BISHOP

Al principio fue como tirarse en paracaídas, otra vez, aunque hubieran pasado más de dos años desde la última vez que había saltado desde un avión, a oscuras, tratando de escudriñar desde el cielo el claro de un bosque que había visto en un mapa tantas veces que creía conocerlo igual que si fuera el contorno exacto de los muebles de su dormitorio, la cama, la mesita de noche o la lámpara que no encendía cuando se desvelaba de madrugada y empezaba a darle caladas a un cigarrillo hasta que el sueño regresaba. Pero la tierra nunca era la misma vista desde un avión. De noche todo era oscuridad, una puerta que a veces era como un túnel que acabaría arrastrándolo, una corriente helada que lo sacaba de la protección del aparato, y luego, después de saltar, solo o con un compañero, el lugar del aterrizaje no era nunca igual que el que había estudiado en los mapas. No era fácil distinguir las formas confusas de una granja, alguna población más allá, el lugar preciso donde alguien que operaba en territorio ocupado, quizá con una identidad falsa, se encargaría de recogerlo, de ayudarlo a esconder el paracaídas y llevarlo a lugar seguro. Pero las cosas no rodaban siempre tan bien. Bastaba con saltar unos segundos para caer varios kilómetros más allá del sitio concretado, al lado mismo de un cuartel enemigo o tan lejos del lugar previsto que podía perder un tiempo precioso para llevar a cabo la misión.

Hacía más de dos años que Robert Bishop no saltaba en paracaídas, pero cuando Marlowe le enseñó la lista y leyó aquel nombre sintió el mismo vacío en la boca del estómago que cuando se ajustaba las correas y comprobaba que el equipo estaba en orden. De algún modo iba a ser como saltar otra vez, de nuevo en territorio enemigo, aunque la guerra hubiera terminado cuatro meses antes. El mismo lugar, la misma mujer. El mismo miedo. Bishop lo pensó todo en un instante, pero no dijo nada.

Por la mañana se había levantado muy temprano. Como cada día, aún no había amanecido y ya se había desvelado. Antes de que sonase el despertador ya llevaba un rato tumbado en la cama, boca arriba, los ojos abiertos.

Desde la ventana del apartamento que le habían asignado a Bishop podía verse buena parte de la ciudad. Después de lavarse y vestirse, antes de bajar a la calle para que lo recogiera un chófer que lo llevaría a las oficinas de la OSS, se quedó un momento contemplando el panorama desigual de la capital del país que se había rendido. Algunos edificios habían quedado intactos, como si la guerra jamás hubiera pasado por la capital del Reich, pero en las mañanas despejadas como aquella era evidente el caos y la desolación de Berlín, la misma estampa que había contemplado en cada una de las ciudades que habían sufrido bombardeos durante la guerra. A veces se le antojaba Berlín a Robert Bishop como una boca enorme y desdentada, una boca con caries, con sangre y agujeros, o una escombrera descomunal en la que los franceses, los británicos, los norteamericanos y los rusos estuvieran excavando para encontrar un tesoro. Y, bien mirado, no eran sino tesoros lo que los hombres como él, cada uno en su bando, tenían la misión de encontrar.

Mientras esperaba el Jeep en la puerta del edificio reconvertido en apartamentos donde se alojaba, miró el cielo, plomizo, oscuro, una sombra triste que cubría una ciudad en ruinas, y respiró hondo. Su chófer llegó menos de dos minutos después. Al verlo esperando en la acera, como cada mañana, miró el reloj con disimulo, para asegurarse de que no había llegado tarde. Bishop no se había molestado en explicarle que se despertaba siempre muy temprano, que no soportaba quedarse demasiado tiempo encerrado en su habitación y prefería esperarlo en la calle.

– Buenos días, señor. En la oficina me han dado esto para usted.

Además de mirar el reloj esa mañana, el chófer le entregó un sobre.

Bishop lo abrió con desgana, y, antes de leer su contenido, se quedó un instante mirando al muchacho, que no parecía tener intención de mover el coche hasta que hubiera leído la nota.

Frunció el ceño antes de leer el documento. Era un sobre con el sello de la oficina de la OSS. Lo leyó y dejó escapar el aire, despacio, por la nariz. Arrojó el cigarrillo a la acera húmeda y se quedó mirando la colilla, como si pudiera encontrar una respuesta en la boquilla que se consumía. Al otro lado de la acera, un crío también miraba el pitillo a medio terminar. En tiempos de escasez, los cigarrillos americanos se pagaban a buen precio en el mercado negro. Bishop sabía que en cuanto el Jeep arrancase el chaval correría a cogerlo. Tal vez sería aquella su única ocupación durante la mañana: buscar las colillas que los soldados aliados tiraban al suelo sucio de Berlín. Todavía se quedó mirando Bishop un momento al niño antes de ordenar a su chófer que lo llevase a la dirección que le habían apuntado en la nota, y antes de que arrancase hurgó debajo de su chaqueta para buscar el paquete de tabaco, sin estar del todo seguro de la razón por la que lo hacía: le apetecía fumar otra vez, pero también quería regalarle los cigarrillos que le quedaban al mozalbete que seguía quieto en la acera esperando a que se fueran, y se alegró por ello. A veces, cuando pensaba que su vida ya no tenía arreglo, se descubría pensando cosas buenas para los demás, como en ese momento y, entonces, igual que ahora, le afectaba una mezcla de extrañeza y de alivio. Al menos quedaba dentro de él algo del ser humano que había sido, pero tampoco estaba seguro de que esa sensación o esos buenos sentimientos le sirvieran para salir adelante. El coche ya había arrancado cuando consiguió encontrar el paquete de tabaco, y todavía se quedó unos segundos mirando la colilla que había arrojado al suelo, pensativo, por el espejo retrovisor, hasta que alguien la aplastó con la suela del zapato y siguió su camino. Con la mano rebuscando en el interior de su chaqueta giró la cabeza para encontrar al chico, pero ya se había marchado. Se removió en el asiento, incómodo, y luego le leyó en voz alta al chófer la dirección que venía escrita en la nota, marcando cada sílaba para que no hubiera duda, inseguro todavía de su dominio de la lengua alemana. Antes de doblar la esquina, volvió a mirar por el espejo y vio al niño agachado en la acera, seguro que recogiendo otra colilla que alguien había tirado. No giró la cara para asegurarse de que el chaval se había cobrado una buena pieza ni le dijo al chófer que parase, pero de repente se vio a sí mismo con esa edad, se imaginó una vida paralela a la que había vivido, una vida en la que a los doce años él también hubiera tenido que recoger colillas durante todo el día para poder llevarse un plato caliente a la boca, y de lo único que le entraron ganas fue de estar muy lejos de allí.

Cuatro meses después de que acabase la guerra parecía imposible que algún día la capital de Alemania pudiera recuperarse. Junto a calles que hubieran sido la envidia de cualquier escombrera había otras por las que parecía que la guerra no había pasado, avenidas por las que circulaban tranvías que llevaban a la gente a trabajar, berlineses que trataban de rehacer sus vidas aferrándose a las rutinas cotidianas: levantarse temprano, tomar tal vez un café, quien pudiera, a pesar de las restricciones.

Ya no quedaban signos externos del Gobierno nazi. Las esvásticas y las águilas imperiales habían desaparecido igual que los uniformes o las botas lustrosas de los oficiales de las SS. Pero cuando Bishop miraba un poco más adentro se daba cuenta de que aún quedaba mucho trabajo por hacer. Casi todo. Él no era más que un oficial de inteligencia enemigo en la capital de un país ocupado, y su obligación era desconfiar de todo el mundo, por muy cerca que dijeran sentirse de los vencedores. La nota que le había entregado el chófer era una prueba perfecta de ello. Bishop se la había guardado en el bolsillo y Había lo que se iba a encontrar cuando llegase a su destino. Todavía no había sentido ese agujero en la boca del estómago, eso sucedería después, pero la preocupación era algo que no podía Reparar de su trabajo, y mucho menos, por paradójico que pudiera parecer, en tiempos de paz.

Cuando llegaron había otros dos coches aparcados en la acera, uno de la policía berlinesa, y otro del ejército de los Estados Unidos, además de un puñado de curiosos arremolinados en la acera. Bishop no llevaba uniforme. Como en el París ocupado por los nazis, también había dejado de llevarlo desde que lo destinaron a Berlín, en julio. No llevar uniforme le resultaba más cómodo y menos intimidatorio para los demás, lo cual facilitaba su trabajo y le permitía moverse con más libertad por los sitios donde nadie lo conocía. A pesar de ir de paisano, los soldados se cuadraron al verlo llegar. Bishop respondió con un leve movimiento de cabeza y luego se quedó mirando al de mayor graduación, un teniente del ejército norteamericano que enseguida lo informó de la situación.

– La policía alemana se puso en contacto con nosotros esta mañana. Una llamada anónima los avisó de que habían encontrado el cadáver de un hombre abandonado en la acera. Cuando avisamos por radio para dar el nombre del muerto, me ordenaron que no tocásemos nada hasta que usted viniera.

No había reproche ni desdén en las palabras del teniente. Tan solo era la manera fría y escueta que un militar tenía de contar lo sucedido.

Bishop asintió antes de dirigirse a la acera. Todavía no se había encargado nadie de cubrir el cadáver con una sábana. Dedicó una especie de vago saludo al policía alemán que se interponía entre el cuerpo tendido en la acera y los curiosos que no se decidían a abandonar la escena del crimen. Después del horror de seis años de guerra, a Bishop le sorprendía que a la gente todavía le quedasen ganas de contemplar a un tipo muerto en la calle. El charco de sangre llegaba hasta el asfalto, como una alfombra roja y viscosa. El hombre estaba boca abajo y su espalda no presentaba ningún signo de violencia. Tanta sangre alrededor solo podía significar que lo habían degollado. Bishop se agachó y, procurando no mancharse el traje ni el abrigo, le dio la vuelta al difunto. Tenía los ojos cerrados, y estaba seguro de que no se debía al gesto piadoso de quien le había rebanado la garganta esa noche. La piel ya estaba fría. Bishop tragó saliva y a duras penas contuvo una arcada. Él tampoco se había acostumbrado a tocar a un muerto después de seis años de guerra. Hay ciertas cosas a las que uno no llega nunca a habituarse.

Por la forma y la trayectoria del tajo estaba claro que quien le había rebanado el cuello era diestro, más alto que el fallecido, y que lo había pillado por sorpresa. Pero eso no era lo que más le importaba. Su trabajo no era descubrir quién lo había matado, sino haber evitado que lo matasen. Y había fallado, otra vez. Conocía a ese hombre. No es que fuera famoso, pero había visto su foto muchas veces durante el último año, durante los últimos meses de guerra. Los últimos doce meses los había pasado siguiendo su pista y la de algunos de sus compañeros. Si hubiera venido a buscarnos a nosotros, se lamentó Bishop, más por no haber conseguido hacer bien su trabajo que por lástima hacia el muerto, ahora estaría vivo. Lo pensó antes incluso de darse cuenta del pico del papel que le asomaba en el bolsillo de la chaqueta, como si alguien lo hubiera metido allí de mala manera o porque quisiera que quien encontrase el cadáver no tuviera sino la curiosidad de sacarlo y mirarlo para ver lo que ponía, tal vez la lista de la compra, un secreto de estado, un poema de amor que ya no llegaría a su destino o la última voluntad de quien sabe que se está jugando la vida. Estaba seguro Bishop de que quien lo hubiera degollado quería que supieran su identidad, que no tuvieran que marearse o quebrarse la cabeza o hacer preguntas para averiguar su nombre. No era solo un mensaje para ellos, sino también una advertencia para los que quisieran intentar lo mismo que él. Pero estaba seguro Bishop de que faltaba una carpeta o un sobre con documentos, secretos que se habían convertido en una mercancía valiosa, más valiosa incluso que las joyas o el dinero porque había gente que estaría dispuesta a pagar mucho por ellos, matar incluso.

Hasta podría llegar a sentir compasión por aquel hombre. Era más que posible que su motivación para arriesgar el cuello no hubiera sido la avaricia, al menos no solo la avaricia o las ganas de enriquecerse, sino algo tan sencillo como sobrevivir. Abrió su cartera con la certeza de conocer su nombre, la fotografía que tal vez ya no se parecería demasiado al rostro azulado del cadáver. George, murmuró, antes de leer. Hans Albert George. Alguno de los compañeros de este tipo que ahora estaba tirado en el suelo merecerían que les hubieran puesto una soga al cuello y le hubieran dado una patada al taburete bajo sus pies. El mundo no iba a ser peor sin ellos. Seguro que tampoco mejor, pero eso tampoco tenía remedio ya.

La nota la dejó para el final. Se quedó mirándolo un instante antes de cogerla, como si sus actos fueran el resultado de un ritual que ni él mismo alcanzaba a entender, en lugar de la muestra del hastío o el cansancio que ya le provocaba todo esto. Tres muertos como ese iban ya desde que lo destinaron a Berlín. Los tres con la misma profesión, los tres degollados, los tres con sus documentos de identidad en la cartera, en la calle, y los tres con la misma nota en el bolsillo. La cogió con dos dedos, como si fuera posible encontrar unas huellas que sirvieran para encontrar al culpable. No era más que un papel arrugado que alguien había escrito apresuradamente y había guardado en el bolsillo de la gabardina de un hombre que agonizaba, el asesino tal vez mirando a un lado y a otro para asegurarse de que nadie lo estaba viendo y pudiera recordar su cara para contárselo a la policía de Berlín o a ellos, que eran quienes más interés tenían en encontrarlos. En encontrarlos a todos.

Desdobló la nota, despacio, todavía en cuclillas en el suelo. Decía lo mismo que las otras, a mano, en alemán. Bishop tradujo, mentalmente, sin decir nada. «Todo aquel que sienta el espíritu alemán, a nosotros se unirá. Todo aquel que enarbole una bandera blanca, un puñal en el cuerpo encontrará». Quien hubiera sido el autor de estos versos tal vez no pasaría a la historia de la poesía ni le darían el premio Nobel de Literatura, pero el mensaje era bastante claro.

Se levantó y le entregó los documentos al policía berlinés que seguía haciendo las veces de barrera entre los curiosos y el cadáver. No era deferencia o cortesía profesional, sino que, simplemente, no los necesitaba. No era la primera nota con ese ripio que encontraba abandonada en un cadáver, y el nombre del muerto ya lo había memorizado mucho antes de que la guerra terminase y de que él pudiera imaginar que acabaría desangrado a un tiro de piedra de la Postdamerplatz, en el sector norteamericano. Había leído un dossier completo sobre su vida y su trabajo, el de él y el de muchos de los que trabajaban con él. A algunos pudieron localizarlos a tiempo. Otros se escaparon o no quisieron colaborar con ellos y, ahora, los que no habían demostrado de una forma lo bastante clara su patriotismo estaban terminando degollados en la calle. Peor para ellos. Para ser sincero, a Robert Bishop le daba lo mismo. No sentía apego por ninguno de estos tipos, es más, creía que si a alguno le rebanaban el cuello de oreja a oreja el asesino incluso le haría un favor al mundo. Pero sus jefes no opinaban lo mismo. Las órdenes eran encontrarlos a todos antes de que lo hicieran quienes los consideraban unos traidores y los matasen o que los localizasen los rusos y pudieran pasar al bando equivocado. Y la cuestión era que al final Robert Bishop solo cumplía órdenes.

El policía alemán le dio las gracias al recoger los documentos que le entregó y le sostuvo la mirada. Bishop acostumbraba a tratar a los alemanes con desconfianza, sobre todo si llevaban uniforme. Nadie podría asegurarle que ese hombre que ahora examinaba con detenimiento los documentos no se alegraba igual que él pero por otro motivo de que alguien hubiera degollado al tipo cuya sangre pisaban. Pero así estaban las cosas. Y no dejaba de parecerle bastante cínico pensar que estaban en tiempos de paz con las suelas de los zapatos manchado de sangre. Pero también eran tiempos extraños estos. Antes de subir al Jeep se fijó, incómodo, en las marcas rojas que sus pisadas habían dejado en la acera, como un rastro que lo persiguiera, huellas de las que no podía desprenderse, como si él fuera el último responsable de ese asesinato.

«Todo aquel que sienta el espíritu alemán, a nosotros se unirá. Todo aquel que enarbole una bandera blanca, un puñal en el cuerpo encontrará». Murmuró para sí Bishop el ripio de parvulario cuando se dirigieron a las oficinas de la 055. Ya sabía lo que Marlowe le iba a decir, y tendría razón. Cada vez había más muertos y cada vez les quedaba menos tiempo.

A Robert Bishop le gustaba el chófer que le habían asignado en Berlín porque era un chaval callado, siempre conducía de una forma tranquila, sumido en sus propios pensamientos, atento al tráfico a veces complicado entre los escombros de una ciudad devastada. Apenas había arrancado el Jeep, tuvieron que detenerse detrás de un camión en cuya cuba rebosaban los cascotes. A la derecha, a lo lejos, se podía adivinar el edificio del Reichstag, que todavía conservaba su majestad en mitad de la escombrera en la que se ha convertido la ciudad. Las paredes estaban llenas de agujeros, habían desaparecido las águilas y las esvásticas, pero en Berlín no costaba ver, en cada edificio oficial que se mantenía en pie y que había sido ocupado por los aliados, banderas con barras y estrellas, tricolores, Union Jacks o martillos dorados que se cruzaban con hoces sobre fondo rojo.

El chófer reanudó la marcha con suavidad después de que el camión terminase la maniobra. Bishop estaba seguro de que se moría de ganas de preguntarle por el cadáver, pero se mordía la lengua o era muy discreto. No hizo ningún comentario. Se limitó a aparcar el coche delante del edificio que albergaba la oficina de la OSS para dejarlo allí, como cada día.

Cuatro plantas y ciento cincuenta escalones más arriba, estaba de la mesa del ayudante del coronel Marlowe. El suboficial se levantó y se cuadró al verlo llegar, pero Bishop le respondió con una breve inclinación de cabeza. Nunca habría imaginado que sus costumbres militares se relajarían tan pronto, y no era por falta de disciplina, sino por un cansancio hondo que lo afectaba desde hacía ya demasiado tiempo. Últimamente se comportaba como un autómata cuya única función era cumplir con su deber hasta que sus jefes le asignasen otra misión. Y la suya, desde que llegó a Berlín, era salvar a ciertos tipos a los que sus compatriotas más radicales degollaban para después dejar notas de dudoso valor poético en sus bolsillos. Eran muy escurridizos y no parecían tener muchas simpatías por los norteamericanos, ni aunque estuvieran decididos a salvarles la vida a toda costa. Pero, de alguna manera, Bishop los entendía. No querían salvarlos por una cuestión filantrópica. Los agentes de la OSS no eran unos héroes abnegados que estuvieran dispuestos a dar la vida por ellos. Lo que pasaba era que les interesaba capturarlos antes de que lo hicieran los rusos. Así de simple.

El coronel Marlowe estaba de pie mirando unos papeles. Cuando levantó los ojos de ellos, le dedicó a Robert Bishop un vistazo no exento de extrañeza o desdén. N o le gustaba o no se acostumbraba a verlo sin uniforme, y Bishop estaba seguro de que preferiría que se lo pusiera al menos para ir a verlo. Pero, aunque siendo estrictos las ordenanzas lo obligasen a ello, para ambos estaba claro que para su desempeño en Berlín era mejor que no lo llevase.

Lo primero que hizo fue sacar la nota que le había robado al cadáver hacía un rato. El coronel la leyó sobre la mesa, como si no quisiera cogerla todavía.

– Otro más -dijo, al terminar de leerla, y sacudió la cabeza. Parecía lamentar aquella nueva muerte como una pérdida personal.

– Otro más -repitió Bishop, de una manera fría, para dejar claro que personalmente no le afectaba lo más mínimo el cadáver que había visto esa mañana.

– Es el tercero en dos meses.

Robert Bishop se lo quedó mirando. Sabía la cifra perfectamente. Él mismo había tenido que comprobar las identidades de los otros dos hombres que habían muerto de la misma forma que el de esta mañana. Pero estaba seguro de que no había reproche en las palabras de su superior. Solo preocupación.

Marlowe se sentó e invitó a Bishop a hacer lo mismo.

– Robert. Tenemos que solucionar esto cuanto antes. Ya hay más muertos que vivos en la lista.

Le enseñó un papel con dos nombres tachados. Trazó una línea sobre el nombre de Hans Albert George y ya solo quedó uno. Bishop sabía de memoria los nombres de la lista. Había pasado casi un año entero de su vida buscando a estos hombres.

Ya sabía lo que le iba a pedir Marlowe. Era inevitable. Y no estaba seguro de si quería que sucediera. Bishop se dijo que no y se preparó para protestar, para mostrase enfadado aunque sabía que al final no le iba a quedar más remedio que acatar las órdenes de un superior. Una cosa era no llevar uniforme y otra muy distinta negarse a cumplir una orden por una cuestión personal.

Pero Marlowe, viejo zorro, dio primero un rodeo para tantearlo. Sonrió otra vez, pero solo un momento, como una especie de calma que precediera a la tormenta. Ahora lo miró, muy fijo. Ya no había escapatoria. No había vuelta atrás.

– Vas a tener que volver a Francia.

Aún sostenía Bishop la lista con el último hombre por tachar en la mano, un mapa que indicaba su destino, el lugar adonde iba a tener que ir para salvar la vida del hombre que aún no habían matado.

– A Francia -respondió, sin dejar de mirar el papel. Marlowe asintió.

– A Francia, sí.

Dejó escapar el aire despacio, como si estuviera muy cansado.

– ¿Está ella allí?

Marlowe se lo quedó mirando, como si quisiera imprimir un suspense absurdo a la conversación.

– Por supuesto que sí -le dijo, por fin-. Ya estamos seguros de que ha regresado.

– ¿Y no la han matado? ¿No la han linchado sus antiguos compañeros de la Resistencia? ¿No ha ido nadie a vengarse de ella?

El coronel apuntó otro esbozo de sonrisa. Él también parecía cansado.

– No, pero estamos preparados para que no le ocurra nada malo. Nuestros hombres la vigilan. Ella no lo sabe. Ahora huy que convencerla de que nos ayude.

– ¿Y tengo que hacerlo yo?

– Eres el único que puede convencerla.

– Lo dudo mucho.

Marlowe sacudió la cabeza, chasqueó la lengua.

– Robert…

Bishop levantó las manos como si se disculpase. -A Francia -dijo otra vez.

– Llévate la lista.

– Parece que vamos en serio.

– No podría ser menos, tratándose de lo que se trata.

Llévate la lista y utilízala si no te queda más remedio. Háblale de Franz Müller primero. Tal vez con eso sea suficiente para convencerla.

Robert Bishop sabía que no iba a ser sencillo saber qué argumentos se podían utilizar para convencer a una mujer que había pasado por la situación de ella. Tal vez desde la perspectiva de un despacho en Berlín pudiera parecer fácil, pero sobre el terreno iba a resultar mucho más complicado.

– ¿Y no sería más sencillo obligarla a venir? Simplemente. Que cualquiera de esos hombres que la tienen vigilada la subiera a un tren o a un avión con destino Berlín.

El coronel negó con la cabeza.

– Necesitamos que coopere de una forma voluntaria. Es de la mejor forma que puede ayudarnos.

– Insisto: yo no soy el más indicado para que ella se preste a ayudarnos.

Marlowe levantó la cabeza como si lo señalase con la barbilla. Parecía sonreír por dentro, aunque no quisiera aparentarlo. Y no creía Bishop que ese asunto le resultase divertido.

– Robert, tendrás que salir mañana para Francia.

A Bishop no le costaría encontrar varios motivos para querer vengarse de Anna, pero la mujer a la que tenía que convencer para que regresase a Berlín con él también tenía motivos para odiarlo. Muchos. Para querer verlo muerto también quizá. Se marcharía mañana, y el encuentro no iba a ser el de dos antiguos amigos que se dan un abrazo o un beso por los viejos tiempos. Bishop se decía que no quería volver a Francia, que ahora era el momento para dejar el servicio por fin, lo que llevaba pensando desde hacía mucho tiempo. Que estaba muy cansado como para recorrerse media Europa en busca de una mujer a la que no le apetecía ver o, tal vez, no podía reconocer que se moría por ver de nuevo. Quería ir y no quería ir. Así de extraña era la vida. Anhelaba volver a verla pero también deseaba que sufriese, besar sus labios por fin y verla muerta al mismo tiempo.

El resto del día lo pasó recopilando documentos que quería repasar durante el viaje. El dossier de Anna, su foto de los archivos del MI5 Y la OSS, al principio de la guerra. Había otras dos carpetas. Una empezaba con la foto de un ingeniero alemán cuyo rastro había desaparecido. No estaba en ningún campo de prisioneros, y a Bishop le gustaría pensar que estaba muerto, pero cuatro testigos habían asegurado verlo pasear tranquilamente por las calles de Berlín, algunos decían que con la funda de un violín bajo el brazo, pero de esto último estaba convencido Robert Bishop que se lo decían después de que supieran que el hombre al que buscaban era aficionado a tocar ese instrumento y pensaban que así les darían una recompensa más fácilmente si al final aparecía gracias a la información que proporcionaban.

No era tan fácil encontrar un alemán que delatase a otro alemán, conque al ingeniero aeronáutico Franz Müller seguro que lo había visto mucha más gente, incluso se pasearía con tranquilidad por ciertas calles donde sabía que nadie lo iba a delatar. Se había convertido Bishop en la niñera de cuatro tipos a los que no conocía. Tres habían muerto ya, así que no debía de ser muy bueno cuidando de los demás. Pero tampoco resultaba fácil salvar la vida de alguien que no quería que lo salvaran.

Era de noche ya cuando el chófer lo devolvió a su casa, pero Bishop le ordenó que parase dos calles antes de llegar, en In puerta de un café. Le dijo buenas noches, señor, y confirmó la hora a la que lo iba a recoger mañana por la mañana para llevarlo a la estación. Demasiado temprano. Se acomodó Bishop en la barra del café y dio cuenta del primer trago. Poco después ya se encontraba con fuerzas para caminar de vuelta a su casa. No iba dando tumbos. Tres vasos de bourbon no eran bastante. Sentía un calorcillo agradable en el estómago y la vista se le había nublado un poco, lo suficiente para sentirse cómodo. No tenía ganas de acostarse. Esa noche no. No todavía. Caminaba por las calles de Berlín por las que todavía había gente. Ya estaba oscuro, pero aún era temprano. A Robert Bishop le gustaría decir que paseaba sin rumbo fijo, pero sabía exactamente hacia dónde lo llevaban sus pies. Media hora después se encontraba en la misma acera donde esa mañana había estado comprobando la identidad de un hombre muerto. Ahora estaba oscuro y una niebla espesa había bajado desde el cielo, como una capa de algodón que difuminara las luces de las farolas. Todavía había restos de sangre en el suelo, reseca, la misma sangre que todavía debía de estar pegada a la suela de sus zapatos. No había nadie en esa calle. No pasaban coches, ni gente. Era el lugar idóneo para un asesinato.

Miró Bishop las ventanas que a duras penas se distinguían al otro lado de la niebla. Cualquiera podía haber visto a al asesino, pero resolver el crimen no iba a ser tan fácil como ir llamando puerta por puerta para preguntar a la gente. Además, lo de menos para él era saber quién había rebanado el cuello de ese hombre. Sabía por qué, y eso era más que suficiente. Su misión era salvar a cuantos pudiera de esa lista, no detener a los culpables. Siempre habría alemanes radicales que se negaban a aceptar la derrota, tipos capaces de matar a compatriotas suyos a los que consideraban traidores porque estaban dispuestos a vender sus conocimientos, su experiencia y sus secretos al mejor postor o simplemente por una casa con jardín y una vida tranquila en Estados Unidos.

Escuchó unos pasos que se acercaban y se dio la vuelta. Se palpó la pistola bajo la chaqueta, pero no la sacó todavía. Era el ruido inconfundible de unos tacones sobre la acera. N o es que no pudiera ser una mujer la que había acabado con la vida del científico que habían encontrado por la mañana. Podía ser una mujer tanto como un hombre. Pero Bishop no creía que fuesen a matarlo. Aún no. Pasó junto a él, muy despacio, y le dio las buenas noches, en inglés, pero con un acento alemán que no quería o no podía disimular. Al cabo de un par de pasos se detuvo y lo miró. Recortó la distancia que lo separaba de él y se dio cuenta Bishop de que a pesar del carmín, la sombra de ojos barata, el abrigo negro y las medias no era más que una chiquilla.

– Buenas noches -repitió-, ahora en alemán.

Él tenía las manos en los bolsillos, lejos de la pistola, y ahora ella estaba tan cerca de él que si sacase un cuchillo podría rajarle el cuello sin mucho esfuerzo. A lo mejor mañana alguien tendría que informar al coronel Marlowe de que Robert Bishop había aparecido muerto en la misma acera donde se encontró el último cadáver con unos versos horribles escritos guardados en una nota en sus bolsillos. «Todo aquel que sienta el espíritu alemán, a nosotros se unirá. Todo aquel que enarbole una bandera blanca, un puñal en el cuerpo encontrará». Qué ironía. Al final su nombre podía sumarse al de los tres hombres que habían matado sin que pudiera hacer nada. Su nombre, que ni siquiera estaba en la lista.

No es que el apego a la vida fuera una de las cosas que más lo distinguían últimamente, pero casi sin darse cuenta había retrocedido un par de pasos. Still, le dijo la muchacha, y su voz, igual que sus gestos, su piel o sus ojos no eran sino los de una niña. Miró la joven a un lado y a otro, para asegurarse de que nadie podía verlos, se llevó las dos manos a las solapas del abrigo y se desabrochó con habilidad profesional para mostrarle a Bishop su cuerpo desnudo. No lleva ninguna ropa debajo, tan solo las medias y los tacones. Sonrió al enseñarle su desnudez, la crema pálida de la piel, los pechos pequeños, naturales o porque aún no se le habían formado del todo, la mata de vello castaño entre sus piernas. Permaneció así unos segundos y sonrió, antes de contemplar ella misma su cuerpo y cubrirse un poco, como si se sintiera avergonzada o aturdida de repente, sin abrocharse el abrigo todavía. Miró a Bishop, esperando una respuesta, pero este sacudió la cabeza, enérgicamente, como si la reprendiera, y entonces ella se abrochó los botones del abrigo, sin poder contener un gesto de decepción. Volvió a mirarlo invitadoramente antes de terminar la tarea con el último botón, por si había cambiado de idea y al final se decidía a pasar la noche con ella. Antes de que se marchara, Bishop había puesto en su mano un billete después de buscarlo atropelladamente en su cartera. La obligó a cerrar su mano sobre él, la miró a los ojos y le dijo que se fuera. De nuevo lo miró, dispuesta a abrirse el abrigo otra vez, incluso sus dedos volvieron a tocar el primer botón, pero Bishop dijo que no con un movimiento de la mano.

La vio perderse en la niebla, y no pudo evitar ponerse a mirar otra vez las ventanas de los edificios cercanos. Tal vez alguien lo hubiera visto y estuviera ahora riéndose de él. Un agente de la OSS desorientado y medio borracho que se encuentra con una prostituta joven y hermosa en la calle y no es capaz siquiera de aprovechar la oportunidad. No podía ver a nadie en los edificios, pero a pesar de ello Bishop se tocó el ala del sombrero para saludar a quien lo estuviera viendo. Lo que de verdad le gustaría ahora era que estuviera allí el chaval que por la mañana estaba esperando para coger la colilla de lucky strike.

Sacudió la cabeza y sonrió. Siempre pensaba demasiado. Ese había sido su gran problema. Tal vez la única razón por la que había venido hasta aquí esta noche había sido esa, y ni él mismo había querido darse cuenta hasta ahora. No era el cadáver de esa mañana, ni la nota de los alemanes que todavía se resistían a rendirse. Ni siquiera había venido porque todavía no le apetecía meterse en su casa hasta que mañana saliese de viaje a Francia para encontrarse con el pasado en el que no quería pensar. Cada uno tenía sus manías, y a Bishop no le gustaba ir dejando cuentas pendientes. Antes de marcharse dejó el cigarrillo a medio terminar en la acera, con cuidado, cerca del borde, donde era más difícil que alguien pudiera pisarlo. Sabía que lo que acababa de hacer tenía mucho de absurdo, de imposible, pero la vida era así, absurda, incomprensible, casi siempre.

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