RUBÉN

Primero se va a sentir culpable, luego se va a preguntar qué hace allí, más tarde se va a querer matar y al final se preguntará por qué ha sobrevivido.

Todo lo que sucede después de que se lo lleve la Gestapo para Rubén es como un cursillo acelerado. Igual que si hubiera tenido que ir actualizando conocimientos o ponerse al día en su trabajo. A la misma estación de París, desde donde ha salido el tren, habían llegado también otros compatriotas republicanos que venían del sur, la mayoría de Chartres. Rubén se entera de que han pasado los dos últimos meses trabajando en un régimen de semilibertad, en una granja cuyos propietarios habían de rendir cuentas a los SS. Él estaba entonces en París, había intentado alistarse meses antes de que los alemanes entrasen por Bélgica, les cuenta a sus nuevos compañeros, pero ya no fue posible. Todo fue tan rápido.

Se sienta Rubén en el tren y cierra los ojos, seguro de que los otros españoles lo están mirando. Sus manos delicadas, como de poeta o de pianista, apenas tienen nada que ver con las manos endurecidas de callos y de heridas por la vida y por la guerra de los demás. Su piel, tan pálida que parece que nunca podrá tostarse ni aunque pasara el resto de su vida tumbado al sol, las gafas diminutas suspendidas en la nariz. Ninguno le ha preguntado en qué lugar del frente estuvo en la guerra en España. Para qué. Es tan obvio que lo más cerca que ha estado de una trinchera ha sido en las fotos que acompañaban a los reportajes que había visto en los periódicos desde su exilio apacible en París que ni siquiera se molestan en preguntarle.

Son cuatro días de viaje y, extrañamente, ni Rubén ni ninguno de los españoles que viajan con él son maltratados, al menos no peor de lo que se espera que sean tratados unos prisioneros. A Rubén se le acusa por sus ideas. Por sus ideas y por haber escrito en un periódico en el que se criticaba abiertamente la ocupación en París por parte de las tropas alemanas. Se había limitado a poner por escrito lo que todos pensaban en silencio o comentaban en privado. No había insultado a nadie, no había dirigido sus críticas contra ninguna persona en concreto, pero igual que le había sucedido en Sevilla en el 37, decir lo que pensaba había terminado acarreándole problemas. El asunto, dado que hasta ahora los alemanes se habían comportado con ellos de un modo aceptable, no dejaba de tener su ironía, bastante retorcida, si se paraba a pensarlo. Había tenido que marcharse de España por escribir en un panfleto contra el alcalde de Sevilla y por haber preguntado también por la lista de sus compañeros profesores de instituto desaparecidos. Ahora, en París, había preguntado por sus amigos judíos a los que no había vuelto a ver. Desaparecían un día y nadie sabía más de ellos. Rubén fue a casa de algunos, pero los vecinos habían mirado para otro lado por miedo o tal vez porque también se alegraban de que se los hubieran llevado y fingieron que no sabían nada. Que quienes habían sido sus vecinos durante meses, años, habían dejado de asomarse a la puerta un buen día y ya está. Eso era todo. Como si fuera tan sencillo, como si alguien pudiera tener la caradura o la desvergüenza de convencerse de que no había pasado nada. Rubén lo escribió en un periódico modesto, una publicación casi artesanal. Fue el último número que salió a la venta. Ya había sido bastante raro que el director hubiera aceptado publicarle ese artículo. Quizá también estaba harto, como Rubén, de esconderse, de mirar para otro lado, de sentir vergüenza cada mañana cuando enfrentaba su rostro en el espejo y lo que le daba más miedo era que llegase un día en que, de tanto cerrar los ojos y agachar la cabeza al levantarse una mañana ya no se reconociera.

Rubén ya no podía esconderse más, no era capaz de seguir huyendo de sí mismo. Lo había hecho tres años antes, como el niño mimado que consigue escapar del castigo o la reprimenda mientras sus compañeros de clase se llevan siempre la peor parte. Pero esos tiempos habían quedado atrás. No es que se alegrase de que aquellos hombres de la Gestapo hubieran ido a detenerlo aquella tarde de domingo a su piso en París. No era tan estúpido ni tan ingenuo como para eso. Ojalá. Es lo que le gustaría ser, un niño, para poder convencerse de que adonde se lo llevaban iba a estar mejor. Pero tal vez aquella detención y aquel viaje en tren con sus compatriotas que habían tenido que cruzar los Pirineos con lo puesto después de la caída de Barcelona es lo que se merece por haber escapado a su destino y a su responsabilidad en España.

Y es todo una ironía tremenda, una paradoja enorme que, de no estar preso o de poder evitar pensar que probablemente las cosas no podrían ir sino peor, le hubieran encajado una sonrisa, una carcajada tal vez. Si los rumores son ciertos una vez que los reunieran a todos los españoles los iban a embarcar en un tren con destino a los Pirineos, y otra vez volvería a estar en su país, y, pasase las penalidades que pasase en cualquier prisión donde lo encerrasen junto a los otros republicanos exiliados, esta vez Rubén se había prometido no dejar que nadie pudiese ayudarlo gracias a la influencia o a los contactos de su padre. Tardase en salir de la prisión donde lo encerrasen en España el tiempo que tardase. Cuando estuviera libre, Rubén Castro volvería a ser un hombre que se respetaba a sí mismo, y que podría sentarse en cualquier vagón con otros compatriotas milicianos, o con quien fuese, y les sostendría la mirada, sin tener que bajar los ojos o desviar la vista al paisaje al otro lado de la ventanilla del tren porque le daba vergüenza.

Atraviesan Bélgica, pasan cerca de Holanda, pero no cree Rubén que haya entrado en el país, porque se ha fijado en los carteles, y aunque ahora Bélgica y Holanda y Francia y media Europa no son más que apéndices de Alemania aún es demasiado pronto, se permite esa pequeña broma en su fuero interno, y no han tenido tiempo los nazis de quitar los carteles en sus idiomas originales y ponerlos en el suyo. La conquista ha sido tan rápida, tan inesperada y tan fulminante que por fuerza la asimilación de lo sucedido tiene que ser más lenta. N o queda otro remedio. Rubén espera que eso no suceda nunca. Que la asimilación nunca se produzca, que nadie llegue a planteárselo siquiera, que Inglaterra resista y que los americanos se decidan a entrar en la guerra de una vez por todas.

Tres días hasta llegar al norte. Muy al norte. Rubén nunca ha estado tan lejos de su casa. Han dormido en el tren. Incluso les han permitido bajar en algunas estaciones. A veces durante el trayecto se ha preguntado si alguna de las cosas que había escuchado sobre los nazis o que le han contado sus compañeros del vagón no son sino infundios. Pero nadie puede mentir tanto ni tener esa capacidad de fabulación. Aún tardará unos días en comprobarlo por sí mismo, y tendrá más de cuatro años por delante para acordarse de lo ingenuo que fue durante aquel primer viaje, cuando piensa que muy bien puede ser cierto eso de que los nazis están reagrupando a todos los españoles exiliados en Francia que han detenido para entregárselos a Franco. Es lo mismo que él le había dicho a Anna cuando ella tenía miedo de que vinieran a detenerlo, que tal vez lo peor que podría pasarle era que se lo llevasen de vuelta a España, y que entonces más adelante ella podría irse allí a vivir con él, si es que a él no lo dejaban volver a París, pero esperaba que no hiciera falta eso siquiera, que ella no tuviera que irse a España o que él no se quedase aislado al otro lado de la frontera porque los alemanes aún seguían en París.

Todo va a salir bien, mi vida. No te preocupes, que no me va a pasar nada. La miraba y se preguntaba enseguida Rubén si ella no pensaba lo mismo que él cuando su madre le decía de niño que estaba segura de que a su Rubén no le iba a pasar nunca nada malo porque ella sabía que un ángel de la guarda lo protegería. Sea verdad o mentira, lo que su madre le contaba de pequeño o lo que Anna creyese de sus falsas afirmaciones de seguridad, la cuestión es que está vivo y que, aunque no va a negar que ha pasado miedo, y que está convencido de que aún habrá de pasar mucho más miedo, lo cierto es que, hasta el momento, todavía no ha llegado a temer de verdad por su vida.

La primera sensación en Sandbostel, al bajar del tren, es que hace mucho frío. No es más que primeros de noviembre, pero, en cuanto pone los pies en el andén, Rubén siente que las puntas de los dedos se le congelan, igual que si los hubiera clavado como garfios en un bloque de hielo. Las últimas falanges las tiene blancas, como si no le pertenecieran. Se guarda las manos en los bolsillos, tiritando, y apenas puede evitar el empujón de un soldado de las SS que le ordena colocarse en la fila.

No han sido siempre los mismos soldados los que lo han vigilado durante el trayecto. Algunos han sido relevados por otros en las estaciones. Rubén no ha hablado con ninguno, y está seguro de que de ellos tampoco habrían querido conversar con sus prisioneros. Los ha escuchado hablar, aunque no los entendía del todo. Durante el tiempo que había pasado con Anna había practicado el alemán, pero parecía que no el suficiente. En la estación de Sandbostel, al norte de Alemania, Rubén se dice que espera no pasar allí el tiempo necesario para perfeccionarlo del todo.

Se pregunta cuánto tardarán en volverles a dar algo de comida. Hace más de doce horas que se le ha terminado la exigua ración de mantequilla de baja calidad y la hogaza de pan duro que le habían entregado antes de subir al tren en París. La mantequilla olía tan mal y el pan estaba tan duro que había estado a punto de despreciarlo. Pero los guardó, por fortuna, no tanto porque pensase que acabarían pareciéndole un manjar exquisito, sino porque le daba vergüenza que alguno de los españoles que venían de Chartres lo viera desperdiciar la comida. Algunos de ellos se los habían tragado en cuanto se los dieron, como si fuera la primera vez que probaban bocado en su vida. Tal vez, pensó Rubén, aquello no podía estar tan malo. Es que él no sabe todavía lo que es tener hambre de verdad. Ahora siente un agujero en el estómago, un clavo que le atraviesa desde el ombligo hasta la espalda. Piensa que tiene más hambre de la que jamás ha tenido en su vida. No es capaz de imaginar todavía que en el futuro la necesidad será tan grande como para desear comerse sus propios excrementos.

En Sandbostel no son buenas la condiciones. A los españoles republicanos se los ha alojado a todos juntos en un barracón cuyo jefe es un Kapo con muy mala leche, preso por delitos de sangre. La comida consiste en un cuenco con sopa por la mañana, otro a mediodía, y una minúscula rebanada de pan por la tarde con algo que parece ser, al menos eso es lo que le dicen algunos, una aún más minúscula rodaja de chorizo. Hace mucho frío, pero los españoles todavía pueden conservar sus ropas, sus pantalones gruesos de franela y alguna chaqueta, las gorras que les protegen del viento del mar del Norte, que cuando sopla hacia el sur, consigue que la Appelplatz del campo se convierta en un páramo por el que desfilan los presos con las manos metidas en los bolsillos, los hombros encogidos y los pasos cortos para conservar el calor, como si fueran pingüinos. Alguno de los compañeros ha dicho que es como si estuvieran de permiso, que, si en lugar de otoño fuera verano, aquello sería lo más parecido a unas vacaciones que ha tenido jamás. Otro le ha dicho, socarrón, que lo que están haciendo los SS es engordados para cuando llegue el día de la matanza que estén bien rollizos, como los cerdos en el campo.

Pero Rubén tiene la sensación de no haber estado nunca en un sitio tan incómodo, que jamás en su vida ha tenido tanto frío o que ni una sola vez en sus treinta años de existencia ha tenido una conciencia más clara de lo que es tener hambre después de haber comido, una sensación desagradable que no lo abandona. Pero se calla, miente incluso diciéndoles a sus compañeros que en Sandbostel no se está tal mal, y solo de vez en cuando mira para otro lado y trata de imaginar lo que tiene que haber sido la vida de dura para estos hombres que pueden pensar incluso que ese campo puede ser incluso un buen destino.

Había llegado a pensar que bastaría con venir hasta aquí para poder mantener a raya su conciencia, que solo con haber sido detenido y llevado desde París hasta un campo de prisioneros al norte de Alemania iban a desaparecer de su cabeza o de su memoria los sentimientos de culpabilidad por haber tenido siempre la suerte o las influencias para poder librarse de todo en el último momento, de no haber tenido que sufrir lo mismo que los otros. Pero sus compañeros piensan que han tenido suerte: no tienen que hacer ningún trabajo, no hay ninguna tarea asignada para ellos. Por la mañana suena la campana y salen a formar en la puerta del barracón, y luego están todo el día holgazaneando hasta que llega de nuevo el recuento, por la tarde, y así un día, y otro, y otro, durante tres semanas en las que el único contacto que tienen con el exterior son los aviones que de cuando en cuando sobrevuelan el campo, escuadrillas de cazas o de bombarderos alemanes que se dirigen hacia Holanda o hacia el mar del Norte. Rubén no es capaz de distinguir unos aviones de otros, pero la mayoría de los españoles con los que está ha pasado tres años de guerra y simplemente por el ruido del motor o por la forma de las alas es capaz de distinguir, con precisión de entomólogo, si se trata de un Junker o de un Messermicht.

No llevaba más de una semana en el campo cuando se había hecho muy popular entre el resto de los presos que compartían el barracón. Rubén pensaba que alguien como él no llegaría jamás a integrarse con ellos -estaba seguro de que en cuando se lo preguntasen y se enterasen de que llevaba exiliado en París desde el3 7 enseguida le harían el vacío-, pero tal vez porque compartir el mismo infortunio de haber sido hecho prisioneros estrechaba involuntariamente los lazos de amistad, enseguida había sido aceptado como uno más, incluso habría llegado a hacerse amigo de algunos.

De todos los españoles presos en Sandbostel, Rubén es el único capaz de manejar el idioma alemán con la soltura suficiente para entender y hacerse entender. Entre sus compañeros no hay otro profesor, ninguno de los que su padre calificaría con desprecio como intelectual. La mayoría tenía oficios muy dignos antes de alistarse o que los obligaran a alistarse en la guerra de España. Trabajos que Rubén siempre había admirado cuando se desempeñaban con aplicación y esmero: carpinteros, albañiles, pintores de brocha gorda, electricistas o picapedreros, y ellos, para su sorpresa, en lugar de sentir rechazo hacia un profesor de latín con ínfulas de escritor que se había librado de los padecimientos de la guerra en España, lo tratan con respeto y con deferencia, algunos parece que están a punto de quitarse la gorra cuando le dirigen la palabra, y a Rubén le incomoda que, a pesar del cautiverio y del hambre y del frío, aún no haya sido capaz de desprenderse del todo de ese aire de señorito que siempre ha tenido la vida resuelta.

Pero no va a tardar Rubén en ser como los demás, en sentirse igual que todos sus compañeros. Pronto el cautiverio va a igualarlos a todos, y dentro de pocos meses costará distinguir a unos de otros, como si fueran copias calcadas, el mismo traje con rayas, la misma delgadez extrema, la piel pegada a los pómulos marcados, los ojos hundidos en las cuencas, sin brillo, los pies que arrastran sobre el barro, como si a la muerte se llegase cansado.

El primer indicio es un empujón, más fuerte del que los SS le han dado hasta ahora, antes de que los trasladen. Por la mañana los han reunido en la puerta del barracón y, después del recuento, les han anunciado que los van a trasladar. Rubén, como cada día, ha traducido a sus compañeros las palabras del Kapo.

Se los llevan. Es lo que ha dicho el jefe del barracón, con claridad, incluso parece alegrarse por ello. Rubén duda un momento antes de traducir las palabras. De pie, junto a él, se queda mirándolo un momento, esperando que repita las palabras para no equivocarse al transmitirlas a sus compañeros. El Kapo asiente, sin sonreír, los ojos clavados en Rubén, que tirita de frío bajo la chaqueta, la misma chaqueta con la que salió de París. Al contrario que la mayoría de sus compañeros Rubén solo trae la ropa con la que ha salido el día que la Gestapo fue a detenerlo al piso de la rue Lappe.

– Esta mañana nos van a trasladar -dice, a todos. Y en ese momento, cuando aún cualquier cosa es posible, en la formación de presos se escucha un grito de júbilo. Muchos piensan que los van a meter en un tren y los van a devolver a España, y aunque a buen seguro que allí los espera también el presidido, la mayoría prefiere una cárcel de su país a ser prisionero de los nazis en Alemania.

– Ruhe! -Grita el Kapo-. Ruhe!

Se mete dentro de la formación, empujando a los presos de las filas que no se han apartado de su camino. Mira a unos ya otros, sin ser capaz de discernir quién se ha atrevido a expresar su alegría porque los vayan a trasladar. Empuja a uno, que trastabilla antes de caer al suelo, arrastra a otro compañero de la fila, y luego a otro, como fichas de dominó, sin que los demás puedan hacer nada. Antes de que el Kapo salga de la formación hay seis o siete presos españoles que tratan de incorporarse de la pasta viscosa de fango y de nieve en la que se ha convertido el suelo del campo después de dos días de tormenta.

Empuja también a Rubén cuando llega a su lado, pero por pura suerte este no llega a resbalaren el barro. Le señala con el dedo, como si le advirtiera, y le ordena que les diga que los españoles son todos una mierda y que no se hagan ilusiones porque no los van a devolver a España, que nunca lo van a hacer, que recojan sus cosas porque los van a llevar a un campo peor que este, mucho más duro, y que en cuanto estén allí todos, incluido tú, gusano español, lamentaréis haber nacido. Se queda callado, como si disfrutase del efecto que sus palabras están ejerciendo en Rubén. Cada día que despiertes lamentarás no haber muerto mientras estabas dormido.

Rubén se queda mirándolo, las gafas torcidas sobre la nariz, las cejas escarchadas de nieve.

– ¡Traduce! -le grita el Kapo.

Pero Rubén no es capaz de articular palabra. Está tiritando, aunque piensa que ahora no es por culpa del frío, sino del miedo. Antes de que el Kapo lo empuje de nuevo, Rubén levanta la voz y les dice a sus compañeros que recojan sus cosas, que enseguida van a subir a un tren que los va a sacar de allí. El resto prefiere callárselo. No les cuenta las amenazas. No les dice que no los van a llevar de vuelta a España, ni que en su nuevo destino van a estar deseando la muerte. Pero nadie es capaz de dar un grito de alegría esta vez, ni de celebrar la salida de aquel campo de prisioneros. Es como si todos sus compañeros hubieran aprendido alemán de repente, como si hubieran entendido una por una las palabras del Kapo y todos supieran que dentro de muy poco la única ilusión que les va a quedar será la de estar muertos.

En la estación los conducen a empujones hasta el tren, y comparado con este, el viaje desde París a Sandbostel va a ser como un paseo en un expreso de lujo. A Rubén lo arrastra un torrente de presos que es empujado por los Kapo, que con las porras amenazan a los españoles cuando llegan a la estación después de sacarlos de los camiones en los que los han traído. En el camión de Rubén ninguno ha abierto la boca. El trayecto desde el campo hasta la estación, apretujados todos en la parte trasera, bajo la lona, es lo más parecido a un velatorio. Rubén ha tenido la suerte de ser uno de los últimos en entrar y puede respirar mejor. Se pregunta si esa apretura, esa forma de tortura, no es más que una de las muchas maneras de las que pueden matarlos, despacio, acabar con ellos sin tener que verles siquiera la cara mientras los llevan a la estación. Ninguno se pregunta ahora si los van a devolver a España, como se rumoreaba, sino si de verdad los van a trasladar a otro sitio, o es que simplemente van a liquidarlos de una vez.

Otra vez los gritos de los Kapo antes de subir al tren. Las porras que chocan contra la chapa del camión, y luego los golpes a los primeros en bajar, en la espalda, en los brazos, en las piernas, en la cabeza. Rubén se lleva las manos a la cabeza para protegerse, pero no puede evitar los palos. Loss, loss, scbnell, schnell. Es lo único que escucha, casi todos los Kapo gritan lo mismo. L0ss, loss, scbnell, schnell. Venga, venga, rápido, rápido, con insultos entreverados. Nunca va a dejar de sorprender a Rubén la manera con que los Kapo, que no son sino presos también que gozan de algunos privilegios, se comportan con sus compañeros.

Al bajar del camión, apenas ha podido dar tres pasos. Antes de dar el siguiente y después de haber recibido una lluvia de golpes, Rubén se ve rodando por el suelo, y los compañeros, que son obligados a bajar del camión con la misma urgencia que él, le pasan por encima. Se hace un ovillo, contiene la respiración, se gira hacia un lado de mala manera, y cuando el mundo se vuelve borroso, un velo turbio que le pasa por delante de los ojos, piensa que todo ha terminado, que el destino ha querido que expíe sus culpas pisoteado por sus propios compañeros. Cierra los ojos, resignado, piensa que hasta aquí ha llegado y se pregunta si no debería encomendarse a Dios a pesar de que hace muchos años que ha dejado de creer en Él. Pero morir no debe de ser tan fácil, porque alguien lo coge por los sobacos y lo levanta. Alguien que debe de tener mucha fuerza. Rubén abre los ojos, está de pie y está vivo, pero el mundo sigue siendo una nube borrosa, como si se hubiera quedado a medio camino, con un pie a cada lado de la línea que separa a los vivos de los muertos. Los mismos brazos que lo han levantado del suelo ahora lo llevan hacia el vagón, casi lo arrastran en volandas. Siguen lloviendo las porras de los Kapo, y los gritos en alemán, que aunque tal vez solo él sea capaz de traducir, quizá todos puedan entender ya. Antes de que pueda darse cuenta está dentro de un vagón, apretujado junto a docenas de presos, más apretado todavía de lo que estaba en el camión, y la puerta se cierra enseguida, chirría tanto que se le han puesto los pelos de punta, y ahora el mundo además de borroso es una nube negra, un cajón oscuro donde un montón de hombres tiene tanto miedo que ni siquiera son capaces de hablar. Todavía hay alguien que lo sujeta para que no se caiga, y hasta ahora Rubén no está seguro de haberlo reconocido. Es Santiago, un valenciano enorme que ha compartido su mismo barracón durante las últimas dos semanas en Sandbostel. Le ha salvado la vida al levantarlo, pero aún le ha hecho otro favor incluso más grande también.

– Toma -le dice-. Aquí tienes esto, que se te habrá caído al bajar del camión.

Sin apenas poder mover los brazos Rubén agarra sus gafas. Levantar las manos para colocárselas entre tantas apreturas es tan difícil que tiene que intentarlo varias veces, y cuando lo consigue se da cuenta de que las patillas están torcidas, y que uno de los dos cristales tiene una grieta desde la montura hasta el centro. Pero se alegra de que el mundo vuelva a ser nítido, aunque oscuro todavía. Algunos presos se asoman por los resquicios de los tablones del vagón, unas rendijas por las que apenas se cuelan unos rayos de luz.

– ¿Qué pasa? -preguntan los que no ven- ¿Qué está pasando ahí fuera?

– Nos han metido en un camión de ganado.

– ¿Pero qué esperabas? ¿Que nos llevasen en un vagón de primera clase? ¿Y desde cuándo has sido tú un señorito?

Algunos presos se ríen. Rubén también. No está mal un poco de sentido del humor dadas las circunstancias. No lo puede decir exactamente, pero en el vagón debe de haber por lo menos setenta u ochenta presos. Todos de pie y apretujados, como sardinas en lata. Tanta gente que apenas pueden moverse. Imposible pensar en sentarse, en descansar. Pero el trayecto no puede durar demasiado. Es imposible que todos puedan pasar así demasiado tiempo.

– Seguro que nos llevan hasta otra estación más grande, a lo mejor Hamburgo, y allí nos volverán a distribuir.

– No nos han dado comida, ni agua. No podemos ir muy lejos.

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