Navegaron toda la noche rumbo al Noroeste, empujados por un viento racheado y caprichoso que obligaba a estar atentos a cazar las velas o modificar la ruta porque rolaba de continuo, y aunque por lo general les llegaba de través, tan capaz era de entrarles de improviso por la aleta, como de girar al Norte y soplar por la amura obligándoles a ceсir y haciendo que el viejo navío se lamentara con más fuerza que de costumbre, como si el esfuerzo se le antojara excesivo para sus cansados huesos.

Lo lógico hubiera sido, obligados como iban a navegar a oscuras, reducir al mínimo el velamen, pero tenían urgencia por abandonar cuanto antes aquellas aguas y prefirieron mantener todo el trapo que soportaran los palos, por lo que los tres hombres se vieron en la necesidad de permanecer sobre cubierta sin más oportunidad que la de descabezar de tanto en tanto un corto sueсo, atentos a la voz de quien se mantuviera de guardia en el timón y ordenara la maniobra.

Al fin y al cabo, aquélla era su vida y a ella estaban hechos desde que tenían memoria, y tanto Abel Perdomo como cualquiera de sus hijos podía desenvolverse a ciegas sobre la cubierta de la achacosa goleta con la misma seguridad con que lo harían $ plena luz del día varados sobre la arena de Playa Blanca.

En especial Asdrúbal, que era el menos inteligente quizá de los hermanos, pero el mejor dotado para la vida a bordo, parecía dormitar siempre como los flacos «bardinos» de Pedro «el Triste», con una oreja alzada o un ojo abierto, recostado en el palo mayor y con el rostro hacia el viento, de modo que ese mismo viento le anunciaba cuándo iba a cambiar y se diría que el barco no era en realidad más que una continuación de su propio cuerpo y lo «sentía» como podía sentir cualquiera de sus extremidades.

Bajo cubierta, Yaiza dormía profundamente, tranquila y relajada, mientras Aurelia permanecía en una semivigilia en la que no se sentía muy capaz de marcar exactamente los límites entre la realidad y el sueсo, atenta a la respiración de su hija y a los ruidos externos, anhelando tal vez descubrir también la presencia del abuelo Ezequiel a bordo para que le hablara como le hablaba a la chiquilla, aconsejándola respecto a un futuro que se le antojaba cada vez más inquietante y tenebroso.

Aurelia Ascanio era, de toda su familia, la que se había formado una idea más clara de lo que encontraría al final de aquel confuso viaje, y quizá por eso mismo era también la más profundamente preocupada.

Hasta la noche de San Juan de aquel aсo, para ella el futuro era una prolongación de su pasado: un fluir sin prisas hacia el fin rodeada de los seres amados y los paisajes conocidos, sin más sobresaltos que aquellos que pudieran proporcionarle en su día las travesuras de sus nietos. Pero ahora el futuro era América, y por lo que ella sabía, América era como un eran monstruo devorador de voluntades cuyo principal placer estribaba en desmembrar familias que al llegar a sus costas parecían quebrarse como si un soplo de viento las obligase a estallar en mil pedazos al igual que estallaban los vasos de resultas de un «Mal-Aire».

Tres Ascanios laguneros, primos de su padre, se habían diluido para siempre en la laberíntica y compleja geografía americana sin regresar jamás a su lugar de origen, y también en sus costas desapareció para siempre Sancho Guerra, del que su hermano Rufo aguardó treinta aсos tan siquiera una carta.

Por qué las nuevas tierras nacían olvidar los viejos vínculos jamás podría saberlo, pero así ocurría demasiado a menudo y le inquietaba el hecho de que algún día América le arrebatara a sus hijos desperdigándolos definitivamente.

Ella, que cuando Asdrúbal rondó por unos meses a una muchachuela de Femés, se sintió molesta por el hecho de que aquella culona desvergonzada fuera capaz de llevárselo a más de diez kilómetros en línea recta de Playa Blanca, tenía que enfrentarse ahora al hecho de que cualquiera de los millones de hombres y mujeres que conformaban el inmenso Continente le arrebatara impunemente a sus hijos.

O tal vez se fueran ellos solos.

Tal vez Sebastián buscara un camino diferente lejos del mar y de la pesca, lejos por lo tanto de su padre y su hermano, ó tal vez Yaiza, su pequeсa e indefensa Yaiza, dejara al fin de sentir y pensar como una niсa, perdiera el «DON» que había hecho de ella una criatura fascinante y se sumiera de forma irremediable en el aterrador y tortuoso mundo de las grandes ciudades.

Aurelia siempre había aborrecido la idea de que su hija hubiera sido elegida por el Destino, al igual que había aborrecido la idea de que estuviera marcada por el «DON» y recordaba cómo se enfureció cuando «Seсa» Florinda pontificó que las lluvias las trajo Yaiza, y que Yaiza traería igualmente bienes y males irregularmente repartidos, porque había heredado de una olvidada abuela de los Perdomo la capacidad de «Aplacar a las bestias, atraer a los peces, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos».

Y se enfureció aún más al comprobar que tan agoreras profecías se xjx cumplían inexorablemente, y la niсa iba creciendo envuelta en un indescriptible halo de misterio que la impulsaba a ser distinta a todas las otras niсas que hubiera conocido.

Esa diferencia la había experimentado ya desde los primeros meses de embarazo; cuando descubrió que en su vientre latía un ser dotado de una fuerza que no habían tenido sus hermanos mayores; cuando «supo», con un convencimiento que rechazaba cualquier duda, que era una niсa y que esa niсa le proporcionaría a lo largo de su vida — tal como venía proporcionándole desde el momento que la engendró— momentos de profundo bienestar, entremezclados con días de angustioso desasosiego.

La «Bruja de Soo» había abandonado su oscuro cubil de roca para rondar por las proximidades de la Iglesia el día en que bautizaron a Yaiza, y una semana antes de que manchara con su primera regla, cuando aún nadie podía predecir que desde las lejanas costas del desierto llegarían en oleadas las langostas arrasándolo todo, alguien depositó bajo su ventana un muсeco de madera con el corazón partido en dos pedazos.

Esa misma maсana Aurelia lo echó al fuego sin que la vieran, pero aún recordaba cómo parecía resistirse a ser consumido por las llamas, y cómo impregnó la cocina de un olor extraсo y agrio de origen muy remoto.

¿De dónde había llegado aquella madera incombustible, y quién había tallado con infinita paciencia una figura tan horrenda?

— ¡Cosa de negros…! — había sentenciado Rufo Guerra, a quien había hecho partícipe de su hallazgo y de sus miedos—. He leído que los negros dahomeyanos utilizan esas maderas y pierden su tiempo en esos ritos… Ellos fueron los que exportaron a América el Vudú.

— Aquí no hay negros… — replicó—. No recuerdo haber visto nunca un solo negro en Lanzarote… ¿Quién pretende asustarme?

Fue una pregunta que se quedó para siempre sin respuesta, pues resultaba evidente que no había en aquellos momentos negro alguno en la isla, y tal vez la solución al confuso misterio estuviera en que alguien encontró en el mar aquella extraсa figura y no tuvo otra ocurrencia que depositarla a la puerta de los Perdomo «Maradentro».

Pero si había llegado flotando desde África, tras ella vinieron volando las langostas, que en cuatro aciagos días devoraron hasta el último de los escasísimos cultivos de la isla.

— Los moros se las comen… — dijo alguien entonces—. Como castigo a que les dejen sin cosecha, las cazan, las tuestan y se las comen… A veces también las convierten en harina… quizá no fuera mala cosa probar «gofio» de langosta…

Pero no se sabía de nadie que se hubiera atrevido a ejercer semejante represalia, porque en realidad poco daсo podía hacer la plaga en los resecos pedregales del Rubicón y únicamente la «mimosa» del patio de «Sena» Florinda sufrió el asalto de las miríadas de hambrientos saltamontes.

La invasión se convirtió por tanto más bien en una diversión para la chiquillería, que perseguía a los insectos a escobazos, y un espectáculo para las mujeres y los viejos de un pueblo en el que pocas veces ocurrían acontecimientos dignos de mención.

Pero en esos cuatro días Yaiza se hizo mujer.

Y la noche en que dejó de sangrar desaparecieron, como por ensalmo, las langostas.

¿Tenía o no tenía razones para sentirse inquieta por el futuro de su hija…?

El desarrollo de los últimos acontecimientos parecía darle la razón por aquel miedo, y ahora ese miedo crecía, se ensanchaba y se hacía tan oscuro y profundo como el Océano que los sostenía en su gigantesca mano.

Cambió el viento y escuchó claramente pasos sobre cubierta. Tendida en su litera sabía distinguir los que pertenecían a su marido, grande y pesado, del ágil y firme desplazarse de Asdrúbal, o el deslizarse casi en silencio del mayor de sus hijos, aquel que en su día pudo ser marino o abogado y prefirió continuar siendo pescador como loa suyos.

Luego, el barco dejó de lamentarse, Aurelia comprendió que el viento había rolado al Este definitivamente y los empujaba con brío entrando por la amura y se quedó dormida segura de que todo estaría tranquilo, y el viejo Ezequiel no se le aparecería nunca por más que lo invocase.

Al despertar, los hombres habían arriado las velas y el barco se mecía quedamente en un mar de grandes y suaves ondas de un azul muy oscuro. Subió a cubierta y se sentó junto a su esposo a observar cómo el cielo se iba ensuciando de rojo allí por donde habían perdido para siempre Lanzarote.

— ¿Bajarás también los mástiles?

—Únicamente si la lancha aparece… — replicó Abel Perdomo—. Este barco no está ya para esos trotes. Se ha pasado la noche protestando.

— Lo he oído…

— ¿Recuerdas cuando era joven?… ¡Ni un crujido…! Parecía que se deslizara sobre el agua como una gaviota…

— También nosotros éramos jóvenes. Tampoco nos crujían entonces las articulaciones… — Sonrió provocativa—. Sólo cuando me abrazabas con demasiado ímpetu…

El la atrajo por los hombros, la besó en el cuello y susurró algo a su oído que la obligó a estremecerse.

— Tal vez a media tarde… — replicó—. A la hora de la siesta; cuando los chicos duerman.

— ¿En el timón o en la litera…?

Ya era de día y Asdrúbal lo hizo notar desde la cofa:

— ¡No se ve a nadie…! — gritó—. Tal vez se hayan cansado de buscarnos…

— No hay que confiarse… — respondió su padre—. De todos modos vete a dormir… Despierta a Yaiza y que te sustituya… — Besó de nuevo a su esposa—. Yo también dormiré un rato… — aсadió—. Necesito estar descansado para la hora de la siesta.

— ¿No quieres que te prepare el desayuno…?

El negó con un gesto:

— Amasamos un poco de «gofio» hace una hora… No tengo hambre… — Se puso en pie cansadamente llevándose las manos a los riсones—. Procura pescar, y no pierdas de vista el horizonte… En cuanto distingas algo me despiertas… Recuerda que esa maldita lancha se mueve muy aprisa…

Subió Yaiza y pasaron la maсana pescando y baldeando la cubierta. Sólo un avión nació del Sur y se fue haciendo pequeсo hacia el Nordeste; allí donde muy lejos debían de encontrarse las costas europeas.

Tal vez venía de América.

— ¿Imaginas que en unas horas hace un viaje en el que nosotros invertiremos semanas…? A veces me pregunto si no he sido demasiado egoísta manteniéndoos lejos del mundo en que os corresponde vivir… Yo elegí voluntariamente Playa Blanca, pero a vosotros nadie os dio opción.

— Sebastián y Asdrúbal la tuvieron. Y yo la hubiera tenido de igual modo, pero supongo que también habría elegido quedarme en Lanzarote…

— ¿Por qué…?

— Porque no hay nada que me llame la atención si está lejos de vosotros…

Aurelia Perdomo observó a aquella criatura de figura esplendorosa que se sentaba a su lado en la borda sosteniendo una liсa, y se sorprendió al comprobar que aún no había aprendido cómo debía tratarla, porque se diría que Yaiza se negaba a admitir que su mente había madurado al compás de su cuerpo.

¡Resultaba tan adulta en tantas cosas, y tan ingenua y hasta absurdamente infantil en tantas otras…!

Aurelia había estudiado una carrera, y había pasado gran parte de su vida tratando con chiquillos con los que casi siempre supo entenderse sin mayores problemas, pero aquella niсa maravillosa por la que lo hubiera dado todo, escapaba a su capacidad de entendimiento, pues era vieja cuando aún no levantaba medio metro del suelo y razonaba con mayor criterio que la mayoría de los adultos, pero se diría que de improviso se hubiera detenido en ese proceso evolutivo asustada por la magnitud de su desarrollo físico.

Era como si el cuerpo le estuviera devorando el alma, se alimentara de ella y la asfixiara, y tan sólo en el momento en que lograra alcanzar su máximo esplendor estuviera dispuesto a consentir que la muchacha tomara conciencia de que se había convenido en mujer asumiendo por completo sus funciones.

— ¿Qué sientes cuando un chico te toca?

— Ninguno me ha tocado… — había sido su respuesta a la pregunta que le hizo al regresar de un baile—. Lo intentan pero yo no los dejo…

— ¿Por qué?

— Me enseсaste que no debo consentirlo…

— ¡Olvida lo que te haya enseсado! ¿Qué sientes ante la idea de que un muchacho te acaricie? Arturo, por ejemplo…

— Una vez quiso hacerlo y le di una patada… Nunca he leído que los hombres conquisten a las chicas de ese modo… En los libros no te echan mano al culo o las tetas. — Hizo una corta pausa pensativa—. Dicen cosas, cuentan su pasado o hablan de lo que han hecho o piensan hacer en el futuro… Incluso en el cine algunos cantan…

— Pero la vida no siempre es como el cine o los libros, hija… Y no puedes pedirle al pobre Arturo, al que a duras penas enseсé a leer, que te cuente maravillosas cosas de su pasado o te cante algo más que una copla de borracho… — protestó.

Se diría que Yaiza no tenía interés en continuar con aquella conversación, porque permaneció unos instantes muy quieta y en silencio, observando el horizonte en la distancia, y al fin seсaló:

— Un barco…

Aurelia siguió la dirección de su mirada advirtiendo que el corazón le saltaba en el pecho, pero pronto comprendió que el punto que iba creciendo en el horizonte no era la lancha rápida, sino un navío de alto bordo que seguía el mismo rumbo que siguiera el avión una hora antes.

— No creo que pueda vernos, y si nos ve, pensará que estamos pescando…

— ¿Tan lejos de la costa…?

— ¡Qué saben ellos…! De todas formas es mejor que avises a tu padre… Pronto será la hora del almuerzo…

Abel Perdomo observó largamente el buque con ayuda de los prismáticos y acabó negando con un gesto:

— No hay por qué preocuparse — dijo—. Es un trasatlántico, y se aleja de prisa… — Sonrió levemente—. Miradlo bien, porque quizá sea el último que veamos en mucho tiempo… Pronto estaremos fuera de las rutas comerciales…

— ¿Quieres decir con eso que nadie vendrá a ayudarnos si tenemos problemas…?

Se volvió a su esposa, que era quien había hecho la pregunta: —Esperar siempre que alguien pueda venir en tu ayuda, es propio de gente de tierra adentro… — replicó—. En el mar, la primera regla es arreglárselas solo, porque cuando lo necesitas lo más probable es que no haya nadie en condiciones de echarte una mano… — Le acomodó el cabello—. Eso es algo que debes tener muy presente. De ahora en adelante no contaremos más que con el mar y el viento, que serán nuestros mejores aliados, pero serán también nuestros peores enemigos… — Hizo una larga pausa mientras observaba una alta ola que llegaba, elevaba la goleta hasta su cresta y se alejaba luego mansamente hacia el Oeste—. América está muy lejos… — aсadió—. Demasiado quizá, pero si llegamos será porque nosotros, ¡únicamente nosotros! lo habremos conseguido…

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