ANNA

Durante el trayecto hasta la prisión, Anna no dejaba de preguntarse qué podía decirle a un hombre que primero había abandonado a su suerte, luego traicionó, y, lo peor, lo que más le dolía reconocer, por último había terminado olvidando y ahora estaba detenido por intentar salvar su vida. Ni siquiera convencer a Franz Müller de que se entregase a los americanos en lugar de pasarse al lado soviético iba a conseguir salvar a Rubén.

Aunque el militar norteamericano hubiese intentado violarla, Anna estaba convencida de que un juez no se mostraría magnánimo al ver a Rubén, tan delgado, tan desvalido, un cadáver que se resiste a pasar al otro lado de la línea de la muerte, porque había una cosa que estaba clara: Rubén estaba vivo y el sargento Borgnine estaba muerto.

No era bastante con eso. Decirle a Rubén que un funcionario de los Estados Unidos haría cuanto estuviera en su mano para sacarlo de la prisión y devolverlo a París, le parecía poco menos que una broma de mal gusto. Pero no era esa la única razón por la que había venido a verlo. Cuando el Jeep aparcó en la puerta de la prisión, y el soldado comprobó su identidad,

Anna temió que fuera esa la última vez que iba a ver a Rubén, que, aunque Bishop pusiera todo su empeño en sacarlo de la cárcel y llevarlo de vuelta a París, él ya no querrá volver a encontrarse con ella, mirarla a los ojos como antes, besarle la raya del pelo. Aquella podía ser la última oportunidad que tendría de hablar con él y no quería desperdiciarla. Había muchas cosas que quería contarle.

Un soldado la acompañó mientras atravesaba un patio y la condujo a través de una de las puertas hasta un sótano en el que tuvo que firmar un papel que le presentó otro militar que estaba sentado a una mesa que prologaba el pasillo donde ya se podían ver algunas celdas.

– Rubén Castro -dijo el guardia con un fuerte acento norteamericano que a Anna no dejó de extrañarle al escuchar el nombre del que fue su prometido-. Tercera celda a la izquierda.

Anna asintió. Le entregó al soldado su bolso y su abrigo y tomó aire antes de adentrarse en el pasillo. Era la tercera celda, pero caminaba despacio. Tenía que aprovechar al máximo ese momento que iba a estar con Rubén, exprimir el tiempo, que las palabras que le dijese sirvieran de algo. Que dejasen libre a Rubén al cabo de unos días o de unas semanas no significaba que él fuera a buscarla a París para reanudar sus vidas juntos.

Durante el corto trayecto hasta la celda, Anna se había preparado para encontrárselo tumbado, acurrucado en el catre, tal vez en una posición precaria, encogido como un pajarillo asustado al que han encerrado en una jaula, y no quería mirarlo con lástima, puesto que ella había ido a verlo también para darle ánimos, para decirle que pronto saldría de allí.

Cerró los ojos y tomó aire antes de enfrentar la tercera celda a la izquierda, se detuvo un instante.

– Rubén… -fue todo lo que acertó a decir, antes de que sintiera que se le atascaba la garganta, que si decía una palabra más no podría contener las lágrimas, y que ponerse a llorar no serviría para ayudar a Rubén, sino todo lo contrario. Pero cuando se giró, lo primero que pensó era que él la estaba esperando, que tal vez sabía o había adivinado que iría a verlo.

– Anna…

Estaba sentado en la cama, se había quitado las gafas y se frotaba el puente de la nariz. Pero no era su extrema delgadez o el pelo ralo y gris que le quedaba lo que le llamó la atención a Anna, sino la tranquila resignación que mostraba, la paz que desprendían sus ojos, en los que no fue capaz de distinguir la menor dosis de rencor o de enfado por estar encerrado. De no tener los barrotes delante, parecería que Rubén estaba sentado en el banco de un parque o esperando tranquilamente la llegada de un tren en el andén de una estación. Cualquier cosa menos encerrado en una celda por haberle reventado la cabeza a un sargento borracho del ejército de los Estados Unidos.

Agarró Anna los barrotes. Se preguntó si podría tirar de ellos y romperlos, sacar a Rubén de la celda y marcharse con él a París, empezar una nueva vida juntos. Le habría gustado que él se hubiera levantado y, en un arrebato de pasión o de alegría por haberse encontrado con ella de nuevo, pasase los brazos entre las rejas y la abrazara y la besara, que le dijera cuánto la había echado de menos y que había venido hasta Berlín para buscarla porque no podía estar sin ella.

Pero Rubén se levantó despacio, se puso las gafas, y a ella le pareció como si de pronto el tiempo no hubiera pasado nunca, como si otra vez estuviese en París. Lo vio tragar saliva, detenerse un instante entre la cama y los barrotes, como si dudase qué hacer.

– Rubén -dijo de nuevo.

Él no la abrazó. Sin avanzar más, levantó las manos lentamente, estiró los dedos que rozaron los de Anna, y recorrieron su piel, como un ciego que busca las formas aprendidas de las manos de su mujer. Luego se acercó un poco más, tragó saliva de nuevo, la nuez prominente en el cuello flaco subía y bajaba, como si le costase tragar. Sujetó las manos de ella en las suyas y Anna pensó que aquellas manos ya no eran las mismas manos suaves que le recordaba, manos de escritor o de pianista, manos de alguien que no ha tenido nunca que ganarse la vida trabajando con ellas. Ahora sentía las grietas, los callos y el sufrimiento en las manos de Rubén, como si en ellas y no solo en su cara o en sus ojos o en su pelo llevase escrito los cinco años que había estado encerrado en un campo de exterminio. Luego él acercó su cara y apoyó la frente en los barrotes, en silencio, como si no fuera necesario que dos personas que llevaban tanto tiempo separados se dijeran nada.

– Has venido a verme -dijo por fin.

– ¿Acaso dudabas que lo haría? Tú has venido hasta

Berlín para buscarme -Anna sonrió, apartando un poco la cara de los barrotes para poder verlo mejor-. Y me has salvado la vida.

– Fue una casualidad que te encontrase. Y que estuviera allí para salvarte.

– Quizá fue el Destino.

Rubén se encogió de hombros. Anna soltó una de sus manos de la protección agradable de las de él y con el dorso se restañó las lágrimas que ya no se había preocupado de contener. -y ahora estás aquí encerrado por mi culpa. Pero vas a salir muy pronto. Me lo han prometido.

Rubén dejó escapar un suspiro desganado.

– Tenía que haberte esperado en París, Rubén. Si lo hubiera hecho, ahora mismo no estarías aquí dentro.

– No importa, Anna. No podías saber que volvería. Cinco años es mucho tiempo.

Ella negó con la cabeza, más para recriminarse a sí misma por no haberlo esperado que por contradecir su argumento. -Yo tenía que haberme quedado en París esperando tu llegada, haberme convencido a mí misma de que antes o después volverías.

Ahora fue Rubén el que sacudió la cabeza, sin darle tiempo a terminar de hablar.

– Lo raro es que haya sobrevivido. Lo normal es que estuviera muerto. No tienes que sentirte culpable por haberlo pensado.

Anna bajó la cabeza, luego lo miró y apretó sus manos con fuerza.

– Desde que te fuiste he hecho cosas que no debería. Lo vio asentir, al otro lado de los barrotes, Pero aún tardó unos segundos en contestar.

– He estado en París. He preguntado por ti. Me lo han contado. Ya hemos hablado de eso.

– Ha habido una razón para todo lo que te han dicho, Rubén. Empecé a colaborar con aliados no mucho después de que te llevaran preso, al principio…

Rubén se llevó el dedo índice a los labios.

– Tchssss… No hace falta que me expliques nada. Yo llevaba muerto mucho tiempo. Todavía lo estoy. Ya te lo dije -bajó los ojos, como si le diera vergüenza decirle lo siguiente-. Pero hay gente que dice que eres una traidora, que al final diste de lado a tus compañeros y a tus amigos y te pasaste al otro bando. Dime tú que eso no es verdad. Dime que no he aguantado cinco años preso mientras tú te habías pasado al enemigo.

Anna sacudió la cabeza, con energía, la melena barriéndole las mejillas.

– Te lo juro, Rubén. Cuanto he hecho ha sido para ayudar a ganar esta guerra que nos ha vuelto locos a todos. Por la maldita causa aliada me empecé a relacionar con un ingeniero alemán, para averiguar secretos que podrían decidir el futuro de la guerra. Me sentí igual que una puta cuando me lo pidieron, pero me convencieron de que era necesario. Pensaba que cuanto antes terminase la guerra más pronto podrías volver a casa.

Rubén la miraba a los ojos, tan fijo que Anna estaba segura de que no podría mentirle.

– Luego pensé que habías muerto. Jamás tuve noticias tuyas.

– Te mandé varias cartas.

– Jamás me llegaron.

Rubén asintió.

– Es posible que no. ¿Y por eso te olvidaste de mí? Pero el gesto de Rubén seguía igual de tranquilo que cuando Anna enfrentó su cara por primera vez desde el otro lado de la celda. Era como si nada pudiera afectarle ya. -Jamás me olvidé de ti. No hubo un solo día que dejara de pensar en ti.

– ¿Ni siquiera cuando te enamoraste de ese ingeniero?

– Anna bajó la cabeza-. Porque te enamoraste, ¿verdad? Conociéndote, no puedo creer, si no, que hicieras algo así.

Anna podría decirle que nunca llegó a enamorarse de Franz Müller, pero no era cierto. Y se había prometido que no le mentiría a Rubén. Ya había padecido bastante.

– Nunca dejé de pensar en ti, Rubén. Nunca.

Él volvió a suspirar con resignación, pero no dijo nada.

– ¿Sabes? -Continuó Anna-. Lo que más me gustaría ahora mismo es poder cambiarme por ti. Que tú pudieras estar aquí y que yo fuera la que estuviera ahí dentro. Y lo he intentado. De verdad que lo he intentado. Les he dicho que fui yo quien mató al sargento norteamericano, pero ellos dicen que mi versión no se sostiene.

– ¿Ellos? ¿A quiénes has intentado convencer? ¿De quién me estás hablando?

– Las personas para las que empecé a trabajar después de que te detuvieran, Rubén. Los mismos que me han obligado a venir a Berlín para ayudarles a localizar a una persona.

– ¿A qué persona? ¿Tal vez a ese ingeniero del que te enamoraste?

Anna asintió. Se había propuesto decirle toda la verdad a Rubén, se lo debía, pero no resultaba sencillo.

– Me contaron en París que viniste a Berlín el año pasado con él, con el ejército alemán que abandonaba París.

– Pero nunca llegué a marcharme del todo. Enseguida volví a Francia. Al sur, a la granja de mi tío. En París no estaba segura. Había gente que quería verme muerta. Todavía no se había encargado nadie de contarles a mis compañeros de la Resistencia toda la verdad.

– ¿Toda la verdad?

– Que lo único que hice fue intentar ayudar a ganar la guerra.

– Pero hubo más. Te enamoraste.

Anna volvió a bajar los ojos. Intentó negar con la cabeza, aunque fuera un poco, pero no fue capaz.

– No te preocupes. No te culpo. Ya te he dicho que yo estaba muerto, que lo sigo estando.

– No digas eso, Rubén. Tú no sabes cuánto me alegro de que estés vivo. Dentro de muy poco podrás venir a París, vivir conmigo otra vez si quieres. Te estaré esperando.

Rubén sonrió a medias, apretó sus manos en los barrotes de la celda.

– Me estarás esperando… -dijo en un tono tan bajo que a ella se le antojó un susurro.

– Te esperaré, Rubén. Todo el tiempo que haga falta.

Vendré a Berlín otra vez si quieres para regresar juntos a París.

Rubén tomó aire, lentamente, como si quisiera aguantar la respiración durante mucho tiempo.

– Tal vez no me suelten nunca. Quizá me encierren para siempre o me condenen a muerte.

Anna volvió a negar con energía. Estiró sus brazos entre los barrotes, le apretó los brazos, solo pellejo sobre los huesos.

– Eso no va a suceder. Te lo prometo. Bishop me ha dado su palabra. Y si no la cumple, te aseguro que tendrá que vérselas conmigo, que lo buscaré hasta encontrarlo y lo mataré. Ni en el fin del mundo podrá esconderse.

Rubén sonrió, las arrugas profundas de los ojos, procurando que ella no le viera los dientes que le faltaban. Sonrió, como si no la conociera, como si la mujer que tenía delante no fuera la misma Anna de la que se había despedido para volver al cabo de un rato cuando la Gestapo vino a detenerlo a su piso de París. Luego humilló la mirada y se quedó muy serio.

– ¿Qué te ocurre, Rubén? Se encogió de hombros.

– Estos años que hemos pasado separados nos han cambiado. Es lógico, hemos vivido tiempos muy duros.

– Sobre todo tú, mi vida. Tú eres el que peor lo ha pasado de los dos.

Mi vida. Cuánto tiempo hacía que no escuchaba esas dos palabras.

Mi vida.

– Quiero estar contigo, Rubén. Que entre los dos podamos olvidar el pasado, hacernos felices el uno al otro.

Él asintió, pero parecía muy cansado.

– No sabes lo que he vivido, Anna. No puedes imaginarlo siquiera.

– Lo sé. Y no sabes cuánto he deseado volver a verte. Lo que yo he hecho no ha estado bien. Solo espero que algún día puedas perdonarme.

Él negó con la cabeza, sin soltar sus manos.

– No hay nada que perdonar. La cuestión no es esa, o que vuelva a París, si me sueltan, para estar contigo otra vez. ¿Sabes una cosa? Todo esto no es más que una prórroga extraña que me ha concedido la vida. Yo debía estar muerto, y cuando pienso en ello siempre llego a la misma conclusión. Que como ya estoy muerto, nada de lo que me ocurra puede afectarme o hacerme daño. Que me encierren aquí dentro o que me lleven a otra cárcel o que me fusilen. Nada puede afectarme ya.

– Pero estás vivo, Rubén, y tienes toda la vida por delante. Y yo estaré siempre a tu lado, si quieres.

Pero, aunque es tan importante lo que le ha dicho, Anna siente que él ya no la escucha. Se da cuenta de que la mira pero no la ve, que ni sus ojos ni su cabeza están allí, en esa celda a la que ella ha venido a visitarlo, sino en otro lugar, muy lejos, un sitio que ella no puede ver.

– En Mauthausen había una cantera desde la que los presos teníamos que acarrear piedras por una escalera. Ciento ochenta y seis escalones que muchos compañeros no tenían fuerzas para subir, y a veces se arrojaban al vado sin soltar el bloque de piedra que transportaban para asegurarse una muerte rápida. Yo también estuve a punto de hacerlo una vez. llevaba tres años encerrado, y ya no tenía ganas de seguir viviendo. Al mejor amigo que tuve en el campo lo habían matado los guardias cuatro días antes, no sabía nada de ti, y de pronto pensé que me habías olvidado, que habías conocido a otro hombre y que ya no querrías volver a verme, que ni siquiera te importaba si estaba vivo o si estaba muerto. No te culpaba, ni mucho menos. Me parecía incluso lo más lógico que me hubieras dejado a un lado para seguir con tu vida. No se puede estar de luto siempre. Un día me presenté voluntario para acarrear piedras desde la cantera. Estaba dispuesto a saltar desde lo alto de la escalera. Me aparté de la fila, despacio, para que no me viera un Kapo y me obligase a volver a la formación. Poco después estaba al borde del precipicio, ya no había vuelta atrás, pero, ¿sabes qué ocurrió? Que de pronto sonó la misma música que escuchábamos en París, ¿te acuerdas?, aquel violinista solitario de los jardines de Luxemburgo. Nuestro vals, el mismo vals que bailamos aquella mañana que te regalé el anillo. Un músico al que no podía ver lo estaba tocando, y en aquel momento sentí que era para mí. Por eso no salté. Volví a mi puesto en la fila y me prometí que haría cuanto estuviese en mi mano para salir de aquel infierno y verte, aunque solo fuera una vez más. En París, cuando fui a buscarte y no te encontré me abandonaron las fuerzas, sentí que ya no podía seguir, pero me acordé de aquel día que estuve a punto de saltar, del violín que sonó en Mauthausen esa mañana solo para mí, y me dije, de nuevo, que tenía que seguir luchando hasta verte otra vez, cumplir la promesa que me había hecho a mí mismo aquel día, estar contigo, aunque solo fuera una vez más, no sé, decirte que había sobrevivido, que no te guardo rencor por lo que hiciste. Verte y sentir que por fin había hecho lo que me prometí. A partir de este momento, Anna, ya no importa nada.

Ella lo había escuchado en silencio. La cabeza baja, asintiendo de cuando en cuando. Aún tardó un instante en contestar.

– A partir de ahora es cuando empieza una nueva vida, Rubén. Es así como deberías verlo.

Pero él negó con la cabeza, despacio pero firme, como si nada pudiera convencerlo de lo contrario.

– Mi prórroga ha terminado. Y está bien que así sea. Tú estás bien, vas a volver a París, y a mí me han detenido -se encogió de hombros-. Pero nada pueden hacer a quien ya está muerto.

Anna no pudo contener las lágrimas de nuevo. Sujetó con fuerza sus manos, bajó la cabeza para besarlas.

– Tú no estás muerto, Rubén. No estás muerto.

– Vuelve a París, Anna. No se puede predecir el futuro.

Ninguno de los dos sabemos lo que puede pasar. Nadie puede.

Al abrirse la reja del pasillo Anna no pudo evitar un respingo, como si hubieran dado un portazo.

– Mademoiselle Cavour -escuchó decir al guardia, como si quisiera practicar el francés que se le había oxidado desde que salió del colegio-. Es la hora.

Miró un momento Anna al soldado, el ceño fruncido, enfadada porque vinieran a buscarla y porque el tiempo se le hubiera pasado tan rápido. Luego miró a Rubén, y se dio cuenta de que se había separado un poco de los barrotes, los brazos ligeramente estirados, sus manos aún agarradas a las suyas, como si quisiera apartarse para verla mejor o como si prefiriese alejarse de ella puesto que ya no era posible que se quedase más tiempo a su lado.

Anna apretó aún más sus manos, pero no pudo dejar de sentir que Rubén tiraba de ellas, que quería apartarse ya, que tal vez se sentía incómodo después de haber tenido un momento de intimidad. Sentía que ahora la miraba como si fuera una desconocida, y se preguntó cuánto habrían cambiado a Rubén estos cinco años de cautiverio, si no podía ser ya sino alguien muy distinto a quien se llevó la Gestapo una tarde de domingo en París. Pero no por ello Anna se resignaba a no volver a verlo. Tenía que confiar en Bishop, y no solo porque no le quedase otro remedio que poner el futuro de Rubén en sus manos, sino porque sabía que el americano cumpliría lo que le había prometido. Pero, aunque soltasen a Rubén y lo devolvieran a París, intuía que lo más probable era que él no quisiera volver a verla, estar de nuevo con ella, como si estos cinco años no hubieran sucedido nunca. Al final había un precio que pagar, un tributo insoslayable cuando se toma una decisión, un peaje que nos cobran más tarde o más temprano.

– Adiós, Anna -le escuchó decir.

Las manos de Rubén ya habían soltado las suyas. El guardia estaba de pie, al otro lado del pasillo, con un aro metálico del que colgaba un juego de llaves. Ojalá fuera fácil quitárselas y abrir la celda de Rubén para que pudiera salir de allí. Pero nada de eso iba a ser posible. Se dio cuenta Anna de que, por mucho que le doliera, por mucho que hiciera, Rubén no querría marcharse con ella.

– Estaré en París, Rubén -le dijo, sin embargo-. Te estaré esperando.

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