Capítulo 1

NASHVILLE, TENNESSEE. 147 horas.


Al abrir el buzón, la bolsa de la compra que Kelly Reynolds sostenía se rompió y, con el impacto, se abrió un paquete de doce latas de Coca cola light que se desparramaron por todas partes. Así había sido el día, pensó mientras recogía las latas. Había intentado entrevistar a algunos propietarios de los bares de la Segunda Avenida para un artículo que estaba escribiendo, y a dos de sus cinco citas nadie se presentó.

Colocó el correo en lo que quedaba de la bolsa y se encaminó a su apartamento. En cuanto llegó, arrojó todo aquel revoltijo en la mesa de su pequeña cocina. Llenó una taza con agua y la introdujo en el microondas, ajustó el temporizador y luego se apoyó contra el mármol para concederse dos minutos de relax mientras esperaba que sonara la señal acústica. Contempló su imagen reflejada en la ventana de la cocina, que daba a un callejón del barrio West End de Nashville. Kelly era baja, de poco más de un metro y medio, pero corpulenta. Se mantenía en forma gracias a una rutina matutina de abdominales y flexiones. No obstante, la combinación de corpulencia y falta de talla le daban el aspecto de una versión comprimida de una persona que debería haber medido unos centímetros más. Su cabello, grueso y castaño, en los últimos diez años se había ido chispeando de gris. Durante un año Kelly se había esforzado por conservar el color original, pero luego lo dejó estar y aceptó lo que el tiempo le había dado tras cuarenta y dos años en el planeta.

El microondas sonó. Sacó la taza y colocó una bolsita de té en ella para que el agua la empapara. Mientras esperaba, sacó el correo; le interesaba el sobre grueso de color marrón que ya le había llamado la atención cuando se desparramaron las latas. Al leer la dirección del remitente, sonrió: Phoenix, Arizona. Sin duda era Johnny Simmons, un viejo amigo de sus días en la Universidad de Vanderbilt. De hecho, más que un viejo amigo, pensó Kelly al detener su recuerdo en aquellos días que se remontaban ya a una década y media.

Johnny la había pillado de rebote después de que su primer marido la dejara. Durante unos meses ella ancló su psiquis en el puerto emocional que él le brindó. Cuando por fin volvió a sentirse algo más humana, se dio cuenta de que, pese a que Johnny le agradaba, no sentía por él aquella chispa que ella creía necesaria para una relación íntima. Johnny se lo tomó muy bien y se separaron; durante un tiempo no se hablaron, pero luego volvieron a acercarse y llegaron a paladear las mieles de la amistad.

Para Kelly aquella amistad se había consolidado al cabo de tres años, cuando Johnny regresó de El Salvador, donde había realizado un reportaje sobre las escuadras de la muerte ultraderechistas. Durante dos meses permaneció escondido en el apartamento de ella para recuperarse de aquella terrible experiencia. Ahora se llamaban por teléfono una vez por mes para ponerse al día sobre su vida; era un modo de saber que allí fuera había alguien. Lo último que sabía de él era que escribía artículos como periodista independiente para cualquier revista dispuesta a pagarle.

Abrió el sobre y se sorprendió al hallar entre las páginas una casete. Cogió la carta que la acompañaba y leyó.


3 de noviembre de 1996.

«Hola Kelly:

»Al pensar a quién enviar una copia de esta casete, tu nombre fue el primero que me vino a la cabeza, sobre todo por lo que te ocurrió hace ocho años con aquel gracioso de la base aérea de Nellis en Nevada.

»La semana pasada recibí un paquete que contenía una carta y una casete, sin remitente y con matasellos de Las Vegas. Creo que sé quién me la envió. No será difícil localizarlo. Quiero que la oigas. Así que ve a buscar un walkman o pon en marcha tu radiocasete. No hagas copias de ella, no vas a ganar doscientos dólares, quédate esta carta para ti. Y quiero que lo hagas AHORA. Sé que todavía estás allí en pie. Ahora coloca la cinta, pero no la pongas en marcha todavía.»

Kelly sonrió mientras se dirigía hacia su cadena estéreo, precariamente colocada en un estante para libros hecho de ladrillos y tablas de madera. Johnny la conocía y tenía un buen sentido del humor, pero eso no pudo evitar la mala sensación que le provocó la referencia a la base aérea de Nellis. Aquel oficial de inteligencia de las Fuerzas Aéreas había destruido su carrera como cineasta.

Kelly dejó a un lado los pensamientos negativos, puso la casete y reanudó la lectura.

«Bien. Voy a darte la misma información que había en la carta que recibí con la cinta. De hecho, voy a darte una copia de la carta que la acompañaba. Mira la página siguiente, por favor.»

Kelly pasó la página y encontró una fotocopia de una carta escrita a máquina.


«Sr. Simmons:

»En este paquete encontrará una cinta que grabé durante la noche del 23 de octubre de este año. Estaba haciendo un barrido en la amplitud de onda UHF. A menudo escucho a los pilotos de la base aérea de Nellis cuando realizan maniobras. Cuando estaba haciéndolo capté la conversación que va a escuchar.

»Por lo que sé, se produjo entre un piloto de un F15,(Víctor Dos Tres), la torre de control de Nellis, que recibe el nombre de Dreamland, y el comandante de vuelo del piloto del F15,(Víctor Seis).

»El piloto participaba en las maniobras de Bandera Roja, unas maniobras cuerpo contra cuerpo de Nellis. Con estas prácticas, en las que se simulan combates, las Fuerzas Aéreas entrenan a sus pilotos. En el complejo de Groom Lake de la Reserva de Nellis disponen de un escuadrón completo de aviones de modelo soviético que se emplea para este tipo de entrenamiento.

«Saque sus propias conclusiones de lo que escuche en la cinta.

»Si desea hablar conmigo, venga a Las Vegas. Vaya al "Buzón". Si no sabe lo que es, pregunte y lo sabrá. Yo vendré a usted.

»EÍ Capitán.»

Kelly pasó la página. Sonrió al leer.

«Escucha la cinta.»

Con el mando a distancia puso en marcha el radiocasete. Las voces se oían sorprendentemente bien, lo cual hizo que Kelly se preguntara por el equipo que se había empleado para grabar aquella cinta. No podía haber sido alguien con una grabadora delante de un altavoz de radio. Se oía con toda claridad el chasquido del ruido parásito al final de cada transmisión y, como indicaba la carta, se distinguían tres voces distintas.


«-Víctor Dos Tres, aquí control Dreamland. Está violando espacio aéreo de acceso restringido. Corrija inmediatamente la dirección a uno ocho cero.

»-Víctor Dos Tres, aquí control Dreamland. Repetimos, está violando espacio aéreo de acceso restringido. Corrija inmediatamente la dirección a uno ocho cero. Cambio.»

Intervino entonces una nueva voz que tenía al fondo el estruendo apagado de un reactor.

«-Víctor Dos Tres, aquí Víctor Seis. Obedezca inmediatamente a control Dreamland. Cambio.

»-Seis, aquí Dos Tres. Me iré de aquí en un instante. Cambio.

»-Negativo, Dos Tres. Aquí, control Dreamland. Obedezca nuestras órdenes de inmediato. Cambio.»

El comandante volvió a intervenir.

«-Slick, lo han pillado. Obedezca. Sabe que no podemos inmiscuirnos en espacios restringidos. Cambio.

»-Aquí Dos Tres, voy a… ¡Mierda! Tengo que… ¡Dios mío! ¿Qué es eso? Un duende a las tres y subiendo. Nunca he…»

La voz calmada e implacable del control Dreamland intervino.

«-Dos Tres, corte inmediatamente la transmisión, corrija la dirección a uno ocho cero y descienda para aterrizar en Groom Lake. Es una orden. Cambio.»

El piloto del F15 estaba cada vez más nervioso.

«-¡Esta cosa no tiene alas! ¡Se está moviendo! ¡Viene hacia aquí! Sólo se vive una vez. Estoy…»

Se oyó ruido parásito.

«-¡Estaba cerca! [ruido parásito]. Encima de… [ruido parásito]. ¡Dios mío!… Está girando… [de nuevo, chasquidos]. ¡Oh! Es…»

La voz se interrumpió de pronto.

– Dos Tres. Aquí seis. ¿Cuál es su estado, Slick? Cambio.»

Silencio.

«-Cambio. Control Dreamland. Aquí, Víctor Seis. ¿Tiene a Dos Tres en su campo? Cambio.

»-Víctor Seis, aquí control Dreamland. Regrese inmediatamente al campo de aviación de Nellis. Las maniobras quedan canceladas. Se ordena a todos los aviones aterrizar inmediatamente. Quédense en el aparato hasta ser desalojados por el personal de seguridad. Cambio.

»-Quiero saber la posición de Dos Tres. Cambio.

»-Hemos perdido a Dos Tres de nuestro campo. Iniciamos operación de búsqueda y rescate. Cumpla las órdenes. Fin de las transmisiones. Corto.»


La cinta terminó. Kelly se quedó inmóvil en su asiento durante unos segundos, pensando en lo que acababa de escuchar. Conocía muy bien el nombre de Dreamland. Retomó la carta de Simmons.


«Sí, sé exactamente lo que estás pensando, Kelly. Podría tratarse de un engaño o una trampa como la que te tendieron a ti. Pero he hablado de ello con un amigo mío de las Fuerzas Aéreas. Me dijo que la mayor parte del cielo cercano a Nellis es uno de los espacios aéreos más restringidos del país, más incluso que el de la Casa Blanca. Me comentó también que durante las prácticas de Bandera Roja los pilotos intentan ampliar los límites de su zona de entrenamiento aéreo de la cordillera de Nellis atravesando la zona restringida para así obtener una ventaja táctica. Si ese piloto se atrevió a cruzar por el complejo de Groom Lake/Área 51 e intentó tomar un atajo, seguramente vio algo que no debería haber visto. Está claro que tropezó con algo.

»Ya me conoces. Voy a ir allí para echar un vistazo. Resulta tan interesante que incluso si no consigo saber nada del piloto, por lo menos podré escribir un par de artículos sobre el complejo Groom Lake. Es posible que Technical u otras revistas científicas de este tipo quieran comprármelos.

»Estaré allí la noche del día nueve. Mi plan es regresar a casa el día diez. No quiero estar más tiempo que el necesario. Pase lo que pase te llamaré el día diez a las nueve de la mañana. En caso de que no pueda llegar a casa a esa hora, cambiaré el mensaje de mi contestador a distancia antes de las nueve de la mañana del día diez.

»Sé que todo esto parece muy melodramático, pero cuando estuve en El Salvador, un lugar del que ya nadie se acuerda, me resultó útil tener a alguien esperando una llamada. Eso impidió que aquellos cabrones me golpeasen demasiado y que me retuvieran para siempre si me pillaban en lugares en los que no debía estar. Así que, si no recibes noticias mías a las nueve de la mañana del día diez, significará que me han cogido. En ese caso confío en ti para que hagas lo que creas necesario. ¡Me lo debes, compañera!

»Deséame suerte. Por cierto, si por casualidad ¡cha chááán! las autoridades me hacen desaparecer, te envío una copia de la cinta y de la carta; también he adjuntado una llave de mi apartamento.

»Gracias.

»Besos.

Johnny.»

Kelly no necesitó mirar el calendario. Era la tarde del día nueve. Sacó la cinta del aparato y la llevó, junto con las cartas, a su escritorio. Tomó la llave que llevaba prendida en el cuello y abrió el cajón del archivo. Sacó una carpeta titulada «Nellis» y la dejó sobre el escritorio.

La abrió de golpe. El primer documento que vio fue una carta escrita a máquina en el papel oficial de las Fuerzas Aéreas. La firma de la parte inferior mostraba que procedía del oficial encargado de las relaciones públicas de la base, el mayor Prague.

– Cabrón, -dijo Kelly en voz baja al recordar aquel hombre.

Colocó la carta de Johnny Simmons y la cinta en el interior de la carpeta, volvió a colocarla en el archivo y lo cerró. Sobre la mesa sólo había un marco de plata con una fotografía en blanco y negro de un hombre joven vestido de militar. Llevaba una boina de color negro y una pistola ametralladora Sten colgada al hombro.

Se reclinó en el asiento y se quedó pensando mientras miraba la fotografía. «Parece que Johnny ha picado el anzuelo, papá. -Golpeó suavemente sus labios con un lápiz y suspiró-. Maldita sea, Johnny. Siempre estás causando problemas, pero esta vez creo que te has pasado.»


CORDILLERA DE LA BASE AÉREA DE NELLIS CERCANÍAS DE GROOM LAKE 244 horas

– Espere aquí, -ordenó Franklin mientras frenaba el magullado Bronco II.

Las luces de freno no se encendieron. Antes de tomar aquel camino de tierra había quitado los fusibles. Johnny Simmons, sentado en el asiento del copiloto, se inclinó hacia adelante y escrutó la oscuridad. Era de suponer que Franklin conocía tan bien el trayecto que podía conducir por él sin faros. A pesar de que el camino se destacaba como una línea recta más iluminada en un terreno por lo demás oscuro, conducir en la oscuridad resultaba inquietante.

Simmons se frotó la frente. Llevaban ya varios metros de ascensión y sentía un ligero dolor de cabeza debido a la menor densidad del aire. Era un hombre alto y delgado, de piel pálida cubierta de pecas. Simmons no aparentaba para nada sus treinta y ocho años, y su mata de pelo pelirrojo despeinado le daba un aire todavía más juvenil.

Franklin fue a un lado de la carretera y desapareció en la oscuridad de la maleza durante unos minutos, luego su sombra cruzó la carretera y volvió a desaparecer unos minutos más. Al regresar sostenía cuatro varillas cortas de plástico verde.

– Son antenas para los sensores, -explicó-. El mes pasado descubrí los sensores. Me preguntaba por qué los camuflados me descubrían tan rápidamente. Aparecían a los veinte minutos de tomar este camino. Luego llamaban al sheriff y había problemas.

– ¿Cómo encontró los detectores? -preguntó Simmons mientras se aseguraba de que la micrograbadora de activación por la voz del bolsillo de su chaqueta se activaba.

– Utilicé un receptor que registra frecuencias de banda. Conduje por la zona y me paré cuando capté que algo estaba transmitiendo, -dijo Franklin-. Exactamente a cuatrocientos noventa y cinco con cuarenta y cinco megaherzios.

– ¿Para qué cuatro antenas?, -preguntó Simmons- ¿No bastaría con dos?

– Están desplegadas en pares a cada lado del camino, -repuso Franklin negando con la cabeza-. De este modo pueden saber en qué dirección vas según el orden en que se activan. -Franklin hablaba rápido, tenía ganas de impresionar a Simmons con sus conocimientos.

Esta simple lógica tranquilizó a Simmons por un momento. Por primera vez se preguntó si no se estaría excediendo en sus posibilidades. Al constatar que el Área 51 no se encontraba en ningún mapa topográfico y que todos los caminos que llevaban a la reserva de Nellis estaban señalizados con postes de acceso prohibido y advertencias en rojo, Simmons había buscado ayuda. Conoció a Franklin en Rachel, una localidad situada en la carretera 375 que circulaba por el noreste de la reserva de Nellis. Los expertos en ovnis habían coincidido en que Franklin era la persona capaz de llevarlo a echar un vistazo al Área 51, el lugar que el piloto de las Fuerzas Aéreas estaba sobrevolando cuando fue abordado por el control Dreamland y por aquel objeto desconocido que el piloto vio.

A Simmons no le sorprendió que Franklin fuera un joven con barba que más parecía estudiar poesía en la universidad que conducir a la gente a visitar instalaciones secretas del gobierno. Trabajaba en una pequeña casa destartalada desde la que publicaba un folleto informativo para aficionados a los ovnis. Se emocionó al ver las credenciales y el historial de publicaciones de Simmons. Por lo menos, alguien con cierta credibilidad y prestigio se ponía en el camino que había trazado, y prometió a Simmons llevarlo tan cerca como le fuera posible del Área 51, el nombre en clave con que se conocía el complejo de Groom Lake.

Simmons se preguntó si tal vez Franklin era el «Capitán» que le había enviado la cinta y la carta pero no lo creía. No parecía haber ninguna necesidad de subterfugios y Franklin parecía verdaderamente sorprendido de verlo. Veinte minutos antes habían pasado ante el Buzón del camino de tierra, donde había dos coches y una furgoneta aparcados. Los avistadores de ovnis saludaron cuando el Bronco pasó. El Buzón, un pequeño y desvencijado buzón metálico situado al lado del camino, era el último lugar seguro para observar el cielo del complejo de Groom Lake/Área 51. A Johnny le pareció que los avistadores no se sorprendían al ver pasar la furgoneta de Franklin. Éste puso de nuevo en marcha el vehículo y avanzó unos treinta metros.

– Los sensores captan vibraciones de los vehículos que pasan, pero no de las personas andando o los animales. Luego, transmiten la información a quienquiera que esté encargado de la seguridad del lugar. Sin las antenas no pueden transmitir. Ahora estamos fuera de cobertura. Vuelvo en un segundo

Bajó del vehículo y volvió a desaparecer durante unos minutos para atornillar de nuevo las antenas en los sensores.

Avanzaron unos tres kilómetros por el camino, luego Franklin salió de la carretera y aparcó al abrigo de una gran sierra que se erigía hacia el oeste como un muro negro, sólido e inclinado: la White Sides Mountain. Simmons descendió del vehículo siguiendo el ejemplo de Franklin.

– Va a hacer frío, -dijo Franklin en voz baja mientras sacaba una pequeña mochila que se hallaba en la parte trasera de la furgoneta.

Simmons se alegró de haber cogido un jersey de más. Se lo puso y luego volvió a colocarse la chaqueta encima. En Rachel había hecho una temperatura agradable, pero tras la puesta de sol la temperatura se había desplomado.

Los dos se giraron al oír un gran estruendo procedente del este. El ruido era cada vez más fuerte. Franklin señaló el cielo con el dedo.

– Allí. ¿Ve esas luces que se mueven? -dijo mientras con la nariz hacía un ruido en señal de mofa-. Algunos de los que acampan por la zona del Buzón confunden las luces en movimiento de los aviones con ovnis. Cuando un avión está en su ruta final de vuelo, las luces parecen estar suspendidas en el aire, sobre todo cuando entra directamente por encima del Buzón.

– ¿Es el 737 que me comentó? -preguntó Simmons.

Franklin se rió nervioso.

– No, no lo es.

El avión giró sobre sus cabezas y a continuación desapareció por encima de la White Sides Mountain para ir a aterrizar al otro lado. Al cabo de unos treinta segundos llegó otro avión igual al primero.

– Son aviones de transporte de las Fuerzas Aéreas, del tipo mediano, seguramente Hércules C130. Se oyen los motores de turbopropulsión. Deben de estar transportando algo. Todo el equipo y las provisiones se llevan al Área 51 en avión.

El ruido de los motores aumentó, se prolongó durante unos minutos y luego volvió a reinar el silencio.

Franklin tendió la mano.

– La cámara.

Simmons dudó. La Minolta con teleobjetivo de largo alcance que colgaba de su cuello era parte de su indumentaria, como su jersey.

– Ése fue el trato, -dijo Franklin-. Si el sheriff aparece, habrá muchos menos problemas. En mi oficina ya vio los negativos y las fotos que he tomado del complejo. Las tomé a la luz del día y con una cámara mejor que ésta. Son mejores que las que podría conseguir de noche incluso con una película especial y con una gran exposición.

Simmons se quitó la cámara, la pérdida del peso alrededor de su cuello le incomodó. No le gustaba la idea de tener que pagar a Franklin unas fotografías que podía tomar él mismo. Además, ¿qué pasaría si descubrían algo? Antes de partir había visto que Franklin ponía una cámara en la mochila. Simmons vio el truco: si ocurría algo, Franklin quería tener fotos en exclusiva y ganarse un sobresueldo vendiendo fotografías propias. Entregó la cámara al joven y éste la cerró en la parte trasera de la camioneta. Franklin sonrió y sus dientes brillaron con la luz de la luna que resplandecía sobre sus cabezas.

– ¿Listo?

– Listo, -dijo Simmons.

– Vamos allá.

Franklin tomó aire varias veces, luego se encaminó hacia un atajo situado en la escarpada falda de la montaña y empezó a avanzar de forma resuelta. Simmons lo seguía. El ruido de sus botas contra el terreno poco firme y pedregoso resultaba sorprendentemente fuerte en la oscuridad a medida que iba ascendiendo.

– ¿Cree que nos habrán descubierto? -preguntó Simmons.

Franklin se encogió de hombros y su gesto se perdió en la oscuridad.

– Bueno, sabemos que los sensores no nos han captado. Si alguno de los vigilantes camuflados en la oscuridad ha visto avanzar mi furgoneta por la carretera, el sheriff estará aquí en media hora. Veremos las luces desde arriba. Los camuflados, que son los encargados de la seguridad del perímetro externo del complejo, vienen en coche por este lado de la montaña. Si ven que llevamos cámaras, es posible que vengan antes. Otra razón por la que no hay que llevarlas. El hecho de que no hayamos visto a nadie significa que es muy probable que no nos hayan descubierto. Si es así, podremos pasar toda la noche aquí arriba sin ser molestados.

– ¿Las Fuerzas Aéreas no se cabrean con usted por inmiscuirse en sus instalaciones? -preguntó Simmons cuando Franklin reemprendió la marcha.

– No lo sé. -Franklin se rió de nuevo. El sonido era irritante para Simmons-. Imagino que sí, si supiesen que soy yo. Pero, como no lo saben, que se jodan. Todavía estamos en territorio civil y así nos mantendremos durante todo el camino, -explicó Franklin deteniéndose un poco al ver que el paso de su invitado era más lento-. Pero si el sheriff aparece, confiscará de todos modos el carrete, así que es mejor no echar más leña al fuego. Además, tenemos una especie de acuerdo entre caballeros. Desde que el pasado año las Fuerzas Aéreas compraron la mayor parte de la sección noreste, éste es el único lugar dentro del territorio civil desde el que puede verse la pista. Muchos se quedan en el Buzón porque no quieren líos, pero no estamos haciendo nada ilegal subiendo esta montaña.

»Sin embargo, pronto no será legal venir aquí, -prosiguió Franklin-. Las Fuerzas Aéreas pretenden obtener también este terreno. En cuanto lo consigan, el lago ya no podrá verse desde ningún punto del territorio público. Y apuesto algo a que no está permitido sobrevolar esta área. Durante este año han embargado unas cuantas tierras por aquella zona. -Señaló hacia el norte-. La oficina de gestión del territorio era la que las controlaba. A veces iba allí a observar. -Franklin tendió la mano a Simmons cuando llegaron al final del atajo y comenzaba propiamente la montaña-. Lo querían todo, pero la ley dice que a partir de cierto número de hectáreas ha de haber juicio, de forma que durante estos últimos años las Fuerzas Aéreas han ido embargando hasta el límite y probablemente lo hagan de nuevo este año, hasta que consigan lo que quieren, trozo a trozo.

A Simmons le habría gustado preguntar más cosas, pero estaba sin aliento para hacer otra cosa más que proferir una especie de gruñido.

– Todavía nos quedan otros doscientos cincuenta metros hacia arriba, -dijo Franklin.


EL CUBO, ÁREA 51. 243 horas, 37 minutos.

La sala subterránea medía veinticuatro por treinta metros y sólo podía accederse a ella desde los grandes hangares recortados en la ladera de Groom Mountain mediante un ascensor de gran tamaño. Quienes trabajaban en ella, que, además de los miembros de Majic12, es decir, el comité de control de todo el proyecto de Dreamland, eran los únicos que sabían de su existencia, la llamaban el Cubo. Este nombre resultaba más fácil para la lengua que el nombre oficial de la sala, centro de comando y control, cuya abreviatura oficial era CCC o C3.

– Tenemos dos puntos calientes en el sector alfa cuatro, -anunció uno de los hombres que controlaban el banco de monitores de ordenador.

Había tres filas de consolas con ordenadores. En la pared central había una pantalla de seis metros de ancho por tres metros de altura que dominaba la sala. En ella podía visualizarse toda la información que se quisiera, desde mapas del mundo hasta imágenes de satélite.

El jefe de operaciones del Cubo, el mayor Quinn, echó un vistazo por encima del hombro de su subordinado. Quinn era de estatura y complexión medianas. Tenía el pelo rubio y escaso y lucía unas grandes gafas de carey con lentes bifocales para ver de cerca y de lejos. Se pasó la lengua por los labios con nerviosismo y miró a la figura que se encontraba al final de la sala y que estaba sentada frente a la consola de control principal.

A Quinn le molestaba tener intrusos husmeando precisamente esa noche. Había muchas cosas planeadas y, lo más importante, el general Gullick, el comandante del proyecto, estaba allí, y su presencia ponía nervioso a todo el mundo. La butaca del general estaba situada sobre una tarima, de forma que podía ver desde arriba todo lo que ocurría abajo. Por detrás ella se abría una puerta que conducía a un pasillo, el cual desembocaba en la sala de conferencias, la oficina y las habitaciones de Gullick, las salas de descanso y una pequeña cocina. El ascensor estaba situado a la derecha de la galería principal. En la sala reinaba el ruido de los equipos y el leve silbido que hacía el aire filtrado que era enviado a la sala por los grandes ventiladores del hangar superior.

– ¿Qué ha pasado con los sensores?- preguntó Quinn mientras hacía comprobaciones en su propio terminal portátil-. Detecto una avería en la carretera.

– Yo no sé nada de la carretera, -informó el operador-. Pero están ahí, -añadió apuntando a su pantalla-. Tal vez hayan venido andando para evitar los sensores.

Los perfiles brillantes de los dos hombres se distinguían perfectamente. El radar térmico situado en una montaña a seis kilómetros al este de la White Sides Mountain enviaba una imagen excelente a aquella habitación a sesenta y un metros por debajo de la Groom Mountain, una montaña que se encontraba a siete kilómetros y medio de donde estaban los dos hombres. En ese terreno el radar térmico era muy eficaz para detectar gente por la noche. El descenso rápido de temperaturas al anochecer hacía que la diferencia de calor entre los seres vivos y el terreno circundante fuera grande.

Quinn tomó aire. Algo no iba bien. Significaba que dos hombres habían traspasado el límite de seguridad externa constituido por la policía de seguridad de las Fuerzas Aéreas, -los denominados «camuflados» por los locales-, de acreditación baja y con autorización para obligarlos a marcharse o para llamar al sheriff. Como la policía de seguridad de las Fuerzas Aéreas desconocía lo que realmente se hacía en el Área 51, el uso de ese cuerpo se restringía al perímetro externo. Quinn no quería avisar todavía al personal de seguridad interna porque ello exigiría informar de la intrusión al general. Por otra parte, algunos de los métodos que empleaba el personal de seguridad interna le resultaban cada vez más inquietantes.

Quinn decidió tratarlo con la máxima discreción posible.

– Avise a la policía de seguridad.

– Los intrusos se encuentran dentro del perímetro externo, -protestó el operador.

– Lo sé, -dijo Quinn en voz baja-. Pero vamos a intentar guardar el secreto. Podemos enviar una pareja de la policía de seguridad en tanto que los intrusos se mantengan a ese lado de la montaña.

El operador se volvió y dio las órdenes por su micrófono.

Quinn se enderezó en cuanto el general Gullick volvió la vista de la gran pantalla. En ese momento ésta presentaba la superficie del mundo en la forma de un mapa en el sistema Mercator.

– ¿Situación? -preguntó bruscamente el general.

Tenía una voz grave que a Quinn le recordó a James Earl Jones. Gullick descendió los escalones metálicos de su sitio y avanzó hacia Quinn. El general medía casi dos metros y se mantenía todavía tan erguido como en sus tiempos de cadete en la academia de las Fuerzas Aéreas hacía treinta años. Los anchos hombros abarcaban por completo su uniforme azul y conservaba el abdomen tan plano como cuando jugaba de defensa en el equipo de rugby de la Academia. Los únicos cambios notables que los años habían dejado en él eran las arrugas en su rostro negro y la cabeza rapada, el ataque final contra su cuero cabelludo, que había empezado a volverse gris hacía una década.

Quinn pensó que parecía oler los problemas.

– Tenemos dos intrusos, señor, -informó señalando a la pantalla. Luego apuntó la mala noticia-. Se encuentran ya en el sector alfa cuatro.

El general no preguntó por los sensores del camino. Esa explicación vendría después y no cambiaría para nada la situación actual. En la guerra del Vietnam el general se había ganado la fama de jefe duro de un escuadrón que pilotaba Phantoms F6 de soporte a las tropas de tierra. Quinn había oído rumores sobre Gullick, el chismorreo habitual que circulaba incluso en aquella unidad militar tan secreta. Se decía que al general, cuando era un joven capitán, se lo conocía por haber lanzado, en su celo por aniquilar el enemigo, su artillería dentro de «la zona de peligro», esto es, dentro de la distancia de seguridad con respecto a las unidades de tierra amigas.

Si alguno de esos aliados resultaba herido durante la acción, Gullick argüía que de todos modos habría resultado herido en el combate en tierra.

– Avise a Landscape -dijo Gullick con brusquedad.

– Tengo a la policía aérea en camino… -comenzó a decir Quinn.

– Negativo -repuso Gullick-. Esta noche van a ocurrir cosas demasiado importantes. Quiero a esa gente fuera de aquí antes de que Nightscape se ponga en marcha.

A regañadientes, Quinn dio la orden para que Landscape actuara. Miró la pantalla principal. Justo encima de ella un visor digital mostraba 143:34 P. Se mordió por dentro el labio. No entendía por qué esa noche, a falta de menos de seis noches para la prueba de vuelo de la nave nodriza, lanzaban una misión de Nightscape. Eso sólo era una de las muchas cosas que ocurrían desde el año pasado y que Quinn no comprendía. El general no toleraba discusiones y, a medida que la cuenta atrás se aproximaba, su carácter era más irascible.

Quinn llevaba cuatro años trabajando en el Cubo. Era el hombre de mayor rango no perteneciente al consejo, esto es, Majic12, que dirigía el Cubo y todas las actividades afines. De forma que él era el enlace entre todo el personal militar y civil y Majic12. Cuando los miembros del consejo no estaban, y eso ocurría con frecuencia, Quinn era el responsable de las actividades diarias del Cubo y de todo el complejo del Área 51. Los subordinados de Quinn sólo sabían lo necesario para efectuar sus tareas específicas. En cambio, los miembros de Majic12 lo sabían todo. Quinn se encontraba en un punto intermedio. Tenía acceso a mucha información confidencial, pero sabía también que había algo a lo que no se le permitía acceder. De todos modos, incluso él se daba cuenta de que algo estaba cambiando. Las prisas por la nave nodriza, las misiones de Nightscape y otros muchos sucesos se salían de la norma seguida durante sus tres primeros años de permanencia. El Cubo y todo lo que controlaba era bastante anormal de por sí.

A Quinn no le gustaba que Gullick y los de Majic12 complicaran más las cosas.

El general Gullick levantó un dedo y Quinn se apresuró a acudir junto a él detrás de otro operador cuya pantalla mostraba un enlace vía satélite en directo también con una imagen térmica.

– ¿Algo en el Punto de Apoyo a la Misión? -preguntó Gullick.

– PAM desocupado, señor.

Gullick miró a un tercer oficial cuya pantalla mostraba varias imágenes captadas en vídeo de grandes hangares con paredes de piedra, lo que tenían sobre sus cabezas.

– ¿Estado del agitador número tres?

– Listo, señor

– ¿Ha entrado ya el C130? -preguntó Gullick mirando a Quinn.

– Aterrizó hace treinta minutos, señor -contestó Quinn.

– ¿El Osprey?

– Listo para partir.

– Adelante.

Quinn se apresuró a hacer lo que le habían ordenado.

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