ANNA

Durante un mes, cada día Anna hace dos recorridos idénticos. Uno, desde su casa en la rue Lappe para coger el metro en la plaza de la Bastilla que la lleve a su trabajo en la academia. Luego, aprovechando la pausa para comer, de nuevo el metro hasta la plaza de la Concordia, cruzar por los jardines de las Tullerías, no más de cinco minutos, incluso menos si camina deprisa, para atravesar luego la rue de Rivoli y plantarse en la puerta del hotel Meurice.

El soldado que está de guardia le corta el paso. Anna incluso es capaz de encontrar algo parecido a una sonrisa que comprime el barboquejo del casco. Este soldado alemán, igual que todos los que montan guardia en la puerta del cuartel general de la Gestapo, la conoce. Lleva un mes haciendo el mismo recorrido, a la misma hora, salvo los sábados y los domingos, que lo hace más temprano. No la dejaron pasar hasta el sexto día. Un oficial vestido de negro la atendió en un despacho dispuesto en una de las habitaciones lujosas de aquel hotel donde Anna no había entrado nunca antes de que los alemanes ocupasen París.

– Estoy aquí porque quiero saber dónde está mi marido

– aún no se han casado, pero no es el momento de explicarlo.

El oficial de la Gestapo la mira detrás de unas gafas pequeñas de montura metálica. Se parecen a las de Rubén. La semejanza, en lugar de tranquilizarla, no consigue sino inquietarla todavía más.

– Rubén Castro -le dice al hombre uniformado cuando le pregunta el nombre, y luego lo repite-, Rubén Castro.

El hombre que lleva unas gafas como las de Rubén mete la nariz en una carpeta en la que hay un montón de papeles. Las fichas de los detenidos aumentan cada día, y Anna está segura de que aquella carpeta no es más que una de las docenas de carpetas que debe de haber guardadas en los archivadores que han instalado en esa oficina improvisada en el hotel.

Al cabo de unos minutos el oficial saca un papel de entre todos los que hay en el archivo.

– Rubén Castro -dice-. Aquí está. Español, republicano, comunista.

– Debe de haber un error.

– ¿No es español? ¿No es republicano? ¿No es comunista?

Anna se queda callada un instante.

– Eso fue en España. Durante la guerra. Pero que militase en el partido comunista no quiere decir nada. Él no ha hecho nada malo. Se vino a vivir a París en el3 7. Desde entonces se ha dedicado a dar clases de latín. Puede usted comprobarlo en su ficha.

Anna le habla en alemán. Y es eso, está convencida, además de por ser mujer, la única razón por la que los soldados de guardia han sido amables con ella y le han permitido pasar. Siempre resulta agradable y cómodo que se dirijan a alguien en su idioma materno cuando está en un país extranjero. Aunque se trate de un ejército de ocupación.

– Aquí lo dice bien claro. Rubén Castro, nacido en Sevilla el quince de febrero de 1910. Español, republicano, comunista, miembro del PCE. Profesor de latín.

– Es un buen hombre. No ha hecho nada.

– Eso lo decidirá el tribunal que se encargue de juzgarlo.

– ¿Va a ser juzgado? ¿Por qué?

El oficial se levanta. Se quita las gafas para frotarse los ojos. Anna frunce el ceño. Le molesta que sus gestos le recuerden a los de Rubén. Cuando se las vuelve a poner ya ha desaparecido de su rostro cualquier atisbo de amabilidad.

– Es todo lo que puedo decirle, mademoiselle. No hay ningún error en la ficha de su marido. Lo más probable es que haya sido juzgado y que lo hayan enviado a un lugar seguro.

A un lugar seguro. El poder tiene muchas formas de mostrarse, y el cinismo es, desde luego, una de ellas.

– Pero, ¿de qué se le acusa? Si es que puede saberse.

El oficial de la Gestapo golpea tres veces con el dedo índice la ficha de Rubén.

– Republicano. Comunista. Miembro del PCE. Mejor no haga más preguntas, mademoiselle. Su curiosidad puede acabar convirtiéndola en sospechosa también a usted.

Anna también se ha levantado. Le hubiera gustado arrancarle las gafas a ese mequetrefe de la Gestapo de una bofetada. Pero tiene que contenerse. No va a arreglar nada si lo hace, no podrá ayudar a Rubén de esa manera. Así no.

– Tenía entendido que los alemanes y los soviéticos eran aliados -aunque la prudencia aconseje que deba contenerse Anna es incapaz de guardarse aquella última pulla.

– Mademoiselle, no me tiente. Que su madre sea alemana no me va a impedir detenerla si continúa haciendo preguntas impertinentes. Acepte mi consejo. Si su marido es un buen ciudadano, no tendrá ningún problema y volverá a verlo antes o después. Son tiempos nuevos estos los que estamos viviendo. Un nuevo mundo. Un nuevo orden. Una nueva era.

Lo dice y parece orgulloso de sus palabras, pero ya se ha levantado y ha puesto una mano en la espalda de Anna, indicándole el camino de salida. Ella se muerde los labios, se muerde la lengua. Si la detienen, no va a poder ser de ninguna ayuda a Rubén. Abandona el vestíbulo con techos altos, tan lujosos, del hotel Meurice, y durante un mes, cada día, como en una protesta silenciosa, a pesar de saber que no va a conseguir que le hagan caso, acude a la rue de Rivoli, y, desde la acera de enfrente, junto a los jardines de las Tullerías, se queda unos minutos mirando el cuartel general de la Gestapo en París. De lunes a domingo se manifiesta en silencio. Durante unos minutos observa entrar y salir gente del hotel, a veces se queda mirando desafiante a los guardias que, desde el otro lado de la calle, se dan cuenta de que es ella otra vez. Tal vez la toman por loca, se le ocurre, pero es mejor que la tomen por loca a que piensen que es una persona peligrosa o contraria a los intereses del Reich.

Si es un día entre semana, al cabo de unos minutos camina hasta la boca de metro para continuar con su trabajo en la academia. Si es un sábado o un domingo, después de hacer guardia delante del frontispicio del hotel Meurice regresa andando, derrotada y sin fuerzas por la rue de Rivoli, una caminata que la agota más todavía. A medida que pasa el tiempo, el ánimo y las energías la van abandonando, y cuando llega el último día del mes es como un fantasma que pasa junto al Louvre sin verlo, y al llegar a la plaza de la Bastilla la columnata se le antoja un faro que la guiase hasta su casa. Pero este último domingo, al llegar a la altura de la rue Roquette, sin embargo, se ha detenido unos segundos porque ha tenido la sensación de que alguien la sigue. No es la primera vez que lo piensa. De hecho, hace más de una semana que se siente afectada por la misma inquietud, tan extraña, de que alguien la observa. Antes no se había preocupado mucho, pero ahora tiene miedo. Quienquiera que ande detrás de sus pasos, si es que hay alguien que ande detrás de sus pasos, ahora la está siguiendo hasta su casa.

La primera vez que pensó en ello fue ocho o diez días antes, al volver de la visita diaria a la puerta principal del hotel Meurice hasta la boca de metro para regresar a sus clases en la academia. Había visto a un hombre fumando tranquilamente, apoyado en la pared de un edificio de la acera de los jardines de la Tullerías junto al que Anna se había tomado la obligación de no pasar porque corría el rumor de que se utilizaba como almacén en el que los nazis guardaban los objetos que habían empezado a confiscar a los judíos de París. Luego, de noche ya, al salir de la academia, creyó haberlo visto de nuevo. Entonces se preguntó si también habría viajado en el mismo vagón de metro que ella hasta la academia. No ha vuelto a pensar mucho en ello. Se dice que eran visiones, el producto de su imaginación que, a medida que pasan las semanas sin saber nada de Rubén empieza a ver el mundo como un espejismo.

Pero este último domingo del mes cree haberlo visto otra vez en la plaza de la Bastilla. Su casa está muy cerca y Anna no está dispuesta a que quienquiera que la siga sepa donde vive. Antes de adentrarse en la rue Roquette gira a la izquierda, en dirección al bulevar Beumarchais, y no ha cruzado todavía cuando cae en la cuenta de que, si alguien la está siguiendo, si está al tanto de sus visitas al cuartel general de la Gestapo o del lugar donde trabaja, lo más lógico es pensar que también sepa dónde está su casa. Aprieta el paso sin mirar atrás. Lo más extraño, lo que más le inquieta también, es que quien quiera que la está siguiendo puede muy bien no pertenecer a la Gestapo, porque los nazis no tienen que andar con sutilezas para detenerla. No, no puede ser de la Gestapo, y eso es lo más extraño, lo más preocupante o tal vez lo más peligroso: no saber de quién se trata.

Gira a la izquierda, en la me de Pas de la Mule, y trata de darse ánimos pensando que a lo mejor se trata de un amigo español de Rubén que procura mostrarse con mucha discreción para no ser detenido él también por la Gestapo. Como Rubén, muchos de los españoles que han llegado a París en los últimos años por causas políticas, se han convertido en objetivo de la siniestra policía nazi.

En la plaza de los Vosgos se siente más tranquila, tal vez porque es domingo, hace un buen día y hay mucha gente paseando. O porque es un sitio donde a Rubén le gustaba acercarse algunas tardes de sol a leer. Ella misma acostumbraba a venir también. Bromeaba con Rubén, lo cogía del brazo frente a la ventana de la casa donde había vivido Víctor Hugo. Algún día, en nuestro piso de la me Lappe, le dijo, en más de una ocasión, habrá una placa que dirá que allí vivió el escritor Rubén Castro Fernández, el gran escritor Rubén Castro Fernández, el insigne escritor español Rubén Castro Fernández.

Desde el banco en el que se ha sentado ahora, también puede ver la ventana de la casa que habitó Víctor Hugo, pero Rubén ya no está con ella, y tal vez ya nunca llegará a escribir esa novela que se demoraba un mes tras otro con la excusa de que aún había muchas cosas que no estaban claras en su cabeza. Le gustaría que todo lo que estuviera pasando ahora no fuera sino una novela de las que a Rubén le gustaría escribir, que ojalá pudiera escribir algún día. Que lo que estaba viviendo no fuera más que una farsa, una ficción, que abriera los ojos y se despertase en la cama junto a Rubén, muy cansada, después de una fatigada noche de pesadillas.

Mira a un lado y a otro Anna, pero no es capaz de encontrar nada ni nadie que le llame la atención. Niños jugando, parejas de enamorados, padres jóvenes que sacan a sus hijos a pasear una mañana soleada de domingo. No hay gendarmes ni soldados alemanes. Es como si un ejército extranjero no hubiera ocupado París, como si no hubiera guerra en Europa. Tampoco hay en la plaza un hombre que parezca seguirla. O tal vez sí. Anna no está entrenada, no sabe detectar los indicios que le sugieren que alguien anda tras sus pasos, y tampoco sabe cómo identificar a nadie o darle esquinazo. Pero no le cabe duda de que hay alguien que se ha convertido en su sombra, y no solo desde esta mañana, sino por lo menos desde hace una semana, que era cuando ella se había percatado. Tal vez estaba siendo observada desde mucho tiempo antes.

Espera un buen rato sentada en el banco, se arregla el pelo, como si no tuviera otra cosa que hacer salvo perder el tiempo hasta la hora de la comida. En la plaza no deja de entrar y salir gente. Resulta imposible determinar, incluso para alguien con un ojo adiestrado, si alguien que pasa por allí en realidad no hace sino observar sus movimientos. Desea Anna con todas sus fuerzas que sea un español que le trae noticias de Rubén, un amigo suyo al que tal vez ella no conoce y que está esperando el momento idóneo para abordarla y darle alguna novedad. Es mejor pensar en positivo que volverse loca elucubrando sobre las intenciones de quienes pasean por la plaza y le dedican una mirada fugaz.

Luego Anna se levanta. Ya es la hora de comer. En lugar de sentirse aliviada por haber despistado a quien la sigue se lamenta por no haberse acercado a él directamente, haberle abierto camino. Tal vez haya perdido la oportunidad de tener noticias de Rubén, lo que lleva intentado cada día desde hace un mes en las dependencias principales de la Gestapo en París.

Cruza la plaza y emboca de nuevo la rue de Pas de la Mule para dirigirse a su casa. Es lo mejor. Si se trata de alguien de la Gestapo o cualquiera con intención de hacerle daño se lo hará igualmente, resuelve, y gracias a ese pensamiento consigue estar un poco más tranquila. No hay nada que pueda hacer, nada salvo dejarse ver esa mañana de domingo de mediados de otoño en París, el primer otoño que la ciudad está ocupada por los alemanes. Camina decidida hacia la plaza de la Bastilla y, antes de cruzar el bulevar Beaumarchais, se detiene unos segundos frente al monumento. En esa esquina es donde un rato antes ha tenido la sensación insoportable de que alguien la seguía. Tal vez hay alguien con los ojos puestos en su espalda mientras camina, pero ella no se apresura ahora. Más bien al contrario, incluso la afecta una leve punzada de decepción cuando llega a la esquina de la calle donde está su casa.

Le gustaría volverse, pero se abstiene de hacerlo, no por aprensión, sino porque no quiere espantar a quien pueda seguir sus pasos. Está claro que quien la sigue prefiere abordarla, si es que finalmente lo hace, en las cercanías de su casa. Pero al llegar al portal no puede evitar detenerse un instante y mirar a un lado y a otro, por si ve al mismo hombre que hace unos días fumaba un pitillo tranquilamente en una esquina de los jardines de las Tullerías mientras la observaba.

Pero no hay nadie en la calle. Ningún hombre que lleve sombrero quizá para ocultarse el rostro, tan solo una mujer joven que empuja el carrito de un niño. Chasquea la lengua y se mete en el edificio, sin detenerse, no quiere que Marlene la vea, abra la puerta y la invite a pasar a su casa. No tiene ganas. De los vecinos del bloque ha sido Marlene la única que de verdad ha mostrado interés en sus problemas. Los otros lo único que han hecho es mirar hacia otro lado cuando se la han cruzado por las escaleras, les da miedo que a ellos también pueda llevárselos la Gestapo, o es que piensan que si se han llevado detenido a Rubén es porque habrá hecho algo malo o porque tal vez desarrolla una actividad política clandestina. No es más que un español republicano exiliado, uno de tantos, o a lo mejor es mucho más sencillo y lo que ocurre es que a sus vecinos lo único que les pasa es que no quieren problemas.

Abre la puerta de su piso sin haberse encontrado con ningún vecino. Cuelga el bolso en el respaldo de una silla y se mete en la cocina para preparar algo de comer. Quiere hacer tiempo. Mientras se calienta la comida, se asoma por la ventana, una, dos, tres veces, por si hay alguien apostado en la calle, alguien que espera que ella vuelva a salir y así tener la oportunidad de encontrársela. Pero la suerte le resulta esquiva esa tarde, y ahora se pregunta si no hubiera sido mejor haberse quedado un rato más en la plaza de los Vosgos, sentada en el banco como quien espera una cita, hasta que un hombre al que no conoce, un hombre que lleva días buscándola hubiera decidido que por fin había llegado el momento de hablar con ella.

Pone la mesa, apenas tarda en hacerlo. El ánimo ensombrecido, igual que todos los días desde que se llevaron a Rubén, porque solo hay que poner cubiertos para uno. Desde que él no está, Anna casi siempre pica algo sola, de pie, en la cocina, pero ahora tiene la sensación tal vez absurda de que, si pone la mesa, como si tuviera un invitado, hará tiempo para que el hombre que la sigue aparezca en la calle. Ya ha puesto el mantel, media botella de vino, y no puede retrasar más el momento de empezar a comer. Con el plato en la mesa piensa qué día de la semana que empieza mañana se cruzará otra vez ese hombre en su carnina. Enciende la radio antes de sentarse, pero no ha probado todavía una cucharada de su almuerzo cuando escucha que alguien llama a la puerta.

Tiene que aguzar el oído. Incluso piensa que puede no ser más que una alucinación. Se levanta para desconectar la radio. Aunque tiene una corazonada, no es lo más recomendable tener la radio encendida cuando llaman a la puerta. A veces la frecuencia se cambia sola, y, en lugar de música, por el altavoz puede salir de pronto la voz de Churchill animando a los británicos a resistir con coraje los bombardeos alemanes. Se queda quieta, de pie, en el pequeño salón de su piso, la radio apagada, el hilillo de humo que sale de la verdura hervida, y durante unos segundos que se le antojan infinitos contiene la respiración. Incluso piensa que se está volviendo loca.

Nada, ni un ruido. Tal vez solo ha sido producto de su imaginación. A lo mejor no ha llamado nadie y, lo que es peor: ¿y si tampoco la ha seguido nadie? ¿Y si es que no había nadie en la esquina de los jardines de las Tullerías? ¿Y si se estaba volviendo loca y lo único que veía eran fantasmas? Respira hondo, para relajarse, para escuchar mejor, pero el corazón le bombea sangre con tanta fuerza que lo siente latir en los oídos. Espera un momento. Vuelve a mirar por la ventana. No hay nadie en la calle. Ni un alma. Apoya la cabeza en el cristal. Tiene que controlar sus emociones. Desde que se llevaron a Rubén no ha habido una sola noche en la que haya podido conciliar un sueño decente y, evidentemente, lo que le está sucediendo ahora no es más que una consecuencia de todo eso. Se vuelve despacio. Ahora vas a encender la radio otra vez, se dice. Vas a escuchar algo agradable y vas a terminar de comer tranquilamente, te vas a beber media botella de vino y luego vas a dormir un buen rato.

Una música suave se apodera del apartamento cuando Anna gira el interruptor otra vez, pero, antes de sentarse, de nuevo vuelve a escuchar unos nudillos golpear la puerta del piso. Ahora no se lo piensa. Abre la puerta, sin echar un vistazo primero por la mirilla, y en el umbral hay un hombre al que está segura de haber visto más de una vez durante los últimos diez días. El sombrero ahora lo lleva en la mano, pero Anna tiene la certeza de que es el mismo tipo que la seguía esta mañana, el mismo al que ha esperado sin ningún resultado en la plaza de los Vosgos.

– Buenas tardes -se presenta, y Anna enseguida detecta en sus palabras un leve acento británico o quizá norteamericano-. Me gustaría hablar con usted, si tiene un momento.

Anna asiente, levemente. Desde luego, murmura. Se aparta para que pueda entrar y, antes de cerrar la puerta mira a un lado y a otro para asegurarse de que nadie los ha visto. Está segura de que la conversación que va a tener con él no es de las que pueden contarse a los vecinos ni a los amigos.

Ahora el hombre está sentado a su mesa. Anna desvía la punzada de nostalgia que siente al verlo en la silla en la que debería estar Rubén. Aún no ha tomado un sorbo del vaso de vino que le ha servido. Antes ha rechazado amablemente el plato de verduras hervidas que le ha ofrecido. Sigue siendo un desconocido, pero le ha dicho su nombre antes de sentarse. Aún no ha bebido del vaso porque está esperando a que ella lo haga del suyo primero. Es un tipo educado. Eso salta a la vista. Robert Bishop es su nombre. Anna no sabe si es inglés o norteamericano. Su inglés no es tan bueno todavía como para darse cuenta tan pronto, y él habla un francés notable, aunque resulta obvio que aún no ha podido desprenderse del todo de su acento. Pero lo más lógico es que ese hombre que está en su casa sea un ciudadano norteamericano. De momento, y aunque mucha gente espera que suceda pronto, los Estados Unidos no le han declarado la guerra a Alemania. Y hay quien piensa que tal vez no ocurrirá nunca. Pero Anna no hace preguntas. Prefiere dejar que sea él quien hable. Al cabo, es el tal Robert Bishop quien la lleva siguiendo desde hace días.

– Hace tiempo que estoy queriendo hablar con usted -le dice el recién llegado, como si le adivinase el pensamiento. -Lo imaginaba -Anna arranca el primer sorbo de la copa de vino. Luego será él quien la imite-. Pues usted dirá.

– No me he acercado antes a usted porque he preferido esperar el momento oportuno para hacerlo en un lugar discreto, donde nadie pueda vernos o escucharnos. Los jardines de las Tullerías o los alrededores de la academia donde trabaja no me parecían los lugares más idóneos.

– Ni tampoco la plaza de la Bastilla, supongo y mucho menos la plaza de los Vosgos.

– Efectivamente. y tampoco la puerta del hotel Meurice.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Bishop?

– En realidad sornas nosotros quienes podernos ayudarla.

Lo que más inquieta a Anna es el «nosotros». De pronto, aquel hombre que está sentado a su mesa, antes incluso de haberle propuesto nada, parece como si quisiera diluir su personalidad entre un grupo abstracto de gente a la que acaba de referirse como «nosotros».

– ¿Nosotros?

Robert Bishop. Pasa un dedo por el borde del vaso de vino antes de responder.

– La gente para la que trabajo.

– ¿La gente para la que trabaja?

Bishop vuelve a dejar el vaso en la mesa. Asiente levemente.

– Podernos avanzarle noticias sobre Rubén Castro.

Anna se queda con la cuchara a medio carnina entre el plato y la boca, el gesto suspendido un instante, como si el desconocido que la ha estado siguiendo y ha llamado a su puerta a la hora de comer hubiera venido a fotografiarla.

– ¿Dónde está? ¿Cómo está?

Las dos preguntas se le escapan de la boca atropelladamente. Luego se detiene. Quizá no sea ese el orden más adecuado.

– ¿Quién es usted?

Bishop se pone recto en la silla, como si se sintiese incómodo en la postura que estaba o como si fuera a decir algo importante.

– Mademoiselle Cavour, única hija de Henri F. Cavour y de Helga Petersen, tal vez yo sea la solución a sus problemas.

Anna traga saliva. La solución a todos sus problemas. Ojalá. Pero seguro que no es tan sencillo.

– ¿Dónde está Rubén? -ahora repite la misma pregunta que un momento antes, pero con más calma. -Creemos que está vivo.

– ¿Creemos? ¿Dónde está? ¿En París?

Anna espera que le diga que sí para levantarse, coger el bolso y acompañarlo para ir a ver a Rubén, pero su invitado sacude la cabeza y a ella le parece como si lo lamentase.

– No, en París no. Ni siquiera está en Francia. A los presos políticos como él se los han llevado a Alemania. Creemos que está en un campo de prisioneros, como la mayoría de los republicanos españoles.

A pesar de que lo imaginaba Anna se ha puesto a llorar sin darse cuenta, sin poder remediarlo, ni siquiera tiene ganas de fingir delante de un desconocido.

– ¿Cómo puede saber que está vivo? ¿Quién es usted?

– se seca Anna las lágrimas con el dorso de la mano- ¿Es inglés? ¿Americano?

– Soy ciudadano norteamericano -el hombre arranca otro sorbo al vaso-. Soy periodista. Escribo para varios periódicos de mi país.

Anna no está prestando atención. Ella solo quiere información sobre Rubén. Rubén es lo único que le importa. No los periódicos en los que escriba el hombre que está sentado en el salón de su casa.

– ¿Cómo puede ayudar a Rubén a salir? Robert Bishop se apresura a sacudir la cabeza.

– Ahora mismo pensar en sacar a Rubén de donde está no es posible. Me temo que es algo que ni siquiera podemos contemplar. Pero tal vez más adelante. Dependerá del curso de la guerra, de que Inglaterra resista y de que los americanos al final se involucren de una forma más firme, que le declaren la guerra a Alemania.

Anna vuelve a pasarse el dorso de la mano por los párpados. Le escuecen, pero ya están secos.

– No veo entonces cómo puede ayudar a Rubén -ahora es ella la que toma un trago de vino-. Y tampoco veo la manera en que yo puedo ayudarles a usted y a las personas para las que trabaja.

Robert Bishop casi apunta una sonrisa. Está preparado para esa pregunta.

– Lo primero, deje de ir cada día al cuartel general de la Gestapo. Hasta ahora los nazis han sido amables con usted, por condescendencia, porque es usted una mujer, por amabilidad o tal vez porque usted es medio alemana. Pero un día pueden cansarse de sus protestas o de verla cada mañana en los jardines de las Tullerías y meterla en una celda.

Anna sacude la cabeza.

– Yo no he hecho nada malo ni ilegal. Tan solo he ido a interesarme por el paradero de una persona a la que se llevaron de su casa. No pueden detenerme por eso, y tampoco por pasear por la rue de Rivoli.

Ahora la sonrisa de Bishop es más evidente. Sacude la cabeza, chasquea la lengua.

– Mademoiselle Cavour, por favor. Seguro que no es usted tan ingenua.

– Soy ciudadana francesa. Mi padre era francés. Llevo casi toda la vida viviendo en París.

– Vivía usted con un republicano español que tiene el carnet del partido comunista.

– Hitler y Stalin son ahora aliados -de pronto se había puesto a la defensiva. El hombre que está sentado a su mesa, en la misma silla que Rubén había ocupado cada día antes de que se lo llevaran, ocupando un sitio que no le corresponde, no es sino un desconocido.

– Ese razonamiento podría servirle para un oficial de segunda clase de la Gestapo, y eso si tiene la suerte de encontrarlo de buen humor.

Anna se lo queda mirando. De repente se ha puesto tensa. Le duele la espalda.

– Tranquila. No se preocupe. De mí no tiene nada que temer. En mi profesión uno acaba enterándose de todo. Incluso de lo que se habla en las dependencias de la Gestapo. Pero le repito que estoy aquí para ayudarla.

Anna no sabe qué pensar.

– ¿Ayudarme a qué? Ya me ha dicho que no puede sacar a Rubén de donde está. Y también que ni siquiera puede estar seguro de donde se encuentra.

– Mademoiselle Cavour, créame. Ahora mismo nadie podría informarle de la situación de Rubén mejor que yo. Y todo lo que puedo decirle de Rubén se lo he dicho ya. Estamos viviendo unos tiempos difíciles.

– Eso no es ninguna novedad. Robert Bishop asiente.

– Pero los tiempos que se avecinan pueden ser aún peores. ¿Quién sabe cuántos años pueden seguir los alemanes ocupando París? ¿Dos? ¿Cinco? -hace una pausa, se queda mirándola- ¿Diez? Ahora mismo eso es imposible de saber. La única certeza es que va para largo. El único país que ha resistido es Inglaterra. Al menos hasta ahora.

Anna respira hondo. Lleva un rato hablando con un hombre del que no tiene por qué fiarse.

– ¿Por qué me cuenta todo esto? ¿Acaso quiere incluirme en un reportaje para uno de esos periódicos en los que escribe? ¿Son todos los periodistas tan directos como usted? ¿Hablan todos tan a la ligera con quienes no conocen? Pero no. Usted lo sabe todo sobre mí. Sabe incluso los nombres de mis padres. Sabe donde trabajo, donde vivo, y hasta está al corriente de mis visitas diarias al cuartel general de la Gestapo.

– Pero le aseguro que puede usted confiar en mí.

Anna baja los ojos. Hace mucho que la comida del plato está fría. Ya ni se acuerda de si tenía apetito. Tal vez ni siquiera tenía hambre cuando se preparó el almuerzo o lo hizo antes por costumbre que por apetito.

– ¿Sabe una cosa? Tampoco me creo que sea usted periodista.

Bishop sonríe otra vez. Se lleva la mano al interior de la chaqueta, buscando la cartera.

– Puedo enseñarle mi carnet de prensa. Anna sacude la cabeza.

– No hace falta. Dígame, señor Robert Bishop, si es que ese es su nombre verdadero -está a punto de abrir la boca, pero Anna le corta con un gesto-. No, no se moleste en convencerme de que sí lo es. ¿Qué es lo que puedo hacer por usted?

Robert Bishop se echa un poco hacia atrás en el respaldo de la silla y luego se pone recto, como si le doliese la espalda. Ahora se inclina un poco sobre la mesa, la mira a los ojos y baja la voz, como si, después de haber estado siguiendo sus pasos durante días, ahora fuese a confesarle el mayor de los secretos.

– Mademoiselle Cavour -le dice, mirándola a los ojos, muy fijo-. Quiero que usted trabaje para mí.

Anna levanta las cejas de una manera exagerada. No tiene intención alguna de ocultar su perplejidad.

– ¿Que trabaje para usted? No me diga que me ha seguido hasta mi casa para ofrecerme un trabajo como reportera.

Robert Bishop debería haber sonreído al menos ante el comentario jocoso de Anna, pero no mueve ni un músculo. No hay el menor atisbo de sonrisa en su cara. Ver una sonrisa en el rostro de Robert Bishop es imposible, pero ella no puede saberlo todavía.

– ¿Qué tendría que hacer? ¿Para qué quiere que trabaje con usted?

– Al principio me basta con que se reúna de vez en cuando conmigo y me cuente algunas cosas -ahora Bishop ha vuelto a apoyarse en el respaldo de la silla-. En mi profesión es muy importante la información, por insignificante que pueda parecer.

Ahora a Anna sí le parece que al menos un poco de ironía sí se esconde tras sus palabras, pero, otra de las cosas que aprenderá con el tiempo, es que con Robert Bishop nunca se sabe cuándo está de broma, si está de broma alguna vez siquiera. Su carácter serio, reservado y meticuloso lo va a ir conociendo durante los próximos meses. Porque aún no se lo ha dicho, pero su respuesta es sí. El hombre que está sentado ahora en el salón de su casa y que arranca el último sorbo al vaso de vino antes de levantarse es un espía. No le cabe duda a Anna.

Siente que esto no le está pasando a ella. Le gustaría pensar que se trata de una novela o una película de esas que tanto le gustan a Rubén. Pero Rubén está preso, tal vez en Alemania, como la ha informado Bishop, y ella no puede ni debe permitirse ningún pensamiento frívolo. Nunca ha imaginado que conocería a un espía, ni siquiera lo ha deseado, y la única razón por la que va a decir que sí al hombre que se ha presentado en su casa es porque le ha dicho que puede proporcionarle información sobre Rubén. Lo demás no importa.

Están los dos de pie. Casi sin darse cuenta, como si fuera otra persona la que se hubiera apoderado de ella durante la comida, Anna ha estirado el brazo y se sorprende estrechando la mano del hombre que está a punto de marcharse.

– De acuerdo. Colaboraré con usted. No estoy segura de en qué puedo serle útil, pero lo haré.

El hombre asiente. Inclina la cabeza un poco. Por un momento Anna cree que está a punto de besarle la mano.

– Hace usted lo correcto, mademoiselle. No le quepa duda de ello. Dentro de unos días volveremos a encontrarnos.

– ¿Dónde?

– No se preocupe. Yo la buscaré.

Aún no se ha marchado Robert Bishop de su casa cuando Anna le dice lo que es más importante para ella:

– La próxima vez que nos veamos quiero que me traiga alguna noticia sobre Rubén.

Y el hombre que tal vez sea un espía pero no se lo ha dicho todavía, y Anna piensa que tal vez no se lo dirá jamás, baja los ojos antes de abrir la puerta. Con el pomo todavía en la mano a ella le parece que el tiempo se ha quedado suspendido de repente. Tal vez no ha sido buena idea decirle esa última frase que ha sonado como un ultimátum, pero no lo ha podido evitar. N o se ha podido callar.

– Necesito saber que al menos está bien -matiza.

Robert Bishop asiente, un gesto apenas terminado, antes de abrir la puerta. No dice una palabra. Cierra la hoja tras él (con suavidad, como si no quisiera que los vecinos del bloque escuchasen que se iba. Anna tarda un poco en asomarse a la ventana, pero no mucho más que un momento, y cuando quiere encontrarlo al otro lado del cristal le resulta imposible ver a nadie en la calle. Mira a la derecha y a la izquierda. Levanta el cristal basculante de la ventana para asomarse, por si todavía está en el portal, pero no hay rastro de Robert Bishop. Anna se repliega despacio al interior de su apartamento y, antes de cerrar la ventana, vuelve a mirar a un lado y a otro de la calle. Es como si el americano no hubiera existido nunca, como si la visita no hubiera sido más que un producto de su imaginación. Si creyese en los fantasmas, pensaría que Robert Bishop, o como quiera que se llamase, no había sido más que un espejismo que se le ha cruzado delante de los ojos desde hace diez días por culpa del cansancio y la tensión que lleva acumulados desde que se llevaron a Rubén. Un cansancio y una tensión que habían estado haciendo mella en ella hasta casi volverla loca. O hasta volverla loca.

Se sienta en la silla. Luego recogerá su plato, la botella y los dos vasos de vino. Que haya otro vaso en la mesa es la prueba de que Robert Bishop ha estado en su casa, que lo que acaba de pasar no ha sido una alucinación.

Si el hombre que acababa de marcharse hubiera querido, se habría dejado ver en la calle. Anna piensa que si había descubierto que él la seguía durante estos días ha sido porque él ha preferido dejar patente su interés en encontrarse con ella, que a lo mejor quería dejarse ver, preparar el terreno para cuando le propusiera que trabajase para él.

Ahora solo espera que la próxima vez que se lo encuentre le traiga alguna información sobre Rubén.

Buenas noticias.

Ojalá.

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