FRANZ

Dos años después de haber estado en Mauthausen, Franz Müller era el lado que terminaba de sostener un triángulo que parecía cerrarse por fin en Berlín, cuando había terminado la guerra. Por un lado Anna y Rubén, y por el otro lado él mismo.

No sabrá el violinista el nombre de Rubén Castro hasta meses después y, cuando por fin se entere, volverá a preguntarse si el hombre que se acordaba del violinista que tocaba un vals en el parque de Luxemburgo es el mismo preso que estuvo a punto de saltar y tal vez saltó al vacío en la cantera de Mauthausen.

No pasaron tres meses, y Franz Müller ya había conseguido un puesto como ingeniero en la fábrica de Heinkel, en Oranienburger, al norte de Berlín. Toda la ciencia de Alemania estaba militarizada. Pero eso era algo con lo que ya contaba. Con el tiempo, su etapa en Austria no es más que un recuerdo vago, imágenes borrosas que le gustaría olvidar, como una pesadilla que la única forma de deshacerse de ella es pensar que jamás ha sucedido.

Al volver a Berlín, hubo de soportar las humillaciones que había previsto. Llamar a Dieter Block y contarle que tenía razón, que la vida de músico aficionado llega a cansar en un momento dado, que nada puede ser comparable con desarrollar su capacidad como ingeniero.

– Vaya, el hijo pródigo -le escucha decir a su viejo amigo, no sin cierta sorna que sabe que no puede ni le apetece disimular-. Sabía que algún día volverías, que me llamarías y me pedirías que te echase una mano.

Franz Müller suspira, aguantándose las ganas de soltar el auricular.

– El hijo pródigo, sí. Aquí me tienes, cumpliendo punto por punto lo que habías profetizado.

– ¿Dónde has estado todo este tiempo, Franz?

El violinista se encoge de hombros al otro lado de la línea.

– Dando tumbos. Por aquí y por allí. Salzburgo, Viena, Linz, París.

– y ya has decidido que se han terminado tus días de bohemio.

Müller se queda callado un instante antes de contestar. -Ya he visto bastante. Ahora quiero volver a Berlín.

– Pero si me llamas no será solo porque quieres volver a Berlín.

– Llevas razón. Necesito un trabajo.

– ¡Un trabajo! -el tono de voz de Dieter Block es lo más parecido al de un padre que disfruta de que su hijo díscolo al final termine dándole la razón.

– Un trabajo, sí.

– Pues no sé. Supongo que no te será difícil tocar en alguna orquesta que alegre las tardes de la gente que pasee por Tiergarten -hace una pausa, espera Dieter Block el efecto de sus palabras en el ánimo de su viejo amigo-. Porque, supongo que lo que quieres es seguir tocando el violín, ¿no, Franz?

– Había pensado más bien en volver a mi puesto como profesor. Quiero algo más tranquilo, más seguro.

– ¿Y el violín?

– Lo del violín prefiero dejarlo para los ratos libres.

Como profesor de ingeniería se vive mucho mejor -traga saliva, como si le costara un gran esfuerzo decir lo que iba a decir-. Tenías razón, Dieter. La vida de bohemio no es para mí.

Para Franz Müller es como si pudiera verlo asentir satisfecho. Es lo que quería escuchar, y prefiere pensar en Dieter Block como el amigo con el que había jugado desde niño que imaginarlo vestido con el mismo uniforme de los SS que ha visto en Mauthausen.

– Bueno, veré qué puedo hacer, Franz. No sé si como profesor, pero los ingenieros talentosos como tú siempre son bienvenidos. Me alegro de que al final hayas decidido regresar al lugar donde te corresponde. El sitio de donde nunca deberías haberte marchado.

Müller cuelga el teléfono en la estación de Linz y sube al tren. Ya había comprado el billete de vuelta a Alemania antes de llamar a Dieter Block. Obersturmbannführer Dieter Block. Quién se lo iba a decir. Prefiere pensar en el tren que lo lleva de vuelta a Alemania Franz, que a lo mejor también se puede vestir un uniforme de las SS y llevar una vida tranquila de oficinista en Berlín. Espera que su viejo amigo no haya visitado nunca uno de los Lager. Que pueda haber una diferencia entre los SS que custodian Mauthausen y Dieter Block.

Llamarlo ha sido la primera de las concesiones que habrá de hacer para recuperar su trabajo como ingeniero, para poder viajar a París a buscar a la mujer cuya foto le obsesionará tanto que a veces sentirá que le quema en la palma de la mano al contemplarla. En el tren vuelve a sacarla de la cartera. El retrato en sepia de una mujer morena cuyo nombre no recuerda. Tan solo sabe que su novio le pidió que se casara con él un domingo que él ya había dejado París. Le parece guapa, pero a fuerza de mirarla tantas veces ya no está tan seguro de que sea tan hermosa como piensa. Le gustaría ser amigo de alguno de los hombres que viajan en el tren para preguntarle su opinión. Pero Franz Müller no conoce a ninguna de las personas que lo acompañan en el compartimento de ese vagón de segunda clase.

Tiene los ojos casi cerrados, la fotografía aún en la mano cuando la mujer que está sentada a su lado le dice algo. Frunce el ceño el violinista, no ha entendido muy bien la pregunta. Abre los ojos, parpadea, como si se hubiera quedado dormido sin darse cuenta y vuelve la cara para ver a la desconocida.

– ¿Su novia?

Es una mujer mayor. Casi podría ser su madre. Su novia.

El violinista sonríe. Podría ser una manera de verlo.

– Es muy guapa -la mujer suspira, y al hacerlo echa un vistazo a su equipaje, en la repisa del vagón, el violín protegido en su funda-. Seguro que está deseando volver a verla.

Müller asiente vagamente, sin mucho entusiasmo. Sigue mirando la foto, protegida en el hueco de la palma de su mano, un recuerdo que no le pertenece, una historia de amor que no es la suya, pero no puede evitar que una sonrisa le adorne la cara. Antes de quedarse dormido, ya ha imaginado varios nombres que le ha adjudicado. Marie, Marlene, Irene, Nicole, Veronique. Cualquiera de ellos podría ser el suyo, y antes de quedarse dormido no pudo evitar preguntarse varias veces cuál sería el verdadero.

Tres meses después está Franz Müller en París. No ha sido fácil, pero las influencias de su amigo Dieter Block le han sido de gran ayuda. Para viajar de París a Berlín, un civil necesita un permiso de salida, un visado de tránsito suizo y una autorización del gobernador militar alemán para entrar en Francia. Primero Múnich, luego Ginebra. Ese ha sido el recorrido para llegar a París.

Tiene unos días libres en su trabajo, un puesto que no es arriesgado, ni complicado. Principalmente se trata de desarrollar el prototipo de un avión a reacción. Pero la única verdad es que durante este tiempo Müller se ha vuelto más obsesivo, porque no se engaña al concluir que la principal razón por la que ha terminado aceptando volver a una vida segura en Berlín no ha sido para tener un trabajo o un buen sueldo, o para poder boicotear la militarización de la ciencia desde dentro, como había querido pensar con una mezcla de ingenuidad y de idealismo adolescente que nunca lo había abandonado, sino para moverse con cierta libertad por la Europa ocupada por la Wehrmacht, ir a París, pasear otra vez por el barrio Latino, caminar de nuevo hasta los jardines de Luxemburgo, como si fuera de nuevo a tocar el violín para el disfrute de los que pasean junto al estanque las mañanas de domingo, volver tranquilamente y atravesar el Sena, merodear por las cercanías de la plaza de la Bastilla, la rue Lappe, o la plaza de los Vosgos, buscando en las mujeres con las que se cruza el rostro de la misma mujer cuyas facciones a veces temía que se le hubieran borrado de la cara de tanto mirar la fotografía. Mujeres jóvenes que lo miran con desconfianza o invitadoramente, porque va bien vestido, lleva uno de los trajes que se ha hecho a medida en una sastrería elegante de Berlín, y en el otoño de 1943, aunque el Reich ha perdido la batalla en el norte de África y en Stalingrado, su ejército aún domina incontestablemente en Europa, y él, aunque le pese, aunque prefiera verse a sí mismo todavía como un violinista diletante que lleva una vida bohemia en Austria, ahora no es sino un ingeniero de ese ejército de ocupación que ha podido venir hasta París gracias a los contactos de Dieter Block, con quien ahora ha renovado su amistad con las mismas energías que si fueran unos adolescentes, tan contento está de que haya vuelto al camino correcto, que no ha querido pararse a meditar que quizá la única razón por la que Franz Müller lo ha hecho, ha sido para poder volver a París y no para desarrollar el proyecto de los aviones a reacción de la Luftwaffe.

Como si fuera un espía, Müller, de vez en cuando hace un ejercicio de voluntad para recordárselo a sí mismo. Mi trabajo ahora es un instrumento, un puro trámite, el disfraz de un actor que gracias a llevarlo no tiene que estar en el frente y puede servir al Führer en un departamento que él mismo parece detestar. Cada vez que los ingenieros le hablan de un nuevo prototipo de un avión a reacción, la decepción es la misma. A Hitler no parecen interesarle ese tipo de aviones tan rápidos y tan pesados cuya capacidad de giro es muy inferior a la de los cazas aliados. Y está convencido de que la guerra se ganará antes de que alguno de estos aparatos pueda volar con las mismas garantías que los aviones de hélice, que solo él y sus compañeros parecen saber que algún día serán los únicos que decidirán los combates en el aire.

Pero él no ha venido a París como el ingeniero de la fábrica de Heinkel. Le gusta pensar que es el mismo violinista que pasó allí unas semanas en la primavera de 1940, no mucho antes de que los Panzer destrozasen la línea Maginot y llegasen hasta París.

En la plaza de la Bastilla, frente a la columna, Franz Müller se saca la cartera del bolsillo y la abre para ver la foto. Es un trámite, nada más. No lo necesita para ver esas facciones delicadas, el pelo negro, recogido en un moño, la piel que adivina blanca a pesar del color envejecido del retrato y las grietas del tiempo que surcan el rostro de la mujer. Alguna vez ha pensado que ha estado incluso a punto de romperse, que las grietas serán cada vez más grandes y que un día, cuando la coja de la cartera para mirarla, el retrato de esa mujer cuyo nombre no conoce, se habrá partido en dos o tres pedazos y ya nunca podrá recordarla y se volverá loco.

Antes de venir a París ha estado a punto de contarle a Dieter Block sus intenciones. Decirle que viaja a Francia para buscar a una mujer cuyo nombre ni siquiera sabe, solo la calle donde vive, una mujer que, si consigue hablar con ella, con toda probabilidad lo primero que desee sea escupirle en la cara. Dieter Block podría haberlo ayudado a encontrarla. Una mujer que vive en la rue Lappe cuyo prometido ha sido enviado al campo de concentración de Mauthausen. Seguro que no sería difícil de encontrar para alguien con los recursos y los contactos de su amigo, pero él no ha querido decirle nada, ha preferido mantenerlo en secreto, y no le apetecía darle explicaciones, además. Es algo que tiene que hacer él solo. Eso lo ha tenido claro desde el principio. Ir solo hasta París para encontrarse con esa mujer.

El primer día es una locura. Pasea por las terrazas del bulevar Beaumarchais mirando las caras de las mujeres que están sentadas, como si fuera un detective o un demente. Se sienta en un banco de la plaza de los Vosgos al caer la tarde. Las madres que pasean a sus hijos pequeños entre las palomas, hombres ociosos que atraviesan la plaza, y Franz Mül1er allí, con su traje berlinés hecho a medida, un extraño y un extranjero. Al cabo de un rato se levanta y vuelve hasta la plaza de la Bastilla. Se da cuenta de que lleva más de una hora y media por los alrededores, pero todavía no ha tenido el valor de embocar la rue Lappe, que tiene tan cerca. Es como si la misma fuerza del imán que lo ha traído hasta París ahora lo empujase en sentido contrario, el miedo al fracaso, a saber que tal vez no se atreverá a hacer nada, que no reunirá el valor suficiente para hablarle, dirigirse a ella con cualquiera de las docenas de excusas que ha urdido cuando ha imaginado que llegaría el momento del encuentro.

Respira hondo antes de dar media vuelta y dejar la columna de la plaza de la Bastilla atrás para llegar hasta la esquina. Antes de girar y adentrarse en la calle, vuelve a detenerse un instante. Siente que si alguien lo ve estará haciendo el ridículo, un hombre hecho y derecho y tan trajeado que no es capaz de adentrarse en la calle donde vive una mujer que ni siquiera lo conoce. Hay algo que no puede negar. Por mucha experiencia, por muchos años vividos, por mucha inteligencia o por mucho valor que tenga uno, cuando se enfrenta al pozo oscuro que lleva guardado en el alma, eso no sirve para nada, y un hombretón que no se atreve a embocar una calle donde no conoce a nadie y donde nadie lo va a conocer a él, no es más que un niño asustado que ha de enfrentarse a la parte más frágil de sí mismo.

Todavía estás a tiempo de darte la vuelta y regresar a Berlín, se dice, por si acaso, para darse ánimos. Es todo tan absurdo que está a punto de soltar una carcajada que lo libere de la tensión. En la calle no hay nadie esperándolo, nadie que le diga qué haces aquí, Franz Müller, has venido a París porque en realidad no eres más que un cobarde, un tipo que, en lugar de luchar contra aquello que considera injusto, ha preferido volver a Berlín y formar parte del mismo engranaje que tanto odia, como si la única manera de estar uno lejos de donde no quiere es escondiéndose dentro. Eres un cobarde, Franz Müller, igual que ahora, que vienes a ver a la mujer de un muerto y no te vas a atrever siquiera a decirle tu nombre, y mucho menos le vas a contar que conociste a su prometido en un campo de prisioneros en Austria. Y de alguna manera, Müller se alegra de que así sea, de que no haya nadie en esa calle donde tal vez ya no viva esa mujer a la que busca, pero que, ahora que está tan cerca de su casa, le aterra encontrar.

Recorre la rue Lappe hasta el otro extremo, procurando mantener el gesto distraído o indiferente de quien ha transitado muchas veces por ella, que nadie se dé cuenta de que mira en cada portal, que procura registrar cada número en su memoria, grabar detalles que quizá sean insignificantes, pero que a lo mejor podrán servirles en el futuro.

En la esquina de la rue Charonne vuelve a detenerse. Tan ridículo se siente que está a punto de estallar en una carcajada, reírse de sí mismo por haber llegado hasta aquí sin saber siquiera si la mujer a la que está buscando existe, si no ha sido todo el resultado de su imaginación fecunda, su imaginación de artista, como solía referirse a él a veces su padre cuando era un adolescente.

A veces basta con desear algo con mucha intensidad para que suceda, y a Franz Müller, antes de dar la vuelta a la manzana y regresar a la plaza de la Bastilla, le gustaría volver a ser de nuevo un adolescente y poder volver a creer que solo hay que cerrar los ojos muy fuerte y desear con mucha intensidad que la mujer de la fotografía aparezca para que cuando vuelva a abrir los ojos se la encuentre en la acera, mirándolo como si lo conociera, como si lo recordase de aquellas semanas que pasó en París y aprovechaba las mañanas de domingo tocando el violín en el parque de Luxemburgo. Pero ya no es un adolescente, por desgracia, y hace mucho que dejó de pensar que los sueños se hacían realidad con solo desearlo. La mayoría de las veces ni siquiera deseándolo se hacían realidad. Al llegar a la plaza de la Bastilla otra vez, ni siquiera se detiene a buscar el rostro aprendido de memoria durante los últimos tres meses. Tampoco se entretiene en mirar dentro de ninguno de los cafés. Se dice que debería haberse quedado en Berlín, encerrado en su despacho, la cabeza inclinada sobre planos de aviones que con suerte jamás llegarían a utilizarse en la guerra. Ahora mismo, de lo único que tiene ganas Franz Müller es de llegar al hotel y quedarse dormido profundamente, como un bebé. Quedarse dormido y soñar que no ha venido a París a hacer el ridículo.

Pero también piensa en ella por la mañana, cuando da un paseo hasta los jardines de Luxemburgo como si otra vez tuviese la funda del violín bajo el brazo. Ha traído el instrumento en el viaje a París, pero ha preferido dejarlo en el hotel. Si hay algo peor que encontrársela, es que ella pueda recordarlo tal vez por el violín, que sepa quién es, que adivine sus intenciones o todo lo que se ha propuesto ocultarle.

Lo que quiere Franz Müller es ser un turista más, caminar hasta la plaza del Trocadero y colocarse bajo la sombra de la torre Eiffel aunque ese día haya amanecido nublado en París.

A mediodía da un largo paseo hasta Montmartre. Lleva toda la mañana andando, pero se siente tan bien que piensa que sería capaz de seguir haciéndolo todo el día. Durante algunos momentos le parece que ahora es antes, que otra vez vuelve a ser joven, que no hay guerra en Europa y ha podido cumplir su sueño de vivir de su música, que tiene toda la vida por delante.

En una terraza de la plaza de Tertre, mastica despacio una barra de pan caliente. Le gusta el sitio. La pensión donde se había alojado cuando pasó aquella temporada en París, en la rue Norvins, aún sigue allí. Antes ha pasado por la puerta, pero no ha querido entrar. No le gustaría que alguien lo reconociese y le preguntase qué había sido de él durante estos años. Pero es en un barrio como este donde a Franz Müller le hubiera gustado vivir, un sitio donde los artistas encontraban refugio, como fue hace años la Kurfürstendamm en Berlín.

Luego baja las escaleras del Sacré Coeur. Aún es temprano, y a él lo único que le apetece es seguir paseando. Tal vez lo mejor de haber venido hasta París haya sido esto, poder olvidarse de todo por tres días, y aún le quedan otros dos en la ciudad. Camina hasta el centro, sin prisas, perdiéndose por el barrio Latino, y ya es de noche cuando deja atrás la Íle de la Cité y la catedral de Notre Dame, y está otra vez frente al monumento al Catorce de Julio. Y otra vez le sobreviene esa sensación tan extraña, el imán que lo ha atraído hasta aquí, pero que ahora que está tan cerca, igual que ayer parece que empieza a repelerlo, una fuerza invisible que lo empuja a marcharse, a salir corriendo, volver al hotel o quizá hasta la estación para no pisar nunca más la ciudad, sacar la fotografía de la cartera y sin ni siquiera mirarla hacerla pedazos y tirarla al Sena. Pero también sabe que no lo va a poder hacer, que muchas veces la única forma de acabar con una obsesión es llegar hasta el fondo de ella, y Franz Mülller sabe que no va a poder hacer otra cosa salvo llegar hasta el final.

Respira hondo, la vista al frente, directo hasta la rue Lappe de nuevo. Hoy no se detiene en la esquina, hoyes el soldado valiente que nunca ha llevado dentro cuando emboca la calle y camina despacio, fijándose detenidamente en cada portal, en los números, en las pocas mujeres con las que se cruza. Ninguna es ella. Por la otra acera vienen dos soldados de la policía militar alemana. No es imposible que le den el alto. Ahora lo único que quiere es que lo dejen tranquilo. Los dos soldados pasan de largo, apenas lo miran de soslayo. Su presencia no representa ninguna amenaza. Además de la foto de la mujer a la que busca, también lleva un carnet falso que lo identifica como capitán de las SS. Dieter Block se lo dio en Berlín, por si necesitaba que lo sacase de algún apuro. Es una temeridad llevarlo, pero él va de paisano y no es imposible que le den el alto, y aunque Franz Müller solo tendría que enseñarles la documentación para avergonzarlos, ponerlos firmes incluso, no le gustaría, porque lo único que quiere es que lo dejen tranquilo y no meterse en líos, pasar desapercibido en París, ser un ciudadano anónimo, un tipo vestido de calle que puede pasear tranquilamente sin que ningún francés lo mire mal.

Termina de darle la vuelta a la manzana, y diez minutos después se encuentra de nuevo en la plaza de la Bastilla, frente a un café. Cruza la puerta, decidido, como si fuese el hombre de acción que jamás ha sido, dispuesto a pedir algo de comer y de beber, esperando ver pasar al otro lado del cristal a una mujer francesa que no puede quitarse de la cabeza.

Se acomoda en la barra, pide una copa de vino y un sándwich. De repente se da cuenta de que tiene hambre. El café está vacío, y desde dentro se puede ver casi toda la plaza de la Bastilla, la columna que conmemora la revolución francesa, las terrazas del bulevar Beaumarchais al otro lado. Se acomoda en un taburete y se gira para no perder de vista a la gente que pasa por la calle. Arranca un trago al vaso de vino, y piensa que tal vez debería haber pedido ayuda a Dieter Block, sin darle explicaciones. Eran amigos y tal vez lo habría ayudado sin hacer demasiadas preguntas. El nombre de una mujer cuyo prometido estaba preso en el campo de Mauthausen. Había preferido ser discreto, pero el tiempo se le terminaba. Dentro de tres días tendría que regresar a Berlín, y tal vez el viaje hubiera sido en balde. Quizá llamaría a Dieter Block por la mañana, pero estaba convencido de que ya sería demasiado tarde, que bucear en los archivos no sería tan sencillo, aunque tal vez podrían arreglárselo desde París. Pero no está seguro, lo único que le pasa es que a medida que se acerca el momento de regresar a Berlín se siente más frustrado. Puede que esa mujer ya no viva allí, que se haya mudado a otro sitio después de que a su prometido se lo hubieran llevado detenido. O que se haya hartado de esperar y se haya casado con otro, como el preso temía. Cualquier cosa era posible, incluso que aquel tipo se lo hubiera inventado todo y que la historia del violinista del parque de Luxemburgo se redujera a una casualidad, una coincidencia de esas que ocurren y que a veces uno acaba confundiéndola con el Destino. Seguro que él no era el único músico que había tocado durante la primavera de 1940 junto al estanque del palacio de Luxemburgo. Le había dado tantas vueltas al asunto que estaba temiendo volverse paranoico, que al final alguien terminase por encerrarlo en un sanatorio hasta que se le pasase aquella obsesión absurda por una mujer que ni siquiera sabía si existía.

Arranca un bocado al sándwich y se hace a un lado para dejar sitio a un teniente de la Wehrmacht que se ha acoplado también en la barra. Antes, al abrir la puerta del café, lo ha visto tambalearse, pero no es hasta que el soldado se sienta a su lado cuando ya no le caben dudas de que ha bebido demasiado. Con malos modales, le pide al camarero un vaso de vino. Franz Müller ha retirado el taburete un poco de la barra para poder seguir teniendo una vista amplia de la plaza de la Bastilla. Ha oscurecido hace un rato y la mayoría de la gente se encamina hacia su casa. Espera que el trayecto de la mujer de la fotografía también pase por allí delante. Ni siquiera sabe si trabaja, o su horario. Si hubiera permanecido un rato más aquel preso junto a él tal vez sabría más de su vida, pero también es cierto que, a lo mejor, la foto de su prometida no se habría quedado perdida en la tierra del campo de Mauthausen y él no estaría allí ahora mismo.

Da el último bocado al sándwich despacio mientras el teniente despacha el segundo trago de vino, de un sorbo tan ruidoso que Franz Müller a duras penas tiene que contener una reprimenda. No tiene ningún apego por las cuestiones militares, pero nunca ha soportado los malos modales, y lo poco que sabe de asuntos militares le dice que el comportamiento grosero es impropio de un soldado alemán.

Se levanta y deja un billete en la barra. Va a salir a la calle y tal vez le dé la vuelta a la manzana por última vez, esta sí que va a ser la última, se dice, cuando coge el sombrero que había dejado en un taburete que estaba vacío y se dirige a la puerta. Y es entonces cuando la ve atravesar la plaza, y se queda parado y duda entre sacar la fotografía de la cartera para comprobar si es ella o buscar el servicio para esconderse. Quiere creer que es la misma mujer. Ahora lleva el pelo suelto, no recogido en un moño como en el retrato, pero le gustaría que fuera ella. Entorna los ojos, como si fuera miope o como si al hacerlo pudiera estar seguro de su identidad, y abre la puerta. Piensa que lo mejor es no moverse de donde está, porque ella parece encaminarse precisamente al café. Saca un paquete de tabaco y enciende un pitillo para que tenga una excusa que le permita quedarse allí unos segundos. Aunque no hay viento, hace hueco con las manos para proteger la lumbre, pero en realidad el gesto es para ocultar su rostro cuando la mujer pase y poder mirarla de soslayo. Es ella. Tiene que ser ella porque la fuerza del imán que ahora lo repele es tan fuerte que ha de clavar los pies en la acera para no salir corriendo. No ha hecho nada malo, pero se siente un delincuente, un estafador, un mentiroso. Ya ha encendido el pitillo cuando la mujer pasa junto a él. Le gusta como huele. Se pregunta qué sentiría el preso que perdió o dejó su fotografía abandonada si percibiera ese olor. El recuerdo de los olores a veces es tan intenso, que de repente es como si se pudiera volver atrás en el tiempo, y un hombre no puede olvidar fácilmente el perfume de una mujer de la que ha estado enamorado.

Tiene miedo de que ella vuelva la cara y le diga qué hace allí, que por qué ha venido a buscarla. Como un niño inocente, teme que se vuelva para desenmascararlo, que lo deje en ridículo en la acera, cuando todavía no ha terminado de arrancar la primera calada al pitillo.

Han pasado muchos años, pero, mientras espera el momento de que ella termine de pasar junto a él, Franz Müller se vuelve a sentir otra vez el niño perdido que fue en el colegio, ese crío que cuando el profesor lo llevaba a un rincón para castigarlo por no haberse portado bien sentía que le adivinaban el pensamiento, que no podía mentir porque enseguida sería descubierto. Ahora es una mujer a la que todavía no ha mentido y ni siquiera sabe si va a mentir, pero le aterra comprobar que, por muchos años que hayan pasado o mucha experiencia o sabiduría que creyese haber acumulado, al final no es más que eso, un crío desvalido al que su profesor solo tiene que mirarlo a los ojos para que le diga la verdad.

En lugar de seguir su camino por la acera, la mujer entra en el mismo café de donde él acaba de salir, y el ingeniero alemán se aparta un poco para poder mirarla sin que ella se dé cuenta, ver el modo en que se quita el abrigo, cómo abre el bolso para sacar un pintalabios y arreglarse con la ayuda de un espejo pequeño. Se pregunta Müller si tal vez la espera un hombre, si al final tenía razón el preso que llevaba su foto guardada en el campo, si ni siquiera él podría acercarse a ella porque una mujer como esa nunca estaría sola, siempre habría una cola de aprovechados esperando para poder invitarla a cenar.

El camarero parece conocerla, pues se acerca a ella con una sonrisa. A Franz Müller le gustaría saber leer los labios. A pesar de hablar francés, no puede entender lo que dice al otro lado del cristal, en la calle. Enterarse de su nombre al menos. No puede saber que si ella tuviera algo importante que decir en un lugar público se llevaría las manos a la boca, como si quisiera limpiarse una mancha o cubrirse con recato de un bostezo porque una de las cosas que le enseñaron durante su entrenamiento en Inglaterra fue que hay gente al acecho especializada en leer los labios y que desde lejos, sin poder escuchar sus palabras, podían enterarse perfectamente de lo que estaban diciendo.

Unos minutos después, el camarero trae una bandeja con un vaso de vino y un plato de comida. La mujer come y bebe despacio, mirando algún punto indefinido al otro lado del cristal, y Franz Müller se retira un poco, a pesar de que no es fácil que ella pueda darse cuenta de que la está observando. Y el oficial de la Wehrmacht que está en la barra también la mira. Müller ya no sabría decir cuántos vasos de vino se habrá bebido, pero seguro que demasiados, y para él ahora es como si, aparte del camarero, no hubiera allí nadie más que ellos dos, como si el resto de los clientes hubiera desaparecido. Cuando un hombre borracho mira así a una mujer que está sola en un bar, no es difícil adivinar lo que va a pasar, y Franz Müller, tan cobarde que no es capaz de dirigirle la palabra a una mujer con la que lleva un año obsesionado, de repente ha encontrado una excusa para quedarse, para poder hablar con ella, aunque tenga que comportarse como el héroe que nunca ha sido. El borracho de uniforme se acerca a ella, y Müller incluso da un paso al frente, dispuesto a volver a entrar en el café, mirarla a la cara, darle las buenas noches y preguntarle si ese tipo la está molestando. La mujer se levanta, saca el dinero del bolso y paga la consumición en la barra, sin poder quitarse de encima al teniente beodo, que sigue cerca de ella y le habla, y ahora Müller no necesita haber aprendido a leer los labios para saber que no le gusta lo que le está diciendo. Da otro paso al frente, y otro, y otro más, y cuando la mujer se dispone a abrir la puerta del café él está al otro lado, la cabeza levantada, mirándolos. Pero ninguno de los dos parece darse cuenta de que está allí, dispuesto a levantar la voz. El teniente la sigue por la acera de la plaza de la Bastilla que la va a llevar a la rue Lappe, porque ahora Franz Müller ya está seguro de que es ella, sin ninguna duda, y de que ahora se dirige a su casa mientras no puede quitarse de encima a un borracho, sin saber, ninguno de ellos, que un hombre los sigue a los dos. Se detienen un poco más adelante, todavía en la misma acera donde está Müller, cuando el brazo del teniente descansa en el hombro de ella, como si fueran amigos de toda la vida, pero no, no lo son, no se conocen de nada, y la mujer trata de darse la vuelta, apartarse de él, pero a su lado parece un gigante, un gigante rubio con los ojos enrojecidos por el alcohol.

Primero mira a un lado y a otro, para asegurarse de que no hay otros soldados cerca, y entonces es cuando Franz Müller saca la cartera, o primero levanta la voz y luego saca la cartera. No está seguro de lo que ha hecho primero, tal vez las dos cosas a la vez. Pero el caso es que lo ha hecho. Puede que a Dieter Block le hiciera gracia si lo supiera. Su amigo enseñando un carnet falso de Haupsturmführer para poder hablar con una mujer en París. Vaya, vaya con Franz Müller, lo escucha decir, desde muy lejos, no sabe si con sorna o con admiración,

– Deje a la señorita.

El tono de su voz no deja lugar a otra interpretación, aunque el teniente primero lo mira con el mentón levantado, como una bestia a punto de abalanzarse sobre su presa, y luego se fija en la documentación que Franz Müller le enseña sin tener que sacarla del todo de la cartera.

– Es una orden, teniente -añade-. Su comportamiento es impropio de un soldado de la Wehrmacht.

El militar se aparta poco a poco de la mujer, resoplando, un toro al que solo le falta arañar la acera con la pezuña para embestir. Franz Müller se guarda la cartera antes de que el otro pueda percatarse de que el carnet es falso.

– ¿Está usted bien, mademoiselle? -es la primera vez que le habla. Un año mirando cada día la fotografía y las cuatro palabras parecen haberle salido con naturalidad-. Espero que este teniente no la haya molestado. Le pido disculpas en nombre del ejército alemán. Tenga usted por seguro que será severamente amonestado por ello.

La mujer asiente, y sonríe. Müller traga saliva y respira hondo. Espera que la mujer no se dé cuenta de sus emociones. Él también habría guardado su retrato si se lo hubieran llevado preso a un campo de concentración.

– Muchas gracias. No ha sido nada -él le ha hablado en francés, pero la mujer le ha respondido en un alemán tan correcto que por un momento piensa que tal vez se ha confundido de persona, o es que quizá no sabía que la mujer a la que buscaba era alemana y no francesa-. Más coñac de la cuenta.

Eso es todo.

– Tenga usted por seguro que no volverá a suceder -presentarse como un militar de las SS no es lo que más le gustaría, pero tiene que seguir adelante con la mentira si no quiere que el teniente la emprenda a puñetazos con él, vuelva a propasarse con ella o incluso se lo lleve detenido a pesar del permiso especial que también guarda en su cartera. Acaba de suplantar a un oficial de las SS, yeso, está seguro Franz Müller, es una falta muy grave-. Müller. Haupsturm!ührer Franz Müller, para servirla.

– Yo me llamo Anna. Anna Cavour.

Anna.

Franz Müller no puede evitar que una sonrisa le amueble la cara, como quien consigue una victoria deseada desde hace mucho tiempo, al enterarse por fin de su nombre.

– Anna -repite, y al hacerlo se toca el ala del sombrero con dos dedos.

Lo que ahora desea es acompañarla a su casa, pasear con ella un rato por el barrio. Todavía no es muy tarde y aún tendrían tiempo quizá de tomar algo los dos. Solo eso, porque, en el fondo, Müller no quiere nada más. Estar un rato con ella, quedarse un rato mirando esa cara que no se ha podido quitar de la cabeza. Encontrar la respuesta a un enigma, saber por qué se ha obsesionado tanto con ella que no le ha quedado otro remedio que venir hasta París y hacer guardia dos noches cerca de su casa, como un centinela, hasta que por fin la ha encontrado.

Pero la mujer se da media vuelta y murmura algo parecido a un agradecimiento otra vez, y se queda mirándola mientras camina en dirección hacia la rue Roquette, y sabe que menos de cinco minutos después girará a la derecha, en la esquina de la rue Lappe, para llegar a su casa. Apenas sabe dónde vive y que tenía un prometido al que se llevaron preso a un campo de prisioneros en Austria, pero es como si lo hubiera aprendido todo sobre ella. Ahora Franz Müller repite el nombre de ella para sí otra vez, Anna, Anna Cavour, como si temiera olvidarlo, y todavía no ha perdido de vista a la mujer en la oscuridad de la calle, cuando recuerda que a su lado hay un teniente bebido de la Wehrmacht que piensa que un capitán de las SS lo va a arrestar. Quizá espera que se lo lleve detenido, o acaso una reprimenda.

Franz Müller lo mira, severo. Un gigantón con los ojos enrojecidos que ahora parece un colegial inocente que espera el castigo de su profesor.

– Teniente -le dice, muy serio, con la misma rabia contenida que lo haría Dieter Block-. Su comportamiento es una vergüenza para el ejército alemán. No vaya dar parte por esta vez, pero no quiero volver a verle por aquí, ¿entendido?

El oficial se cuadra. Tan recto que de repente parece que no está borracho, que las copas de vino que se ha tomado en el café cuando Franz Müller estaba dentro no han sido más que un sueño. Antes de cruzar la plaza en dirección al bulevar Beaumarchais se vuelve hacia la rue Roquette, pero está tan oscura que ya no puede ver a Anna. Seguro que ya ha llegado a su casa.

Todavía se queda un rato en la acera, aguantándose las ganas de caminar hasta la calle donde vive Anna para verla otra vez.

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