ANNA

A veces los monstruos se comportan como caballeros y a quienes se les supone hombres honrados y cabales de pronto demuestran tener pocos escrúpulos, como si todo valiera con tal de ganar la guerra, llevar a buen fin una misión.

Franz Müller. Anna apenas podía pensar en otra cosa en el tren. Pero era mejor acordarse y sentirse culpable que tener que hablar con ese hombre que estaba sentado frente a ella, en un vagón de primera clase, en un tren que los llevaba desde París a Berlín después de la guerra. El hombre vestido con un traje elegante que ahora leía distraídamente un periódico fue el que la empujó a acercarse a Franz Müller. No le costó mucho esfuerzo, porque el ingeniero ya se había fijado en ella. Como era un alemán sin uniforme en París, muy bien podría haber pasado por un profesor atractivo, un conquistador capaz de encandilar a las jovencitas con una frase amable, una flor y una copa de buen vino.

Pero no por eso fue un trago agradable. Sobre todo las primeras veces. Luego hubo otros motivos, y alguno de ellos jamás se lo contaría a nadie. Pero cuando Robert Bishop le insinuó que debería ser un poco más amable con Franz Müller le hubiera gustado rajarle el vientre con un cuchillo. No había sido ayer, pues, la primera vez que había tenido ganas de matarlo. Pero entonces también la convenció.

– Es lo más conveniente para que no sospeche de ti. No solo eso, lo mejor para obtener información de primera mano. Podemos salvar muchas vidas si te muestras amable con él. -¿Cómo de amable? -le preguntó Anna entonces, una vez que superó las ganas de abrirlo en canal.

– Todo lo amable que seas capaz -le dijo Bishop, con la misma frialdad que le podía haber pedido que se pegara un tiro o que se marchase a Inglaterra con él.

Y el hombre que la empujó a hacer algo que le repugnaba, había logrado convencerla de que lo acompañase a Berlín para volver a encontrarse otra vez con el mismo hombre con quien entonces le pidió que se acostase si era necesario. Pero ahora no iba a ser como antes. Habían pasado muchas cosas, incluso había abandonado Francia junto a la Wehrmacht en un coche enviado por Franz Müller.

Robert Bishop parecía tener el mismo desapego a las emociones que siempre. Seguro que más, después de todo lo que había sucedido. Anna echó un vistazo al vagón comedor donde estaban sentados después de cenar. El agente de la OSS seguía ensimismado en un periódico norteamericano atrasado mientras arrancaba de cuando en cuando un trago al vaso que descansaba en la bandeja. Le dio una calada al habano y la miró, detrás de la cortina de humo. No le costaba imaginarlo comprando cajetillas de cigarrillos caros o de vegueros como ese en el mercado negro de Berlín.

– ¿Por qué volviste a Francia? -le preguntó, de repente. A Robert Bishop nunca se le habían dado bien las sutilezas.

Anna se echó hacia atrás en el asiento. Apoyó la cabeza en el respaldo. Estaba muy cansada.

– Era peor seguir adelante. Más peligroso. Llegó un momento en el que me di cuenta de que corría el mismo riesgo si volvía a Berlín que si regresaba. Pensé que era lo mejor. Eso es todo.

– Podían haberte matado tus antiguos compañeros.

– Era un riesgo que tenía que asumir. Pero al final esperaba que alguno de vosotros viniese para contar la verdad. Ya ves, al final, después de seis años de guerra tal vez sea todavía una ingenua.

– No sé si eres consciente del riesgo que has corrido al volver sin avisarnos antes.

– ¿Avisarnos? ¿A quién? ¿A ti?

Ahora fue Bishop el que se apoyó en el respaldo. Anna se dio cuenta de que no descansaba la cabeza. Tal vez no quería despeinarse, que el pelo engominado siguiera igual de ordenado en la nuca que en la coronilla. El mismo Bishop tan presumido y tan serio de antes. Dio una larga calada antes de volver a hablar. Su rostro se perdía otra vez detrás de una espesa cortina gris.

– Te habríamos ayudado. A pesar de todo, te habríamos ayudado.

– ¿A pesar de todo?

– A pesar de que nos traicionaste.

– Yo no te traicioné. Lo sabes. Y además, estoy segura de que si no me has matado ya es porque sabes la verdad.

Bishop la señaló con la punta del habano. Medio centímetro de ceniza se sostenía en un precario equilibrio delante de la nariz de Anna.

– Tal vez seas demasiado valiosa todavía -se detuvo en esta palabra- para que dejemos que te maten.

Ella casi sonrió.

– Todavía -dijo, como si quisiera remarcar la misma palabra en la que él había puesto el énfasis de la frase-. Todavía.

– No me tientes, Anna. No me tientes.

Anna se quedó mirándolo, muy fijo. Y Bishop adivinó lo que le iba a decir antes incluso de que las palabras saliesen de su boca.

– Tú tampoco a mí, Robert Bishop. Tú tampoco a mí. El americano tardó un poco en volver a dar una calada al puro. Para él la conversación había terminado. Cogió el periódico de nuevo para no tener que mirarla a la cara. No le apetecía hablar con ella ahora, no quería que aprovechase cualquier desliz de la conversación para reprocharle que la obligara a convertirse, otra vez, en poco menos que una furcia. Y en el fondo sabía que Anna tenía razón, y que el dolor que ahora sentía en la espalda tal vez no fuese más que un recordatorio, una especie de justicia poética que la vida le había dejado por haberlo hecho.

– Háblame de ese movimiento de resistencia alemán -aún no había leído más de dos líneas de la sección de deportes del New York Times cuando ella se lo preguntó-. ¿Quiénes son? ¿Qué pretenden?

Bishop la miró por encima de la página antes de doblar el periódico cuidadosamente y volver a dejarlo en el asiento. Miró a un lado y a otro, para asegurarse de que nadie los escuchaba. No iba a contar nada confidencial, pero hablar en voz baja cuando se trataba de trabajo es un hábito del que cuesta desprenderse cuando se lleva muchos años haciéndolo.

– Pretenden sabotear el trabajo de los aliados, castigar a los alemanes que se rindan o colaboren con nosotros, reorganizarse para crear otro Reich, cualquiera sabe. Puede parecer bastante ridículo dadas las circunstancias. No hay más que echar un vistazo a Alemania. La derrota ha sido absoluta. -Entonces tal vez no sean más que un grupo desorganizado, sin mucho peligro.

– En parte sí, pero no todos son así. Es verdad que hay muchos chavales que no son capaces de desprenderse todavía de las ideas que les inculcaron y se dedican a travesuras peligrosas, como robar armas o sabotear camiones. A alguno de ellos ya le ha costado la vida.

Anna esperaba ver en el fondo de los ojos de Bishop algo de compasión, pero acaso ya no era capaz de encontrar sentimientos en los ojos de ese hombre o es que había perdido la capacidad de penetrar en su alma.

– Pero en Berlín se han metido en algo que nos importa mucho. Han matado a varias personas y queremos detenerlos antes de que muera alguien más.

– Vaya, es bueno saber que a la OSS ahora le interesa la filantropia.

– Obviamente, no. Pero también pueden asesinar a Franz Müller. Es aquí donde entras tú, como sabes.

Anna no iba a desperdiciar la oportunidad de hablar de Franz Müller.

– ¿Y cómo puede ser tan peligrosa una banda de desharrapados?

Bishop se acomodó en su asiento. Arrancó un sorbo al vaso y otra calada al veguero antes de responder.

– Estos no son exactamente una banda de desharrapados. Tampoco lo sabemos exactamente. Mi opinión es que, al menos en Berlín, están bastante organizados. Después de la guerra, la ciudad es un caos. Muchos nazis han cambiado de identidad, y se pasean impunemente por la calle, como si en toda su vida no hubieran sido sino unos pacíficos ciudadanos que han tenido que sufrir a Hitler y a los suyos tanto como el resto de Europa.

– Cuesta imaginar a Franz Müller así, ocultándose de un lado para otro -Anna lo dice y mira por la ventana. Apenas se ve nada al otro lado. Las luces de alguna ciudad, a lo lejos, un esbozo de luna en el cielo, detrás de las nubes-. Además, Franz Müller nunca fue nazi. Eso también lo sabes.

Se quedó Bishop callado un instante, como si no estuviera muy seguro de lo que iba a decir.

– La gente cambia. Se adapta a las circunstancias. Anna, esos comentarios no van a ayudar a convencer a tus antiguos compañeros de que no fuiste una simpatizante de los nazis.

Ella prefirió pasar por alto el comentario.

– ¿Lo has visto?

– He visto varias fotografías suyas. Es él, no hay duda.

Algo más delgado que antes de que terminase la guerra, pero es el mismo Franz Müller que conocemos. Queremos hablar con él y salvarle la vida. Pero para hacerlo bien te necesitamos a ti.

– No me adules, Robert. Ese truco ya no te va a servir conmigo.

– No es un truco. Es la verdad. Que no me haya gustado la idea de tener que volver a verte no significa que no sea capaz de reconocer tus méritos como agente.

– A mí tampoco me ha gustado volver a verte.

– Pues entonces estamos iguales. ¡Camarero!

Había levantado la mano para llamar antes de que Anna pudiera darse cuenta de que lo hacía.

Cuando el camarero llegó Bishop le pidió otro vaso de bourbon. Luego miró a Anna.

– Estoy cansada -dijo ella, sin embargo-. Me voy a dormir.

Bishop no movió un músculo. El gesto serio, la mandíbula apenas apretada. Sostenía todavía el vaso donde aún quedaba un poco de licor antes de que el camarero viniera y le trajese otro lleno.

– Conviene que descanses -le dijo por fin-. Por la mañana estaremos en Berlín. Tal vez sea un día muy largo.

Anna lo miró. A él Y al vaso de bourbon, con intención. -Es lo mejor para conciliar el sueño.

Ella se asomó otra vez por la ventanilla del vagón. Ahora no había luces a lo lejos. La luna seguía detrás de las nubes.

– Después de la tercera copa consigo instalarme en un sopor agradable. Con la cuarta, ya me siento mucho mejor -se quedó mirándola, y luego desvió también los ojos hacia la oscuridad del otro lado del cristal-. A veces con el quinto ya me puedo quedar dormido.

Anna suspiró antes de volver a mirar a Bishop.

– Pues ya solo te quedan tres para poder conciliar el sueño esta noche. Que tengas suerte.

Cuando descorrió la cortina de su compartimento para buscar la luna imposible a través de las nubes, y sintió la proximidad de una estación porque el tren se detenía, se apoderó de ella una sensación de peligro estrenado, desconocido. De pronto, sintió ganas de huir. De saltar por la ventanilla antes de que el tren frenase del todo. Todavía no se había parado y faltaban pocos minutos para que pudiera ver las caras de la gente que esperaba en el andén cuando vio el nombre de un pueblo en un cartel. Ya estaban en Alemania. Antes de que los soldados entrasen para pedir los pasaportes podía abrir la ventana y saltar, echar a correr como una fugitiva y tal vez regresar a su granja y esperar a que algún compañero de la Resistencia al que conoció durante la guerra viniera a matarla.

Tenía tiempo, pensó. Los soldados no vendrían a molestarla a su compartimento. Bishop se encargaría de todo, les enseñaría su documentación y era más que posible que los soldados se cuadrasen a pesar de que él ni siquiera se hubiera levantado, porque al hacerlo delataría el cuarto o el quinto vaso de bourbon.

Pensó Anna en lo raro que era el miedo. Si había subido a ese tren con Bishop en Francia, era porque estaba convencida de que lo mejor era viajar a Berlín con él y cerrar de una vez por todas las heridas del pasado. Al menos, las que pudiera, porque había otras que sabía que jamás podría cerrar. Pero ahora, cuando se acercaba a su destino, el pánico quería apoderarse de ella. ¿Por qué estaba asustada? Era lo mismo que cuando viajaba a Alemania con la Wehrmacht en retirada. Había sido lo mejor para salvar la vida. Al final de la ocupación, no le había quedado más remedio que ponerse abiertamente del lado de Franz Müller y los nazis. Con ellos estaba más segura que si se hubiera quedado en París hasta que las cosas se calmasen. Ya habría tiempo de explicarlo todo y de rehabilitarla. No se fiaba de que Bishop o sus jefes contasen a la Resistencia toda la verdad antes de que la encontrasen para matarla. Era así como los servicios secretos acostumbraban a pagar a sus agentes cuando las cosas se complicaban, y había otros intereses: dejándolos en la estacada y que se las arreglasen como mejor pudieran.

Pero los sentimientos formaban un raro cóctel al mezclarse, y el resultado para Anna al final era este pánico que no podía dominar, este miedo que la obligaba a abrir la ventana de su compartimento y asomarse al andén cuando el tren todavía no se había detenido del todo.

Apenas había gente en la estación. Era muy tarde. Los primeros que subieron al tren fueron unos soldados norteamericanos. Otros dos se habían quedado fuera. Miraban a un lado y a otro mientras sujetaban las correas de dos perros que Anna estuvo segura que se lanzarían por ella en cuanto saltara por la ventanilla. Cuando el pánico llegaba, no era capaz de razonar lo que hacía. No se entendía a sí misma. No entendía nada. No sabía por qué al final había decidido quedarse. Se dijo que porque era lo más sensato, que si saltaba del tren no tardarían en capturarla. Y entonces tal vez Bishop no se mostraría tan condescendiente o tan comprensivo con ella.

Pero no era eso. Ella sabía que no. Cuando volvió a F rancia estaba dispuesta a morir si hacía falta, que vinieran sus compañeros de la Resistencia y le pegasen un tiro en la cabeza después de un simulacro de tribunal improvisado en la cocina de su casa. Y ahora, cuando había decidido volver a Berlín, era consciente de lo que arriesgaba, estaba bastante segura de lo que se iba a encontrar y a pesar de ello había accedido a ir. El pánico era inevitable, era humano sentir miedo, y saberse en la frontera alemana suponía la última oportunidad de dar marcha atrás.

Estaba sudando. No se había dado cuenta hasta que una ráfaga de aire helado se coló por la ventanilla. Se levantó para cerrarla vio cómo los soldados bajaban del tren. No iban solos. Se llevaban a un detenido. Un hombre al que tal vez le faltaba algún sello en un papel o cuyo rostro o su nombre no los había convencido. Alemania se había rendido, pero por toda Europa no había sino puestos militares y soldados. Ella misma había sido detenida y había tenido que soportar hambre, frío y humillaciones para volver a casa.

Y, cuando creía que la guerra había terminado, no sabía que todo iba a empezar de nuevo, como si al dejar una cuenta pendiente la vida no pudiese sino avanzar en círculos, ir hacia delante y retroceder hasta que se zanjasen los asuntos sin terminar, se haya pedido perdón a la gente a la que se haya traicionado y, en la medida que podamos, expiado las culpas.

Cuando regresó a Francia, ya se habían acabado los bombardeos y los disparos, el miedo a los invasores y la incertidumbre, pero aún no sabía que muy pronto iba a empezar otra batalla más difícil de librar, una batalla en la que no habría ejércitos ni soldados. Un tiempo más difícil que el que pasó después de acompañar al ejército que se retiraba de París, pero con la esperanza secreta de escapar y volver a su hogar, siempre alerta, siempre pendiente de algún movimiento o despiste o relajación que le permitiera volver al territorio liberado que ahora era territorio enemigo para los soldados con los que viajaba. El mundo cada vez se volvía más pequeño para ellos y Anna, aunque hubiera fingido lo contrario para salvar la vida, no quería ir a Berlín, y la única razón por la que se había marchado en un convoy junto a los soldados que odiaba era porque temía que la acusaran de traición más que por seguir adelante con la misión que le habían encomendado. A esas alturas, para Anna el objetivo de su misión se había vuelto demasiado difuso, como quien termina viendo borroso un cuadro de tanto mirarlo y ya solo ve manchas que no le dirán nada. Pero, a medida que el mundo se iba estrechando, sentía que se ahogaba, que si seguía con ellos hasta el final ya no podría regresar nunca.

Aunque también la hubieran podido matar estando con ellos, no era imposible, en un bombardeo, en una escaramuza, en un encontronazo entre los propios soldados. Tampoco Franz Müller podía protegerla ya, porque, por no saber, ni siquiera sabía dónde estaba. Aún no había podido evitar sentir asco de sí misma por haberse enamorado del hombre al que estaba a punto de abandonar antes incluso de haberse encontrado con él, empezar a caminar en dirección contraria, hacia el oeste, antes de que fuera demasiado tarde y ya estuviera demasiado lejos. Ni una nota de despedida, ni una explicación, ni un lamento. Ya no sabía por quién llorar. Ya había derramado bastantes lágrimas: por Rubén, por el hombre por el que había terminado sintiendo una clase de afecto que la inquietaba y la repugnaba al mismo tiempo. Tal vez lo único que había aprendido después de todos estos años era que, a veces, aunque no quisiera, no le quedaba más remedio que traicionar sus principios, dar la espalda a lo que siempre había dado sentido a su vida.

Sentía que dejaba atrás, a su espalda, un mundo que se derrumbaba a pesar del convencimiento de unos cuantos locos que se empeñaban en resistir, que estaban convencidos de que la derrota de Alemania era imposible a pesar de que dos ejércitos poderosos estaban cerrando la tenaza cada uno por un lado.

Tardó mucho en regresar a casa. No días, ni semanas, sino dos meses. Todos los soldados iban hacia el este, pero ella viajaba en sentido contrario. No era fácil llegar, pero al final lo consiguió. Cuatro meses de penurias y de miedos. De trenes, de camiones, de autobuses, de campos de refugiados donde la retuvieron contra su voluntad o de caminatas extenuantes por campos embarrados. Era el único paisaje posible después de una guerra. Escombros, miseria, olor a carne podrida y a mierda, y el hambre que te pincha en las entrañas. Y el miedo tampoco se iba a terminar cuando llegase. Lo sabía. Incluso sería peor. Antes o después alguien vendría para acusarla, la señalaría como traidora, y no habría nadie que pudiera defenderla, una voz autorizada que contara que hizo lo que hizo porque era lo mejor para ayudar a echar a los invasores del país, ella no cumplía sino órdenes, igual que todos, igual que tanta gente que lo hacía sin rechistar. Pero también intentaba pensar que también podía ocurrir que nadie sospechase, que con el tiempo todo pasaría y se olvidaría, igual que un mal recuerdo, pero no era tan ilusa, y si hay algo que ya había perdido, lo sabía bien, aunque no quisiera, era la inocencia. ¿Quién podría seguir confiando en los demás después de todo lo que había pasado? Lo único que podía hacer era procurar estar lo más lejos de París que le fuera posible, como si la distancia pudiera salvarla, irse al campo y arreglar la granja, trabajar como si nada hubiera pasado y acostarse cada noche con la incertidumbre de no saber si antes de que amaneciera alguien habría llegado desde el pueblo o quizá desde más lejos, para vengarse, para matarla. Lo pensaba Anna y tal vez lo deseaba.

Pero lo que no podía imaginar Anna era que otro hombre que se resistía a abandonar el mundo de los vivos, porque aún le quedaba una última cosa por hacer, había recorrido la misma senda penosa atravesando Europa. Un hombre que había cambiado tanto después de cinco años que ni siquiera él mismo reconocería su rostro cuando se agachase en un arroyo para lavarse, de vuelta a la que todavía cree que es su casa. El hombre llegaría después que ella, a París, de noche, sin saber que se ha exiliado en una granja recóndita lejos de allí, procurando ocultarse de las miradas de los vecinos no tanto porque pudieran reconocerlo, sino porque tal vez se asustarían al verlo, un espectro que regresa de la tumba, cómo ha podido sobrevivir, se preguntarán si lo ven. La misma pregunta que él se ha hecho durante todos estos años. Cómo he podido sobrevivir a tanto horror.

Y es otra clase de temor, pero miedo también, lo que Anna siente de noche en el tren que la lleva a Berlín. Quizá era por esto por lo que había accedido a ir, intentó convencerse, aunque enseguida se dio cuenta de que lo único que trataba era de justificar su cobardía por no bajarse del vagón en la estación: para no tener que volver a pasar miedo, hambre, frío ni humillaciones. Era una excusa tan buena o tan mala como cualquier otra, tan grandilocuente o tan rebuscada como casi todas, pero Anna sabía el verdadero motivo por el que viajaba a Berlín.

Se arrebujó en una manta para protegerse del frío alemán. Era como si, al haber cruzado la frontera, hubiera bajado la temperatura de pronto. Pensó en Franz Müller, en cuánto se había reducido su mundo desde que lo conoció, cuando era un ingeniero alemán de vacaciones en París que le mandaba flores y cestas de comida para seducirla, dispuesto a conquistarla como un enamorado cualquiera, un hombre solo que pasa unas vacaciones en territorio enemigo y se enamora de una mujer. La pasión es un sentimiento muy extraño que nubla la mente de quienes la padecen: Franz Müller, obsesionado como un colegial porque ella le hiciera caso, no pudo imaginar jamás que había sido el hombre obtuso que ahora ultimaba un vaso de bourbon en el vagón restaurante quien la había convencido de que accediera a acostarse con él. Cuando lo conoció, Robert Bishop era un agente idealista que parecía tener las energías suficientes para echar él solo, si lo hubieran dejado, a toda la Wehrmacht de Francia. Unos pocos años después, se emborrachaba después de cenar para poder dormir, sin sospechar que había una razón íntima que la había convencido para viajar a Berlín con él, tal vez el único motivo al que Anna podía agarrarse después de todo por lo que había pasado. Ninguno, pues, seguía siendo el mismo que fue: Franz Müller oculto como una rata en un Berlín devastado, el cínico agente de la OSS emborrachándose para atrapar el sueño. Y ella tampoco era quien Robert Bishop pensaba. Las personas estaban llenas de claroscuros, monstruos que de repente se revelaban bondadosos, héroes que se comportaban como villanos o ella misma, que había llegado a un punto en el que no sabía de qué lado estaba.

Nada había sido igual desde que los hombres de la Gestapo se llevaron a Rubén. Le costaba conciliar el sueño a Anna si trataba de poner en pie el rompecabezas complicado en el que se había convertido su vida. Al cabo de un rato escuchó los pasos inseguros de Bishop arrastrándose hasta el compartimento contiguo al suyo. Lo sintió detenerse antes de abrir la puerta. Sin verlo supo que estaba ahí, de pie, con la vista borrosa, dudando si entrar en su compartimento para dormir unas cuantas horas y despertarse razonablemente fresco cuando llegasen a Berlín o si golpear su puerta con los nudillos para que lo perdonase por haberle pedido que se acostara con otro hombre después de haberle prometido que haría todo lo posible por traer a Rubén de vuelta a casa.

Anna sabía que él no iba a llamar a su puerta porque sabía que ella jamás le abriría, pero se encogió aún más bajo la manta. La luna le alumbró los ojos al salir de una nube y se tapó los oídos con las manos, con fuerza, para no escuchar los nudillos que no iban a golpear en la puerta de su compartimento ni la voz temblorosa de bourbon del hombre pidiéndole perdón por haberle arruinado la vida, por haberla chantajeado para que volviese a trabajar para él. Tan fuerte se apretó los oídos que temió que la cabeza le pudiese estallar. De repente lo único que deseaba era llegar a Berlín, llegar a Berlín para, que todo acabase de una vez, cuanto antes, que ya no tuviera que pensar en nadie más que en ella misma, cumplir con el pasado, redimir sus pecados y tal vez un día, ojalá que no muy lejano, poder morir en paz.

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