Capítulo 33

ESPACIO AÉREO, OCÉANO PACÍFICO.


– Para que las cosas vayan mejor, tendrán que ir primero peor -dijo Turcotte.

– ¿Qué ocurre ahora? -preguntó Kelly.

– Nuestro enlace vía satélite indica que también tenemos compañía por arriba. Parece como si hubiera un grupo de interceptores esperando que entremos en su zona de peligro.

– ¿Y cuál es la parte buena? -preguntó Kelly.

– Bueno, que siempre antes de que algo vaya a peor, mejora -dijo Turcotte -. O eso o estás muerto.

– Una buena filosofía -dio ella para sí.

Un grupo de f16 del Abraham Lincoln esperaba en el Pacífico describiendo círculos por la ruta de vuelo prevista para el objetivo que había de seguirse. Eso fue así hasta que de repente surgieron pequeñas bolas incandescentes y todas las naves perdieron potencia en los motores.

El general Gullick cerró los ojos mientras escuchaba los informes de pánico de los pilotos cuando sus motores se incendiaban. Se quitó los auriculares y miró al piloto.

– ¿Hacia dónde nos dirigimos?

– He proyectado la ruta de vuelo del agitador número cuatro -informó el piloto. Señaló la pantalla con la cabeza. Una línea cruzaba recta desde su emplazamiento actual a más de mil seiscientos kilómetros al este de Colombia, dirección sur.

– ¿La Antártida? -preguntó Gullick-. No hay nada ahí.

– Mmm, de hecho, señor, ya lo he comprobado. Y hay una isla en esa ruta. La isla de Pascua.

– ¿La isla de Pascua? -repitió el general Gullick-. ¿Y qué cono es la isla de Pascua?

No esperó una respuesta. Inmediatamente se puso en comunicación por radio con el almirante al cargo de la fuerza operativa del Abraham Lincoln. De ahí surgió una discusión que duró cinco minutos puesto que las prioridades del almirante eran algo distintas a las de Gullick. El quería recuperar los aparatos hundidos. Finalmente llegaron a un acuerdo y la mayoría de la fuerzas operativas se dirigió hacia el sur a velocidad de ataque hacia la isla de Pascua, mientras varios destructores se quedaban detrás para recoger a las tripulaciones.

Turcotte vio que los puntos de las naves que esperaban desaparecieron de la pantalla. Sintió un nudo en el estómago a pesar de que aquello era algo, en apariencia, positivo.

– Dígame, profesor. Cuénteme más cosas sobre la isla de Pascua -dijo Turcotte.

– Hay dos grandes volcanes en la isla -informó Nabinger-. Rano Raraku al sureste y Rano Kao. Ambos tienen un lago en el cráter. En la falda del Raraku se encuentran las canteras donde se tallaban las estatuas de piedra y se esculpían en piedra dura. Ahí se han hallado algunas estatuas en varios estadios de creación. Los habitantes tallaban las estatuas tumbadas sobre la espalda. Luego continuaban tallando hasta llegar a la espina dorsal. A continuación las transportaban a sus emplazamientos, y las colocaban en una plataforma.

»Es importante resaltar -prosiguió- que la carretera principal que lleva de Raraku está flanqueada por estatuas, y hay quien piensa que era una ruta de procesión.

– ¿Para culto a las cabezas de fuego? -preguntó Kelly.

– Es posible. Hay quien piensa que, simplemente, las estatuas fueron abandonadas cuando la gente se levantó contra los sacerdotes que dirigían su construcción. Emplearon un número enorme, casi increíble de recursos para la creación y al desplazamiento de las estatuas. Seguro que afectó gravemente la economía de la isla, y la teoría es que posiblemente el pueblo se levantara en contra.

– Así que Raraku es el lugar donde hay que ir -interrumpió Turcotte.

– Tal vez -Nabinger se encogió de hombros-. Pero en el borde del otro volcán importante, el Rano Kao, a unos mil seiscientos metros de altura, es donde los antiguos habitantes erigieron la ciudad de Orongo, su ciudad sagrada. El lago del cráter tiene, por lo menos, un kilómetro y medio de diámetro. Delante de la orilla de Kao hay una pequeña isla llamada Moto Nui donde anidan unos pájaros, las golondrinas de mar. En la antigüedad, cada año, en septiembre, se celebraba la fiesta del hombrepájaro. Los hombres jóvenes saltaban desde la cima del volcán a los acantilados del mar, nadaban hasta Moto Nui, y cogían un huevo de golondrina de mar. El primero que llegaba se convertía en hombrepájaro del año.

– Muy bien, muy bien -dijo Turcotte frotándose la frente-. Tenían hombres pájaro. Tenían volcanes. Y grandes estatuas. Tenían una escritura extraña en tablas de madera. ¿Pero qué es lo que buscamos? ¿Hay algo extraño que indique la presencia del guardián?

– No.

– Entonces, ¿qué estamos…? -Turcotte dejó de hablar cuando el piloto exclamó:

– ¡Tenemos compañía!

Vieron que en el exterior seis cazas Fu escoltaban la nave.

– No me gusta esto -musitó Scheuler. Los cazas Fu no hacían ningún movimiento amenazador y, por lo contrario, se mantenían en posición mientras avanzaban hacia el sur.

– ¿A qué distancia estamos? -preguntó Turcotte.

– Llegada prevista de aterrizaje a la isla de Pascua en dos minutos.

Los cazas Fu iban más despacio y se acercaban a la nave, formando una caja.

– No creo que tengamos opción sobre qué mirar en la isla -dijo Kelly -. Creo que el guardián ya lo ha decidido por nosotros.

– Estamos bajando -anunció innecesariamente el capitán Scheuler, pues todos los que estaban en el aparato podían ver que la isla que había bajo sus pies se iba haciendo mayor. El agitador estaba siendo detenido por algún tipo de fuerza que había tomado el mando.

– Nos dirigimos al cráter de Rano Kao -indicó Nabinger, señalando la superficie lunar del lago situado en el centro de aquel volcán enorme.

– ¿Esta cosa es hermética? -preguntó Turcotte a Scheuler.

– Eso espero. -La respuesta fue optimista.

– ¡Agarraos bien! -exclamó Turcotte al ver que descendían por el borde del cráter.

Se precipitaron al interior del lago sin que se produjera una gran sacudida y luego se encontraron sumidos en la oscuridad total. Durante medio minuto reinó el silencio, era imposible saber el camino que estaban tomando. Un punto de luz brilló delante de ellos, ligeramente por encima. Su tamaño era cada vez mayor.

La luz filtrada por el agua era cada vez más brillante e intensa. De repente, salieron del agua y se encontraron en una gran caverna. El agitador se levantó por encima de la superficie del agua que cubría la mitad del suelo y se colocó sobre una roca seca que había en la otra mitad.

– Estamos atrapados -anunció Scheuler cuando el revestimiento del disco volvió a ser opaco. Probó los controles-. No podrá ponerse en marcha.

A unos mil doscientos metros por encima de la isla de Pascua, el general Gullick contempló impotente cómo el agitador desaparecía en las aguas del cráter.

– ¿Podría dejarnos en el aeropuerto de la isla? -preguntó al piloto.

– Señor, es una pista comercial. Si aterrizamos ahí, el secreto de este avión será descubierto.

– Mayor. -La risa de Gullick tenía un matiz de locura-. Hay muchas cosas que van a dejar de ser secretas en cuanto amanezca si no me pongo al mando de esto. Y eso no lo puedo hacer estando aquí arriba. Aterrice.

– Sí, señor.

– Veamos qué tenemos aquí -dijo Turcotte yendo hacia la escalera que llevaba a la escotilla superior. Subió por ella y abrió la escotilla. Se puso sobre la superficie del agitador y miró alrededor mientras los demás se arremolinaban alrededor-. Yo diría hacia allí-dijo señalando un túnel que había al final de la zona de tierra.

– Tú, primero -dijo Kelly acompañándose con un gesto de la mano.

Turcotte encabezó la marcha con Nabinger a su lado y los demás atrás, mientras Kelly se quedaba en la retaguardia. El túnel estaba iluminado con haces de luz que parecían formar parte del techo. El suelo primero subió dando falsas esperanzas de que tal vez llevara a la superficie, pero luego volvió a bajar y torció hacia la derecha.

Penetraron en una caverna algo mayor que el Cubo. Había tres paredes de piedra, pero la más alejada era de metal. En ella había una serie de paneles de control complejos con muchas palancas y botones. No obstante, lo que llamó la atención de todos fue una gran pirámide dorada de seis metros de altura que se encontraba en el centro de la caverna. Turcotte se detuvo. Se parecía a la que había en Dulce, pero ésta era de mayor tamaño. No brillaba como la otra y Turcotte no sintió las molestias que había experimentado en Dulce.

Siguió de mala gana a los demás, que avanzaban en silencio hacia la base de la pirámide contemplando con respeto la superficie pulida. En el metal había grabados débilmente caracteres en runa superior.

– ¿Qué os parece? -preguntó Turcotte a nadie en particular-. Estoy seguro de que esta cosa controla lo que fuera que condujo al agitador hacia aquí y que nos impide marcharnos.

– ¿Por qué tienes esta prisa en marcharte? -preguntó Kelly-. Vinimos para esto.

– He sido entrenado para tener siempre preparada una vía de escape -repuso Turcotte mirando con desconfianza la pirámide.

– Bueno, pues tranquiliza los ánimos -replicó Kelly.

– Mis ánimos están tranquilos -contestó Turcotte-. Tengo la sensación de que a la salida de esta caverna nos espera una gran cantidad de grandes armas.

– Éste tiene que ser el guardián -dijo Kelly.

Todos se quedaron quietos cuando Nabinger pasó las manos por encima de la runa superior.

– Es maravilloso. Es el hallazgo más maravilloso de la historia de la arqueología.

– Esto no es historia, profesor -dijo Turcotte mientras avanzaba por la sala-. Se trata de aquí y ahora y necesitamos saber qué es esa cosa.

– ¿Puede leer? -preguntó Kelly.

– Puedo leer algo, sí.

– Pues manos a la obra -dijo Turcotte.

A los cinco minutos de que Nabinger empezara, todos se asombraron al ver un resplandor dorado que salía del vértice de la pirámide. Turcotte se alegró de no tener la sensación de mareo que le produjo la otra pirámide. Sin embargo, se inquietó cuando vio que una especie de zarcillo dorado en estado gaseoso procedente de la esfera se abrazaba alrededor de la cabeza de Nabinger.

– Calma -dijo Kelly cuando Turcotte quiso avanzar-. Esta cosa, sea lo que fuere, está al mando. Deja que Nabinger averigüe lo que quiere.

El primer helicóptero del Abraham Lincoln llegó una hora y treinta minutos después de que Gullick hubiera aterrizado en el aeropuerto internacional de la isla de Pascua. Considerando que cada semana sólo había cuatro vuelos en el aeropuerto y aquél era uno de los días sin vuelo, no tuvieron problema en ocupar las instalaciones.

El hecho de que la isla fuera chilena y estuvieran violando las leyes internacionales no preocupaba en absoluto al general Gullick. Hizo caso omiso de las nerviosas solicitudes del almirante que estaba al frente de las fuerzas operativas del Abraham Lincoln y las transmisiones procedentes de Washington cuando la gente a cargo advirtió que estaba ocurriendo algo extraño.

– Quiero que se preparen para un ataque aéreo -ordenó Gullick-. El objetivo es el volcán Rano Kao. Todo lo que tengan. El objetivo está sumergido en las aguas del cráter.

El almirante hubiera hecho caso omiso a Gullick excepto por una cosa muy importante. Aquel general sabía las palabras del código para dar luz verde a aquel tipo de misión. En la cubierta del Abraham Lincoln se desplegaron los misiles inteligentes y las tripulaciones empezaron a colocarlos en las alas del avión.

Al cabo de dos horas, Nabinger tenía una mirada perdida en el rostro y el zarcillo salía de él y regresaba a la esfera dorada.

– ¿Qué ha podido saber? -preguntó Kelly mientras todos se arremolinaban alrededor.

– ¡Es increíble! ¡Increíble! -exclamó Nabinger agitando la cabeza mientras reposaba su vista lentamente sobre lo que le rodeaba-. Me habló de un modo que no podría explicarles. Tanta información. Tantas cosas que nunca entendí. Ahora todo encaja. Todas las ruinas y los descubrimientos, todas las runas, todos los mitos. No sé por dónde empezar.

– Por el principio -sugirió Von Seeckt-. ¿Cómo llegó ahí esa cosa? ¿De dónde vino la nave nodriza?

Nabinger cerró un momento los ojos, luego empezó a explicar.

– En la Tierra había una colonia alienígena, por lo que puedo adivinar, más que una colonia era un destacamento. Los alienígenas se llamaban a sí mismos los Airlia. Llegaron aquí hace unos diez mil años. Se asentaron en una isla. -El profesor levantó una mano cuando Turcotte hizo un ademán para empezar a hablar-. No era esta isla. Era una isla en el otro océano. En el Atlántico. Una isla que en una leyenda humana recibió el nombre de La Atlántida.

»Desde ahí exploraron todo el planeta, donde había una especie propia muy parecida a ellos. -Nabinger sonrió-. Nosotros. Intentaron evitar el contacto con los humanos. No estoy totalmente seguro del porqué estaban aquí. Tendría que tener más contacto. Me imagino que simplemente fue una expedición científica, aunque sin duda había un aspecto militar en todo aquello.

– ¿Pretendían conquistar la Tierra? -preguntó Turcotte.

– No. Hace diez mil años nosotros no éramos precisamente un peligro interestelar. Los Airlia estaban en guerra con otras especies o, tal vez, entre ellos mismos. Por lo que me ha dicho no puedo saberlo muy bien, pero creo que se trataba de lo último. La palabra empleada para el enemigo era distinta. Si el enemigo hubiera sido uno de ellos creo que lo podría decir porque… -Nabinger se detuvo-. Me estoy yendo del tema.

»Los Airlia vivieron aquí durante varios milenios, cambiando el personal en turnos de trabajo. Entonces ocurrió algo, no aquí, en la Tierra, sino en su guerra interestelar. -Nabinger se pasó la mano por la barba-. La guerra no iba bien y ocurrió algún tipo de desastre de forma que los Airlia de aquí quedaron aislados. Parece que el enemigo podía hallar a los Airlia por sus naves interestelares -Miró a Von Seeckt-. Ahora ya sabemos el secreto de la nave nodriza. El comandante de la colonia tuvo que decidir: recogerlo todo y volver al sistema de donde provenían o bien quedarse. Naturalmente, la mayoría de los Airlia querían regresar, puesto que, incluso en el caso de que se quedaran y no fueran detectados, siempre existía la posibilidad de que el enemigo los descubriera.

«Evidentemente, si se marchaban serían detectados y habría una persecución por el espacio. Había también un factor adicional, uno que por lo visto el comandante de los Airlia consideró muy importante. Él era uno de los que había programado al guardián, por lo que la mayoría de las cosas que he aprendido son bajo su punto de vista. Se llamaba Aspasia. -Hizo una pausa y continuó-: Aspasia sabía que incluso si se marchaban, la señal de sus motores podría ser rastreada por el enemigo y entonces la Tierra sería descubierta por otros. Para él aquello equivalía a sentenciar el planeta a su destrucción. Le parecía que sólo ese factor excluía la huida. Por otra parte, las leyes por las que se regía decían que no podía poner en peligro este planeta ni la vida que contenía.

»Sin embargo, entre los Airlia había otros que no eran tan nobles ni tenían tanto respeto por las leyes. Querían regresar y no quedar atrapados en aquel planeta primitivo para el resto de sus vidas. Los Airlia lucharon entre sí y ganó el bando de Aspasia. Sin embargo, éste sabía que mientras hubiera una posibilidad de regresar, siempre existiría una amenaza. Sabía también que incluso su ubicación en la isla, la Atlántida, podía violar sus normas de no interferencia.

»Por lo tanto trasladó la nave nodriza y la escondió. Luego dispersó a sus hombres. Algunos, los rebeldes, ya lo habían hecho y se encontraban en distintas partes del planeta. Aspasia escondió siete agitadores en el Antártico y -Nabinger señaló detrás de su espalda- trasladó su ordenador central, el guardián, a la isla de Pascua, que por aquel entonces estaba deshabitada. A continuación condujo dos platillos más para que permanecieran con la nave nodriza. -Nabinger tomó aire-. Bueno, hizo eso antes de hacer una última cosa. Destruyó su destacamento en la Atlántida para que, si el enemigo penetraba en aquel sistema solar, no pudiera descubrir que los cabeza de fuego habían estado ahí. Borró por completo cualquier rastro de su existencia en la Tierra y escondió el resto. -Nabinger miró la pantalla-. Aspasia dejó activado el guardián con los caza Fu bajo su control por si cambiaba el curso de la guerra o si su propia gente regresaba a este sector del espacio. Evidentemente, eso nunca ocurrió. -El profesor volvió la vista del ordenador-. Otros entre los Airlia, los que no estaban de acuerdo con Aspasia, posiblemente intentaron dejar su propio mensaje a su gente al saber que el guardián estaba en marcha.

»Ahora ya sé el porqué y el cómo de las pirámides. Eran balizas espaciales construidas por los rebeldes con la tecnología limitada que encontraron y la mano de obra humana que pudieron emplear para intentar comunicarse con su gente si alguna vez llegaban lo suficientemente cerca. Y luego está lo de la bomba que los rebeldes robaron. Aspasia lo sabía, pero no podía entrar y robarla, pues era imposible hacerlo sin que los humanos vieran su poder y conocieran su existencia o sin que los rebeldes la hicieran estallar. Verán -prosiguió Nabinger-. Los rebeldes no eran muchos. Nunca fueron más de unos pocos miles entre todos los Airlia que había en el planeta. Y se marcharon a otros lugares y se labraron su propio camino entre los humanos. La teoría difusionista de Jorgenson es cierta. Existen, en efecto, conexiones entre esas civilizaciones antiguas y hay una razón por la que todos empezaron aproximadamente a la vez, si bien la razón no fue el que el hombre pudiera atravesar el océano. Se debió a que la Atlántida fue destruida y los Airlia tuvieron que dispersarse por el planeta.

– Vi una pirámide como el guardián pero más pequeña en el nivel inferior de Dulce -dijo Turcotte.

– Sí, ése era el ordenador que escondieron los rebeldes -explicó Nabinger-. No era tan potente como el guardián, pero aun así más evolucionado que cualquier cosa que podamos entender. Gullick y su gente seguramente lo consiguieron este año, cuando se hizo el hallazgo en Jamiltepec, México.

– Y que Gullick puso en marcha -dijo Turcotte pues todas las piezas encajaban

– Así es -dijo Nabinger-. Y no funcionó del modo en que Gullick pensaba. No pudo controlarlo y, de hecho, el ordenador de los rebeldes lo controlaba a él. Quería la nave nodriza. Aquello era lo que los rebeldes querían más que cualquier otra cosa: el único modo de regresar a su casa.

– Ya le dije -advirtió Von Seeckt volviéndose hacia la doctora Duncan- que no debíamos intentar hacer volar la nave nodriza. ¡El general Gullick y su gente podían haber lanzado la ira de aquel enemigo contra nuestro planeta!

– No creo que Gullick supiera exactamente lo que estaba haciendo -dijo Turcotte mientras se frotaba el lado derecho de la cabeza.

– La amenaza a la que los Airlia se enfrentaron ocurrió hace miles de años -apuntó la doctora Duncan-. Sin duda…

– Sin duda, nada -la interrumpió Von Seeckt. Y señaló la pantalla que había tras él-. Esa cosa todavía funciona. Los cazas Fu que este ordenador controla todavía funcionan. Los agitadores todavía vuelan. ¿Qué le hace creer que el equipo del enemigo no está funcionando en algún lugar, esperando a captar una señal y entrar y destruir la Tierra? Es evidente que los Airlia desconectaron la nave nodriza porque estaban perdiendo la guerra.

– Esto nos sobrepasa -advirtió Lisa Duncan-. Tendremos que hacer que el Presidente venga aquí.

De repente el resplandor dorado se volvió blanco y luego apareció una imagen tridimensional. Mostraba un cielo de primeras horas de la mañana y una serie de pequeños puntos que se desplazaban por él.

– ¿Qué es eso? -preguntó la doctora Duncan.

– Es posible que no tenga la oportunidad de hablar con el Presidente -dijo Turcotte-. Son los F16 que vienen hacia aquí.

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