— Está en Lanzarote.

— ¿Y eso es todo lo que has conseguido en este tiempo…? ¿Averiguar que está en Lanzarote?

— Escuche, don Matías… — le hizo notar Damián Centeno—. Cuando llegué querían hacerme creer que estaba muy lejos, e incluso usted mismo se inclinaba a admitirlo convencido de que la Guardia Civil lo había registrado todo… — Negó con un gesto—. Pero he llegado a la conclusión de que no hay quién registre esta isla. Es probable que se trate de una de las más áridas del mundo, pero es, también, la que ofrece más lugares donde ocultarse.

— ¿Te refieres a Timanfaya?

— Me refiero a todo…: ese infierno de volcanes de Timanfaya; las cuevas, las costas, los islotes vecinos y, por úlimo, las casas… Aquí, la mayoría de las casas están muy alejadas unas de otras y la gente vive hacia dentro, aislada, no sólo por los muros, sino también por la costumbre… Se puede recorrer Lanzarote de punta a punta sin distinguir a una sola persona, y es como si se encontrara poblada de fantasmas y los campos se cultivaran solos.

— Los campesinos se levantan muy temprano y cuando el sol comienza a calentar regresan a sus casas hasta la caída de la tarde… Y aquí, salvo en las épocas de siembra o de cosecha, no se trabaja más que en reparar los muros que protegen del viento o arrancar malas hierbas. Como no existe agua, no hay que regar… El rocío lo hace casi todo.

— Ya me he dado cuenta… Y también me he dado cuenta de que basta con que alguien acepte esconder al asesino de su hijo, para que resulte imposible encontrarlo.

— Si se tratara de un asunto fácil, no te hubiera llamado… — sentenció secamente don Matías—. Ni a ti, ni a tu gente… No quiero explicaciones. Quiero asistir al entierro de Asdrúbal Perdomo… — Hizo una larga pausa y le miró con extraсa dureza—. Es más: lo que me gustaría es que me lo trajeras vivo para pegarle yo mismo cuatro tiros, enterrarlo en el jardín, y mear cada día sobre su tumba… ¿Cuándo será eso?

— Que será, estoy seguro de conseguirlo, pero lo que no puedo decir es cuándo… — sentenció Damián Centeno—. La muchacha también se ha escondido, pero supongo que no deben de estar juntos…

El anciano no respondió. Se había puesto en pie, asomándose unos instantes a observar sus viсedos por el amplio ventanal, luego acudió hasta la vetusta chimenea de piedra — la suya era una de las pocas casas de Lanzarote que podía presumir de chimenea en el salón— y tomó una fotografía de su hijo que aparecía sobre la repisa.

— Aún tengo la impresión a cada instante de que va a hacer su aparición por esa puerta pidiéndome unos duros para irse de parranda, y me despierto en las noches imaginando que es su «timple» el que suena, cuando lo único que suena es el viento en la parra — dijo—. Tú sabes que yo nunca había llorado, pero te confieso que ahora me paso los días llorando de desesperación y rabia… ¡Cómo permite Dios que continúe respirando quien fue capaz de cometer semejante villanía es algo que no entiendo, pero que espero preguntarle en cuanto me lo eche a la cara en el otro mundo…! Perdí tres aсos de mi vida jugándome el pellejo por defender a Cristo, y Dios no perdió un solo minuto por defender a mi hijo… ¡No me parece justo! No. No me parece justo, y cuando llegue el momento voy a tener que pedirle explicaciones.

Observándole en silencio, y sirviéndose una nueva copa del dulce malvasía de la finca que Rogelia había dejado sobre la mesa junto a una bandeja con galletas y bizcochos, Damián Centeno llegó a la conclusión de que debía apresurarse, o corría el riesgo de que cuando llevara su misión a feliz término, su antiguo capitán estaría ya tan ido en sus desvaríos, que tal vez la ley no diese su nuevo testamento como válido.

La soledad, el odio y la impotencia lo estaban transformando en una especie de animal obsesionado;1 un viejo irracional y esquizofrénico al que si se descuidaba podían encerrar antes de tiempo.

— Debería intentar salir de vez en cuando… — se atrevió a insinuar cuando advirtió que se había sumido en uno de sus largos silencios con la vista clavada en la foto de su hijo—. Procure distraerse, volver por el Casino, echar una partida, o recibir aquí en su casa a los amigos. Hace mal en continuar martirizándose.

— No necesito consejos, Damián… Necesito a un hombre muerto… — replicó el otro sin mirarle—. A un hombre muerto, Damián… ¿Te das cuenta? ¡Uno solo…! — Ahora sí que se volvió y en sus ojos había un extraсo brillo retador—. ¿Qué significa un muerto para ti, que puedes presumir de contarlos por cientos…? ¿Qué ocurre…? ¿Es que te estás haciendo viejo?

— Usted sabe que no… — protestó el otro—. Pero es que en esta maldita isla las cosas no son como allá, ni los tiempos son los mismos… Entonces sólo a usted tenía que darle explicaciones.

— Ahora, tan sólo a mí tienes que darme igualmente explicaciones.

— Se equivoca, don Matías. Lo sé, porque pasé cuatro aсos de mi vida en un castillo y eso es muy duro, créame… Le traeré a ese muchacho muerto, pero quiero hacer las cosas de tal forma que no me arriesgue a pasar el resto de esta vida en un presidio.

— Sabes que yo continúo respaldándote.

— Lo sé y se lo agradezco. Pero por muchas ilusiones que nos hagamos, la protección que usted puede brindarme, no es la misma que me podía dar cuando la guerra. Lo queramos o no esos diez aсos han pasado para todos.

— Ya me estoy dando cuenta.

— No se muestre sarcástico conmigo… — La voz del ex legionario cobró un punto de acidez que no pasó en absoluto inadvertido a su interlocutor—. Una de las cosas que aprendí en el Tercio fue que quien antes pierde los nervios, antes comete errores… A usted le consta que si alguna posibilidad tiene de llevar a buen término este asunto, será porque yo mantenga la calma. Esa ha sido mi forma de actuar y no pienso cambiarla.

— Eso estaría muy bien si viera resultados… ¿Qué has conseguido hasta ahora?

— Que tengan miedo… Y más miedo tendrán cuando adviertan que pasan los días y el camión del agua no llega… — Sonrió levemente—. La sequía es ya muy larga, los aljibes están vacíos, y quedó atrás el tiempo en que los camellos bajaban el agua en barricas hasta Playa Blanca… Ahora les abastece un camión y me las he ingeniado para que no aparezca.

— ¿Esperas que eso dé resultado?

— No hay nada peor que la sed, téngalo por seguro… Estuve destinado tres aсos en el Sahara, y sé bien lo que es eso… Lo que la gente no haría nunca por millones lo hace por agua cuando llega el momento.

Don Matías tardó en responder. Fue de nuevo hasta el ventanal, lo abrió de par en par, y aspiró el denso olor a higos maduros que llegaba del huerto. La noche se había abalanzado ya sobre la isla borrando sus paisajes y dejándola convertida únicamente en aromas y sonidos, y se diría que a esas horas el anciano cambiaba, como si la llegada de las sombras aplacara en cierto modo sus iras o las hiciera más intensas y profundas, pero al mismo tiempo, más calladas.

— No sé si apruebo o no lo que estás haciendo… — seсaló al fin sin dejar de mirar hacia las tinieblas—. Y si me agrada la idea de que esa gente me odie y acabe odiando también la memoria de mi hijo… ¿Crees que en verdad no existe otro sistema?

— No. Y recuerde que fue ahí donde lo mataron, y son ellos los que protegen con su silencio al asesino.

— ¿Y si en realidad no supieran dónde se esconde?

— Tendrán que averiguarlo, porque los Perdomo nunca me lo van a decir. Guardarían silencio aunque los cortara en pedacitos.

Sonaron unos discretos golpes en la puerta y al instante apareció la alta y escuálida figura de Rogelia «el Guirre», que sin apartar la vista de Damián Centeno, inquirió con su ronca voz de siempre:

— ¿Se quedará a cenar?

— No, gracias… Me esperan en Arrecife… Dígame, Rogelia…: Usted que lo sabe todo de esta isla: ¿Quién conoce bien las Montaсas del Fuego…?

— ¿Timanfaya…? Nadie se aventura por ese maldito pedregal, aunque hay un cabrero en Tinajo, Pedro «el Triste», que a menudo se adentra en busca de conejos y perdices… ¿Cree que ese malnacido se esconde en Timanfaya?

Damián Centeno asintió convencido:

— Si yo fuera él, allí me ocultaría — dijo.

— En ese caso, vuélvase a casa… — sentenció la mujer, segura de sí misma—. Ni la Legión en peso sacaría a un hombre que no quisiera salir de Timanfaya. Son tantas sus cuevas y sus simas, que sería como buscar a una hormiga en un trigal.

— Algún sistema habrá.

— Yo conozco el único.

— ¿Cuál?

— Su madre… Si usted tiene a su madre, pronto o tarde Asdrúbal Perdomo se cambiará por ella.

Damián Centeno observó unos instantes, con sus ojos helados, a Rogelia «el Guirre», sorprendido de que fuera una mujer quien propusiera semejante solución.

— Lo había pensado… — admitió al fin de mala gana—. Pero si las cosas se tuercen y la Guardia Civil decide intervenir, puedo acabar sentado en el «garrote». No se andan con bromas cuando hay por medio un secuestro.

— ¿Tienes miedo?

Se volvió hacia el anciano que era quien había hecho la pregunta.

— ¿Usted no? — inquirió—. Una cosa es la muerte, a la que estoy acostumbrado pues la elegí como oficio, y otra el «garrote». Y si me atrapan no creo que a usted le sentaran lejos. ¿Recuerda a Diego Vasallo? Se había ganado a pulso su «Laureada» en la batalla de Teruel y su padre era un influyente falangista, pero cuando violó y asesinó a aquella sucia lesbiana en Almería, el «viejo» no se lo pensó dos veces, firmó la sentencia, e hicieron que la lengua le llegara al ombligo. Lo visité en la cárcel. Había sido un tipo duro, capaz de jugar a la «ruleta rusa» con un gato, pero la simple idea de acabar en el «garrote» le convirtió en una piltrafa que se cagaba los pantalones cada rato… ¡No…! — seсaló convencido—. El «garrote» no es muerte para un hombre… — Se volvió a Rogelia—. ¿Dónde puedo encontrar a Pedro «el Triste»?

— En su casa, en las afueras de Tinajo, junto al molino de «gofio»… Si quiere, voy a buscarlo.

— No hace falta… Mandaré a mis muchachos…

Se puso en pie cansadamente y se encaminó a la puerta:

— Lo mantendré al corriente… — aсadió dirigiéndose a don Matías—. Lo único que le pido es que tenga paciencia.

— Seсálame una tienda donde vendan paciencia, y te aseguro que compraré toda la que exista… Pero eso no se vende y tú lo sabes…

Damián Centeno lo observó unos instantes pensativo, hizo un mudo gesto de despedida con la mano, y abandonó la estancia.

Rogelia «el Guirre» se demoró hasta percibir el chirrido de la puerta y el motor del auto al ponerse en marcha, y, mientras recogía l bandeja con las copas, las galletas y los bizcochos, comentó sin alzar el rostro:

— Mi comadre Nieves me ha pedido que dé trabajo a su hija. Es joven y bien dispuesta, y yo ya me siento fatigada. Esta casa es demasiado grande para una mujer sola… Si no le importa, la haré venir a que me eche una mano.

— ¿Qué tal la mama?

Inclinada aún sobre la mesa, Rogelia giró el rostro y le miró con sorpresa, pero don Matías hizo un gesto despectivo mientras se encaminaba a su sillón y se dejaba caer en él lanzando un resoplido:

— ¡Vamos…! — exclamó—. No te hagas la ofendida. He oído hablar de la hija de tu comadre Nieves…: «Pinito, la de Masdache»… Aún no ha cumplido veinte aсos, ya se ha tirado a media isla, y ahora anda de puta en un bar de Arrecife… Hazla venir si quieres, pero no sé qué es lo que esperas… Tú cada día estás más vieja, pero lo mío no es problema de picha, sino de corazón… Mientras no tenga la seguridad de que mi hijo descansa en su tumba sabiendo que su asesino le hace compaсía, no seré capaz de disfrutar de nada en este mundo… Sentiría asco de mí mismo si lo hiciera… Lo primero es lo primero, y lo primero es acabar con Asdrúbal Perdomo.

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