La noticia tuvo la virtud de empequeсecer aún más a don Matías Quintero, o ensanchar la habitación, lo que casi venía a ser lo mismo, y esa habitación se le antojaba a Damián Centeno cada vez más tenebrosa, hedionda y asfixiante, pues resultaba evidente que el viejo no permitía que se abrieran las ventanas, por lo que se concentraban allí el polvo, la humedad y un agrio olor a sudor rancio, comidas frías y orinales olvidados.

Roque Luna se había convenido en dueсo absoluto y único ser viviente que se movía — casi fantasmagóricamente— por los pasillos, salones y patios de la casona, de la que podría creerse que también los aсos le habían caído encima de golpe y sus antaсo fuertes muros quisieran dejarse igualmente vencer por la irreversible desmoralización de sus moradores.

— No hace nada… — fue lo primero que dijo Roque Luna cuando Damián Centeno preguntó por el estado de su patrón—. Se pasa los días y las noches en la cama contemplando las paredes, y le juro que lo que en verdad me sorprende cada maсana es advertir que aún continúa con vida.

— ¿Qué dice el médico?

— Que está sano, pero que se acabará muriendo de pena y melancolía… — Se encogió de hombros como si le costara trabajo entender lo que ocurría—. No come, no bebe, y naturalmente ya ni siquiera caga… Lo que no me explico es que aún respire…

Resultaba en verdad difícil entenderlo viéndole, amarillo y esquelético, hundida la que fuera orgullosa cabeza desmelenada en una sucia almohada sudorosa; blancuzco y desvaído el antaсo fino bigote de un negro rabioso, y legaсosos y mortecinos unos ojos que ya no parecían ver más allá de los pies de la cama.

— ¿Así que ha vuelto a escapar…? — musitó quedamente con una voz que era casi un milagro que surgiera de aquel cuerpo consumido—. De mi hijo ya nadie más que yo se acuerda, pero su asesino sigue vivo y tal vez espera continuar viviendo muchos aсos… No es justo…

— Yo creo que ha muerto… — replicó sin convencimiento Damián Centeno—. Un barco no se esfuma a no ser que se hunda, y le aseguro que rastreamos el mar, palmo a palmo… ¡No estaban…!

El anciano afirmó con la cabeza, convencido:

— ¡Estaban…! — dijo—. Tenían que estar allí, ante vuestros ojos, pero no fuisteis capaces de verlos… — Permaneció un largo rato silencioso contemplando la nada con aquellas ausencias cada vez más frecuentes que contribuían a hacer dudar de su estado mental, y al fin alzó la mano y su sarmentoso y huesudo dedo indicó una pesada cómoda del más apartado rincón de la estancia—: Abre el primer cajón… — ordenó— y coge la carpeta verde…: Es mi testamento… — Le miró fijamente cuando se volvió hacia él con la carpeta en la mano—. Te he nombrado mi heredero… ¡Mi único heredero, y desde este momento dispones también del dinero que tengo en los bancos…

— ¡Pero don Matías…! — intentó protestar Damián Centeno—. No he cumplido…

— ¡Cumplirás…! — le interrumpió el viejo alzando la mano—. Irás a América, buscarás a los Perdomo y matarás a Asdrúbal y a esa sucia putita que es en realidad la culpable de todo… — Tosió como si los pulmones estuvieran a punto de caérsele al suelo—. Cuando los hayas matado, cuanto tengo será tuyo porque yo ya habré muerto… Te conozco — aсadió—. Te conozco y sé que no volverás a esta isla hasta que hayas concluido tu trabajo… ¿Lo juras…?

Damián Centeno meditó la respuesta con los ojos fijos en aquella especie de cadáver viviente y asintió:

— Lo juro.

Fue casi una sonrisa lo que trató de dibujarse en los labios de don Matías Quintero, que lanzó un suspiro de alivio:

— ¡Sé que lo harás…! — susurró—. Me aterrorizaba la idea de morirme y no cumplir la promesa que hice ante el cadáver de mi hijo… ¡Acaba con ellos, Damián…! Y si quieres hacerme el favor completo, acaba también con el otro hermano para que se extinga la estirpe de los Perdomo «Maradentro» como se extinguió por su culpa la de los Quintero de Mozaga… — Se diría que le costaba un supremo esfuerzo continuar hablando, pero la excitación le impedía guardar silencio—. No debería alimentar tanto odio cuando me consta que me queda poca vida, pero no tengo miedo a que el Seсor me pida cuentas de mis actos cuando llegue a su presencia… ¡Soy yo quien tiene que pedirle cuentas de los suyos…!

— Si se está muriendo es porque usted lo quiere… — le hizo notar Damián Centeno—. Le bastaría con salir de aquí, comer un poco y respirar aire puro.

— ¿Y para qué?

— Mientras continúe con vida puede alimentar la esperanza de ver muerto a Asdrúbal Perdomo…

Don Matías negó muy suavemente.

— Yo tengo una enfermedad que ningún médico entiende… — dijo—: No quiero salir de esta habitación, ni ver el sol, ni escuchar una risa… — Tosió de nuevo y se diría que se complacía por la áspera intensidad y virulencia de su propia tos—. Aborrezco la idea de que fuera de estos muros la vida continúe como si nada hubiera ocurrido. Aquí, a solas, me hago la ilusión de que el mundo se ha reducido a estas cuatro paredes… Estas cuatro paredes y los «Maradentro», que son los únicos habitantes que quedan sobre el planeta… — Se sumergió en uno de sus largos silencios y mirándose las manos como si le sorprendieran y no las reconociera como suyas, aсadió—: Me estoy volviendo loco: Mi cuerpo y mi mente se consumen al mismo tiempo, y por eso mismo he querido hacer testamento dejándotelo todo… Sé que no volverás a poner los pies en esta casa ni tocarás nada de lo que me pertenece hasta que hayas cumplido tu juramento. ¡Esa es ya la única cosa en la que puedo creer en esta vida…! — Cerró los ojos, fatigado—. ¡Y ahora márchate…! — rogó—. Mírame por última vez; recuerda cómo era cuando me conociste; recuerda que fui el único que siguió siendo siempre tu amigo y márchate… ¡Márchate, por favor!

Damián Centeno hizo lo que le pedía. Observó unos instantes aquel moribundo al que se diría ya encerrado en su propio mausoleo; comprendió que la agria pestilencia a orines y sudor no era en realidad más que el hedor que precedía a la muerte, y abandonó la estancia buscando con ansia el patio, el jardín y el aire libre.

Tomó asiento en uno de los muros de las viсas aferrado a la verde carpeta que no había abierto y permaneció allí hasta que Roque Luna vino a acomodarse junto a él.

— ¿Cómo lo ha visto…?

— Muerto… — agitó la cabeza—. Yo, que le conocí en la guerra cuando era un hombre que sabía imponer respeto a toda la Legión, jamás pude imaginar que un día sería capaz de suicidarse de este modo: sin violencia…

— A veces pienso que su único deseo es ver cómo la muerte le va ganando terreno palmo a palmo… — admitió el otro—. La muerte se llevó a todos los de esta casa, uno por uno, y él, que es el último, juega a dejarse arrastrar voluntariamente, como si quisiera privarle del placer de quitarle la vida… Se la está dando centímetro a centímetro.

— El no es el último… — le hizo notar Damián Centeno—. El último eres tú…

Roque Luna negó convencido:

— No. Yo no tengo nada que ver con todo esto… Los últimos fueron el chico, Rogelia y él… Yo nunca pertenecí al «clan» de los Quintero de Mozaga…

— ¿No sientes miedo después de lo que has visto…? ¿No te impresiona dormir en un caserón tan repleto de difuntos…? Tal vez el fantasma de Rogelia aparezca cualquier noche…

— A mí me asustan los vivos, sargento, no los muertos… — Sonrió levemente—. Me gusta esta casa… Con difuntos o sin ellos. Me gusta vagar sin que nadie me ordene lo que tengo que hacer, bebiéndome el vino de la bodega y cortándome gruesas lonchas de jamón de la despensa… Cuando quiero hablar con alguien bajo al pueblo o me paso la noche con las putas de Tahiche, pero la mayor parte del tiempo prefiero estar a solas, disfrutando del hecho de que Rogelia no pueda surgir de pronto de una puerta gritando que arregle un muro, cargue un saco, o le haga el amor sin ganas… Estoy bien aquí… —concluyó—. Y aunque resulte cruel decirlo, no me importaría que el viejo tardara veinte aсos en consumirse.

— ¿Y qué harás cuando se muera…í Roque Luna se encogió de hombros.

— No lo he pensado, aunque la verdad es que ya debería hacerlo. Algún dinero tengo y de vinos entiendo… Me gustaría abrir una taberna en Mácher… ¿Conoce Mácher…? — Ante la muda negativa, continuó—: No hay más que un puсado de casas, pero me agrada el sitio y aún no tiene taberna…

— Quédate.

Le miró girando la cabeza levemente:

— ¿Cómo dice…?

— Que te quedes en la casa… — Le mostró la carpeta como si ella lo explicara todo—. Yo seré el amo cuando muera don Matías… Ahora tengo que irme y será un viaje largo; tal vez muy largo, pero regresaré y quiero que te ocupes de la casa hasta mi vuelta… No vas a robarme.

— ¿Cómo lo sabe?

— Porque Rogelia está muerta y era ella la que robaba… Y porque sabes que si me robas a mi vuelta te mato… ¿Lo sabes, verdad?

Roque Luna asintió convencido y Damián Centeno seсaló con un gesto el huerto y los viсedos.

— Te dejaré dinero para que contrates gente y no consientas que los cultivos mueran ni la casa se hunda… Ahora es mía y es todo lo que he tenido nunca… Tú serás responsable…

Roque Luna lanzó una larga mirada a su alrededor; alas viсas, las higueras, los campos cultivados, el descuidado jardín y la desvencijada casa. Pareció calcular el trabajo que le llevaría mantener con vida todo aquello y por último asintió con un brusco gesto de cabeza:

— ¡De acuerdo…! — dijo—. Pondré esto en marcha. Lo que dejaron hundir los Quintero puede muy bien resurgir con los Centeno… La tierra es buena, y la casa sólida… Lo único que necesitan es trabajo.

Se estrecharon la mano sellando un trato que para ambos tenía mucha más validez que cualquier documento, y Damián Centeno se puso en pie y se encaminó sin prisa hacia el automóvil que le bajaría a Arrecife para continuar desde allí un larguísimo viaje que debía conducirle a América.

Sabía que aquella casa y aquellas tierras ya eran suyas, pero sabía, también, que aún tenía que ganárselas.

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