FRANZ

Sin embargo, el camino que ha recorrido Franz Müller para llegar hasta el campo de concentración de Mauthausen no ha sido tan directo como el azaroso y duro viaje de Rubén Castro a bordo de un tren de ganado. Desde que disfrutaba una apacible vida como profesor de ingeniería aeronáutica y violinista diletante en Berlín hasta que ha terminado formando parte de un cuarteto de músicos desganados que tocan para el solaz de los SS en un campo de exterminio, el trayecto, aunque no ha sido tan dramático como el de los presos con traje de rayas que ha visto en el Lager, con la perspectiva del tiempo se le ha terminado antojando un laberinto siniestro, un experimento amargo cuyo último fin no fuera otro que convencerlo, reconducirlo, llevarlo de nuevo por el buen camino, que por fin decidiera abandonar esa vida bohemia que no encajaba en su educación burguesa y que además no necesitaba, el sendero que debería haber seguido si no se hubiera empeñado en nadar contracorriente como si fuera un héroe, como si la única manera de probar su valentía delante de los demás no fuera otra que hinchando el pecho y levantando la mano para saludar al Führer o vistiendo uno de esos horrendos uniformes a los que tanto se había aficionado su amigo Dieter Block.

Dieter Block. Por primera vez, Franz Müller se pregunta si será capaz de aguantar, de mantener el tipo mientras toca el violín, si no terminará agachando la cabeza y marchándose a Linz por su cuenta, si al final, qué ironía, no tendrá que pedir clemencia a su amigo para poder volver a Berlín y alejarse de tanto horror, no tener que ver ya más tanto sufrimiento.

Mientras esperan instrucciones del oficial que los acompaña para indicarles el lugar de la Appelplatz donde se deben colocar, Franz Müller no puede evitar acordarse de su amigo Dieter Block, que lleva un uniforme como ese, pero es varios grados superior al Obcrsturmfubrer que les guía. Ya lo era la última vez que lo vio, seis meses antes, cuando fue a Berlín para visitar a su madre. Apenas habían pasado seis años desde que se marchó, y la ciudad y la gente parecía haber cambiado tanto que, sobre todo al principio, para él fue como si estuviese en un lugar que jamás hubiera visitado. Franz Müller estaba seguro de que aunque luego muchos afirmasen sin recato que aquello se veía venir, nadie diez años antes hubiera sido capaz de predecir lo que traería el futuro. Él no habría imaginado jamás que su amigo Dieter Block, con quien se había criado, jugado en la calle o peleado de niño, diez años después sería todo un Sturmbannfübrer de las SS, y es lo que siempre se ha preguntado Franz Müller muchas veces durante todo este tiempo. Dieter Block y él habían crecido juntos, los dos habían estudiado en el mismo colegio y habían tenido los mismos amigos e incluso a veces las mismas novias, y en algún momento de sus vidas sus caminos se habían desviado. A ambos les gustaba la música desde niños, incluso habían fantaseado con la idea de ser los dos violinistas profesionales algún día, dar la vuelta al mundo interpretando piezas de Mozart por las calles.

– Pero para eso hace falta ser rico.

– O que no te importe el dinero.

– Yo creo que eso es lo mismo.

Los dos acudían juntos a la misma escuela de música.

Beethoven, Brahms, Puccini, Mozart, Strauss, y aunque estaba claro que como violinista, el nivel de Franz era superior al de Dieter, ambos disfrutaban de la música con la misma intensidad, sin envidias, como dos amigos, mucho más que eso porque tanto Franz Müller como Dieter Block consideraban al otro su hermano. Pero las cosas cambian, la vida se tuerce, y era como si sus caminos se hubieran separado para siempre y ya nunca más pudieran volver a unirse. Pero la pasión por la música no los había abandonado jamás. En lugar de explotar su talento de superdotado como ingeniero, Franz Müller había malgastado unos años valiosos de su vida tocando el violín. Podía haber conseguido lo que hubiera querido, una plaza de profesor titular en el Instituto Kaiser Wilhelm si se lo hubiera propuesto, ahora mismo podría ser incluso, si no lo hubiera dejado todo por su remilgos o sus escrúpulos ante la ascensión del partido nacionalsocialista, tan famoso o tan necesario como el profesor Werner van Braun, pero dos cosas lo habían apartado de su destino: la primera, la militarización de la ciencia en Alemania y la fuga de científicos no arios a otros países con unas condiciones más favorables. Albert Einstein había sido el caso más conocido de todos. El científico más famoso de todos los tiempos se había exiliado voluntariamente en Estados Unidos, después de que Hitler llegase al poder en enero de 1933, y luego se habían marchado otros muchos, y no solo de Alemania. Antes o después iba a estallar la guerra, y a Franz Müller no le iba a gustar participar en ella de ninguna manera.

En la misma época en que su querido amigo Dieter Block vestía por primera vez el uniforme de las SS, Franz Müller había hecho las maletas y había aparcado su prometedora y, si hubiera querido, meteórica carrera como profesor de ingeniería aeronáutica para llevar una vida bohemia como violinista diletante. Al principio, los ingenieros que quisieron pudieron mantenerse al margen de la política, pero luego muchos de los de su gremio habían aceptado la tesis desquiciada de la superioridad tecnológica aria que desembocaba en una fusión absurda entre la capacidad técnica y los principios ideológicos nazis.

Abandonó Berlín justo antes de que comenzasen los fastos de los Juegos Olímpicos del 36 y, a pesar de que por sus venas corría sangre aria, se sentía igual que uno de esos científicos exiliados que habían abandonado el país porque avizoraban oscuros nubarrones. La primera ciudad donde se instaló, como le avanzó a su amigo Dieter Block, fue en la tranquila y hermosa Salzburgo, lo más parecido que había visto en su vida a un cuento de hadas, y que además tenía la ventaja de que se podía pasar desapercibido si se lo proponía siendo uno mismo, en su caso solo un violinista que buscaba en aquella ciudad al lado de los Alpes que el espíritu de Wolfgang Amadeus Mozart se le apareciese para iluminarlo. Indudablemente, ser músico para Franz Müller resultaba mucho más placentero que dedicarse a explicar a los alumnos de ingeniería del Instituto Kaiser Wilhem de Berlín ecuaciones en una pizarra, pero nadie en su familia había entendido aquella decisión de alguien que ya había cumplido los veinticinco años y dejaba atrás una fulgurante carrera en el mundo de la ciencia por una existencia incierta de músico bohemio.

Dieter Block tampoco. La última vez que se vieron en Berlín, en el café Romanisches de la bulliciosa Kurfürstendamm, su viejo amigo ya lucía el brazalete con la esvástica, y aunque se mostraba con la misma amabilidad habitual en él, Franz Müller advirtió que sus modales eran un poco más autoritarios, y que, aunque seguían siendo amigos como antes, Dieter Block no podía evitar mostrar cierto paternalismo y quería hablar con él para convencerlo de que debía quedarse en Alemania, que un hombre como él podría prestar un gran servicio a su país si ponía su enorme talento al servicio del Reich.

– Podrías llegar incluso a ser premio Nobel algún día. Franz sonrió. Bajó la cabeza ruborizado. Se quedó un momento mirando los coches que circulaban a lo largo de la avenida que atravesaba el barrio de los artistas. Pensándolo bien, se dijo, este no sería un mal lugar para vivir. Prefería estar rodeado de pintores y de poetas que de científicos obsesionados con la idea de fabricar armas terribles.

– Llevo la música dentro -le contestó, sin embargo, a su amigo-. Yeso es algo que no se puede contener, como quien desea ser pintor o dedicar su vida a escribir novelas.

Pero Dieter Block sabía la verdad, y Franz Müller sabía que Dieter Block sabía la verdad. Entre ellos no podía haber secretos. Cada uno sabía lo que pensaba el otro sin que fuera necesario abrir la boca. Para Dieter Block, ahora el Obersturmfübrer de las SS Dieter Block, no había dudas de que su viejo amigo Franz Müller no estaba de acuerdo en cómo se estaban haciendo las cosas en Alemania, y que tampoco le agradaba ese uniforme yesos galones que llevaba desde que dos años antes participara animosamente en la liquidación de los miembros de las SS. Desde entonces, su ascenso dentro del partido Nacionalsocialista había sido imparable. De estar desempleado había pasado a tener un grado militar medio en el cuerpo de élite del Reich, con un gran futuro por delante. Por desgracia, pensaba Franz Müller. Y allí estaban los dos, amigos de toda la vida, a ratos observándose como si fueran unos desconocidos y, a veces, cuando Dieter Block se quedaba mirándolo como si no lo entendiera, para Franz Müller era como si fueran dos fieras que se miran con respeto, pero que en cualquier momento podían saltar una encima de la otra. Aunque ninguno de los dos quisiera.

– ¿Por qué no te quedas aquí, en Berlín? Nos espera un gran futuro. A todos -Dieter Block se inclinó sobre la mesa, por un momento incluso había dejado de mirar a las muchachitas que paseaban por la Kurfürstendamm con estos vestidos finos que a cualquier soltero recalcitrante como él le auguraban la llegada inminente de un verano prometedor, y no solo por la celebración de los Juegos Olímpicos en Berlín-. Con tu talento y mis contactos podríamos hacer grandes cosas por Alemania. Y me daría mucha pena, Franz, que desperdiciaras esta oportunidad. No siempre pasan trenes así en la vida.

Pero Franz Müller se encogió de hombros.

– Aún soy joven -le dijo, a pesar de que, más cerca de los treinta que de los veinte, ya no estaba muy seguro-. Antes de sumergirme en el campo de la ingeniería siento que debo probar suerte en el mundo del arte. Luego, si empiezo a trabajar, ya no me será posible intentarlo, y no podré cumplir jamás mi deseo de tocar el violín -se encogió de nuevo de hombros Franz Müller-. Es lo que opino. La vida es larga. Ya habrá tiempo de volver.

– ¿Estás seguro de que en tu decisión no ha tenido nada que ver que se haya apartado a los profesores judíos de la enseñanza en las universidades?

Franz Müller se quedó callado. Podía contestarle a su amigo que sí, que por supuesto en su decisión había tenido mucho que ver la expulsión de gente como Albert Einstein, o que hubieran obligado a jubilarse a gente de mucha valía como el venerable Max Planck, y algo que le dolía y le chirriaba tanto al mismo tiempo pero que no se lo iba a decir porque no le apetecía enzarzarse en una discusión con su amigo, era que tampoco podía soportar cuando lo veía vestido con esa camisa parda y ese brazalete con la esvástica, pero polemizar con él no lo iba a llevar a ninguna parte, y no se iba a sentir precisamente cómodo con su amigo si la conversación terminaba desviándose por esos derroteros. Por culpa de las ideas de cada uno, se habían distanciado mucho durante los últimos años, pero Franz Müller seguía apreciando a Dieter Block igual que siempre, y estaba convencido de que su viejo amigo también a él, a pesar de ese uniforme y esa cruz gamada que lucía orgulloso, aunque en el fondo estuviese convencido de que Franz Müller odiase profundamente las ideas que él había llegado a amar tanto. La amistad tenía estas cosas tan extrañas. Uno podía estar muy lejos del otro en cuanto a sus posturas políticas, pero el recuerdo de todos los momentos que habían vivido juntos era mucho más fuerte, más intenso y más importante que lo que los separaba: haber nadado juntos en el Spree o en el lago Wansee, junto a las exclusivas mansiones que sabían que ninguno de los dos se podría jamás permitir; haber aprendido a tirar piedras a los pájaros que anidaban en los robles de Tiergarten o haber estado enamorado más de una vez de la misma chica o haberse pegado contra otra pandilla del barrio.

Eran tiempos difíciles. Tal vez eso era todo. Tiempos duros para Franz Müller, porque no soportaba lo que estaba pasando por delante de sus narices, y lo que le gustaría pensar es que todo fuera una tormenta de verano, un aguacero que algún día amainaría. Mientras tanto, él prefería estar muy lejos de allí. Y, en cuanto habían terminado las clases en la universidad, había resuelto que era el mejor momento para marcharse de Berlín. Sobre todo si estaban a punto de comenzar los Juegos Olímpicos. A él nunca le habían gustado los lugares bulliciosos. A nadie que lo conociera le iba a resultar extraño que se marchase de Berlín si las olimpiadas empezaban dentro de tres semanas.

– ¿Y adónde tienes pensado ir? -le preguntó Dieter

Block, que tal vez confiaba todavía en que su viejo amigo regresaría a Berlín después del verano.

– Primero al sur, a Salzburgo. Luego ya veré.

– ¿A Salzburgo? ¿Al Musikalfest, quizá?

Franz Müller sonrió. Luego asintió. -Al Musikalfest, sí.

A Dieter Block también se le instaló una sonrisa en la cara, y volvió a sacudir la cabeza, como un padre condescendiente con un hijo díscolo que espera que vuelva al redil. -Me gustaría tocar allí. No sé si será posible este año, quién sabe. Tal vez el año que viene. No hay prisa. Es una cuenta que tengo pendiente, ya lo sabes.

– Hay cosas que nunca cambian.

– Probablemente, no. Y tiran tanto de uno que llega un momento que no es posible hacer nada contra ellas.

Dieter Block bajó los ojos, como si quisiera pensarse bien lo que quería decir. Sacó un cigarrillo de la pitillera, lo encendió, aspiró una bocanada y se quedó mirando un instante a su amigo Franz Müller antes de responder.

– Franz -le hablaba y le apuntaba con el dedo, como si quisiera darle una lección-. En este país las cosas están cambiando, y para bien. Algún día te darás cuenta y volverás. Y entonces los dos nos sentaremos otra vez en esta avenida, y volveremos a ver pasear a las muchachitas en verano y nos tomaremos una cerveza para celebrar que estás dando clases en la universidad o que te has instalado en un puesto de mayor responsabilidad todavía. Quién sabe. Acuérdate de lo que te digo.

Franz Müller asintió, disimuló una media sonrisa. No tenía sentido discutir, para qué. La amistad tendría que estar por encima de esas cosas, por encima de ideas políticas y de principios. Eso es lo que le gustaría al violinista esa tarde, sentado junto a Dieter Block en la terraza del café Romanisches. No puede saber cuánto van a cambiar las cosas en el futuro, cuántas cosas horribles habrá de ver, y en qué circunstancias tan complicadas y diferentes va a tener que volver a encontrarse con su amigo en el futuro, cuando vuelvan a encontrarse en un Berlín destrozado después de seis largos años de guerra.

– Por que te vaya bien en el Musikalfest -dijo Dieter Block levantando el vaso para brindar-. Que tengas mucho éxito y que te conviertas en un músico muy famoso. Te lo deseo de corazón. Te lo mereces. Tienes mucho talento para ello -hizo una pausa, se quedó mirándolo-, casi tanto como para la ciencia. De los dos, siempre fuiste el más inteligente, Franz.

Franz Müller no pudo contener una sonrisa. Se conocían de toda la vida y ahora era la primera vez que escuchaba esa frase de labios de Dieter Block. Pensó cuántos años y cuántas frustraciones le habría costado decirlo, reconocer algo que ha sido obvio para todo el mundo siempre. Y no es que ahora el Sturmbannfübrer Dieter Block hubiera sufrido un ataque de sinceridad, sino que quizá, por fin, después de haber encontrado su lugar en el mundo, con ese brazalete rojo con la esvástica estampada en un círculo blanco, se sentía cómodo por primera vez en muchos años y había dejado de padecer esa envidia recóndita que en el fondo, Franz Müller sabía que no podía evitar muchas veces hacia él, algo que le halagaba y le irritaba secretamente al mismo tiempo. Era lo único bueno que tenía ver a su querido amigo vestido con ese uniforme, si acaso, darse cuenta de que por fin se había encontrado a sí mismo.

Después de pensarlo, la sonrisa no había desaparecido de sus labios.

– Pero, de los dos, tú siempre fuiste el más valiente.

Aquello era verdad. Y a Franz Müller no le había costado ningún esfuerzo reconocerlo, ni ahora ni nunca.

– Y también el que tenía más éxito con las mujeres. Franz Müller sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír.

– Eso ya no lo tengo tan claro.

Si los dos eran capaces de disimular un poco, de engañarse a sí mismos, Franz de olvidar el uniforme que llevaba puesto Dieter Block y este de soslayar las ideas políticas de Franz Müller, tan contrarias al Nacionalsocialismo, era como si la vida pudiera ser como si aún fueran los dos unos adolescentes que podrían disfrutar de todo lo que la vida les pusiera por delante.

A principios del verano de 1943, Franz Müller no sabe que va a conocer a Rubén Castro y que ese encuentro va a cambiar sus vidas para siempre, aunque ninguno llegue a saber el nombre del otro, como una piedra que describe una elipse enorme, como si fuera un truco de magia, una parábola tan grande que, tal vez, cuando llega a su destino, quien la lanzó ya no lo recuerda, y, peor aún, no puede sospechar el alcance de lo que hizo. Pero la primera de las consecuencias, la más inmediata, es que a uno lo animará a seguir viviendo, y al otro lo empujará a salir de ahí, a retomar un futuro que no le agrada como ingeniero en Berlín que no será sino una coartada para llevar a cabo un plan que si se lo contara a alguien no dudará en tacharlo de absurdo. Sabe ya Franz Müller que llamará a su viejo amigo Dieter Block y le contará que se ha rendido, que ha recapacitado después de siete años dando tumbos como un bohemio hasta que ha terminado por darse cuenta de que su vida ha de estar junto a los suyos, su familia, sus amigos, su trabajo, su país. Pero quién podrá imaginar la verdadera razón por la que Franz Müller ha decidido regresar a Berlín. Ni siquiera Dieter Block.

No hay nadie que pueda pensar que su intención ahora es poder viajar a París, otra vez.

Viajar por Europa desde que empezó la guerra no resulta sencillo. Hacen falta documentos, salvoconductos, sellos estampados en permisos oficiales. Lo primero que Franz Müller piensa, ingenuamente, es que acaso Dieter Block le conseguirá todo lo necesario para viajar a París desde Austria, pero enseguida resuelve que no, que eso es imposible. Pero cuando piensa en ello lo ve como el resultado de una larga ecuación o una jugada en la que las bolas de billar chocan las unas contra las otras después de que el taco empuje a la primera de ellas hasta que finalmente una cualquiera, la menos pensada, se cuele por la tronera. El primer toque ha sido cuando llega a ese pueblo pequeño de Austria con otros tres músicos para ensayar para la fiesta del cumpleaños del hijo de un amigo de Frank Zireis, el jefe del Lager. Podría incluso retroceder en el tiempo mucho antes, bastante más, a lo mejor a cuando había decidido abandonar su incipiente y prometedora carrera como ingeniero en Berlín para perfeccionar sus dotes como violinista en Salzburgo.

Franz Müller nunca ha sido una persona que haya hecho muchas amistades entre sus compañeros de trabajo, siempre es de los que ha preferido apartarse, hacerse a un lado y buscar un hueco entre la gente para tocar el violín, aislarse del mundo sumido en complejas cavilaciones matemáticas, estar solo en definitiva. Y entrar en un lugar como este no ha contribuido precisamente a alegrarle el ánimo. Ha escuchado hablar de campos de prisioneros adonde se llevan a los detenidos por motivos políticos. Aún tendrá que ser peor, aún habrá de encontrar cosas peores. Cuando Franz Müller atraviesa los muros de Mauthausen, no hace mucho que a los judíos, después de haberlos despojado de sus casas y haberlos recluido en guetos, alguna mente desquiciada ha decidido enviarlos a campos como estos para matarlos. Franz Müller y mucha gente todavía son incapaces de pensar que algo así es posible. Pero, con lo que ve allí dentro, más lo que puede imaginar, el violinista ya tendría bastante como para echar a correr hasta que le fallasen las piernas o hasta que los pulmones le reventasen o le estallase el hígado en el costado.

Es por la mañana, y la mayoría de los prisioneros está trabajando fuera del campo, en la cantera o en cualquiera de las empresas del pueblo para las que la llegada de los prisioneros ha supuesto un regalo en forma de mano de obra muy barata que pueden explotar sin que nunca se acabe, porque enseguida vendrán otros desgraciados a sustituirlos. A esa hora, la Appelplatz es una explanada casi desierta en la que apenas unos cuantos presos vestidos con trajes a rayas acarrean con desgana unos tablones que van a servir de tarima de ensayo improvisada.

La vida no se ha portado bien estos últimos años con Franz Müller, y a veces piensa que si tal vez no ha vuelto a Alemania ha sido sobre todo por orgullo o por amor propio. No le gusta al músico el mundo tal y como es, y quizá lo mejor que ha aprendido durante todos estos años ha sido a resignarse a no poder hacer nada por cambiarlo. Él, Franz Müller, el chaval inteligente que había quedado número uno de su promoción, el violinista virtuoso, el hombre sensible que se había marchado de Alemania porque no le gustaba lo que veía, había terminado aceptando que no era más que una mota de polvo en el universo, un pequeño grano de arena que sería arrastrado por el viento sin poder hacer nada salvo aguantarse. Un ingeniero que había abandonado una carrera prometedora para irse a vivir a Austria como un músico bohemio porque odiaba los desfiles y a quienes lucían brazaletes con cruces gamadas por la avenida Unter den Linden, había terminado seis años después formando parte de un cuarteto de aficionados que iba a tocar en la fiesta del cumpleaños del hijo de un amigo del jefe de un campo de exterminio. Ni en sus peores pesadillas habría imaginado que terminaría haciendo algo así. Pero el hambre aprieta, y la realidad es mucho más dura de lo que uno imagina cuando le quedan muchos más años por delante y también es mucho más ingenuo. Aún no ha conocido a Rubén Castro Franz Müller, pero ya ha decidido volver a Alemania. Ese va a ser su último trabajo. Con lo que cobre emprenderá el viaje de regreso a casa. Sabe que la ciencia y la ingeniería están militarizadas, pero también ha decidido que, si no tiene más remedio que trabajar para el ejército, hará cuanto esté en su mano para contribuir negativamente al desarrollo de esa que se está librando en Europa. Por muy malo que sea trabajar como ingeniero para los nazis, será mucho peor si en un momento dado es llamado a filas y lo mandan al Frente del Este. Alemania ahora mismo es la dueña incontestable de Europa, pero sospecha Franz Müller que, desde que los americanos se han decidido a declararle la guerra después de que los japoneses atacasen Pearl Harbar, la situación podría cambiar en el futuro.

Pero el día que entra en la Appelplatz del Lager el ingeniero brillante que se ha convertido en un violinista fracasado, no puede imaginar qué le va a deparar el futuro.

Han llegado en tren desde Linz, y un camión los ha recogido en la pequeña estación de Mauthausen. El campo de prisioneros está en una colina, y piensa Franz Müller que, si después de un esfuerzo enorme es capaz de soslayar la mole de piedra que se levanta en lo alto, como una fortaleza, aquel lugar podría ser incluso hermoso. El pueblo abajo, los árboles del bosque que rodean el campo. Pero, a menudo, la belleza esconde el más terrible de los horrores, el dolor más indescriptible. Durante los años que pasó en Salzburgo, muchas veces había pedaleado distraídamente en su bicicleta en verano hasta la frontera alemana que estaba tan cerca, una frontera que había dejado de existir en 1938, y había llegado hasta el pueblo bávaro de Berchtesgaden, otro de los lugares más hermosos que uno podía soñar, tan cerca de Salzburgo y de su música que le costaba aceptar que en lo alto de una de esas montañas alpinas cuyos picos no podían verse los días nublados, los jerifaltes del partido nacionalista le habían regalado a Hitler una mansión por su cincuenta cumpleaños, y que en la ladera de esa misma montaña tenían una vivienda de vacaciones, además del propio Führer, su segundo en la cadena de mando y futuro sucesor, el mariscal Goering, o el arquitecto Albert Speer, que además de haber rediseñado Berlín a la medida del gusto grandilocuente de los nazis, abriendo una brecha que iba desde la puerta de Brandemburgo hasta la Adolf Hitler Platz para que las tropas pudieran desfilar con holgura, se había convertido en el ministro de Armamento del III Reich, el hombre que acabaría siendo el encargado, más o menos directamente, de dirigir su destino cuando regresase a Alemania y no le quedara otra alternativa -era lo más lógico, dado los tiempos que corrían-que trabajar para la ingeniería militarizada de su país.

Es verano pero no hace demasiado calor, y Franz Müller podría incluso pensar que sería un día extraordinario si no estuviera en un campo de concentración. Tres presos han terminado de colocar unos tablones que forman la estructura de un escenario improvisado. Los cuatro músicos se colocan, a instancias de un SS melómano, bajo la protección agradable de la sombra de un toldo que sospecha que se ha montado expresamente para ellos. Otro preso les trae una bandeja con vasos de limonada. Los tratan tan bien que parece que su llegada hubiera sido un soplo de aire fresco, un día de fiesta. Luego, Müller se coloca en el mismo rincón de siempre para tocar, en un extremo del grupo, y cierra los ojos, y respira hondo, y se acomoda el violín en el cuello, y espera las instrucciones del director. En realidad, no es necesario el ensayo, pero quien paga por la música es el jefe del campo y, por alguna razón, la que sea, ha decidido que prefiere que ensayen un día antes, y les han habilitado un barracón para que descansen, coman y pasen la noche allí. Frank Ziereis quiere que todo salga perfecto.

Pero esa ilusión no le dura más que un suspiro. Müller sabe que no es verdad lo que quiere imaginarse, que ya ha escuchado y ha visto demasiadas cosas como para ser tan ingenuo. No tarda mucho en aparecer una reata de presos que cruza la puerta principal del campo, docenas de hombres que arrastran los pies, vestidos todos con uniformes de rayas y triángulos multicolores cosidos en la solapa. Triángulos rojos, triángulos azules, triángulos negros o verdes. Mientras la columna pasa por delante de ellos, los otros músicos parece que hayan cerrado los ojos, como si no quisieran distraerse con un espectáculo que no les corresponde ver. Pero es Franz Müller el único que parece incapaz de dejar de mirar a los presos. Con el cuello sujeta el violín que descansa en el hombro, el arco acariciando las cuerdas, pero no deja de estar pendiente del grupo de hombres que pasa por delante, sin dejar de tocar, con la misma concentración que si no los estuviera viendo, Müller dividido en dos mitades, el músico concentrado en las notas, y el hombre comprometido y sensible que no puede ni debe permanecer impasible. Son presos que arrastran los pies porque están cansados o porque esas alpargatas que llevan no les permiten caminar más rápido. Podría pensar que son solo eso, prisioneros que sobrellevan su destino como mejor pueden. Que el lugar en el que está no es sino un campo de prisioneros, y que los prisioneros, por mucho que uno quiera pensar lo contrario, sufren unas condiciones de vida más duras que quienes están libres. Que si uno es capaz de obviar las torres de vigilancia y las alambradas de espinos electrificadas, podría llegar a pensar que estar en aquel lugar no debería de ser mucho más grave que en un internado severo.

Intenta cerrar los ojos y concentrarse en la música que el arco arranca a las cuerdas de su violín, pero solo es capaz de entornarlos, y luego de unos cuantos minutos de ver pasar hombres desganados, también ve al final un grupo de presos que tira de un carromato. Piensa el violinista que tal vez vengan de talar árboles del bosque que rodea al campo, que el carromato transporta troncos, o un cargamento que procede de la cantera que ha visto al llegar. Cuando habían empezado a ensayar, aunque la música amortiguase el sonido, podía escuchar con cierta nitidez los golpes de las herramientas picando la piedra. Piensa que debe de ser un trabajo muy duro, no ya estar todo el día, con el calor que hace, sacando piedras de una cantera, sino tener que arrastrar en una carreta bloques tan pesados hasta el campo. Se alegra Franz Müller de haber estudiado ingeniería aeronáutica y de haber desarrollado las habilidades de músico que tenía desde niño, de no haber tenido que realizar jamás un trabajo físico como aquel, arrastrar una carreta repleta de bloques de piedra desde la cantera, tirar de ella por la cuesta, y luego cargar los bloques sin pulir en un camión. Él no tenía callos siquiera. Sus manos eran delicadas, casi como las de una mujer, y estaba seguro de que no resistiría un esfuerzo como aquel durante mucho tiempo. Pero no va a tardar más de dos minutos en pensar que mucho mejor que lo que ha visto sería trabajar en una cantera acarreando bloques romos de piedra o cortando troncos en el bosque. No puede estar seguro, no quiere creerlo. Piensa, o quiere pensar, porque hay cosas de las que es mejor no enterarse, que lo que cuelga de uno de los lados de la carreta no es la rama de un árbol, o un arbusto que había brotado de una piedra de la cantera, sino algo que parece una pierna pero no puede ser una pierna. Una pierna no. Y lo que asoma por la parte de arriba de la carreta de la que tiran unos presos en silencio no es una mano. Debe de ser una flor, o una rama que se ha colado entre los bloques. Abre bien los ojos Franz Müller, como si al hacerlo pudiera encontrar una respuesta, descubrir por fin que lo que está viendo no es sino una alucinación, el producto de su imaginación desconfiada, la mente demasiado fértil de un creador, pero la carreta está pasando tres metros por delante de él, y ahora, lo que le gustaría es tener imaginación suficiente para poder engañarse con que no son presos amontonados en lugar de troncos cortados de árboles o piedras extraídas de la cantera lo que está viendo, sino cadáveres, montones de cadáveres que desbordan la carreta de la que tiran otros presos que parece que no les afecta ya lo que se ha convertido en cotidiano a pesar de ser tan terrible.

Загрузка...