas.

Sacude la cabeza, levantándose.

– Luego pude haberlo ayudado, para que no hubiese tenido que marcharse a Francia, y también he podido ayudarlo para que regrese, pero Rubén nunca ha querido favores, y mucho menos de su padre. Es como si le gustase mantener una penitencia, como si pensase que con su propio sufrimiento el mundo será más justo. Pero la vida no es una utopía, señorita. La vida es mucho más complicada que eso. Lo que pasa es que mi hijo siempre ha sido un idealista y no ha querido entenderlo. Cuando lo vea, puede decirle que estamos bien. Su padre, su madre, sus hermanas. Que cuando quiera puede volver a su casa. Solo tiene que decírmelo.

Anna piensa que tal vez es lo mejor que Rubén podría haber hecho. Volver a su casa, con su padre y con su madre y con sus hermanas, haberse tragado su orgullo y sus ideales para vivir una vida tranquila y sin sobresaltos en un casa cómoda como aquella, con un buen trabajo, encontrar una mujer española de su misma clase social con la que poder formar una familia.

Pero no deja de ser utópico pensar en eso dadas las circunstancias. A Rubén se lo había llevado la Gestapo porque lo consideraba un elemento subversivo que no había considerado siquiera marcharse de París cuando llegaron los alemanes. Tan insignificante se creía.

Cuando el viejo notario sevillano se levanta, Anna sabe que la conversación ha terminado.

– Puede decirle a Rubén que su familia lo espera.

Anna cruza el patio después de que el padre de Rubén le haya estrechado la mano para despedirse. A ella le hubiera gustado conocer también a su madre, encontrar en ella alguno de los rasgos de su hijo. En París había visto algunas fotos de ella, unas fotografías antiguas, con Rubén y con sus dos hermanas pequeñas. También le hubiera gustado verlas a ellas. Seguro que están hechas unas mujeres. A lo mejor, cuando vuelva a verlas ya se han casado y tienen hijos, me harán tío y yo ni siquiera me enteraré. Es como si escuchase allí mismo a Rubén lamentándose.

Pero Enriqueta la espera al otro lado del patio, a punto de abrir la puerta de la calle. Le hubiera gustado poder decirle a su madre, al menos, que ella era mucho más que una amiga para su hijo, que se iban a casar pero la llegada de los alemanes a París había retrasado sus planes. Que él le había pedido matrimonio una mañana con mucho sol de primavera y que habían bailado un vals sin música en los jardines de Luxemburgo.

Enriqueta ya ha abierto la puerta. Le sonríe a Anna. Es una mujer amable, desde luego. Como Rubén se la había descrito.

– ¿Cómo está mi niño? -le dice, bajando la voz, y Anna no está muy segura de haber entendido la pregunta-. Mi niño, mi Rubén. Mi pequeño.

Anna sonríe.

– Está muy bien -miente, pero le gustaría estar diciendo la verdad, y al hacerlo sabe que se está engañando a sí misma también, que de tanto mentir esa mañana ha llegado a un punto en que a veces es ella la que se cree sus propios embustes-. Trabaja dando clases en un instituto, en el sur de Francia. Está muy bien -repite, y se da cuenta de que mentir no es tan difícil una vez que se empieza. Es como coger carrerilla.

– Mi niño. Era tan guapo.

Anna sonríe, y ahora es de verdad. -Muy guapo, sí. Lo era y lo sigue siendo.

Enriqueta la mira ahora como si de súbito la hubiera visto por primera vez. Anna piensa que la mujer se ha dado cuenta de que no ha sido sincera, que por mucho que se haya esforzado en fabricar una farsa o en edulcorar la verdad terrible no lo ha conseguido.

– Usted es su novia, ¿verdad? Mi niño… Anna ahora vuelve a sonreír.

– Su novia, sí. Yo soy su novia.

– Lo sabía. Usted también es muy guapa. Rubén siempre ha tenido muy buen gusto. ¿Por qué no se queda un rato? Su madre y sus hermanas no tardarán mucho en llegar. Pronto será la hora de comer. A su madre le gustará mucho conocerla.

Anna se queda mirando a esa mujer que la está invitando a comer en casa de Rubén. Tiene que tragar saliva despacio para que no se le note la emoción. Es como aguantar un dique, una bola gruesa que está a punto de estallarle en la garganta. Pero no puede permitirse llorar. Ahora no. Eso será luego, cuando vuelva a la pensión. Claro que le gustaría comer con la familia de Rubén, con su padre, aunque hubiera sido tan seco con ella hacía un momento, con sus hermanas pequeñas, Lucía y María, que seguro que estaban hechas ya unas mujeres, quizá con novios formales; con su madre, que Anna sabe que tiene los mismos ojos que Rubén porque él se lo ha dicho muchas veces y porque ella también lo ha comprobado en las fotos. Pero no soportaría sentarse a la mesa con ellos y no decirles la verdad. Está segura de que si lo hace no se lo perdonará nunca, que durante el resto de su vida no sentirá sino asco de sí misma. En el futuro tendrá que hacer cosas peores, cosas que si ahora mismo se las dijeran pensaría que le están hablando de otra persona. Se ofendería incluso. Le retiraría el saludo o incluso le daría una bofetada a quien se lo hubiera dicho, pero ahora no puede quedarse a comer. Eso es lo único que sabe.

– Me encantaría quedarme, señora -coge las dos manos, arrugadas de tanto trabajar, de Enriqueta. La mira a los ojos-. Me gustaría mucho, de verdad, pero aún tengo un largo viaje por delante, y he de coger un tren esta misma tarde. Dígales a la madre y a las hermanas de Rubén de su parte que les manda muchos besos. Que se encuentra muy bien y que en un futuro no muy lejano podrá volver a España -vuelve a tragar saliva. Con más dificultad esta vez-. Que los echa mucho de menos a todos.

Enriqueta y ella se abrazan en mitad de la calle. Anna ha tenido que encorvar el cuerpo para poder rodear con los brazos a la mujer que había criado a Rubén desde que nació. Pero tiene que marcharse ya. De ninguna manera quiere encontrarse con su madre. No lo soportaría. Le dice adiós a Enriqueta, por fin, pero hay algo en los ojos de la mujer, o quizá la criada le está diciendo a su manera que no ha conseguido engañarla, que la vieja tata se ha dado cuenta desde el principio de que Anna no le ha dicho toda la verdad, que lo que oculta sobre Rubén puede ser tan triste o tan terrible que ni siquiera se atreve a preguntárselo.

Después de despedirse de la mujer Anna pasea un rato, sin rumbo, por las calles del centro, los adornos de Navidad apagados porque aún es de día. En diciembre, los días en Sevilla son más largos que en París. No ha comido siquiera, no le apetece. Cuando llega a la pensión se tumba en la cama, boca abajo, sin quitarse el abrigo. Faltan cinco días para la Nochebuena y no tiene conciencia de haberse sentido nunca tan sola, y un llanto lento se apodera de ella sin darse cuenta. El caso es que llora, ya no puede contenerse más. Llora hasta que se queda dormida, profundamente, como una niña pequeña a la que han acunado mientras le cantan una nana.

Cuando se despierta ya ha oscurecido. Siente que los párpados le pesan y que le escuecen los ojos. Se quita el abrigo y los zapatos, se levanta y se alisa la falda. Tiene que marcharse de Sevilla. No quiere pasar allí ni un solo día más. Pero no sabe adónde habrá de ir, ni en qué medio de transporte hacerlo. Solo le queda sentarse en la habitación de la pensión y esperar. Esperar, sí. Tal vez sea esa otra de las cosas que tiene que aprender en su nueva vida. Aprender a sentarse y a esperar las órdenes de los que mandan, que esa gente invisible que va a dirigir su destino a partir de ahora la informe de cuál es el siguiente paso que debe dar.

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