FRANZ

Recoge la fotografía del suelo y se pregunta por qué ese hombre que le ha estado contando su vida se la ha dejado olvidada. Lo primero que piensa es atravesar la plaza para buscarlo y entregársela, pero el preso ya se ha perdido en una fila que los Kapo encaminan fuera de los muros del campo. Franz Müller no puede distinguirlo ahora. Se le antoja la cola una serpiente enorme de hombres que arrastran los pies de vuelta al trabajo.

La fiesta de cumpleaños es por la tarde. Una tarde en la que si uno mira la luz que al reflejarse en los críos hace que su piel parezca la de un melocotón, le cuesta pensar dónde está. A esa hora, con esa temperatura tan agradable, en el jardín de una casa con esas hileras de cartulinas de colores, caramelos, dulces y zumos recién hechos, es imposible pensar que solo con volver la cara se pueden ver los muros del Lager.

Hay media docena de oficiales uniformados en el jardín, unas cuantas mujeres y cerca de una docena de niños. Frank Ziereis, el jefe de Mauthausen, les da la bienvenida uno por uno a los músicos, les estrecha la mano y les da las gracias por estar allí. También hay varios hombres que aunque no llevan uniforme de rayas, es imposible que puedan ocultar su condición de presos. Los pómulos pegados a la piel, las manos huesudas, la forma en que intentan evitar mirar a los ojos de los oficiales que han venido a la fiesta con sus hijos.

Desde su puesto, preparado para tocar el violín, Franz Müller se pregunta cómo pueden resistir la tentación de no guardarse en el bolsillo alguno de los dulces que llevan en las bandejas desde la cocina hasta el jardín para ofrecérselos a los críos, a las mujeres, a los SS que charlan distraídamente, sin enfrentar sus ojos, la cabeza baja, la mirada siempre clavada en el suelo.

Piensa Franz Müller en las dos manzanas que le ha dado esa tarde al preso. Espera que haya podido terminárselas tranquilamente, al menos disfrutar de ellas en paz en algún rincón. En el bolsillo lleva también la fotografía. Han pasado solo unas horas, pero no ha dejado de preguntarse por qué lo hizo, si la olvidó o es que dejarla allí después de haberse levantado significaba algo, una señal oculta que él tenía que descifrar. Cuando salieron sus compañeros del barracón, ya se la había guardado. Ni siquiera se había entretenido en mirarla. Había pensado incluso, a pesar de saber que era una utopía, que quizá podría devolvérsela al preso antes de marcharse de allí, que, entre todos los hombres con la cabeza rapada que arrastraban los pies por el campo, distinguiría a aquel que hablaba alemán con un fuerte acento cuyo origen no había sido capaz de adivinar. Pensándolo bien, era algo casi imposible, pero, a veces, estaba convencido Müller, en la vida resultaba estimulante empeñarse en conseguir cosas a sabiendas de que las opciones de alcanzarlas fueran mínimas, nulas quizá. Y cuando empieza la fiesta de cumpleaños, no sabe el violinista que llevar esa fotografía guardada en el bolsillo va a ser el único motivo que lo va a retener allí, que el retrato de una mujer francesa que ni siquiera se ha entretenido en mirar va a ser la razón por la que no va a salir corriendo del campo esa noche en la que los músicos van a tener que dormir en uno de los barracones pero todavía no lo saben, y mucho menos puede imaginar, es imposible, que esa foto que lleva en el bolsillo, pero no ha mirado todavía, va a ser la luz que guiará su vida durante los próximos meses, que encontrar a esa mujer será la meta que dará sentido a todo lo que haga a partir de entonces.

Pero, antes de todo eso, habrán de pasar muchas cosas, y primero tendrá que tocar el violín en la fiesta de un niño de once años. Al cabo de un rato, los críos ya han dado cuenta de las bandejas de los dulces y los caramelos, y los anfitriones, abren el baile. Un vals, como si fuera en una boda, a un ritmo cadencioso, los pasos justos, sonriendo, como si fueran dos profesionales experimentados, y el violinista no puede dejar de pensar en esa pareja que no recuerda de París bailando un vals sin su música en el parque de Luxemburgo aquel domingo que él faltó a su cita porque había regresado a Salzburgo, y entonces, en la pista improvisada en la que se ha convertido el jardín empiezan a bailar otras parejas, que al cabo de un momento se cambian, el marido de una con la mujer de otro, se truecan las parejas y se ríen, ríen todos sin dejar de bailar, y Franz Müller se siente afectado de repente por una sensación familiar, incómoda. La misma angustia que se apoderaba de él cuando pedaleaba tranquilamente con su bicicleta desde Salzburgo hasta Berchtesgaden y desde el pueblo veía el reflejo de los cristales de la residencia de verano de Hitler en lo alto del Oberzaltsburgo La miraba y, desde abajo, aunque costaba distinguir las formas de la vivienda, se le antojaba un edificio bello, un lugar con unas vistas tan hermosas que uno no podría pensar sino en quedarse a vivir allí para siempre. Ahora es lo mismo. Suena la música y es como si para ninguno de los que se mueven felices al compás del vals exista el campo de prisioneros que bastaba girar la cabeza solo para verlo. Pero él no puede soslayarlo. El ceño fruncido, toca el violín, pero ya no es capaz siquiera de escuchar la música. Solo se hace la misma pregunta que se formulaba cuando veía la residencia de verano de Hitler desde Berchtesgaden: cómo es posible que el horror pueda estar tan cerca y no sentirlo, tan fuerte que tenga uno que cerrar los ojos y taparse los oídos para que no pueda colarse dentro nada del infierno que lo rodea.

Interpretan varias piezas más, y el jefe le ha dedicado más de una mirada reprobatoria. No es imposible, piensa Franz Müller, es más, está seguro de ello, que haya desafinado o se haya equivocado más de una vez y más de dos veces. Seguro que sí. Es lo normal cuando uno no está concentrado.

Luego hacen un descanso, y uno de los presos a los que han disfrazado de camarero les acerca una bandeja para que puedan beber y comer. Tampoco a los músicos los presos los miran a los ojos. Parecen haber asumido todos una condición sumisa y servil, no ya con los SS o los Kapo, sino con cualquier persona que no sea como ellos. A Franz Müller le gustaría que uno de esos camareros improvisados fuera el mismo preso que se había sentado esa tarde junto a él mientras tocaba el violín a la hora de comer, pero aunque tan delgados y con las cabezas rapadas cuesta distinguir a unos de otros, está seguro de que no es ninguno de ellos. Pero le gustaría que así fuera, poder entregarle la foto que se había dejado olvidada.

Luego llega el momento de abrir los regalos. Hay paquetes de todos los colmes. Los otros niños que han venido invitados a la fiesta los han traído. Un caballo de madera deliciosamente pintado, el trabajo esmerado de un artista, un muñeco, un avión en miniatura con las cruces negras en las alas, un fusil de juguete.

– Un niño de once años debería tener ya una pistola de verdad.

Es el último de los regalos. Y si no lo es, al cortar el lazo y romper el envoltorio de la caja es como si los demás regalos no existieran, o como si cualquier obsequio que alguien pudiera hacer al crío homenajeado a partir de ahora fuera a ser eclipsado por este, una Luger auténtica, negra, reluciente y siniestra, sin estrenar, que el niño recibe sin poder cerrar la boca de asombro. El Haupsturmfübrer que se la ha regalado todavía sigue con el cuerpo inclinado sobre el chaval, le revuelve el pelo.

– El arma de un hombre -le dice.

El chico mira al padre, como si necesitase su permiso para aceptarla, y este asiente, orgulloso. A Franz Müller le parece que su padre no ve a un niño que acaba de cumplir once años, sino a un oficial de las SS en miniatura. Asiente, satisfecho, no sabe muy bien el violinista si de la prolongación de él mismo que espera que sea su hijo dentro de no muchos años o del capitán de las SS que le acaba de regalar una Luger reglamentaria.

– Podemos probarla, si quieres -le dice el oficial al niño, mirando al padre, sin dejar de sonreír.

El padre vuelve a asentir.

– Claro que sí.

Con un movimiento rápido el Haupsturmfubrer extrae el cargador y rellena el hueco hasta ahora vacío de la pistola. Con satisfacción que no logra o no quiere disimular delante del niño sostiene el arma que reposa en la palma de su mano mientras la sube y la baja durante unos segundos, como si al sopesarla comprobase también su calidad.

– Ven -le dice al chiquillo

– Probémosla.

Y entre todos los demás niños se abre un pasillo hasta el otro lado del jardín. Los adultos también miran, y los músicos, que ahora toman limonada y devoran los dulces de la bandeja con la misma ansiedad que si llevaran varios meses presos en el campo donde habían ensayado por la mañana. Un crío que mide poco más de un metro con una Luger que tiene que levantar con las dos manos porque le tiembla el pulso, y en cuanto el Haupsturmfubrer le ha soltado el brazo después de ayudarlo a apuntar la pistola ha oscilado arriba y abajo, como si la munición recién cargada pesase demasiado o es que las balas tuvieran prisa por salir del cargador.

– Elige el blanco, respira hondo -le dice el oficial-. Y luego expulsa un poco de aire despacio. Entonces aprieta el gatillo.

El crío sonríe, ya Franz Müller le gustaría que lo hiciera de una forma siniestra, pero no es así. En realidad no es más que un chiquillo con un juguete nuevo. La sonrisa hubiera sido la misma al sostener el avión en miniatura o el caballo de madera. Cuando aprieta el gatillo el violinista no puede evitar dar un respingo. El niño había apuntado al tronco de un árbol, pero el tiro se ha desviado a la izquierda y ha reventado una de las ramas. Por fortuna los músicos están detrás, se alegra Franz Müller, pero el crío se tambalea por culpa del retroceso y no está seguro el violinista de que, aunque desorientado, no vaya a disparar de nuevo. El chiquillo parece asustado, pero el oficial que le ha regalado la pistola vuelve a ayudarle a apuntar al árbol y dispara de nuevo. Esta vez el tronco tiene una muesca después del tiro, y el capitán de las SS que ejerce de instructor de tiro aplaude, con suavidad, como si estuviera en la platea de un teatro y no quisiera que nadie más que él celebrase lo sucedido en el escenario.

Franz Müller no sabe cuántas balas pueden caber en el cargador de una Luger. Dieter Block se hubiera reído de él si estuviera allí, pero a él nunca le habían interesado las armas.

Pero no serían más de seis, ocho tal vez. Franz Müller no piensa que muchas más, y el niño ya había disparado dos veces. Tampoco sabe si el oficial ha llenado el cargador. Pero enseguida va a comprobar que son ocho balas. Los siguientes cuatro disparos vienen seguidos, la pistola oscilando por el peso y el retroceso que amenaza el equilibrio del chiquillo, un par de muescas más en el tronco del árbol, otra rama destrozada y un par de tiros que se han perdido en el aire. Espera Müller que a nadie le haya alcanzado una bala perdida. N o es más que un niño al que le acaban de hacer un regalo el día de su cumpleaños, pero a Franz Müller no le cuesta imaginarlo con uniforme verde oliva y una gorra de plato y unas calaveras rematando el cuello de la guerrera. Tampoco es culpa de él, trata de justificar al chaval, y enseguida se siente ruin por haber pensado algo así de un niño. Es lo que ha visto, cómo se ha criado, y los adultos que lo han educado. Lástima.

Ahora todos aplauden, todos sin excepción, las mujeres, los hombres de uniforme, el jefe del cuarteto y los músicos. Franz Müller está rezagado, y piensa que, si nadie lo ve, él no tendrá que aplaudir. No es más que un violinista, un músico al que han contratado para que interprete unas piezas en una fiesta de cumpleaños, y en su sueldo no va la obligación de aplaudir a un crío que dispara a un árbol. Pero el jefe lo mira de soslayo, sin dejar de batir palmas, como si estuviera en primera fila de un gran espectáculo y no hubiera podido reprimir el impulso de levantarse para celebrarlo. Lo mira de soslayo, y sus ojos se detienen en sus manos, que sostienen el violín y el arco. No sabe si su intención es recriminarle su actitud o si tal vez le ruega que aplauda como los demás, que no se signifique. Sea lo que sea, cuando todavía no han terminado los aplausos y el crío que se ha vuelto e incluso ha hecho una pequeña reverencia, como si fuera un actor que agradece las palmas del público después de su actuación, Müller se pone con cuidado el violín debajo de un brazo y el arco debajo del otro y también aplaude, como si le hubiera gustado lo que ha visto, como si también hubiera disfrutado porque un capitán de las SS le haya regalado a un crío de once años una Luger y lo haya enseñado a disparar. Aplaude el violinista unos segundos, y cuando lo hace, también se alegra al darse cuenta de que en ese momento no están en el jardín ninguno de los camareros de las cabezas afeitadas. Tal vez han preferido quedarse dentro cuando el Haupsturmfübrer cargaba la pistola, y prefiere pensar que ahora mismo se encuentran en la cocina aprovechando el aplauso de los invitados ante la gracia de un crío que acaba de disparar una pistola por primera vez, para comerse los dulces que aún quedan en las bandejas, beberse los restos de limonada o tragarse las migajas de pan.

Cuando las reverencias y los aplausos terminan todos vuelven a ocupar su sitio: las mujeres en un corrillo, los niños jugando, mirando todos con asombro la Luger recién estrenada, todavía caliente, los uniformes juntándose de nuevo, tres grupos más uno, el de los músicos, que han vuelto a tomar posiciones para tocar otra vez. Franz Müller ocupa su sitio, en un rincón, a la derecha, el violín en el hombro, el arco en el brazo que descansa esperando la orden del jefe. Ahora apenas baila nadie, es como si con el paso de las horas y la caída de la tarde a los invitados se les hubieran apagado las ganas de bailar. Pero, a pesar de ello, los músicos siguen tocando. Interpretan varias piezas. Bach, Schubert, Mozart, casi todas a petición de los invitados.

Es de noche ya cuando la mujer de Frank Ziereis ordena a los camareros que recojan los platos, los vasos, las mesas y las sillas que han montado en el jardín. Los músicos ya han dejado de tocar, y ahora toman el último vaso de limonada antes de marcharse.

– Esta noche vamos a quedarnos a dormir en el campo -les anuncia el jefe después de hacer un aparte con uno de los oficiales-. Se espera una incursión aérea y se ha cancelado el tren a Unzo No es seguro viajar de noche en camión tampoco. Nos han habilitado un barracón solo para nosotros.

Y a Franz Müller lo que menos le seduce es la idea de tener que pasar la noche allí. En cuanto que se ha ido el sol, el lugar ha dejado de parecerle una de esas imágenes de postal que tal vez sería si no hubiera en lo alto de la colina un campo de prisioneros. Hay mentiras que ni siquiera la noche puede disfrazar.

– Seguramente nos podremos ir mañana. Ya veremos si en tren o si un camión nos llevará de vuelta a Linz.

Todavía están recogiendo los bártulos cuando ya se han marchado casi todos los hombres de uniforme y las mujeres. Es tarde para los niños. El único que aún sigue allí es el crío que ha cumplido once años hoy, la Luger sin balas enfundada en la cartuchera que se ha colgado del cinturón, el gesto serio, como si llevar pistola significase también que habría de adoptar la misma expresión firme, incluso dura, de un militar. Tal vez el destino del niño estuviera ya escrito en su rostro antes incluso de que un oficial amigo de su padre le regalase una pistola, y su vida no pudiera tener otro rumbo que aquel que lo llevase a convertirse en un militar cuando creciera.

Franz Müller se hubiera quedado allí, pensando muchas cosas, si no hubiera visto también a los camareros recoger apresuradamente, pero también con la mayor diligencia posible, los restos de la fiesta. ¿Y ellos? ¿Qué pensarían? A lo mejor les bastaba con sobrevivir otro día, solo un día más que sería un día menos de sufrimiento o una fecha tachada en el calendario que los acercaba tal vez a la libertad. Y esa foto que lleva guardada en el bolsillo no deja de sacudirlo por dentro. Si acaso, lo único bueno que tiene pasar la noche en el campo, piensa, es poder devolver aquel retrato a su dueño, tener unos minutos quizá para poder hablar con aquel prisionero que lo había visto tocar el violín en París. Pero cómo va a ser posible poder hablar con él, si ni siquiera sabe su nombre, si todos los presos son iguales dentro de los muros de Mauthausen. Esto también lo sabe Müller, pero siempre ha sentido debilidad por los sueños imposibles, y pensar que podrá volver a encontrarse con el preso que se ha sentado junto a él esta tarde no va a ser la mayor de las quimeras a partir de ahora.

No lo sabe aún, pero por la mañana volverá a tocar el violín el solo, y luego se marchará a Berlín, y viajará a París, varias veces. Pero, antes de volver al campo, deseará de nuevo no haber estado nunca allí. Todavía no han terminado de recoger los bártulos y los músicos vuelven las caras por un estrépito desigual, metal que suena contra metal, cristales que se rompen, el sonido desagradable de una vajilla rota. Uno de los camareros con la cabeza rapada ha tropezado con una bandeja repleta de copas sucias. Desde el suelo mira a los músicos, las órbitas de los ojos a punto de salirse de las cuencas, los cristales en el suelo, la bandeja más allá, la mano que cubre el codo dolorido por la caída. Tal vez se ha hecho daño porque no se levanta inmediatamente, antes de que alguno de los soldados uniformados que todavía no se ha marchado de la casa vuelva al jardín y la emprenda a palos con él, por haber tropezado, por haber roto las copas y abollado la bandeja de plata, por haberse manchado la chaqueta blanca de vino y de chocolate.

Franz Müller suelta la funda del violín y da un paso para ayudarlo a levantarse antes de que nadie lo vea, recoger los restos de cristal y esconderlos en algún sitio, pero el niño por cuyo cumpleaños han sido contratados los músicos se le adelanta, y el violinista primero piensa que se va a poner a dar voces para llamar a su madre y que vea lo que ha sucedido, pero también espera que el chiquillo al final lo que haga será ayudar al preso que está en el suelo. Pero en los dos razonamientos está equivocado: el crío no va a llamar a su madre para chivarse y tampoco va a ayudar al camarero a levantarse y a esconder los cristales rotos para que no lo castiguen. El niño se ha quedado mirando al camarero, muy serio, la cartuchera en la funda y las piernas ligeramente abiertas, como si fuera uno de esos vaqueros de las películas americanas. El violinista se queda quieto, no quiere creer que lo que ha pensado vaya a suceder, pero desde donde está ve sacar al chaval la Luger, tan grande en sus manos de niño que la estampa se le antoja grotesca, ridícula, y el preso que todavía no se ha levantado, la mano aún en el codo dolorido, los ojos clavados en los del crío que le apunta a su cabeza que él mueve ligeramente, como si al negar pudiera evitar que lo encañonase aunque todavía no sabe siquiera disparar, que le pegue un tiro por haberse tropezado y haber roto la vajilla de su madre. Trata de levantarse el camarero, pero por culpa de los nervios y del vino derramado se cae de nuevo y vuelve a lastimarse el codo. El chiquillo ya tiene el dedo en el gatillo, y Franz Müller lo que quiere es gritar antes de que sea demasiado tarde, empujar al niño, quitarle la pistola y luego darle una bofetada. En ese momento no piensa que, si lo hace, tal vez esa misma noche acabe vistiendo uno de esos trajes de rayas que llevan los presos en el campo, que si le da una bofetada al hijo de un hombre poderoso ni las influencias de su viejo amigo Dieter Block podrán librarlo de un castigo. Pero no piensa en eso cuando ha decidido quitarle al crío la pistola, no piensa en el castigo, sino en que una bala se le escape y dé en el blanco. Pero está demasiado lejos, seis o siete metros al menos, y cuatro o cinco zancadas no pueden ser más rápidas que el dedo que aprieta un gatillo, aunque sea el dedo de un niño.

Sin levantarse aún del suelo, el preso se ha puesto las manos delante de la cara, como si pudiera protegerse así de una bala. Pero el chiquillo ya ha apretado el gatillo, y Franz Müller está gritando, antes de escuchar el estampido, le ha gritado que no al niño, le pide por favor que no dispare y se lamenta por no haberse dado cuenta antes de lo que iba a hacer, por no haber llegado a tiempo. Está a punto de coger al crío por el cuello y tal vez estrangularlo porque ganas no le faltan cuando se da cuenta de que no ha escuchado nada, y el chaval sigue apretando el gatillo, y ahora que está justo detrás de él ve cómo el martillo de la Luger se abre y se cierra en un chasquido siniestro, la pistola sin balas que dispara una y otra vez a la cabeza de un camarero torpe que se sigue cubriendo la cabeza con las manos, preguntándose tal vez por qué todavía sigue vivo o es que a lo mejor ya está muerto y es por eso por lo que no puede escuchar el estampido de los disparos que le han reventado la cabeza.

El crío se ríe. Es lo primero que ve Franz Müller cuando llega a su altura y ha de cerrar las manos muy fuerte para no cogerlo por las solapas y zarandearlo y abofetearlo. Sigue disparando la pistola sin balas y se carcajea, el pequeño diablo, los ojos brillantes, la pistola sujeta ahora con las dos manos, como si de verdad tuviese balas y no quisiera errar ninguno de los tiros. Cuando se da cuenta de que el violinista está a su lado, sigue haciéndolo. Le hace gracia que un hombre que está tirado en el suelo se tape la cara con las manos para que no le alcancen las balas, como si aquello no fuera sino un juego en el que todos participan -todos, incluso el violinista que ahora está a su lado- porque es su cumpleaños.

– Se ha meado -le dice por fin el crío a Franz Müller, bajando la pistola-. El camarero se ha meado en los pantalones.

Entonces el violinista mira al camarero, todavía tirado en el suelo, las manos que todavía no se atreven a descubrir su cara por si se escapa algún tiro o hay alguna bala perdida en la recámara, y la mancha oscura, de vergüenza, en sus pantalones. El crío echa a correr y ahora es Müller el único que puede ver al camarero. Le tiende una mano para ayudarlo a levantarse, pero el preso niega con la cabeza, como si el violinista no estuviera allí o no se fiase de él-y Franz Müller piensa que quizá el preso de un campo de concentración nazi una de las primeras cosas que haya aprendido es a no fiarse de nadie-, y primero se pone de rodillas y luego se levanta a duras penas, y se estira con cuidado la chaqueta, procurando no dar con las manos en las manchas de chocolate para que no se hagan más grandes, y se tira con recato del pantalón a la altura de las ingles para que no se le note la mancha de sus propios orines, y luego se agacha a recoger con cuidado los restos de cristal que están en el suelo y se los guarda en el bolsillo. Pero Müller le ayuda a cogerlos, y se guarda algunos en el bolsillo también, junto a la foto de la mujer francesa que ha cogido esa tarde, se los guarda para poder ayudarlo de alguna forma a que los dueños de la casa o los oficiales de las SS no se enteren de que se ha caído y se le han roto unos cuantos vasos. Pero también sabe el violinista, y se lamenta por ello, que, aunque haya escondido unos cuantos cristales en el bolsillo, todavía hay restos del estropicio en el suelo, y que antes o después tendrá que presentarse a devolver ese traje de camarero que le han obligado a ponerse esta tarde y de nuevo habrá de ponerse el traje de rayas, y entonces alguien verá las manchas de chocolate, el desgarro a la altura del codo o la mancha de haberse meado en el pantalón. Y entonces el violinista piensa otra vez que lo que quiere es estar muy lejos de allí, echar a correr si pudiera y largarse lejos de Mauthausen. Correr hasta Linz esta misma noche y subir al primer tren que lo lleve a Berlín de nuevo. La vida no va a ser fácil allí, pero al menos piensa que no tendrá que ver tanto horror nunca más. Al menos, esta clase de horror.

El jefe del cuarteto parece haber leído sus pensamientos, y lo que Franz Müller escucha le parece un regalo anticipado. Lo ha cogido por el brazo y lo ha llevado de vuelta al lugar donde los músicos aún siguen recogiendo sus instrumentos.

– Escúchame bien lo que vaya decirte, Müller. Eres un buen violinista, pero no quiero que vuelvas a tocar con nosotros. Mañana, cuando nos lleven de vuelta a Linz, te daré tu parte y no quiero volver a verte nunca más. ¿Entendido?

El violinista asiente, sin mirarlo, la vista al frente. Respira hondo, no sabe el director con cuánta satisfacción. Lo peor va a ser tener que pasar una noche entera allí, pero mañana por la mañana todo habrá terminado.

– De acuerdo -responde, y mueve el brazo para quitárselo de encima.

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