RUBÉN

Pasan los minutos y ya no se escuchan más que camiones que llegan desde el campo de prisioneros hasta la estación. Seguro que están llenando los otros vagones de presos también. Luego solo queda el silencio, y a medida que pasa el tiempo la luz que traspasa los tablones es cada vez más débil. Pero todavía es de día. Al menos eso es lo que parece cuando el tren arranca por fin. Algunos presos silban. Otros intentan aplaudir, pero no pueden en la estrechura del vagón.

– Al menos hoy no vamos a pasar frío.

– Sí, vamos a viajar calentitos, todos bien pegados, como si fuéramos novios.

El tren comienza su marcha, muy despacio. No sabría decir Rubén cuántos presos en total, pero unos cuantos vagones repletos como el suyo arrojarían un total de por lo menos mil presos en el convoy.

El viaje puede ser largo. Rubén cierra los ojos pero no puede dejar de escuchar las palabras del Kapo de Sandbostel que no tradujo a sus compañeros. No vais a volver a España. Van a llevaros a un campo de prisioneros donde muy pronto desearéis estar muertos. No sabe el destino del tren. Le cuesta respirar. Está en la mitad del vagón, cerca de una de las paredes, apoyado en la espalda enorme de Santiago pero demasiado lejos de una rendija. Se ahoga entre tantos compañeros, el aire viciado y las ventosidades inevitables por culpa de la tensión y del miedo. También tiene hambre, pero esta no es una sensación nueva. Lo peor es la sed, y Rubén se esfuerza en no pensar en el hambre y en la sed porque sabe que si no es capaz de soslayar el agujero del estómago y la sequedad de la boca el viaje será insoportable. Algunos compañeros han comentado que quizá, si es que no los llevan a España, su destino muy bien podría ser la frontera rusa, ahora que Hitler y Stalin han llegado a un acuerdo de no agresión. Santiago se lo ha preguntado a Rubén, apretados en el vagón, espalda contra espalda, sin poder girarse para verse la cara cuando hablan.

– ¿Crees que nos llevarán a Rusia?

Rubén ha visto cómo le han adjudicado, a su pesar, el papel de intelectual del barracón, y ahora lo sigue siendo en el tren. Pero su opinión tiene un peso que le incomoda. Ha cargado con una responsabilidad que no le corresponde:

– Es posible -responde. Y se encogería de hombros si pudiese para subrayar su razonamiento-. Es posible. Rusia no es un mal sitio, a pesar de todo. Lo malo es que habrá que acostumbrarse al frío.

– Pero bueno -dice Santiago, firme, la cabeza rígida. Es tan alto que su coronilla casi toca el techo-. Al menos ya nos hemos ido acostumbrando al frío en el norte de Alemania. No creo que sea mucho peor en Rusia.

Rubén calla. Lo que les espera puede ser mucho peor. Según el Kapo va a ser mucho peor.

Es de madrugada cuando el tren se detiene. Los que han podido se han quedado dormidos, de pie, apoyados los unos en los otros.

– Deberíamos hacer turnos para descansar. Sentarse todos es imposible.

– Pero si ni siquiera podemos estar de pie.

– Podríamos hacerlo a ratos. Si nos apretamos un poco más contra la pared del vagón, una fila podría sentarse cinco minutos, y luego otra fila, y otra, y así sucesivamente.

– Eso, todos apretados mientras los otros se sientan.

– Probémoslo.

Rubén tiene la mala suerte de que su fila sea la que ha de esperar el último turno para poder sentarse. La espalda de Santiago lo protege de ser aplastado, pero arrinconado como está le sigue costando respirar. El espacio del vagón es el que es, y hay demasiados hombres dentro. No es el único que se ahoga. Son muchos, todos los que están en su fila.

– No puedo respirar -dice uno-. Que se pongan de pie los que se han sentado.

No hay espacio. Rubén no puede ver nada desde la pared, pero parece que los del otro extremo se levantan a pesar del cansancio. Están todos agotados. Todos. Los que se han sentado y los que no. Pero escuchan voces, alguno que protesta, uno que no quiere levantarse todavía. Les dice a sus compañeros que esperen, que aún no han pasado los cinco minutos que habían acordado.

– Dos minutos más -suplica, y en el vagón es como si estallase un terremoto. Los presos empujándose para coger un buen sitio, puñetazos a duras penas porque casi no se pueden estirar los brazos. Dura poco, por fortuna. El que no quería levantarse ha sido convencido a golpes. Luego todo el mundo se calla.

A Rubén se le ha ocurrido que el tren fuera a salirse de las vías por culpa de la pelea. A lo mejor, piensa, en todos los vagones está pasando lo mismo y el tren puede descarrilar de verdad. ¿Será eso mejor que llegar a su destino? ¿No será peor e! infierno que les espera? Algunos de los presos todavía creen que los van a devolver a España. Muchos más están convencidos de que los van a entregar a los rusos. Y Rubén sigue callado. Mientras no diga nada piensa también que todavía es posible que las amenazas del Kapo de Sandboste! no sean ciertas, que aún no los lleven al infierno, que los hayan retenido en un campo de prisioneros de! norte de Alemania para reagruparlos y más tarde llevarlos a todos en un tren hacia e! sur, a la frontera con España, o que a lo mejor e! tren se desviará luego hacia e! este y e! destino final sea Rusia. Se esfuerza en pensarlo Rubén, una forma de seguir vivo, de mantener la esperanza ahí dentro. España es mejor que e! infierno adonde los mandan. Solo hay que aguantar. Aguantar un poco más. No tiene hambre. No hace frío. El aire es puro, como e! de un olivar en invierno en España, y Rubén no está en e! vagón, sino en París, junto a Anna. Cierra los ojos, apoya la cabeza en la espalda de! gigante valenciano y tiene la sensación de haberse quedado dormido. Nunca se ha quedado dormido de pie. Ni siquiera sabe si eso es posible, dormir de pie, como los caballos. Pero tampoco nunca ha estado tan cansado en su vida. Y cuando pase e! tiempo se acordará de este viaje, de! agotamiento que siente ahora, y lo único que deseará será estar otra vez en ese tren, que no llegue nunca a su destino, que e! infierno no empiece, mejor seguir en ese tren donde no se puede respirar, donde e! único aire que le llega a los pulmones sea una mezcla de sudor, de ventosidades y de orines y de excrementos, porque algunos de sus compañeros no han podido evitar vaciarse e! vientre o la vejiga encima.

Tantas horas en e! tren que ya ni se acuerda. Desde por la mañana Rubén también tiene ganas de mear, de cagar no, por fortuna, porque hace muchas horas que no ha probado bocado. Pero de mear sí. Le duelen las ingles pero se resiste a hacérselo encima. Al menos mientras pueda. En uno de los rincones del vagón han acordado los presos habilitar la letrina, que no es más que un trozo de suelo donde cagar, mear o vomitar el que todavía tenga algo guardado dentro del estómago y no quiera esperar a hacer la digestión para soltarlo por abajo.

Rubén aprieta los párpados. Procura no mearse encima. No sabe si está dormido o no, sigue soñando que está en París, y de pronto está en ese olivar en invierno en el que ha pensado antes, no hay duda, porque el mundo cambia sin que nadie pueda evitarlo. Primero París, pero París sin Anna. ¿Dónde está Anna? Anna no aparece en el sueño. Luego está solo, en el olivar, y no hay nadie con él. No están sus compañeros ni escucha el suave traqueteo del vagón al mecerse sobre las vías. El caso es que le encanta estar ahí, con los olivos, el olor de los terrones húmedos, en silencio, y sobre todo se siente en paz y tranquilo. Debe de ser Andalucía, es el mismo olivar de su familia de cuando era niño, hace una temperatura agradable y no hay nieve, y además de olivos también hay naranjos, y limoneros, y una higuera detrás de una colina. Cierra los ojos en el sueño y huele el azahar aunque no es primavera. Lo sabe Rubén porque está en casa, o es que nunca se ha ido de Andalucía. Y cierra los ojos aún más. Tanto que le duelen los párpados y al final se relaja, siente un alivio en la entrepierna que deja de preocuparle, ya no tiene ganas de orinar, en el campo puede hacerlo cada vez que le dé la gana, y entonces empieza a sentir frío, pero las ingles y parte de una pierna las siente calientes. Abre los ojos, va tomando conciencia poco a poco de que aún sigue en el tren, que es madrugada de finales de otoño en algún lugar impreciso de Alemania, que el frío empieza a ser insoportable a pesar del calor de todos los cuerpos de los prisioneros arrejuntados, y que esa sensación cálida de la entrepierna es porque se ha meado encima mientras estaba dormido. Es una faena, pero no lo ha podido evitar. Y ahora, además de soportar la vergüenza por habérselo hecho encima, como si fuera un niño de pañales, lo que tiene es miedo de que alguno de sus compañeros la tome con él por no haber pedido que lo dejasen ir al rincón, al cagadero -todavía hay algunos que se permiten hacer bromas a pesar de la situación tan desesperada en la que se encuentran- para mear, como todo el mundo.

¿Es posible que todavía ninguno sea capaz de intuir adónde los llevan? Rubén también tiene miedo de que alguno de ellos haya entendido las palabras que el Kapo ordenó que tradujese en la puerta del barracón y les diga a los demás que les ha mentido. Rubén os ha engañado, compañeros, sí, ese mequetrefe de las gafas que se acaba de mear en los pantalones. Si se ponen violentos no va a poder hacer nada. Morirá aplastado, como una cucaracha. Ni siquiera el corpachón de Santiago va a poder salvarlo. Seguro que su amigo se ha dado cuenta de que se ha meado encima, pero no ha dicho nada, puede que porque prefiere no avergonzarlo delante de los demás, delante de él mismo quizá, o porque no quiere que la tomen con él. Aunque es más que posible que Rubén no haya sido el único que se ha meado o cagado encima. El olor a excrementos y a orines es tan intenso dentro del vagón en determinados momentos que no hay otra respuesta salvo que más de uno no haya podido aguantarse y se lo haya hecho en los pantalones. Pero cuando Rubén termina de abrir los ojos del todo y toma conciencia por fin de que está despierto se da cuenta de algo que no sabe muy bien qué significa, si será bueno o malo, si el final del viaje o el principio del infierno o si tal vez no significa nada. Pero hay algo de lo que no hay duda: el tren se ha parado del todo, todavía puede escuchar el chirrido inconfundible de las bielas al frenar como si fuera un eco lejano, un ruido que puede incluso proceder de otro mundo. Muchos de los compañeros deben haberse quedado dormidos porque no se han dado cuenta.

– Nos hemos parado -le dice Santiago, tieso, como una estatua, pero Rubén apenas puede ver nada.

Pasa el tiempo, y alguno dice ea, ya hemos llegado, como si hubiera sido un viaje de placer y hubieran arribado cansados a la puerta de un hotel. Luego, la puerta del vagón se abre y tiene que cerrar los ojos, como si el sol hubiera salido de repente. Una luz tan potente que no puede evitar sentir miedo de quedarse ciego si la mira fijamente. Aprieta los párpados. Los que pueden moverse con menos dificultad se tapan los ojos.

– Joder, la luz -se atreven algunos a protestar.

Fuera se escuchan voces, y al abrir la puerta una ráfaga de aire helado se cuela en el vagón, y aunque lo primero que consigue el viento frío es hacerlo tiritar, a Rubén en el fondo lo alivia porque espera que pueda llevarse algo del mal olor.

Wer kann bier Deutseh spreehen? -escucha decir, y como nadie contesta, quienquiera que la haya pronunciado repite la frase- Wer kann hier Deutseh sprecben?

Son palabras en alemán que se mezclan con ladridos de perros. Desde dentro solo se puede ver el foco. Preguntan por alguien que hable alemán. Ninguno responde, y Rubén, en un grito apagado que siente ridículo desde su rincón, como si fuera el gallo de un adolescente que no ha podido evitar, dice que él habla alemán, y al abrir los labios también maldice su suerte por ser el único hombre del vagón capaz de hacerlo.

leh kann -repite, sin estar seguro de si desde donde están los de fuera pueden oírlo.

Santiago se hace a un lado para que Rubén pueda pasar, pero apenas consigue dejarle espacio entre otros dos presos que están apretujados contra él, en la estrechura del vagón es imposible que pueda salir, que pueda llegar hasta la puerta, al foco desde el que parecen brotar las voces.

Ieh kann, murmura, de nuevo, pero está seguro de que al otro lado del vagón, desde la puerta, nadie podrá escucharlo, y si no es capaz de llegar a tiempo las puertas del vagón se cerrarán y entonces el tren arrancará y ya no podrá hacer nada por sus compañeros. De nuevo será todo oscuridad, quién sabe por cuánto tiempo más. Ieh kann, repite, empujando en vano la espalda de un compañero para que lo deje pasar. Ieh kann.

Entonces Santiago empuja a los demás con su espalda enorme, sus hechuras de gigante.

– Dejadlo pasar, coño. Dejad pasar a este, que habla alemán.

Y como pueden los presos del vagón se hacen a un lado, como las aguas que se abren para dejar pasar a Moisés y al pueblo de Israel.

Warten! -grita Rubén- Warten Sie bitte!

Se pone la mano en la frente a modo de visera cuando está delante del foco.

– Pídeles agua y comida. Pregúntales cuánto falta para llegar a nuestro destino.

Cegado por la luz, apenas puede distinguir a los soldados que le hablan desde el andén. Solo puede escucharlos a ellos y a los perros. Es como si dentro de un momento los soldados fuesen a soltar a los perros para que muerdan la mercancía que transporta el convoy. Rubén pregunta adónde van, pero no le responden nada. Les pide agua, se la pide por favor. Wasser, bitte. Pero la única respuesta que obtiene es una carcajada, una risotada limpia, sin pudor por su precariedad. Un cubo grande es lo único que consigue que le entreguen. Un recipiente metálico que es aproximadamente la mitad de grande que un bidón.

No es posible que de ahí puedan beber todos. Pero algo es algo. Rubén le pide ayuda a un compañero para poder coger el cubo. Aunque no es muy grande, lleno de agua seguro que pesa lo suyo, y Rubén no es muy fuerte. Pero cuando entre él y otro preso lo cogen se dan cuenta de que está vacío. Detrás del foco un soldado le dice que es para hacer sus necesidades, y los demás se ríen. Para que podáis cagar y mear sin ensuciar el vagón, españoles de mierda.

– ¿Y el agua? -le pregunta el otro preso a Rubén, sin soltar el cubo, como si fuera el espectador de un truco de magia fallido o que todavía no ha sucedido- ¿Y el agua? ¿Qué pasa con el agua?

Rubén todavía está mirando el foco, la mano libre a modo de visera para protegerse los ojos. Espera que, a pesar de todo, lo único que hayan pretendido los soldados haya sido reírse de ellos, porque al final les darán agua, al menos agua sí. La luz sigue encendida cuando los soldados cierran la puerta.

– ¿Y el agua? ¿Qué pasa con el agua?

Ahora no es solo el que sujetaba el cubo con él quien se lo pregunta, sino algunas voces desde el fondo del vagón. -¿Y el agua? ¿Dónde está el agua?

El tren empieza a moverse, lentamente, y el preso que lo ha ayudado ha soltado el cubo y le ha dado una patada, desesperado.

– No ha dado tiempo a que nos traigan agua -responde Rubén-. Antes de que hayan podido llenar el cubo el tren ha arrancado.

Es una mentira piadosa. Espera que no la tomen con él, no por haberles mentido, sino por no haber llegado a tiempo desde el rincón para pedirles agua a los soldados. Desde donde está le va a ser difícil volver al sitio de antes. Una vez que han retirado el foco y han cerrado las puertas resulta imposible ver nada dentro del vagón. Rubén tiene el cubo en los pies, y lo único que ha podido comprobar es que aquí, cerca de la puerta, donde las grietas de la madera del vagón son más grandes, o tal vez porque no está en un rincón o la espalda de Santiago no puede protegerle, el frío es mucho más intenso. Es insoportable, el viento helado y húmedo que se le cuela por la ropa y se le mete dentro de la piel. Puede sentir cómo se instala dentro de sus huesos.

No lo van a dejar pasar. ¿Por qué iban a querer dejarlo pasar a un sitio más cómodo o más cálido del vagón si al final, ha terminado por darse cuenta, lo único que impera allí dentro es la ley del más fuerte? Y en eso Rubén tiene las de perder. Santiago está al otro lado, pero está tan oscuro que ahora, además de que le costaría mucho llegar, pues sabe que los compañeros no lo van a dejar pasar, también le va a resultar muy difícil orientarse.

En una curva siente que lo empujan contra las tablas y teme morir aplastado. Tiene el cubo justo detrás de él, entre sus muslos y la pared, y ahora no hay rastro del otro preso que lo había ayudado a sujetarlo, tal vez ha podido volver a su sitio y ahora está callado, protegiéndose del frío o sufriéndolo en silencio, como todos, tratando de aguantar lo mejor posible. Por fortuna, el tren se endereza enseguida, y Rubén logra recuperar la verticalidad. Apoya la espalda contra la de un compañero para que la próxima curva no lo coja desprevenido, trata de cerrar los ojos, concentrarse para pensar que no hace frío, y el vagón vuelve a dar un bandazo en otra curva. Si el tren descarrila estará muerto pronto. Todos estarán muertos, asfixiados o estrujados: el compañero que ahora echa el cuerpo sobre él mientras el tren sale de la curva pesa tanto que lo aplastará contra las tablas del vagón. Ni siquiera el ganado viaja en esas condiciones. Rubén está seguro de ello.

El tren vuelve a recuperar la verticalidad, parece que ahora es una línea recta. Pero el otro preso no ha cambiado la postura, y Rubén así no puede respirar y, además, teme que un movimiento brusco del tren pueda romperle las piernas. Piensa en el borde metálico del cubo, que le aprisiona a la altura del fémur, y está seguro de que el riesgo de fractura es real. Intenta empujar al compañero, suavemente, para que no se enfade, y entonces la cabeza cae sobre el hombro de Rubén, como un borracho que no puede sostenerse en pie. Le da un codazo para despertarlo pero debe de estar profundamente dormido o sus nervios adormecidos por el frío porque no se da cuenta de que lo está empujando.

– Oye, compañero. Me estás aplastando.

Rubén trata de apartarse un poco, aprovechando un movimiento del tren, pero el otro se desliza hacia abajo, como si resbalase porque se ha quedado sin fuerzas. Al moverse se ha puesto de lado, y vuelve a darle un codazo en el costado, ahora más fuerte que antes, pero no reacciona. Le toca la cara y la siente helada, pero eso no tiene por qué querer decir nada. Su cara también tiene que estar helada. La cara y el resto del cuerpo. Rubén le toca la barba, estalactitas de escarcha, los ojos cerrados, le pone la mano en la nariz, y no siente que respire. Quiere creer que no puede notar el aire porque él también tiene las manos congeladas, que no siente el pulso en su garganta porque sus dedos son alfileres helados que han perdido la sensibilidad. En otro movimiento brusco del tren, tal vez un bache en la vía, parece que el compañero se ha incorporado. Menos mal, suspira Rubén, pero no del todo aliviado. Está de pie el preso pero otra vez ha caído sobre él, como si estuviera cansado o un problema le impidiese mantenerse firme. Sin embargo ahora se ha vuelto hacia él, y tiene la cara casi pegada a la suya. No se mueve. Sube despacio la mano para comprobar si de verdad no tiene aliento, y entonces el vagón se vuelve a mover y parece que están los dos abrazados, como dos muñecos de trapo agotados por el viaje, y la luz de la luna ilumina el interior del vagón, y aunque es solo un instante Rubén ha podido ver sus ojos cerrados, la boca apretada, las cejas y las púas de la barba blancas de nieve. Está muerto. Está muerto este compañero que ni siquiera sabe cómo se llama y nadie salvo él se ha dado cuenta. O a lo mejor es que sí se han percatado pero nadie ha dicho nada o no ha querido darle importancia.

¿Es que acaso ninguno ha podido darse cuenta? Toca la espalda de otro para decírselo, pero apenas puede moverse, y es posible que no haya tentado su brazo o su espalda lo bastante fuerte como para que se dé cuenta de que lo llama. Vuelve a hacerlo, pero no responde. Consigue echar a un lado, solo un poco, el cuerpo del compañero que se ha muerto de frío, y cuando vuelve a golpear la espalda del otro piensa que también puede estar muerto. Rubén lo empuja contra el compañero que está más cerca, pero tampoco consigue que reaccione. Lo intenta con otro, y lo mismo. Uno, dos, tres, por lo menos cuatro de los hombres que lo rodean están muertos, muertos de frío, y si sigue junto a la puerta del vagón es posible que él sea el próximo en correr la misma suerte.

Pero hay algo que puede ser incluso peor que estar muerto. Lo piensa Rubén y se apodera de él un pánico nuevo, una sensación que, por extraño que le parezca, le hace desear, en caso de tener razón, estar muerto también, ser uno como los demás y no estar en ese vagón que ahora imagina atestado de cadáveres. ¿Y si están todos muertos ya, todos menos él? O, peor todavía, ¿y si ocurre justo lo contrario? ¿Y si él es el único que está muerto pero son los otros los que están vivos? La muerte tiene que ser una cosa muy rara, a lo mejor no es más que gritar desesperado sin que nadie te escuche, o se hacen los dormidos, o quizá es que ya no pueden enterarse de las palabras de alguien que ha abandonado ya para siempre el mundo de los vivos. Rubén quiere gritar, pero no consigue que de su garganta salga siquiera un hilo de voz.

Apoya la espalda en las tablas del vagón, heladas pero ya ni siquiera las siente, y se da cuenta de que, además del frío, más fuerte incluso, lo que tiene también es mucho sueño, tan cansado está, tanto frío hace y tanto tiempo lleva sin comer ni beber que tal vez la única forma de descansar y de poder soslayar el sufrimiento sea abandonándose a un sueño profundo y no despertar, dejarse vencer por el cansancio y morirse de verdad o tal vez despertar cuando el tren haya llegado a su destino. Es como caer por un agujero, deslizarse por un tobogán, y lo más extraño es que resulta incluso agradable, dejarse llevar, caer hasta el fondo, abandonarse.

Ha cerrado los ojos, ha decidido que ya no puede luchar más, pero ahora siente unas voces que lo reclaman, unas manos que lo agarran y no lo dejan rendirse, caer por el abismo, descansar por fin. Poco a poco siente de nuevo el traqueteo del tren, el perezoso deslizarse del vagón por la vía, el frío inmisericorde que se cuela por los intersticios de las tablas. Abre los ojos, y otra vez es oscuridad lo único que alcanza a ver, pero sí escucha voces. No entiende muy bien lo que dicen, pero son voces en español, voces de sus compañeros, sin duda. Está rodeado de cadáveres helados pero, más allá de los muertos que lo circundan, el resto de sus compañeros está vivo, y él también, y lo están llamando. Todavía tarda unos segundos, adormecido de cansancio y de frío, en darse cuenta de lo que le están diciendo. No es no te mueras Rubén, no es aguanta camarada, resiste. N o son palabras de ánimo las que escucha. La realidad acostumbra a ser siempre más prosaica de lo que uno desea, a veces es como una bofetada, y sus compañeros tienen una necesidad mucho más concreta y terrenal que la de salvarle la vida.

– Oye, tú, el del cubo -le dicen-. Pásalo para acá, que por aquí hay uno que se está cagando y en el suelo ya hay demasiada porquería.

Unas manos apartan los cadáveres que rodean a Rubén y hasta entonces no tiene espacio suficiente para darse la vuelta, coger el cubo y entregárselo a las manos que lo solicitan con urgencia, con cierta sorna incluso. Llega un momento en que cuando todo está perdido son las necesidades más básicas las únicas que importan. Comer, vivir, dormir, cosas que parecen imposibles en el tren, o un lugar donde poder cagar o mear sin tener que ensuciar, más todavía, el suelo del vagón de ganado donde los han metido.

Agarra el cubo Rubén, pero también aprovecha que lo tiene para colocarse en el hueco que le han abierto los otros presos, para apartarse de la parte más fría del vagón. Se abre paso entre los cadáveres para buscar un sitio mejor, sin soltar el cubo, como si fuera un salvoconducto, un cubo para hacer las necesidades, las manos agarrando el asa como si fuera un salvavidas, y de hecho, de algún modo lo es, su pasaporte a la vida.

– ¡El cubo, coño! ¡Venga ya ese cubo!

Y ya no puede conservar el salvoconducto por más tiempo. Otro preso al que no puede verle la cara se lo ha quitado y ha levantado las manos para pasarlo hasta el rincón por encima de su cabeza. Rubén ya se había meado encima antes, y por fortuna no siente que lleve dentro nada sólido, para no tener que hacérselo encima o tener que llegar hasta la letrina improvisada. Después de haber entregado el cubo se da cuenta de que aún está lejos de Santiago. Espera que su amigo siga vivo.

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