RUBÉN

Veinticinco palabras. Parece una broma, Anna. Veinticinco. Pero es lo único que me permiten escribirte después de tres años encerrado en el infierno. Hoy nos ha visitado una delegación de la Cruz Roja de Suiza, y los SS y los Kapo se han comportado de una manera inusualmente cortés, extraña, cínica, sí. Incluso ha habido ocasiones en las que a cualquiera le hubiera parecido que nos tratan con amabilidad, como si en lugar de un campo de exterminio Mauthausen fuese un lugar adonde quienes estamos dentro de sus muros hubiéramos venido de vacaciones. Veinticinco palabras que van a ser leídas y censuradas por los SS antes de enviártela en una postal. Apenas he podido decirte nada, querida: que te echo de menos, que espero salir pronto de aquí, que cada día que me levanto es una incógnita y que cuando me acuesto en la litera apretujado junto a un compañero, a veces con dos compañeros, pero estamos tan cansados que enseguida nos dormimos, siento que me apunto una pequeña victoria en el calendario que procuro mantener actualizado en mi cabeza, un almanaque donde cada día hago una cruz imaginaria, y otra, y otra, y así todos los días desde que salimos de aquel tren que nos trajo aquí. ¿Sabes, mi vida? Aquel Kapo de Sandbostel tenía razón: no es que esto sea lo más parecido al infierno que uno pueda imaginar, es que es el mismo infierno. No me reconocerías si me vieras. Soy un esqueleto con las gafas torcidas que arrastra los pies de mala manera por el campo. Tengo la cabeza afeitada, y el resto del cuerpo. Cada sábado nos esquilan, como si fuéramos un rebaño de ovejas que hay que mantener limpias para que puedan seguir siendo productivas. Como casi todo aquí, el asunto de la limpieza también es paradójico. Nos matan de hambre y nos llueven los palos pero se esfuerzan en mantenernos limpios, como si estuviéramos en un internado para niños ricos. Nos dan para desayunar una taza de caldo que no es más que agua sucia con un poco de sabor. Lo mismo a mediodía, después de más de seis horas de trabajo acarreando piedras, talando árboles o arrastrando una carreta con materiales o con compañeros muertos en el campo, procurando no resbalar con estas alpargatas que tienen la mitad de la suela de madera y la otra mitad de esparto y que no te permiten ni siquiera andar deprisa. Tan incómodas son que algunos presos prefieren caminar descalzos sobre la nieve antes de arriesgarse a dar un traspiés y que algún Kapo la emprenda a golpes con ellos.

Han pasado ya más de tres años, Anna, o al menos eso es lo que creo, porque, a pesar de esforzarme en hacer cruces cada día en ese calendario imaginario que procuro mantener en mi cabeza, la verdad es que aquí dentro resulta difícil no perder la noción del tiempo, y a veces la única referencia fiable que tengo del paso de los meses es cuando me veo el rostro flaco reflejado en una ventana, las arrugas que me han salido, la piel pegada a los pómulos por falta de grasa o de alimento. Ya te lo contaba antes: la comida es lo peor. Quiero decir la falta de comida. Por la noche, si uno ha tenido la suerte de seguir vivo, le dan un rebanada, muy pequeña, de algo que podría llamarse pan pero que ni siquiera estoy seguro de lo que es. Corre el rumor de que lo hacen con serrín, pero prefiero no pensarlo, y tengo tanta hambre que aunque tuviera la certeza de que el pan que nos dan está hecho con serrín en lugar de con harina me lo comería igualmente, sin ningún tipo de remilgos. Los escrúpulos no sirven aquí dentro, querida. Dentro del pan hay un trozo minúsculo de algo que podría ser chorizo pero que tampoco puedo estar seguro de lo que es. Pero qué más da. Nunca he sabido lo que es tener hambre hasta estar aquí dentro, y a lo mejor es que es verdad eso de que a todo se acostumbra uno, mi vida, a no comer, a dormir con uno o dos compañeros en la misma litera donde casi no cabría una sola persona, al frío que hace en los meses de invierno, al calor agobiante, no te puedes imaginar cuánto, y te lo cuenta alguien que ha nacido y se ha criado en el sur, durante el verano. En los tres veranos que he pasado aquí, he mudado la piel de la espalda no sé cuántas veces. Los Kapo y los SS nos dejan quitarnos la camisa en verano, pero nunca he estado muy seguro de si lo hacen para aliviarnos del calor o si en realidad lo que les gusta es ver cómo se nos levanta el pellejo de los hombros bajo el sol de Austria. Pero, ya te digo, yo, tan enclenque o tan poco acostumbrado al trabajo físico, he logrado sobrevivir tres años.

Al principio fue lo peor. Cuando llegamos aquí en aquel tren de ganado, nos trajeron andando desde la estación hasta el campo, algunos no pudieron aguantar la caminata, hacía mucho frío, y las pocas fuerzas que les restaban se habían quedado en el tren. Se escuchaban algunos tiros, pero ninguno de nosotros giró la cabeza para ver qué pasaba. Me da vergüenza contártelo, Anna, yo no sabía entonces, cuando llegamos, que iba a ver tantas cosas como las que he visto, que el horror se iba a convertir en algo cotidiano, que podría acostumbrarme a mirar para otro lado, a hacer como si no existiera, como si yo no estuviese aquí y fuese otro el que viste este uniforme, el que había dejado de ser Rubén Castro, el que ya no era yo sino un número con cinco cifras debajo del triángulo azul que me identifica como español republicano. Pero lo peor fue al principio, como te digo, y sobre todo venir desde la estación donde había leído el nombre de Mauthausen después de beber en el charco igual que todos los presos, hasta el mismo campo, teníamos que atravesar el pueblo que se llama igual que la estación. Nos amaneció durante el trayecto. Todavía no se había rendido ninguno de los compañeros que habían bajado del convoy, no se había tirado nadie a la cuneta sin importarle que los SS que nos custodiaban le disparasen un tiro en la nuca o que sus compañeros no se parasen siquiera a mirar lo que les había pasado o a mostrar acaso una mueca de horror. Qué va. A mí también me fallaron las fuerzas, antes de subir la colina que llevaba hasta el campo, ya podían verse los muros, querida mía. Estaba mareado después de más de una hora de caminata. Hacía tanto frío que ni siquiera sentía los pies. Tenía los dedos helados, los de las manos, algunos blancos y otros amoratados, me dolían tanto que no lo podía soportar, la sangre de la pedrada se me había secado, aunque yo estoy seguro de que se me había congelado en la frente, justo después de que empezase a brotar de la herida. Pero Santiago me sujetó para que no desfalleciera. Aguanta, que ya queda poco, aguanta camarada, que eso de ahí debe de ser nuestra nueva casa. No puedo más, Santiago, le dije, déjame sentarme en la cuneta. Pero él tiró de mí colina arriba, y a rastras consiguió llevarme hasta la entrada del campo, un muro de piedra, con las garitas de los centinelas, una puerta enorme y una explanada amplia al otro lado.

Hacía mucho frío, mas lo peor de todo no había sido la caminata, incluso había algo que me había costado más trabajo aceptar que los cuatro días de viaje que habíamos tenido que soportar, y fue la pedrada. Sí, ya te he contado que la sangre se me había secado en la frente, de tanto frío. Era por una pedrada, y lo que más me dolía no era la pedrada en sí misma, sino que al pasar por el pueblo nos cruzamos con un grupo de niños que debían de ir al colegio, con sus madres, y que cuando pasamos junto a ellos se pusieron a insultarnos, a gritamos que éramos una mierda, no sé si sabían que éramos españoles, pero de donde fuéramos les daba lo mismo, estoy convencido. El caso es que nos insultaban. A un crío le vi llevarse el dedo índice al cuello, como si fuera un cuchillo que fuera a degollado o fuese eso lo que nos deseaba a nosotros o lo que nos merecíamos, Anna, que nos rebanasen el pescuezo, tan bajo habíamos caído. Las madres de los chiquillos no les decían que se callaran o dejaran de insultarnos. Porque ellas también nos increpaban, también gritaban, la saliva seca en las comisuras de la boca, como poseídas por el diablo, eran como las dueñas de unos perros que los azuzasen contra nosotros, los niños en la calle, con las maletas en la mano camino del colegio. Había una niña pequeña, rubia, con trenzas, no debía de tener más de siete u ocho años, preciosa, me recordaba a mi hermana María cuando tenía su edad. Me quedé mirándola mientras pasábamos. De todos los críos era la única que tenía la boca cerrada, el gesto serio, como si tuviera miedo o no entendiera lo que estaba pasando. Sujetaba la mano de su madre, la boquita tapada con el embozo de una bufanda para no coger frío, el ceño levemente fruncido de quien no comprende o está sumamente concentrado en algo. Me miraba a mí, y de repente, allí, caminando en el pelotón de presos pensé que todavía había esperanza, que en los ojos de aquella chiquilla, en su ceño fruncido y en su gesto de asombro o desacuerdo quizá por algo que no podía explicarse, había algo que invitaba a pensar que a lo mejor las cosas cambiarían para mejor. Pensé que si me quedaba mirándola podría conseguir las fuerzas suficientes para seguir adelante, para no sentarme en una acera y esperar a que un SS me diera una paliza o me ultimara de un tiro en la cabeza. Estaría la cría a dos metros de mí, o tres, cuando pasé a su lado. Como si hubiera una corriente especial entre los dos, un hilo invisible, parecía que para la niña yo era el único preso que caminaba en el pelotón, y yo solo veía su imagen como congelada entre los demás chiquillos, y sus madres que nos insultaban al pasar, cada vez más fuerte, a cada momento con más intensidad. Aún no la había rebasado, y era como si el tiempo se hubiera detenido, mi vida, yo miraba a aquella niña como si solo con verla pudiera recargarme de energía, pero al llegar a su altura la cría pareció dudar un momento, y entonces soltó la mano de su madre, se agachó mientras los demás no dejaban de gritar, y hasta que no se incorporó y la vi levantar el brazo no quise imaginar que había cogido una piedra y que estaba a punto de lanzármela. Me acertó en la cabeza, y después de aquella piedra empezaron a llover más. Los otros chavales imitaron a la niña, y sus madres, y lo único que podíamos hacer nosotros era protegernos con los brazos, taparnos la cara o la cabeza, pero fue entonces cuando yo me quedé sin fuerzas, exhausto, la pedrada de la cría me había desinflado, me había vaciado las energías que me quedaban, y, cuando llegamos a la colina en la que se levanta el campo, ya no era capaz de seguir. Menos mal que los brazos de Santiago estaban allí para sujetarme y para levantarme, para que no me rindiera. De no ser por el bueno de Santiago, hoy no podría haberte escrito una carta de no más de veinticinco palabras, y esta que no puedo escribir porque no me lo permitirían los guardianes que me custodian, una carta en la que me gustaría contarte todo lo que ha pasado desde que llegué aquí.

Al principio fue muy duro, como te digo, pero al final he resistido. No sé cómo, porque está claro que no soy ni el más fuerte ni el más valiente de todos los que ingresamos en este campo de prisioneros a comienzos del invierno del 40, pero por alguna razón que jamás he llegado a entender y que jamás entenderé, ni siquiera creo que me lo merezca, sigo vivo.

Apenas nos llegan noticias del exterior, y las que nos llegan muchas veces vienen deformadas o no es más que pura y simple propaganda para desmoralizamos, otra forma de tortura más sutil que hacernos acarrear piedras desde que amanece o matarnos de hambre poco a poco. Pero también corren rumores por aquí, sobre todo en los últimos meses, de que los rusos avanzan a buen ritmo desde el este, que el Frente Oriental está perdido para los alemanes desde que la Wehrmacht se rindiera en Stalingrado, que los americanos por fin decidieron entrar en la guerra y que pronto desembarcarán en Francia. Cualquier día, se comenta, querida mía, llegarán a París y los alemanes tendrán que marcharse de nuestra ciudad. Me alegro mucho por ti. Porque estoy seguro de que estás bien, que has podido aguantar todos estos años tan duros y que has sobrevivido. No sé si recibes mis cartas, es posible que ni siquiera te las hayan enviado, que las visitas de la Cruz Roja al campo no sean sino una pantomima, o que a lo mejor sí te llegaron y me has escrito pero no has tenido forma de enviármelas, o que sí me las has mandado pero al llegar aquí han sido destruidas por los guardias que nos custodian. Pero no puedo saber cuánto tiempo más habré de estar prisionero, ni siquiera si antes de que pueda salir algún día por esa puerta de madera para no volver jamás un guardia me pegará un tiro o antes me moriré de hambre y me convertiré en una brizna de humo que sale del horno crematorio, donde queman los cadáveres. ¿Sabes? Fue lo primero que nos dijeron al llegar, cuando nos hicieron formar a todos en la Appelplatz, como si fuéramos soldados, tiritando de frío porque ya empezaba el invierno y el sol no se atrevía a asomarse por detrás de las nubes de este pueblo donde nos habían traído. Antes de que allí mismo nos obligaran a desnudarnos para afeitarnos todo el cuerpo y desinfectarnos, el Haupsturmfübrer que nos dio la bienvenida señaló las chimeneas del horno crematorio y nos dijo que por ahí era el único lugar por el que podríamos salir del campo. Muchos de nosotros todavía no nos lo queríamos creer. Pensábamos todavía, a pesar de la crudeza del viaje y de que bastantes de nuestros compañeros no habían podido resistir el trayecto y se habían muerto congelados o de hambre, que la crueldad tenía un límite, una barrera que nadie era capaz de pasar, que ningún hombre, por muy malo que fuese, podría llegar a hacer ciertas cosas que para mí, aquella mañana que me desnudaba, era imposible imaginar, cómo podría, que sería capaz de hacer lo mismo. Pero tres años después ya no soy la misma persona que trajeron aquí, ni por dentro ni por fuera, ya no. Nunca más volveré a ser el mismo, pero, a pesar de todo, siento que si soy capaz de mantenerme con vida hasta el final, conseguiré salir de aquí e iré a buscarte a París, que podremos los dos juntos recuperar tantos años que hemos perdido, los años que nos ha robado esta maldita guerra y este tiempo que nos ha tocado vivir, y que al final todo este sufrimiento cuando se diluya en el tiempo no será sino un mal recuerdo, apenas una pesadilla de la que habremos conseguido olvidarnos no sin esfuerzo tal vez, pero que habremos dejado atrás.

Los hornos, te decía, los hornos crematorios. Están al otro lado de la Appelplatz, justo enfrente de los barracones. Fueron los primeros españoles que llegaron aquí quienes los construyeron, fíjate. Nosotros hemos sido los que hemos trabajado para levantar este campo. Se queman cadáveres casi cada día, a veces más y a veces menos, pero últimamente por las chimeneas no deja de salir humo, que ahora es menos denso, apenas un gas transparente que se pierde en el cielo de Mauthausen. Cuando llegué aquí, el humo era más oscuro y espeso, y con el tiempo he comprendido que hay una razón macabra para esto, quién me lo iba a decir a mí, que me iba a convertir en un experto en desentrañar el origen del humo que sale por las chimeneas de los hornos crematorios, cada vez menos espeso, sin consistencia, sin sustancia, humo que ni siquiera huele. ¿Sabes por qué? Porque los que quedamos vivos en Mauthausen ya no tenemos grasa, no somos más que esqueletos andantes, piel pegada a los huesos que no tiene nada que ofrecer, cartones viejos que ni siquiera servimos para encender una hoguera. A veces llega una nueva remesa de presos y enseguida una buena parte de ellos son conducidos directamente a las duchas de gas, que están junto al crematorio, y luego queman los cuerpos. Cuando nosotros llegamos no podíamos imaginar lo que les iba a pasar a los más viejos o a los más débiles que fueron apartados tras un breve vistazo de quienes parecían ser médicos, al menos iban vestidos con sus batas blancas y llevaban estetoscopios colgados del cuello. Muchos compañeros fueron apartados y conducidos a la derecha, a donde todavía no sabíamos ni podíamos imaginar, cómo hubiéramos podido, que había unas espitas del suelo de las que salía un gas venenoso que los adormecía o los hacía toser hasta matarlos.

El primer año fue terrible. Todavía no sé cómo he sido capaz de sobrevivir, y, lo que es peor, lo que algunas veces me atormenta, no saber por qué a mí, qué tengo o quién soy yo para haber sobrevivido. Por qué se me ha concedido la gracia de seguir con vida y a otros no. Pasé por cuatro barracones distintos y por diferentes comandos de trabajo los primeros meses, talando árboles, ayudando a reparar los hornos crematorios, que cualquier día revientan, como una chimenea que se carga con demasiada leña. A veces, cuando paso cerca, procuro apartarme discretamente, no vaya a ser que me vea un SS o un Kapo y me obligue a quedarme allí, todo el día junto al muro, los dedos cruzados para que no reviente. La pared desprende tanto calor que ni siquiera en invierno puede uno soportar estar demasiado tiempo parado a su lado. Desde fuera se escucha hervir el interior, lo más parecido que puedo imaginar al cráter de un volcán. Lo más triste es pensar que a veces deseo que la chimenea del horno estalle y la explosión se nos lleve a todos por delante, al infierno, si es que existe algo peor que este lugar que merezca ser llamado así.

Pero, por fortuna, me pueden más las ganas de verte, querida mía, las ganas de salir de aquí. Aunque no vaya presentarme en París así. No sé cuánto pesaré ahora, pero no creo que mucho más de cuarenta o cuarenta y cinco kilos. El pelo, que sé que se me ha vuelto blanco de un día para otro aunque cada sábado me afeitan la cabeza, a veces, cuando veo reflejada mi cara en el cristal de una ventana, cuando solo falta un día para que me vuelvan a rasurar, me doy cuenta de que lo único que me asoma en el cráneo o en la barbilla son púas blancas, como si de pronto hubiera envejecido diez, veinte, o quizá treinta años, como si el tiempo transcurriese aquí dentro a un ritmo diferente, mi vida, que tres años me han convertido, sin que haya podido hacer nada por evitarlo, en un viejo, un hombre como mi padre, mayor que él incluso, la vida a dos velocidades, en el campo, donde tan odioso es estar, y es paradójico que el tiempo transcurra de una forma tan rápida, o a lo mejor es que transcurre igual que fuera, incluso más despacio, pero somos los que estamos aquí dentro los que envejecemos, a los que la vida se nos escapa sin que podamos hacer nada.

Pero lo peor, como te digo, Anna, fue al principio, antes de que llegasen los judíos y luego los rusos que habían sido hechos prisioneros en el Frente Oriental. Es por ellos por los que nos hemos enterado de que la Wehrmacht ha sido derrotada en Stalingrado, que los americanos decidieron entrar por fin en la guerra después de que los japoneses atacasen una base naval en el Pacífico. Parece que el mundo está desquiciado, y a pesar del infierno en el que estoy metido me doy cuenta de que en el exterior también impera la locura.

Cuando llega una remesa nueva de prisioneros, procuro acercarme a ellos, a veces les ofrezco la mitad de la ridícula ración que nos dan antes de irnos a dormir para que me cuenten cosas del exterior, sobre todo de París. Alguno me ha mirado extrañado, porque también le pregunto por ti. Imagínate, los rusos, con los que apenas me entiendo más que por señas, lo que deben pensar cuando les pregunto por una tal Anna Cavour que vive en París. Creo que si no se levantan y se van o no me dan un empujón es porque no entienden lo que les pregunto. Lo que más deseo que me cuenten es que los alemanes se han marchado de París, para imaginarte en los Campos Elíseos, llorando de alegría, agitando un pañuelo o dando saltos de felicidad. Te veo ahí y enseguida me entran ganas de seguir viviendo. Tan contento me pongo, que ni siquiera me importa que te abraces a un soldado americano, que le des un beso incluso. Son momentos de alegría, Anna, y yo fui tan estúpido como para no hacerte caso y quedarme en París en lugar de marcharme al sur, a la Francia libre, donde habría tenido más oportunidades de salvarme, de no irme de tu lado, porque sé que te habrías venido conmigo, los dos escondidos en algún pueblo recóndito del sur, viviendo con un nombre falso, una identidad impostada hasta que la guerra terminase. ¿Sabes? Creo que ya he pagado. He pagado con creces. Ya no me siento mal por haberme marchado de España gracias a las influencias de mi padre cuando debería haberme quedado, igual que los camaradas que compartían mis ideas. Creo que ya he expiado mis culpas, si las tuve, que ya he cumplido por lo que hice, o por lo que dejé de hacer, con estos tres años que llevo aquí dentro. Pero aunque siento que ya no me quedan fuerzas apenas, también pienso que lo peor ya ha pasado, y no es una falsa ilusión, porque también soy consciente de que cualquier día puedo estar muerto, que me encontrarán congelado en la litera una mañana de invierno y que, con toda seguridad, mis compañeros no dirán nada hasta que alguno haya podido tragarse la ración de comida que me correspondía, que el Kapo de mi barracón se levantará con el pie izquierdo un día y me castigará a pasar la noche desnudo en la nieve, hasta que me muera de frío, o que algún soldado practicará su puntería con mi cabeza mientras atravieso la Appelplatz. Pero eso ya no dependerá de mí, y hace mucho tiempo que llegué a la conclusión de que esas son cosas que no puedo controlar. Con el tiempo he llegado a dominar las ganas irrefrenables que a veces me entraban de arrojarme a la alambrada electrificada, como algunos compañeros no han podido evitar hacer. Es una muerte rápida. Yo lo he visto con mis propios ojos, Anna, el alambre que chisporrotea, el cuerpo que se convulsiona, el humo que sale de la piel o el olor a carne quemada. Tirarme a la alambrada o rebasar la línea de la explanada de la cantera en la que los soldados que nos vigilan se llevan el fusil a las manos esperando a que demos un paso más. Por fortuna, hace mucho tiempo que superé esa etapa de mi cautiverio, querida mía, y hubo varias razones que me ayudaron a ello. La primera me da vergüenza incluso contártela, pero es la verdad, y en circunstancias como las que yo me encuentro tan excepcionales, hay cosas que enseguida salen a la luz, y antes o después uno se da cuenta de que el instinto de supervivencia es la fuerza más grande que se puede sentir, una corriente que arrasa con lo que se encuentra, igual que un dique o una presa que se rompe porque ya no puede contener más el agua que almacena. Más que la amistad, más que el hambre o la sed, más que el amor o el deseo sexual, son las ganas de seguir viviendo en este maldito infierno a pesar de todo, y uno no puede evitar alegrarse, aunque no quiera, cuando dos años después llegan nuevos convoyes a la estación, nuevas reatas de presos a los que les ponen dos triángulos superpuestos en el pecho del traje de rayas, uno rojo y otro amarillo, hasta formar una estrella de seis puntas, la estrella de David, y enseguida son ellos los que se encargan de las tareas más penosas del campo, como el trabajo en la cantera, y caen como cucarachas, igual que antes lo hemos hecho nosotros, los republicanos españoles, y nuestra vida ahora no te diré que es buena, porque esa palabra no puede existir dentro de los muros de Mauthausen, pero las condiciones de vida de los judíos son mucho peores, y su llegada, de alguna manera, nos ha aliviado un poco de las penurias del campo.

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