Capítulo 5

LAS VEGAS, NEVADA. 133 horas.

– Sin tratamiento, un año, aproximadamente; pueden ser seis meses más, seis menos. Con tratamiento, tal vez medio año más.

El anciano no pestañeó ante el anuncio del doctor Cruise. Asintió con la cabeza, cogió un bastón negro con una empuñadura de plata con su mano izquierda marchita y se levantó.

– Gracias, doctor.

– Podemos iniciar el tratamiento mañana por la mañana, profesor Von Seeckt -añadió nerviosamente el doctor Cruise, como para dulcificar sus palabras.

– Está bien.

– ¿Quiere algo que…? -el doctor Cruise se interrumpió al ver que el anciano levantaba la mano.

– Estaré bien. No estoy sorprendido. Este año, cuando me hospitalizaron, me informaron de que probablemente ocurriría. Sólo quería confirmarlo y creo también que merecía el respeto de que fuera usted quien me lo dijera. Mi escolta me llevará a casa.

– Lo veré esta mañana en la reunión -dijo el doctor Cruise irguiéndose ante la indirecta implícita en las palabras de Von Seeckt.

– Buenos días, doctor.

Y con ello Werner von Seeckt se dirigió al vestíbulo del hospital, donde fue flanqueado inmediatamente por dos hombres en cazadora negra y pantalones de uniforme, con la mirada escondida detrás de unas gafas de sol.

Lo introdujeron en un coche que los esperaba y se dirigieron a la pista de la base aérea de Nellis, donde un pequeño helicóptero negro aguardaba para conducirlo en dirección noroeste. En cuanto el helicóptero despegó, Von Seeckt se reclinó en el asiento levemente acolchado y contempló el terreno que se desplegaba por debajo. El desierto norteamericano era su casa desde hacía ya más de cincuenta años, pero su corazón todavía suspiraba por las laderas cubiertas de árboles de los Alpes de Bavieria donde había crecido. Siempre esperó poder volver a ver su patria antes de morir, pero ahora sabía que ya no podría. Nunca le permitirían marcharse, aunque hubieran pasado tantos años.

Desplegó una hoja de papel en la que había escrito el mensaje que había encontrado en su buzón de voz mientras esperaba en la consulta del doctor Cruise: «poder sol; prohibido; lugar origen; nave, nunca más; muerte a todos los seres vivientes». Recordó la gran pirámide.

Von Seeckt se reclinó en el asiento. Todo regresaba otra vez, como en un gran círculo. Su vida volvía a estar donde la había dejado cincuenta años antes. La pregunta que había de hacerse a sí mismo era si había aprendido algo y si ahora estaba dispuesto a actuar de otro modo.


EL NIDO DEL DIABLO, NEBRASKA. 132 horas.

Debajo de la red de camuflaje que Turcotte había ayudado a tender durante la oscuridad, los mecánicos dejaron los helicópteros listos para volar: habían desplegado los rotores y los habían ajustado en su sitio. Los pilotos iban de un lado para otro haciendo las comprobaciones previas al vuelo.

Turcotte se encontraba tendido boca abajo en el perímetro de la primitiva pista de despegue, mientras realizaba una guardia de cuatro horas en la que controlaba la única carretera de asfalto que llevaba a la pista. La carretera estaba en mal estado. Entre las grietas habían crecido plantas y hierbas y parecía obvio que aquel lugar había sido abandonado hacía tiempo. Evidentemente, eso no significaba que no fuera posible que alguien subiera ahí arriba con un vehículo todoterreno y tropezara con ese punto de apoyo a la misión. Por ello, las órdenes de Turcotte eran detener a cualquiera que se acercase por la carretera.

La cuestión que todavía quedaba por responder -aunque Turcotte no la había pronunciado en voz alta- era el tipo de misión a la que aquel punto iba a prestar apoyo. Prague había dado órdenes durante toda la noche, pero eran de tipo inmediato, dirigidas a la seguridad de ese lugar, sin que revelaran en ningún momento qué harían en cuanto el sol se ocultara y fuese de noche.


EL CUBO, ÁREA 51 230 horas, 30 minutos

La sala de reuniones se encontraba a la izquierda del centro de control según se salía del ascensor. Estaba insonorizada y diariamente se rastreaba la presencia de micrófonos ocultos. El Cubo nunca había sufrido un incidente de seguridad y el general Gullick estaba decidido a mantener intacto ese récord.

Una gran mesa rectangular de caoba rodeada por doce butacas de piel ocupaba el centro de la sala. Gullick ocupaba la presidencia de la mesa y esperaba en silencio que se ocuparan las demás sillas. Observó cómo Von Seeckt entraba cojeando y se sentaba en la butaca del otro extremo de la mesa. Gullick ya sabía por el doctor Cruise que el estado terminal de Von Seeckt se había confirmado. Para Gullick aquello era una buena noticia. Aquel anciano hacía tiempo que había dejado de ser útil.

Gullick dirigió su atención a la persona más joven de la sala, sentada inmediatamente a su derecha. Era una mujer de escasa estatura y cabello negro, cara delgada y vestida de forma sobria con un traje gris. Era la primera reunión a la que asistía la doctora Lisa Duncan y, a pesar de que una de las dos prioridades del orden del día era informarle sobre el proyecto, para Gullick aquello no era prioritario. De hecho, en la coyuntura tan importante en que se encontraba el proyecto, le disgustaba tener que malgastar tiempo en poner al corriente a una persona nueva.

También se daba la circunstancia de que la doctora Duncan era la primera mujer que tenía acceso a aquella sala. Sin embargo, dado que ocupaba la silla reservada al asesor presidencial, por lo menos debía darse la impresión de respeto. Gullick se pasó los dedos de la mano izquierda por la cabeza rapada, acariciando la piel como si quisiera tranquilizar al cerebro que cubría. ¡Había tanto que hacer en tan poco tiempo! ¿Por qué habrían sustituido al asesor anterior? El predecesor de la doctora Duncan era un profesor de física, tan fascinado por lo que hacían arriba en el hangar, que nunca había causado problemas.

La semana anterior Kennedy, el representante de la CÍA, había informado a Gullick del nombramiento de la doctora Duncan y de su visita. Gullick ordenó al hombre de la CÍA buscar en el pasado de Duncan. Era una amenaza, Gullick estaba convencido de ello. Su repentino nombramiento y aquella primera visita no podían ser una coincidencia.

– Buenas tardes, señores y… señora -añadió Gullick con una inclinación de cabeza-. Les doy la bienvenida a esta reunión de Majic12. -El brazo de su silla llevaba incorporadas unas teclas. Gullick pulsó una de ellas y la pared situada detrás de él se iluminó con una imagen computerizada a gran escala. La misma imagen apareció en la consola horizontal que se hallaba en el extremo de la mesa, ante la vista exclusiva de Gullick:

«Presentación de la asesora presidencial. Estado actual de los agitadores. Estado actual de la nave nodriza. Proyecto de prueba de la nave nodriza».

– Éste es el orden del día de hoy. -Gullick miró a los presentes en la mesa-. Lo primero, ya que tenemos un nuevo miembro, es presentarse. Empezaré por mi izquierda y seguiremos en el sentido de las manecillas del reloj.

– Señor Kennedy, vicedirector de operaciones, de la Agencia Central de Inteligencia. Nuestro contacto con el servicio secreto.

Kennedy era el hombre más joven de la sala. Llevaba un elegante traje de tres piezas. Gullick pensó que si no fuera porque estaban a quinientos metros bajo tierra, llevaría gafas de sol. No le gustaba Kennedy por su edad y por su actitud agresiva, pero sin duda era necesario. Kennedy lucía un poblado pelo rubio y un bronceado intenso que parecía estar fuera de lugar ante los otros hombres que se hallaban en la mesa de reuniones.

– General de división Brown, vicedirector de personal, Fuerzas Aéreas. Las Fuerzas Aéreas tienen la responsabilidad global de la administración y la logística del proyecto y de la seguridad externa. General de división Mosley, vicedirector de personal, Ejército -siguió diciendo Gullick-. El Ejército proporciona personal de ayuda a la seguridad.

»Contraalmirante Coakley, vicedirector, inteligencia naval. La Marina se encarga del contraespionaje. Doctor Von Seeckt, director del consejo científico, Majic12. El doctor Von Seeckt es la única persona de esta sala que ha estado en el proyecto desde el principio -explicó-. Doctora Duncan, nuestro último miembro, asesora presidencial en Majic12 en ciencia y tecnología.

»Señor Davis, coordinador de proyectos especiales, Organización de Reconocimiento Nacional. La ORN es la agencia a través de la cual se dirigen nuestros fondos. Doctor Ferrell, profesor de física, Instituto de Tecnología de Nueva York. Nuestro jefe del consejo científico responsable de las tareas de ingeniería invertida. Doctor Slayden, psicólogo del proyecto, Majic12 -siguió presentando Gullick-. Doctor Underhill, de aeronáutica, laboratorio de propulsión. Nuestro experto en vuelos. Doctor Cruise, médico. -Gullick dio por terminadas las presentaciones.

»Me complace dar la bienvenida a nuestro grupo a la doctora Duncan. -La miró-. Sé que ya le han entregado la documentación confidencial informativa sobre la historia del proyecto Majic12, así que no voy a aburrirla con esa información; de todos modos, me gustaría repasar algunos puntos clave de nuestra operación tal como se encuentran en la actualidad.

»En primer lugar, todo detalle relacionado con el proyecto es estrictamente confidencial, con acreditación Q y de nivel 5. Es el nivel máximo posible de clasificación. Majic12, que es el nombre oficial con que se designa el grupo de personas que se encuentran en esta mesa, existe desde hace cincuenta años. Durante estos años jamás hemos sufrido un incidente de seguridad.

«Nuestra misión principal es doble: primero aprender a volar con los agitadores y rediseñar a la inversa su sistema de propulsión. -Pulsó una tecla y apareció la fotografía de nueve discos plateados, alineados en un hangar inmenso. Aunque era difícil distinguirlo claramente en la fotografía, parecía que cinco discos fueran idénticos entre sí, mientras que los otros cuatro eran algo distintos-. Llevamos treinta y tres años volando con los agitadores y su tripulación la integran dos pilotos, que son los que conocen su funcionamiento. Sin embargo, no hemos logrado conocer su sistema de propulsión. -Echó un vistazo a los asistentes y arqueó una ceja.

– Estoy al corriente de esta investigación -intervino Duncan. Gullick asintió.

– Seguimos volando con los agitadores para mantener en forma las tripulaciones de vuelo y también para proseguir con las pruebas del sistema de propulsión y sus características de vuelo. Tenemos varios prototipos del motor del agitador, pero todavía no hemos podido crear uno que funcione correctamente -dijo, sin mencionar los grandes problemas con que habían topado durante los años y aliviado por poder pasar precipitadamente los errores del pasado y encararse al futuro-. Nuestro segundo objetivo, la nave nodriza, es una historia totalmente distinta.

En la pantalla apareció un objeto con una forma semejante a la de un gran puro negro alargado, colocado también en un hangar de paredes de piedra. Aunque era imposible determinar la escala de la nave, incluso en esa proyección de dos dimensiones daba la impresión de ser inmensa.

– Durante todos estos años la nave nodriza ha desafiado a nuestros mejores científicos, pero por fin creemos disponer de suficiente conocimiento del sistema de control para activar el sistema de propulsión. En la actualidad ésta es nuestra prioridad número uno del proyecto. Será…

– Será un desastre poner en marcha la nave nodriza -interrumpió Von Seeckt mirando a la doctora Duncan-. No tenemos la menor idea de cómo funciona. Sí, claro, estos locos le dirán que entendemos el sistema de control, pero eso no tiene nada que ver con la mecánica y la física del motor en sí. Es como invitar a una persona a ver la cabina de un bombardero nuclear y creer que podrá manejarlo pues, al fin y al cabo, sabe conducir un coche y los controles del bombardero y los del coche son muy parecidos. Es de locos.

El párpado izquierdo de Gullick se agitó nervioso pero el tono de voz era tranquilo.

– Gracias, Von Seeckt, pero ya lo hemos discutido. Nunca entenderemos la nave nodriza si no intentamos examinarla. Este es el sistema que empleamos con los agitadores y…

– ¡Y todavía no comprendemos su sistema de propulsión! -agregó Von Seeckt.

– Sin embargo, podemos volar con ellos y los estamos utilizando -apuntó el doctor Ferrell, el físico-. Y cada día estamos más cerca de entenderlos.

– ¡Pero es peligroso jugar con juguetes que no entendemos! -exclamó Von Seeckt.

– ¿Esta prueba es peligrosa? -preguntó la doctora Duncan muy tranquila en comparación con la voz exaltada de Von Seeckt.

Gullick la miró. Antes de la reunión había estudiado el archivo confidencial que Kennedy le había dado sobre ella. Posiblemente, él sabía sobre ella más de que lo que ella misma recordara. Treinta y siete años, dos veces divorciada, un hijo en una universidad privada en Washington, un doctorado en biología médica en Stanford, una carrera de éxitos en el mundo de los negocios y ahora, gracias a su amistad con la Primera Dama, un cargo político, tal vez el más delicado de la administración. Por supuesto, Gullick sabía que el Presidente no alcanzaba a entender la importancia de Majic12. Y eso revelaba el callejón sin salida al que conducía el secretismo que rodeaba el proyecto. Como realmente no podían decir a nadie lo que estaba ocurriendo, a menudo eran apartados del sistema. Pero existían modos de evitar aquello y los miembros de Majic12 llevaban mucho tiempo perfeccionándolos.

– Señora -dijo Gullick, adaptando la fórmula militar para dirigirse a una mujer-todo es peligroso, pero las pruebas de vuelo posiblemente son las tareas más peligrosas del mundo. A lo largo de mi carrera he volado aviones experimentales. En el transcurso de un año, en la base aérea de Edwards, ocho de los doce hombres de mi escuadrón murieron asesinados al quitar micrófonos ocultos de un nuevo fuselaje de avión. En este caso nos enfrentamos a tecnología alienígena. No diseñamos esta nave, pero tenemos una cosa a nuestro favor -añadió-: empleamos una tecnología que funciona. El mayor peligro que debía superar como piloto de pruebas era hacer que el equipo fuera a una velocidad que le permitiera funcionar. En este caso sabemos que esta nave vuela. La cuestión es saber cómo lo hace. -Gullick giró levemente su butaca y apuntó a la nave nodriza, que reposaba en una plataforma hecha con vigas de acero-. Ahora nos encontramos a unas ciento treinta horas para la primera prueba de vuelo. Sin embargo, antes de intentarlo simplemente hemos de ponerla en marcha y ver qué pasa.

»Éste es el motivo por el que esta reunión se celebra hoy: podrá ver por sí misma que no hay peligro. Utilizando la analogía del doctor Von Seeckt, pero en sentido propio, simplemente colocaremos a nuestro hombre en el asiento del piloto y haremos que ponga en marcha los motores y luego los desconecte. La nave no irá a ningún sitio. Nuestro hombre no es un niño. Hemos reunido a los mejores cerebros del país para trabajar en este proyecto.

Von Seeckt profirió un bufido de enojo.

– Teníamos las mejores mentes del país en el ochenta y nueve, entonces…

– Ya basta, doctor -interrumpió bruscamente Gullick-. La decisión ya está tomada. Ésta es una reunión informativa, no de toma de decisión. A las trece horas, hora local de hoy, los motores de la nave nodriza se pondrán en marcha y luego se desconectarán inmediatamente. La decisión ya se ha tomado -repitió-. Bueno, ¿proseguimos con el orden del día?

La pregunta no admitía más respuesta que el asentimiento.

Durante los treinta minutos siguientes, la reunión se desarrolló como estaba programada, sin interrupciones. Gullick la dio formalmente por concluida.

– Doctora Duncan, si lo desea, puede dar una vuelta por el hangar y por las demás instalaciones y estar presente en el momento en que llevemos a cabo la prueba en la nave nodriza.

– Me gustaría mucho -contestó ella-, pero primero desearía hablar un momento a solas con usted.

– Caballeros, si nos disculpan -dijo Gullick y añadió-: Personal señalado, por favor, esperen fuera.

– Hay varias cosas que no logro entender -dijo Lisa Duncan en cuanto la sala se desocupó.

– Hay varias cosas que no logramos entender -la corrigió el general Gullick-. La tecnología con la que trabajamos va por delante de nuestro tiempo.

– No me refiero a la tecnología -replicó Duncan-. Me refiero a la gestión de este programa.

– ¿Algún problema con ello? – preguntó Gullick en un tono gélido.

La doctora Duncan fue franca.

– ¿Por qué ese secretismo? ¿Por qué razón ocultamos todo esto?

Gullick se relajó ligeramente.

– Hay muchas razones para ello.

– Dígamelas, por favor -dijo la doctora Duncan.

Gullick encendió un puro sin atender a los avisos de «NO FUMAR» prendidos en las paredes de la sala de reuniones del Cubo. La burocracia del gobierno llegaba incluso a los lugares más secretos.

– Este programa se inició durante la Segunda Guerra Mundial, y por esta razón al principio se consideró confidencial. Luego siguió la guerra fría y, con ella, la necesidad de mantener esa tecnología, o lo que sabíamos de ella, fuera del alcance de los rusos. De hecho, un estudio llevado a cabo por nuestro personal revelaba que si los rusos hubieran descubierto entonces que disponíamos de esta tecnología, la balanza del poder se habría desequilibrado y tal vez se hubieran lanzado a una guerra nuclear preventiva. Yo diría que es una buena razón para mantener este secreto.

La doctora Duncan sacó un cigarrillo del bolso y, señalando con el dedo el cenicero, preguntó:

– ¿Le importa? -No esperó la respuesta y encendió el cigarrillo-. La guerra fría terminó hace más de media década, general. Continúe enumerando razones.

El músculo derecho de la mandíbula de Gullick se crispó.

– La guerra fría habrá terminado, pero existen todavía misiles nucleares de países extranjeros que apuntan a este país. Trabajamos con una tecnología que podría cambiar el curso de la civilización. Esto es suficiente…

– ¿Y no podría ser -interrumpió la doctora Duncan- que todo esto sea confidencial porque siempre lo ha sido?

– Entiendo lo que dice. -Gullick intentó una sonrisa conciliadora pero no funcionó. Pasó un dedo sobre la carpeta que contenía el informe de Kennedy sobre Duncan y tuvo que frenar el impulso de tirárselo a la cara-. Sería más sencillo entender el secretismo que rodea a Majic12 simplemente como un resto de la guerra fría, pero aquí existen implicaciones más profundas.

– ¿Como cuáles? -Duncan no esperó la respuesta-. ¿Una de esas implicaciones más profundas tal vez podría ser que este proyecto se creó de forma ilegal? ¿O quizá que la importación de gente como Von Seeckt para trabajar en él, que constituye una violación frontal de la ley y también de un decreto presidencial vigente en aquel tiempo, además de otras actividades realizadas desde entonces expondrían al personal implicado en este programa a sufrir persecución criminal?

Los números rojos brillantes incorporados a la mesa, junto a la pantalla del ordenador, señalaban 130 horas, 16 minutos. Eso era lo único que importaba a Gullick. Ya había hablado con algunos sobre cómo tratar a la doctora Duncan. Era el momento de empezar con lo que habían acordado.

– Lo que ocurriera hace cincuenta años no es asunto nuestro -dijo-. Nos preocupa el impacto que tendrá entre la población el conocimiento público de este programa.

El doctor Slayden, el psicólogo del programa -continuó-, forma parte del personal por este motivo. De hecho, vamos a mantener una reunión informativa con él, a las ocho de la noche en el despacho número doce. Él le explicará mejor el asunto, pero basta con decir que las implicaciones sociales y económicas de revelar al público lo que tenemos en el Área 51 son asombrosas. Tanto que, desde la Segunda Guerra Mundial, cada Presidente ha acordado el secretismo más absoluto acerca de este proyecto.

– Bueno, tal vez este Presidente -dijo la doctora Duncan- no piense igual. Los tiempos están cambiando. Se ha invertido gran cantidad de dinero en este proyecto y los beneficios han sido mínimos.

– Si logramos que la nave nodriza vuele -repuso Gullick-, habrá merecido la pena.

La doctora Duncan apagó el cigarrillo y se puso en pie.

– Eso espero. Buenos días, señor. -Se giró sobre sus altos tacones y se encaminó hacia la puerta.

En cuanto se hubo marchado, los hombres de Majic12 vestidos de uniforme y los representantes de la CÍA y la ORN volvieron a entrar. La actitud de Gullick distaba mucho de ser cordial.

– La doctora Duncan está husmeando. Sabe que aquí pasa algo más.

– El doctor Slayden debe darle datos sobre las implicaciones de la revelación del proyecto -dijo Kennedy.

– Le he hablado de la reunión con Slayden y ya tiene su informe por escrito -replicó Gullick-. No, no; está buscando algo más.

– ¿Cree usted que puede saber algo de Dulce? -preguntó Kennedy.

– No. Si hubiera alguna sospecha sobre ello ya lo sabríamos. Estamos conectados con todos los sistemas de espionaje del país. Tiene que haber algo más.

– ¿La operación Paperclip? -preguntó Kennedy.

– Ha dicho que Von Seeckt y otros habían sido reclutados de forma ilegal. -Gullick asintió-. Sabe demasiado. Si tiran de la manta demasiado fuerte podrían desenmarañarlo todo.

– Podemos ser más duros con ella, si es preciso -dijo Kennedy señalando el informe.

– Es la representante del Presidente -advirtió el general Brown.

– Necesitamos tiempo -sentenció Gullick-. Creo que la charlatanería psicológica del doctor Slayden la mantendrá ocupada. Si no… -Gullick se encogió de hombros-, podremos ser más duros. -Miró la pantalla del ordenador y, cambiando de tema, preguntó al director de la inteligencia naval-: ¿Cuál es el estado de Nightscape 967?

– Todo parece ir bien -respondió el contraalmirante Coakley-. El PAM está seguro y todos los elementos, en su sitio.

– ¿Y qué hay de la infiltración del periodista y el otro tipo la noche pasada? -quiso saber Gullick.

– Ya está todo limpio y, además, hemos obtenido un beneficio adicional de la situación -informó Coakley-. El apellido del otro era Franklin. Un aficionado a los ovnis. Fue una persona molesta durante mucho tiempo con sus publicaciones desde su casa en Rachel. Ya no tenemos que preocuparnos por él. Está muerto y tenemos una historia verosímil que lo cubre.

– ¿Cómo lograron penetrar en el perímetro externo? -exigió Gullick todavía no satisfecho.

– Franklin desatornilló las antenas de los sensores de cada lado de la carretera -respondió Coakley-. Lo sabemos por la grabadora que llevaba el periodista.

– Quiero que el sistema sea sustituido. Es anticuado. Hay que utilizar sensores láser en todos los caminos.

– Sí, señor.

– ¿Y el periodista?

– Ha sido trasladado a Dulce. Era un periodista independiente. Estamos trabajando en una historia que explique su desaparición.

– No volverá a ocurrir -dijo Gullick en un tono de voz autoritario.

– No, señor.

– ¿Y qué hay de Von Seeckt? -preguntó Kennedy-. Si sigue causando problemas, la doctora Duncan empezará a hacer más preguntas.

– Está resultando muy molesto -admitió Gullick, frotándose la sien-. Lo único que podemos hacer es acelerar un poco su reloj biológico. Encargaremos la misión al buen doctor y nos aseguraremos de que no vuelva a causar problemas. Hace tiempo que ha dejado de ser útil a este programa. Hablaré con el doctor Cruise.


EL NIDO DEL DIABLO, NEBRASKA. 230 horas.

– ¿Qué es eso? -preguntó Turcotte al hombre vestido con un traje gris de vuelo.

– Un sistema de rayos láser -respondió sin más, cerrando la caja metálica donde se encontraba el sofisticado aparato que había llamado la atención de Turcotte.

Nunca había visto un aparato de láser que pudiera reducirse al tamaño de una maleta, pero el técnico no parecía dispuesto a hablar de tecnología. Una pregunta más que queda sin respuesta.

– Duerme un poco. Vas a necesitar el descanso -dijo Prague apareciendo de repente a sus espaldas-. Estaremos dispuestos para partir en cuanto oscurezca y luego no podrás dormir. -Prague sonrió-. Duerme bien, carnaza -añadió en alemán.

Turcotte se quedó mirándolo durante unos segundos y luego se dirigió hacia el lugar donde dormitaban los hombres de seguridad fuera de guardia, al abrigo que ofrecían varios árboles. Cogió un saco de dormir de GoreTex y se metió en él, cerrando la cremallera alrededor de su barbilla. Durante unos minutos pensó en todo lo que había visto hasta ese momento, preguntándose qué le habrían dicho a Prague de él. Finalmente, decidió que no sabía qué estaba ocurriendo, ni lo que Prague sabía y entonces desconectó el cerebro.

En cuanto se durmió, otras escenas ocuparon su mente. Las últimas palabras de Prague en alemán resonaban en su cerebro y Turcotte se sumió en un sueño con el eco de un arma y voces en alemán gritando de miedo y de dolor.


EL HANGAR, ÁREA 51 129 horas, 40 minutos

Lisa Duncan había leído las cifras y estudiado las fotografías secretas, pero éstas no fueron suficientes para emprender el alcance real de la operación. Mientras volaba hacia el Área 51 a bordo de uno de los helicópteros negros, había quedado impresionada por la larga pista y las instalaciones de la base en el exterior, pero eso no fue nada comparado con lo que vio oculto en su interior.

Tras tomar el ascensor para subir desde el Cubo, ella y su escolta de científicos entraron en una gran sala cavada dentro de la roca de la Groom Mountain. Era el hangar que tenía más de un kilómetro de longitud y medio de ancho. Tres de las paredes, el suelo y el techo, a cientos de metros sobre sus cabezas, eran de roca. El otro lado estaba formado por una serie de puertas correderas camufladas que se abrían hacia el extremo norte de la pista.

El tamaño real del hangar sólo podía apreciarse en ocasiones especiales, como ahora, cuando todos los espacios divisorios estaban abiertos y se podía mirar hacia adelante de un extremo a otro. La doctora Duncan se preguntó si lo habrían hecho para impresionarla. Si era así, lo habían conseguido.

Todavía estaba preocupada por su discusión con el general Gullick. Había sido informada de su misión por el asesor de seguridad nacional del Presidente e incluso él parecía no estar seguro de lo que se hacía en Majic12. De todos modos, a la doctora Duncan esto no la impresionaba. Cuando trabajaba con las empresas médicas a menudo había tenido que manejarse con la burocracia y le parecía que era una masa ingente de estructuras que se autopropagaban y que se servían sólo a sí mismas. Como Gullick le había dado a entender, Majic12 existía hacia cincuenta y cuatro años. Lo que no había dicho era que el Presidente para el que trabajaba la doctora Duncan llevaba allí sólo tres. Sabía que eso significaba que los miembros de Majic12 se creían implícitamente más legitimados que las autoridades elegidas para supervisar el proyecto.

La CÍA, la Agencia Nacional de Seguridad, el Pentágono… todo eran sistemas burocráticos que habían sobrevivido a numerosas administraciones y cambios en los aires políticos. Majic12 era otro más, sólo que más secreto. La cuestión, sin embargo, era ¿por qué Gullick y los demás tenían tanta prisa para que la nave nodriza volase? Aquella cuestión y otros rumores inquietantes acerca de las operaciones de Majic12 habían llegado a Washington, y ése era el motivo por el que ella se encontraba ahí. El programa ya tenía alguna mancha, como le había indicado a Gullick, pero era una mancha del pasado, había repuesto él. La mayoría de los hombres implicados en la operación Paperclip hacía tiempo que habían muerto. Debía averiguar qué estaba ocurriendo. Para hacerlo tenía que prestar atención, así que, cuando su guía habló, ella dejó a un lado sus preocupaciones.

– Este hangar lo construimos en mil novecientos cincuenta y uno -explicó el profesor Underhill, el experto en aeronáutica-. Con los años lo hemos ido ampliando. -Señaló con el dedo las nueve naves plateadas que yacían en sus respectivas plataformas-. Usted dispone de toda la información sobre cómo y dónde se encontraron los agitadores. En la actualidad funcionan seis de ellos.

– ¿Y qué hay de los otros tres? -preguntó ella.

– Son los que estamos examinando actualmente. Sacamos los motores para ver si podemos descubrir el modo en que fueron diseñados. Intentamos entender el sistema de control y de vuelo así como otro tipo de sistemas.

Ella asintió y siguió caminando a su lado por la parte posterior del hangar. Había trabajadores en cada nave, haciendo cosas cuyo propósito no resultaba evidente. Había estudiado la historia de aquellas naves, que al parecer habían sido abandonadas sin más en distintos lugares en algún momento del pasado. Considerando las condiciones de los emplazamientos donde se habían encontrado, se calculaba que de ello haría unos diez mil años. Sin embargo, las naves no parecían haber envejecido.

En la documentación había muy pocas respuestas sobre el origen, el propósito o los propietarios originales de la nave. Parecía que eso no les importaba mucho. A ella, por el contrario, le preocupaba, porque le gustaba hacer analogías y se preguntaba cómo se sentiría si dejaba su coche aparcado en algún lugar y al regresar a buscarlo se encontraba con que había sido robado y que alguien le estaba quitando el motor. Si bien los agitadores habían sido abandonados durante mucho tiempo, los siglos podían ser sólo un día o dos en la escala relativa del tiempo de los propietarios originales.

– ¿Por qué todos los llaman agitadores? -preguntó-. En la documentación se los denomina «naves atmosféricas de propulsión magnética», «NAPM» o, simplemente, «discos».

Underhill rió.

– Utilizamos NAPM para los científicos que precisan un nombre bonito. Nosotros los llamamos «discos» o «agitadores». La razón de este último nombre…, bueno, espere a verlos volar. Cambian la dirección muy rápidamente. La mayoría de las personas que los han visto piensan que los llamamos agitadores porque, cuando cambian de dirección, parecen chocar contra una pared invisible y así lo logran de forma rápida. Pero si habla con los pilotos que los condujeron en la primera prueba, sabrá que los llamaron agitadores por las fuertes sacudidas que sufrieron en su interior durante aquellas maniobras tan bruscas. Nos costó bastante acostumbrarnos a la tecnología y a los parámetros de vuelo para que los pilotos no resultaran heridos cuando la nave iba rápido. -Unterhill señaló una puerta metálica de la pared trasera e indicó-: Por aquí, por favor.

La puerta se abrió cuando se aproximaron. Dentro había una vagoneta para ocho pasajeros montada en un raíl eléctrico. Duncan subió al vehículo junto con Underhill, Von Seeckt, Slayden, Ferrell y Cruise. El coche se puso en marcha inmediatamente y pasaron por un túnel muy iluminado.

Underhill continuó haciendo las veces de guía.

– Hay algo más de seis kilómetros y medio hasta el hangar dos, donde encontramos la nave nodriza. De hecho, ésta es la razón por la que la base se encuentra aquí. La mayoría de la gente cree que escogimos este lugar porque se encuentra aislado pero, en realidad, eso fue simplemente un beneficio añadido.

»Esta parte de Nevada en principio se consideró como base para las primeras pruebas nucleares a principios de la Segunda Guerra Mundial, pero entonces los topógrafos descubrieron que las lecturas de algunos instrumentos se veían afectadas por un gran objeto metálico. Localizaron el lugar, excavaron y encontraron en el hangar dos lo que hoy llamamos nave nodriza. Quien fuese que dejó esta nave aquí, tenía la tecnología para crear un lugar suficientemente grande, dejarla y luego cubrirla.

La doctora Duncan no pudo evitar que se le escapara una exclamación de asombro en cuanto la vagoneta salió del túnel y penetró en una gran caverna de unos dos kilómetros y medio de longitud. El techo, de piedra perfectamente pulida, se levantaba a unos ochocientos metros sobre sus cabezas. Estaba salpicado por la luz brillante de un foco. Sin embargo, lo que llamaba la atención era el objeto negro y cilíndrico que ocupaba casi todo el recinto. La nave nodriza medía más de mil quinientos metros y unos cuatrocientos metros del bao al centro. Lo que resultaba más extraño era que la superficie de la nave estaba totalmente pulida y era de un metal negro y brillante que durante años se había resistido al análisis.

– Tuvimos que esperar cuarenta y cinco para poder determinar la composición del recubrimiento -explicó Ferrell, el físico, cuando bajaron del vehículo-. De hecho, aún no podemos reproducirlo, pero por fin sabemos lo suficiente como para, por lo menos, atravesarlo.

Lisa Duncan observó el andamio cercano a la parte frontal, si es que aquélla era la parte delantera y no la posterior, de la nave nodriza. Ésta descansaba en una compleja plataforma de puntales hechos del mismo material negro que el recubrimiento. Los lados rocosos de la caverna también estaban pulidos, y el suelo, totalmente plano.

Anduvieron a lo largo de los puntales, que parecían pequeños ante la enorme masa de la nave que sostenían. Underhill señaló con el dedo el centro cuando pasaron por él.

– La llamamos nave nodriza no sólo por su tamaño, sino también porque en el centro tiene espacio suficiente para contener todos los agitadores y una docena más. En el interior hay plataformas colgantes que tienen exactamente el tamaño necesario para sostener los agitadores. Creemos que los agitadores llegaron a la Tierra de este modo, pues, de hecho, no pueden abandonar la atmósfera con su propia energía.

– Sin embargo, todavía no hemos podido abrir las puertas exteriores de la nave de transporte -intervino Von Seeckt por primera vez-. Y vosotros pretendéis poner en marcha los motores -añadió en tono acusador mirando a Underhill.

– Bueno, Werner, ya hemos hablado de este tema -dijo Underhill.

– Nos ha llevado cuarenta y cinco años simplemente entrar -dijo Von Seeckt-. He estado aquí durante todos esos cuarenta y cinco años. Y ahora, en el transcurso de unos pocos meses, pretendéis probarlo y hacerlo volar.

– ¿Por qué le preocupa tanto eso? -preguntó la doctora Duncan. Había leído el archivo sobre Von Seeckt y, personalmente, dado el pasado de aquel hombre, no le preocupaba mucho. Sus constantes quejas no ayudaban a remediar aquella impresión.

– Si yo supiera qué es lo que me preocupa, estaría aún más preocupado -respondió Von Seeckt-. No sabemos nada sobre cómo funciona esta nave. -Se interrumpió para coger aire. Los otros miembros del grupo, a unos tres cuartos del camino hacia la proa, también lo hicieron. Luego Von Seeckt prosiguió-. Creo que parte del sistema de propulsión de esta nave funciona por gravedad. En ese caso, la gravedad de nuestro planeta. ¿Quién sabe lo que provocará al ponerse en marcha? ¿Quiere ser responsable de dañar nuestra gravedad?

– Esa es mi especialidad -intervino Ferrell-. Puedo asegurarle que no habrá problemas.

– Menudo consuelo -replicó Von Seeckt.

Una voz procedente de megafonía retumbó en la caverna: «Diez minutos para la ignición. Todo el personal debe estar en lugares de protección. Diez minutos».

– Señores, ya basta -ordenó Underhill. Se encontraban en la base del andamio-. Más tarde veremos el interior; ahora tenemos que irnos de aquí. -Se encaminó hacia una pequeña puerta situada en una pared de hormigón. Una escotilla metálica se cerró tras ellos y quedaron dentro de un bunker-. Tenemos dos hombres a bordo, en la sala de control. Lo único que harán será encender el motor, dejarlo en marcha durante diez segundos y luego apagarlo. No activarán el mecanismo de propulsión. Es igual que poner en marcha el motor de un coche sin tocar los otros mandos.

– Esperemos que así sea -murmuró Von Seeckt.

«Cinco minutos», se oyó por megafonía.

– Esto que vamos a ver será historia -anunció Underhill a la doctora Duncan.

– Hemos instalado todo tipo de instrumental de control aquí -añadió Ferrell-. Confiamos en que ello nos proporcione todos los datos que necesitamos para comprender el funcionamiento del motor.

La doctora Duncan miró a Von Seeckt, que estaba sentado en una de las sillas plegables de la pared trasera del bunker. No parecía muy interesado por lo que estaba ocurriendo.

«Un minuto.»

Se inició la cuenta atrás, y la doctora Duncan recordó los lanzamientos espaciales que había presenciado cuando era más joven.

«Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero. Iniciación.»

La doctora Duncan sintió que la invadía una sensación de náusea. Se tambaleó, luego se inclinó y sintió salir fuera de ella el desayuno que había tomado en Las Vegas. Cayó sobre las rodillas y vomitó en el suelo de cemento. Luego, todo cesó, con igual rapidez.

«Todo despejado. Todo despejado. El personal puede abandonar la zona de protección», anunció la megafonía.

La doctora Duncan se puso en pie con el sabor amargo todavía en la boca. Los hombres estaban también pálidos y debilitados pero ninguno había vomitado.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó la doctora Duncan.

– Nada -le respondió Ferrell.

– Maldita sea. -Duncan replicó con brusquedad-. Lo he notado. Ha pasado algo.

– El motor se ha puesto en marcha y luego se ha apagado -repuso Ferrell-. En cuanto al efecto que hemos sentido, tendremos que analizar los datos. -Señaló hacia una pantalla de televisor-. Si mira la repetición verá que no ha ocurrido nada-. Y, efectivamente, en la pantalla la nave nodriza estaba totalmente inmóvil mientras la lectura digital en la esquina inferior derecha avanzaba en la cuenta atrás.

La doctora Duncan se pasó una mano por la boca y volvió a mirar a Von Seeckt, que todavía estaba quieto en su asiento. Se sintió incómoda por haber vomitado, sin embargo, la respuesta de Ferrell ante su breve malestar parecía un poco indiferente. Por primera vez se preguntó si aquel anciano no estaría tan loco como parecía.

En la sala de reuniones, Gullick y el estrecho círculo de Majic12 habían observado la prueba por vídeo, pese a que no habían podido ver nada. La nave nodriza se había quedado allí sin más, pero los datos indicaban que en efecto se había puesto en marcha y que la nave parecía funcionar perfectamente.

Gullick sonrió, y por un momento desaparecieron las arrugas de preocupación de su rostro y de su cuero cabelludo.

– Señores, la cuenta atrás continúa como estaba planificado.

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