FRANZ

No se escucha nada tal vez porque los presos están muy cansados por haberse levantado tan temprano y haber trabajado durante todo el día, el barracón que les han habilitado para pasar la noche está en silencio. Pero ni siquiera por eso Franz Müller es capaz de conciliar el sueño. Boca arriba en la litera, le gustaría tocar el violín un rato para distraerse, pero parece que los otros tres, los que son sus compañeros todavía, pero muy pronto van a dejar de serlo, están dormidos, o al menos son capaces de fingirlo. Sin embargo, el músico tiene los ojos abiertos y mira distraídamente al otro lado de la ventana, el haz de luz que pasa cada pocos segundos de un lado a otro de la Appelplatz, un foco que barre el campo para que nadie piense que puede andar impunemente de noche entre los barracones, la única luz que se permite por culpa de las incursiones aéreas. Si mañana tampoco pueden marcharse en tren a Linz, Franz Müller espera que al menos sí puedan hacerlo por carretera, que no esté cortada por culpa de algún bombardeo. Sin embargo, esta noche parece que también los pilotos aliados les han dado un descanso. Tan tranquilo se está, tan en silencio, que es como si no hubiera guerra.

Si cerrase los ojos el violinista y pudiera dormirse tal vez olvidaría que está dentro de uno de los barracones de un campo de prisioneros, y, al pensar en ello, a Müller se le ocurre que podría quedarse dormido y que al despertar, el sargento que los había alojado allí esa noche por la mañana se hubiera olvidado de que eran los músicos de un cuarteto contratado para animar el undécimo cumpleaños de un crío perverso, y que, por mucha explicaciones que dieran, al final terminarían rapándoles la cabeza y despiojándolos y poniéndoles también esos uniformes de rayas y obligándolos a trabajar en la cantera que hayal otro lado de los muros. Se le ocurre eso a Franz Müller y entonces ya se le quitan del todo las ganas de dormir. Durante un buen rato no hace más que pensar que, a lo mejor, al sargento que los había alojado en el barracón lo habrían trasladado por la mañana a otro sitio, o habría muerto durante la noche, quién sabe, y ya nadie entonces podría atestiguar que ellos eran los músicos del cuarteto de Linz que habían llegado a Mauthausen el día antes.

En el campo, según le habían contado, también había músicos. ¿Y si les afeitaban la cabeza y nadie podía distinguirlos de los músicos que estaban presos? Se revuelve inquieto el violinista en la litera, y luego tiene sueño pero se esfuerza en mantener los ojos abiertos, no quiere quedarse dormido y que por la mañana se cumpla lo que ha pensado, pero al final lo vence el cansancio, o es el haz de luz que se desplaza con cadencia inmutable, como un péndulo, lo que consigue que los párpados le pesen, como si lo hipnotizase, y, ya dormido, es imposible que no sucumba a una pesadilla, un sueño incómodo en el que camina a duras penas por culpa de esas alpargatas con la suela mitad de madera y mitad de esparto que le han dado además del traje gastado, camina por la Appelplatz con su violín bajo el brazo porque ahora no es un músico alemán que se ha enrolado en un cuarteto de tercera de Linz, sino un preso al que dejan u obligan a que toque el violín para que los otros presos se distraigan. Es de noche, y aunque todo el mundo se ha acostado, por alguna razón que el sueño no le explica porque es caprichoso como todos los sueños, él puede andar por el campo sin que estalle la sirena o sin temor a que alguno de los guardias vacíe su ametralladora después de darle el alto y apuntarle. Pero tropieza y se cae porque las zapatillas son muy incómodas, y el violín se sale de la funda y se hace astillas, y Franz Müller se sienta en el suelo y recoge los pedazos porque piensa que todavía puede repararlo, pero escucha un chasquido familiar a su espalda, y sin soltar los restos del violín levanta la cabeza y hay un niño que le apunta entre los ojos con una Luger que le acaban de regalar, un crío de once años que ahora lleva puesto el uniforme de oficial de las SS, tan serio con la gorra de plato y los pantalones bombachos que Franz Müller no puede evitar reírse al ver su rostro de niño, su mejilla suave, sin rastro de barba, bajo la sombra de la visera de la gorra. Pero enseguida se apodera de él un miedo como nunca lo había sentido, el miedo que anticipa el momento en que uno sabe que va a morir y no va a poder hacer nada por evitarlo. La Luger no deja de apuntarle a la cabeza, muy firme, el crío perverso y uniformado la sostiene con las dos manos, y de repente comprende que el chasquido que ha escuchado antes de volverse era el arma que se amartillaba. Ahora sí está cargada, escucha decir al chaval, tan serio y con tanta frialdad que parece que tuviera muchos más años de los once que acaba de cumplir, y entonces Franz Müller suelta los restos del violín y se lleva las manos a la cara como si fuera un camarero que se ha caído al suelo con la bandeja de los restos de la celebración de un cumpleaños, los brazos cruzados delante del rostro, como si eso pudiera protegerlo de las balas, y en lugar de atravesarle la cabeza, el estampido de la Luger después de que el niño apriete el gatillo lo que primero consigue es dejarlo sordo, siente que los tímpanos le han estallado, y no está seguro, cómo puede estarlo, de si a lo mejor eso es lo que se siente cuando a uno le vuelan la cabeza, que primero se queda sordo y luego el cerebro revienta en pedazos. Pero es todo muy raro, porque ahora debería estar sordo, y escucha un silbido agudo, primero muy lejos, luego más cerca, cada vez más, le resulta familiar pero no sabe qué es, y entonces abre los ojos y muy despacio se va dando cuenta de que aún no es del todo de día, pero acaba de sonar la sirena. Se toca la cabeza, los oídos, los ojos, se pasa la mano por el pelo sin levantarse todavía, y suspira despacio antes de incorporarse en la litera. Los que son todavía sus compañeros siguen dormidos y, antes de poner los pies en el suelo del barracón, Franz Müller lo que más desea es que venga a buscarlos el mismo sargento que los había alojado allí por la noche, que no se cumpla lo que ha pensado o ha soñado, recién despierto no puede estar seguro, que puedan confundirlo con unos prisioneros a los que han dejado formar un cuarteto dentro del campo y que sin más demora los lleven a la estación.

Pero ninguno de los compañeros del violinista tiene ganas de levantarse todavía. La sirena que ha sonado es solo para los presos. Pero Franz Müller ya ha saltado de la cama y se ha vestido cuando, desde la ventana, los ve en cola esperando un trozo de pan -desde allí no puede distinguir si les dan algo más- para desayunar y distribuirse en grupos para ir a trabajar. Se pregunta cuál de ellos será el prisionero que ayer se había sentado junto a él mientras tocaba el violín a la hora de comer. Saca la fotografía de la chaqueta y vuelve a mirarla. Una mujer que tal vez espera en París a un hombre que no sabe si está muerto. Un hombre que no sabe si la mujer a la que le pidió que se casara con él una mañana de domingo en la que un violinista espontáneo faltó a su cita lo ha olvidado o tal vez se ha enamorado de otro. Frunce el ceño Franz Müller. Se conoce lo bastante como para saber que aquello pronto se convertirá en una obsesión. Es solo una casualidad, pero ya no puede evitar pensar en una especie de corriente invisible que sin saberlo, y por supuesto sin pretenderlo siquiera, los ha unido a los tres para siempre. Todavía no ha pensado lo que va a hacer, lo único que sabe es que, en cuanto llegue a Linz y el jefe le pague lo que habían acordado, se marchará a Berlín. Pero para llegar a Linz primero hay que ir hasta la pequeña estación de Mauthausen, y está demasiado lejos para poder ir andando con los instrumentos desde el campo, sobre todo el violonchelo. Y para salir de allí primero habrán de levantarse sus compañeros, que siguen todos dormidos, ajenos a la sirena que ha hecho que se despierten todos los presos y él. Alguno se ha quejado, incómodo, y se ha dado la vuelta en la litera y ha seguido durmiendo. A Franz Müller no le queda, pues, sino esperar para marcharse de allí y no volver jamás.

Pasa al menos una hora hasta que todos se han levantado y se han vestido, y apenas quedan ya presos fuera cuando los músicos salen. El mismo sargento que por la noche los había conducido al barracón ahora los conduce a otro donde van a desayunar. A punto estuvo de sonreír el violinista cuando lo vio, pero también, mientras cruzaba la Appelplatz, le vino a la cabeza de pronto la pesadilla, y a pesar de que el sol lucía en el cielo ya a esa hora de la mañana y no había duda de que aquel sería un día caluroso, de repente sintió frío al recordarse caído en esa explanada, de noche, sujetando los pedazos de su violín, mientras un niño vestido de oficial de las SS lo apuntaba con una Luger a la cabeza. Como si aquello hubiera sucedido de verdad, Franz Müller buscó el lugar exacto donde el crío le había disparado, y no pudo evitar que le afectara una angustia incómoda, no por no poder identificarlo, sino por pensar que, aunque no hubiera sido más que una pesadilla, no había que tener una imaginación muy grande para pensar que algo así pudiera suceder de verdad.

Después de haber desayunado, recogieron sus bártulos y cruzaron la puerta del campo. Mientras más cerca estaba la hora de irse, más despacio se le antojaba a Müller que pasaban los minutos. Un camión los iba a conducir hasta la estación. No serían más de diez minutos, y luego media hora hasta Linz, dependiendo del estado de la vía o de alguna incursión aérea inoportuna. Luego todo habría terminado. Pero antes los tres músicos esperan fuera. El director les ha dicho que se queden ahí, junto al camión, mientras él va a la oficina de Frank Ziereis. Todos asienten. El violinista también. Lo que quieren es que el jefe del campo le pague al director para que este pueda ajustar cuentas con ellos. Pero cobrar por un trabajo casi nunca sucede tan rápido como a ellos les gustaría. Mientras lo esperan, se sientan a la sombra del camión que los va a llevar hasta la estación. Lo hacen todos menos Müller. El violinista prefiere dar un pequeño paseo con la cabeza baja. Está tan impaciente por marcharse, que piensa ingenuamente que si se queda de pie o camina un poco, tal vez el jefe regrese antes y ellos puedan marcharse de allí. Tiene el violín bajo el brazo, guardado en la funda. A pesar de que con la luz del día está claro que la idea de que lo confundan con un preso no ha sido más que un mal sueño, se siente más seguro si lleva la funda del violín bajo el brazo, un salvoconducto con el que podrá acreditar ante cualquier soldado que le dé el alto o le pida la documentación, que Franz Müller es el violinista de un cuarteto que el jefe del campo, el Obersturmbannfúbrer Frank Ziereis, ha contratado.

Como nadie lo detiene, sigue andando hasta que se aleja lo bastante del camión donde sus compañeros descansan.

Camina despacio unos minutos, y de cuando en cuando se cruza con algunos presos que llevan bloques de piedra en una especie de mochila sujeta a la espalda. Deben de venir de la cantera y, como aún es temprano, está seguro de que tal vez sean los primeros en subir los bloques de piedra esa mañana. Franz Müller ha dado cuenta de un desayuno generoso junto a sus compañeros hace un momento, y aunque nunca ha sido un hombre fuerte, comparado con aquellos presos flacos que acarrean piedras está seguro de parecer un titán, pero ni por eso apostaría a que sería capaz de cargar con uno de esos bloques.

Se ha echado a un lado en el camino Müller para dejarlos pasar, y al apartarse del sendero se ha subido a un promontorio. Desde allí arriba, en cuanto que pasan los primeros hombres con las piedras, después de mirar sus caras uno por uno por si acaso alguno de los presos con los que se cruza es el mismo que se sentó ayer junto a él en la Appelplatz a la hora de comer, el violinista se gira y se da cuenta de que puede verse una parte de la cantera, que el ruido de las herramientas que trabajan la piedra es mucho más nítido, como si un efecto acústico lo amplificase. Un boquete enorme en la ladera de una colina, y una escalera empinada en un extremo. Franz Müller entorna los ojos. Como en un castigo bíblico, igual que en los dibujos de la construcción de una pirámide que había visto de niño en el colegio, la escalera está repleta de esclavos que acarrean piedras. Franz Müller se pone una mano sobre los ojos a modo de visera y cuenta cinco hombres por escalón. No se entretiene en contar los peldaños, pero a esa hora de la mañana debe de haber ya setecientos u ochocientos hombres que suben la escalera con la misma cadencia que si un capataz tocase un gong para marcar el ritmo de subida o les diera latigazos en la espalda mientras aguantan el equilibrio.

¿Pero qué clase de campo de prisioneros es este? ¿Quién puede soportar un esfuerzo tan grande? De lo primero de lo que le entran ganas es de ir a buscar a sus compañeros al camión para que vengan a verlo. Que no pueda tener nadie dudas de lo que está pasando allí. Muchas veces, Franz Müller ha discutido sobre lo que está sucediendo en los campos de prisioneros, y siempre ha tenido la sensación de que nadie quiere saber la verdad, por qué desaparece la gente y ya no se la vuelve a ver nunca más, qué sucede en los sitios adonde se los llevan. La respuesta está ahí, justo delante de sus ojos, en ese agujero en la colina de un pueblo austriaco, esclavos con trajes de rayas que suben a duras penas por una escalera, hora tras hora y día tras día.

La columna de presos sigue su lento ascenso hasta lo alto de la colina, es como una línea continua a la que se añaden nuevos presos cargados con piedras desde la base de la cantera, cada uno la pieza de un engranaje descomunal, una cadena que funciona de manera milimétrica para llevar las piedras desde la base de la cantera hasta el sendero que conduce al campo, pasando por el promontorio desde el que Franz Müller lo está viendo todo. Pero debe de haber un fallo en el mecanismo, porque al cabo de unos minutos el gusano que forman los porteadores se detiene, todos los hombres parados desde la base de la cantera hasta el final de la escalera. Al violinista le gustaría tener unos prismáticos para verlo mejor, pero entorna los ojos bajo la visera de su mano. La columna se ha roto en la parte de arriba. Un oficial de las SS se dirige dando zancadas hacia el hueco que se abre entre los presos, como espigas que se comban ante la fuerza del viento. Dos Kapo agarran por los brazos a un hombre que debe de haberse resbalado, seguro que ya no tiene más fuerzas para seguir adelante. Le han quitado la mochila con el bloque de la espalda. El preso que se ha caído está de rodillas, mirando al vacío, y desde donde está, a Müller le parece que le cuesta mantenerse derecho. Lo que sucede luego es tan rápido que el violinista se queda unos segundos con la mano sobre las cejas, como una estatua a la que le cuesta asimilar lo que acababa de pasar. Suena primero un estampido sordo, y hasta entonces no es consciente de que el oficial ha sacado una pistola, sin pensárselo, seguro que sin pestañear siquiera, y ha ultimado al preso con un tiro en la nuca. El cuerpo se queda un instante erguido, como si se hubiera quedado rígido al recibir el disparo o como si pesase tan poco que, a pesar de que una bala le acabase de reventar el cerebro, el viento pudiera sostener su cuerpo erguido, como una cometa. Pero el oficial nazi enseguida le da una patada en la espalda, y el cadáver vuela cantera abajo, como una madeja que se deshace. Por fortuna, desde donde está no puede verlo estrellarse contra las rocas del suelo, desmembrarse, verlo despojarse quizá de algún resquicio de humanidad que le quedase. Franz Müller siente que de pronto le fallan las piernas, que sus músculos ya no tienen fuerza para sostenerlo, y sin darse cuenta está en cuclillas en el promontorio. Le gustaría coger ahora su violín y marcharse a la estación aunque fuera andando, no tener que esperar a que le pagaran a su jefe.

Sin ponerse de pie todavía, se vuelve para mirar el camión. Sigue ahí. Sus compañeros sentados a la sombra, fumando y charlando tranquilamente. ¿Pero es que ninguno se da cuenta de lo que está pasando? ¿Es que a nadie le horroriza lo que está sucediendo a su alrededor? Antes de levantarse, se vuelve a poner la mano en la frente a modo de visera para ver lo que pasa en la columna de hombres que sube la escalera. Otros presos han retirado el bloque de piedra que acarreaba el que acaban de tirar cantera abajo y los Kapo ahora se afanan en poner orden en la formación de nuevo, que sea una maquinaria perfecta de esclavos, cinco hombres por peldaño, más de cien filas de hombres.

Pero hay algo que no encaja diez o doce filas más abajo. Es en los últimos peldaños de la escalera. Uno de los presos está demasiado apartado del grupo. Franz Müller está seguro de que, en cuanto alguno de los Kapo lo vea, enseguida le ordenará volver a su sitio, pero el preso camina despacio, como si quisiera medir sus pasos, el bloque cargado a su espalda, las manos sujetas a la cuerda que lo sostiene, seguro que para mantener el equilibrio. Sigue andando, y entonces el violinista se da cuenta de que ha dejado atrás la escalera, de que se ha colocado en un trozo estrecho de tierra que separa la escalera del precipicio. La vista al frente, sin mirar a nadie. Está justo enfrente de él, pero Müller no puede saber si desde allí puede verlo. Él tampoco puede ver su cara, pero está seguro de lo que va a hacer. Solo tiene que dar un paso y entonces todo habrá terminado. Uno o dos segundos después estará en el fondo de la cantera, aplastado entre las rocas del suelo y el bloque de piedra que lleva a su espalda y que le va a servir de lastre cuando se lance al vado. Nadie parece haber reparado en él todavía. A sus compañeros parece resultarles indiferente lo que está a punto de hacer, y los Kapo y los SS aún no se han dado cuenta de que hay un preso que está a punto de lanzarse al vado. Y a Franz Müller se le ocurre que tal vez pueda ser el mismo que ayer se había sentado junto a él mientras tocaba el violín a la hora de comer. Es absurdo quizá. ¿Es solo una posibilidad entre cuántas? ¿Cuántos presos puede haber en el campo? ¿Cuántos tendrán ganas de lanzarse al fondo de la cantera porque piensan que ya no pueden más o porque tienen la sospecha de que sus mujeres los han abandonado? Más de uno, seguro. Puede que muchos. Pero tampoco había muchas posibilidades de que en el campo hubiera más de un preso que lo hubiera visto tocar en París. Antes de pararse a pensar si lo que va a hacer tiene alguna lógica, ya ha sacado el violín de la funda y se ha puesto de pie, en esa roca desde la que puede ver la escalera de la cantera, y casi sin darse cuenta, está tocando esa misma pieza que un hombre le dijo ayer que bailó una mañana de domingo frente al palacio de Luxemburgo en París. Le gustaría tener un altavoz, estar seguro de que los acordes llegarán nítidos hasta la escalera, que el hombre que está a punto de lanzarse al vacío pueda escucharlo y cambiar de idea, o que tal vez fuera suficiente para entretenerlo y que alguno de sus compañeros lo obligue a volver a la fila para que no los castiguen a todos. Franz Müller ha cerrado los ojos, no tanto para concentrarse en la música como para no ver a otro hombre caer por el precipicio. Cierra los ojos y toca el violín, despacio, un vals que una vez un hombre quiso bailar para pedir a su prometida que se casara con él.

No ha estado más de dos minutos tocando. Un compañero ha venido a buscarlo. Ya es hora de marcharnos, le ha dicho, y cuando abre los ojos el violinista, antes de volverse para ver la expresión recriminatoria de su compañero por haberse puesto a tocar un vals allí y arriesgarse a que a todos les caiga una reprimenda, se asegura de que el preso ya no está al borde del precipicio. Pero eso no es un consuelo. Que no esté en el mismo sitio donde se había colocado cuando empezó a tocar la pieza no quiere decir que no haya saltado al vacío. Los presos deben de estar tan acostumbrados al horror, que a Franz Müller no le sorprendería que ni siquiera se hubieran molestado en pestañear al ver a un compañero tirarse cantera abajo. Es posible que alguno le haya envidiado su posición en la fila, el extremo más cerca del precipicio, para poder saltar cuando estuviese al final de la escalera. Pero también es posible, por qué no, se dice mientras guarda el violín en la funda, que el preso que estaba a punto de suicidarse haya cambiado de idea y haya vuelto a su sitio.

Es lo que quiere pensar cuando camina de vuelta al camión, procurando no escuchar las palabras de su compañero que le dice que está loco, que por qué se ha puesto a tocar el violín ahí, que a punto ha estado de comprometerlos a todos.

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